El criterio Capítulo XI de Jaime Balmes
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Apologética Moderna
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El criterio Capítulo XI de Jaime Balmes
El criterio Capítulo XI de Jaime Balmes
I - Medio para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los estudios históricos.
El estudio de la Historia es no sólo util, sino también necesario. Los más escépticos no le descuidan, porque aun cuando no le admitiesen como propio para conocer la verdad, al menos no le desdeñarían como indispensable ornamento. Además que la duda, llevada a su mayor exageración, no puede destruir un número considerable de hechos que es preciso dar por ciertos si no queremos luchar con el sentido común.
Así, uno de los primeros cuidados que deben tenerse en esta clase de estudios es distinguir lo que hay en ellos de absolutamente cierto. De esta manera se encomienda a la memoria lo que no admite sombra de duda, y queda luego desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega a tan alto grado de certeza, o es solamente probable, o tiene muchos visos de falso.
¿Quién dudará que existieron en Oriente grandes imperios; que los griegos fueron pueblos muy adelantados en civilización y cultura; que Alejandro hizo grandes conquistas en el Asia; que los romanos llegaron a ser dueños de una gran parte del mundo conocido; que tuvieron por rival a la república de Cartago; que el imperio de los señores del mundo fue derribado por una irrupción de bárbaros venidos del Norte; que los musulmanes se apoderaron del África septentrional, destruyeron en España el reino de los godos y amenazaron otras regiones de Europa; que en los siglos medios existió el sistema del feudalismo, y mil y mil otros acontecimientos, ya antiguos, ya modernos, de los cuales estamos tan seguros como de que existen Londres y París?
I - Medio para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los estudios históricos.
El estudio de la Historia es no sólo util, sino también necesario. Los más escépticos no le descuidan, porque aun cuando no le admitiesen como propio para conocer la verdad, al menos no le desdeñarían como indispensable ornamento. Además que la duda, llevada a su mayor exageración, no puede destruir un número considerable de hechos que es preciso dar por ciertos si no queremos luchar con el sentido común.
Así, uno de los primeros cuidados que deben tenerse en esta clase de estudios es distinguir lo que hay en ellos de absolutamente cierto. De esta manera se encomienda a la memoria lo que no admite sombra de duda, y queda luego desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega a tan alto grado de certeza, o es solamente probable, o tiene muchos visos de falso.
¿Quién dudará que existieron en Oriente grandes imperios; que los griegos fueron pueblos muy adelantados en civilización y cultura; que Alejandro hizo grandes conquistas en el Asia; que los romanos llegaron a ser dueños de una gran parte del mundo conocido; que tuvieron por rival a la república de Cartago; que el imperio de los señores del mundo fue derribado por una irrupción de bárbaros venidos del Norte; que los musulmanes se apoderaron del África septentrional, destruyeron en España el reino de los godos y amenazaron otras regiones de Europa; que en los siglos medios existió el sistema del feudalismo, y mil y mil otros acontecimientos, ya antiguos, ya modernos, de los cuales estamos tan seguros como de que existen Londres y París?
Arjona Dalila Rosa- Cantidad de envíos : 1230
Puntos : 47415
Fecha de inscripción : 10/10/2012
Re: El criterio Capítulo XI de Jaime Balmes
II - Distinción entre el fondo del hecho y sus circunstancias. -Aplicaciones.
Pero admitidos como indudables cierta clase de hechos, queda anchuroso campo para disputar sobre otros y desecharlos o darles crédito, y hasta con respecto a los que no consienten ningún género de duda, pueden espaciarse la erudición, la crítica y la filosofía de la Historia en el examen y juicio de las circunstancias con que los historiadores los acompañan. Es incuestionable que existieron las guerras llamadas púnicas, que en ellas Cartago y Roma se disputaron el imperio del Mediterráneo, de las costas de África, España e Italia, y que al fin salió triunfante la patria de los Escipiones, venciendo a Aníbal y destruyendo la capital enemiga; pero las circunstancias de aquellas guerra, ¿fueron tales como nosotros las conocemos? En el retrato que se nos hace del carácter cartaginés en el señalamiento de las causas que provocaron los rompimientos, en la narración de las batallas, de las negociaciones y otros puntos semejantes, ¿sería posible que hubiésemos sido engañados? Los historiadores romanos de quienes hemos recibido la mayor parte de las noticias, ¿no habrán mezclado mucho de favorable a su nación y de contrario a la rival? Aquí entra la duda, aquí el discernimiento; aquí entra ora el admitir con recelo y desconfianza, ora el desechar sin reparo, ora el suspender con mucha frecuencia el juicio.
¿Qué sería de la verdad a los ojos de las generaciones venideras si, por ejemplo, la historia de las luchas entre dos naciones modernas quedase únicamente escrita por los autores de una de las dos rivales? Y esto, sin embargo, lo han publicado los unos en presencia de los otros, corrigiéndose y desmintiéndose recíprocamente, y los acontecimientos se verificaron en épocas en que abundaban ya medios de comunicación y en que era mucho más difícil sostener falsedades de bulto. ¿Qué será, pues, viniéndonos las narraciones por un conducto sólo, y tan sospechoso por interesado, y tratándose de tiempos tan distantes, de comunicaciones tan escasas y en que no se conocían los medios de publicidad que han disfrutado los modernos?
Mucho se deberá desconfiar también de los griegos cuando nos refieren sus gigantescas hazañas, las matanzas de innumerables persas, sus rasgos de patriotismo heroico y cien cosas por este tenor. La fe ciega, el entusiasmo sin límites, la admiración por aquel pueblo de increíbles hazañas, allá se queda para los sencillos; que quien conoce el corazón del hombre, quien ha visto con sus propios ojos tanto exagerar, desfigurar y mentir, dice para sí: «El negocio debió de ser grave y ruidoso; parece que, en efecto, no se portaron mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan resucitado los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y circunstancias».
Esta regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo antiguo y moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la Historia, dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida, y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.
Pero admitidos como indudables cierta clase de hechos, queda anchuroso campo para disputar sobre otros y desecharlos o darles crédito, y hasta con respecto a los que no consienten ningún género de duda, pueden espaciarse la erudición, la crítica y la filosofía de la Historia en el examen y juicio de las circunstancias con que los historiadores los acompañan. Es incuestionable que existieron las guerras llamadas púnicas, que en ellas Cartago y Roma se disputaron el imperio del Mediterráneo, de las costas de África, España e Italia, y que al fin salió triunfante la patria de los Escipiones, venciendo a Aníbal y destruyendo la capital enemiga; pero las circunstancias de aquellas guerra, ¿fueron tales como nosotros las conocemos? En el retrato que se nos hace del carácter cartaginés en el señalamiento de las causas que provocaron los rompimientos, en la narración de las batallas, de las negociaciones y otros puntos semejantes, ¿sería posible que hubiésemos sido engañados? Los historiadores romanos de quienes hemos recibido la mayor parte de las noticias, ¿no habrán mezclado mucho de favorable a su nación y de contrario a la rival? Aquí entra la duda, aquí el discernimiento; aquí entra ora el admitir con recelo y desconfianza, ora el desechar sin reparo, ora el suspender con mucha frecuencia el juicio.
¿Qué sería de la verdad a los ojos de las generaciones venideras si, por ejemplo, la historia de las luchas entre dos naciones modernas quedase únicamente escrita por los autores de una de las dos rivales? Y esto, sin embargo, lo han publicado los unos en presencia de los otros, corrigiéndose y desmintiéndose recíprocamente, y los acontecimientos se verificaron en épocas en que abundaban ya medios de comunicación y en que era mucho más difícil sostener falsedades de bulto. ¿Qué será, pues, viniéndonos las narraciones por un conducto sólo, y tan sospechoso por interesado, y tratándose de tiempos tan distantes, de comunicaciones tan escasas y en que no se conocían los medios de publicidad que han disfrutado los modernos?
Mucho se deberá desconfiar también de los griegos cuando nos refieren sus gigantescas hazañas, las matanzas de innumerables persas, sus rasgos de patriotismo heroico y cien cosas por este tenor. La fe ciega, el entusiasmo sin límites, la admiración por aquel pueblo de increíbles hazañas, allá se queda para los sencillos; que quien conoce el corazón del hombre, quien ha visto con sus propios ojos tanto exagerar, desfigurar y mentir, dice para sí: «El negocio debió de ser grave y ruidoso; parece que, en efecto, no se portaron mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan resucitado los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y circunstancias».
Esta regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo antiguo y moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la Historia, dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida, y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.
Arjona Dalila Rosa- Cantidad de envíos : 1230
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Fecha de inscripción : 10/10/2012
Re: El criterio Capítulo XI de Jaime Balmes
III - Algunas reglas para el estudio de la Historia.
Como la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos que no deben pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad, fuera inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto, por sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar un espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.
Regla 1ª.
Conforme a lo establecido más arriba (Cap. VIII), es preciso atender a los medios que tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las probabilidades de que sea veraz o no.
Regla 2ª.
En igualdad de circunstancias, es preferible el testigo ocular.
Por más autorizados que sean los conductos, siempre son algo peligrosos; las narraciones que pasan por muchos intermedios suelen ser como los líquidos, los que siempre se llevan algo del canal por donde corren. Desgraciadamente, abundan mucho en los canales la malicia y el error.
Regla 3ª.
Entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V. Cap. VIII.)
Por más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas, claro es que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni describirnos sus empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de Aníbal, contados por sus enemigos, valen, por cierto, algo más.
¿Cómo vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e intereses del escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una historia del levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin embargo, al tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del tono grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las Constituyentes.
Regla 4ª.
El historiador contemporáneo es preferible; teniendo, empero, el cuidado de cotejarle con otro de opiniones e intereses diferentes, y de separar en ambos el hecho narrado de las causas que se le señalan, resultados que se le atribuyen y juicio de los escritores.
Por lo común, hay en los acontecimientos algo que descuella y se presenta a los ojos demasiado de bulto para que pueda negarlo la parcialidad del historiador. En tal caso exagera o disminuye, echa mano de colores halagüeños o repugnantes, busca explicaciones favorables apelando a causas imaginarias y señalando efectos soñados; pero el hecho está allí, y los esfuerzos del escritor apasionado o de mala fe no hacen más que llamar la atención del avisado lector para que fije la vista con atención en lo que hay, y no vea ni más ni menos de lo que hay.
Los informadores apasionados de Napoleón hablarán a la posteridad del fanatismo y crueldad de la nación española, pintándola como un pueblo estúpido que no quiso ser feliz; referirán las mil motivos que tuvo el gran Capitán para entrometerse en los negocios de la Península, y señalarán un millón de causas para explicar lo poco satisfactorio de los resultados. Por supuesto que llegarán a concluir que por esto no se empañan en lo más mínimo las glorias del héroe. Pero el lector juicioso y discreto descubrirá la verdad, a pesar de todos los amaños para obscurecerla. El historiador no habrá podido menos de confesar, a su modo y con mil rodeos, que Napoleón, antes de comenzar la lucha, y mientras las fuerzas del Marqués de la Romana le auxiliaban en el Norte, introdujo en España, con palabras de amistad, un numeroso ejército, y se apoderó de las principales ciudades y fortalezas, incluso la capital del reino; que colocó en el trono a su hermano José, y que, al fin, José y su ejército, después de seis años de lucha, se vieron precisados a repasar la frontera. Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto basta; píntense los pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar. He aquí lo que dirá el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes admirablemente la reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu misma narración que él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin título; que atacó a quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al rey; que peleó durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba, pues, la buena fe del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia del guerrero; de otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan la mala fe, la usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues, yerro y perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón y heroísmo en la resistencia».
Regla 5ª.
Los anónimos merecen poca confianza.
El autor habrá tal vez callado su nombre por modestia o por humildad; pero el público, que lo ignora, no está obligado a prestar crédito a quien le habla con un velo en la cara. Si uno de los frenos más poderosos, cual es el temor de perder la buena reputación, no es todavía bastante para mantener a los hombres en los límites de la verdad, ¿cómo podremos fiarnos de quien carece de él?
Regla 6ª.
Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.
Casi me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es de las que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla contenida en lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil haberla establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con algunas observaciones.
Claro es que no podemos saber qué medios tuvo el historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que debemos formar de su veracidad si no sabemos quién era, cuál fué su conducta y demás circunstancias de su vida. En el lugar en que escribió el historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos acontecimientos y, no pocas veces, en la particular posición del escritor se encuentra quizá la clave para explicar sus declamaciones sobre tal punto, su silencio o reserva sobre tal otro, por qué pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.
Un historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma suerte que otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más cercanas, las de la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la dinastía de Orleans, han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando andaban animadas las contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por cierto, lo mismo publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o Lisboa. Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis cargo de la situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio; en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.
Pocos son los hombres que se sobreponen completamente a las circunstancias que los rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por la sola causa de la verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan una transacción entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos de mucha gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo es cosa rara.
Además, que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio, y, por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que pensaba. Por más profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre la potestad indirecta, ¿habríais exigido de él que se expresase en París de la misma suerte que en Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de manera que, tan pronto como el Parlamento tenga noticias de vuestra obra, sean recogidos los ejemplares a mano armada, quemado quizá uno de ellos por la mano del verdugo y vos expulsado de Francia o encerrado en un calabozo». El conocimiento de la posición particular del escritor, de su conducta, moralidad, carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al lector de sus obras. Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el celibato servirá no poco el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado con Catalina de Boré; y quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse veces hojeando las impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco accesible a ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de moral.
Regla 7ª.
Las obras póstumas publicadas por manos desconocidas o poco seguras son sospechosas de apócrifas o alteradas.
La autoridad de un ilustre difunto poco sirve en semejantes casos; no es él quien nos habla, sino el editor, bien seguro de que el interesado no le podrá desmentir.
Regla 8ª.
Historias fundadas en memorias secretas y papeles inéditos, publicaciones de manuscritos en que el editor asegura no haber hecho más que introducir orden, limar frases o aclarar algunos pasajes no merecen más crédito que el debido a quien sale responsable de la obra.
Regla 9ª.
Relaciones de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas picantes sobre la vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas intrigas y otros asuntos de esta clase han de recibirse con extrema desconfianza.
Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y a la faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.
Regla 10ª.
En tratándose de pueblos antiguos o muy remotos es preciso dar poco crédito a cuanto se nos refiera sobre riquezas del país, número de moradores, tesoros de monarcas, ideas religiosas y costumbres domésticas.
La razón es clara: todos estos puntos son difíciles de averiguar; es necesario mucho tiempo de residencia, perfecto conocimiento de la lengua, inteligencia en ramos de suyo muy difíciles y complicados, medios de adquirir noticias exactas sobre objetos ocultos que brindan a la exageración, y en que por parte de los mismos naturales hay a veces mucha ignorancia, y hasta sabiéndolo tienen mil y mil motivos para aumentar o disminuir. Finalmente, en lo que toca a costumbres domésticas, no se alcanza su exacto conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares.
Como la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos que no deben pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad, fuera inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto, por sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar un espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.
Regla 1ª.
Conforme a lo establecido más arriba (Cap. VIII), es preciso atender a los medios que tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las probabilidades de que sea veraz o no.
Regla 2ª.
En igualdad de circunstancias, es preferible el testigo ocular.
Por más autorizados que sean los conductos, siempre son algo peligrosos; las narraciones que pasan por muchos intermedios suelen ser como los líquidos, los que siempre se llevan algo del canal por donde corren. Desgraciadamente, abundan mucho en los canales la malicia y el error.
Regla 3ª.
Entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V. Cap. VIII.)
Por más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas, claro es que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni describirnos sus empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de Aníbal, contados por sus enemigos, valen, por cierto, algo más.
¿Cómo vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e intereses del escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una historia del levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin embargo, al tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del tono grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las Constituyentes.
Regla 4ª.
El historiador contemporáneo es preferible; teniendo, empero, el cuidado de cotejarle con otro de opiniones e intereses diferentes, y de separar en ambos el hecho narrado de las causas que se le señalan, resultados que se le atribuyen y juicio de los escritores.
Por lo común, hay en los acontecimientos algo que descuella y se presenta a los ojos demasiado de bulto para que pueda negarlo la parcialidad del historiador. En tal caso exagera o disminuye, echa mano de colores halagüeños o repugnantes, busca explicaciones favorables apelando a causas imaginarias y señalando efectos soñados; pero el hecho está allí, y los esfuerzos del escritor apasionado o de mala fe no hacen más que llamar la atención del avisado lector para que fije la vista con atención en lo que hay, y no vea ni más ni menos de lo que hay.
Los informadores apasionados de Napoleón hablarán a la posteridad del fanatismo y crueldad de la nación española, pintándola como un pueblo estúpido que no quiso ser feliz; referirán las mil motivos que tuvo el gran Capitán para entrometerse en los negocios de la Península, y señalarán un millón de causas para explicar lo poco satisfactorio de los resultados. Por supuesto que llegarán a concluir que por esto no se empañan en lo más mínimo las glorias del héroe. Pero el lector juicioso y discreto descubrirá la verdad, a pesar de todos los amaños para obscurecerla. El historiador no habrá podido menos de confesar, a su modo y con mil rodeos, que Napoleón, antes de comenzar la lucha, y mientras las fuerzas del Marqués de la Romana le auxiliaban en el Norte, introdujo en España, con palabras de amistad, un numeroso ejército, y se apoderó de las principales ciudades y fortalezas, incluso la capital del reino; que colocó en el trono a su hermano José, y que, al fin, José y su ejército, después de seis años de lucha, se vieron precisados a repasar la frontera. Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto basta; píntense los pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar. He aquí lo que dirá el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes admirablemente la reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu misma narración que él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin título; que atacó a quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al rey; que peleó durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba, pues, la buena fe del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia del guerrero; de otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan la mala fe, la usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues, yerro y perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón y heroísmo en la resistencia».
Regla 5ª.
Los anónimos merecen poca confianza.
El autor habrá tal vez callado su nombre por modestia o por humildad; pero el público, que lo ignora, no está obligado a prestar crédito a quien le habla con un velo en la cara. Si uno de los frenos más poderosos, cual es el temor de perder la buena reputación, no es todavía bastante para mantener a los hombres en los límites de la verdad, ¿cómo podremos fiarnos de quien carece de él?
Regla 6ª.
Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.
Casi me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es de las que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla contenida en lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil haberla establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con algunas observaciones.
Claro es que no podemos saber qué medios tuvo el historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que debemos formar de su veracidad si no sabemos quién era, cuál fué su conducta y demás circunstancias de su vida. En el lugar en que escribió el historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos acontecimientos y, no pocas veces, en la particular posición del escritor se encuentra quizá la clave para explicar sus declamaciones sobre tal punto, su silencio o reserva sobre tal otro, por qué pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.
Un historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma suerte que otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más cercanas, las de la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la dinastía de Orleans, han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando andaban animadas las contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por cierto, lo mismo publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o Lisboa. Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis cargo de la situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio; en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.
Pocos son los hombres que se sobreponen completamente a las circunstancias que los rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por la sola causa de la verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan una transacción entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos de mucha gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo es cosa rara.
Además, que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio, y, por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que pensaba. Por más profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre la potestad indirecta, ¿habríais exigido de él que se expresase en París de la misma suerte que en Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de manera que, tan pronto como el Parlamento tenga noticias de vuestra obra, sean recogidos los ejemplares a mano armada, quemado quizá uno de ellos por la mano del verdugo y vos expulsado de Francia o encerrado en un calabozo». El conocimiento de la posición particular del escritor, de su conducta, moralidad, carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al lector de sus obras. Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el celibato servirá no poco el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado con Catalina de Boré; y quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse veces hojeando las impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco accesible a ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de moral.
Regla 7ª.
Las obras póstumas publicadas por manos desconocidas o poco seguras son sospechosas de apócrifas o alteradas.
La autoridad de un ilustre difunto poco sirve en semejantes casos; no es él quien nos habla, sino el editor, bien seguro de que el interesado no le podrá desmentir.
Regla 8ª.
Historias fundadas en memorias secretas y papeles inéditos, publicaciones de manuscritos en que el editor asegura no haber hecho más que introducir orden, limar frases o aclarar algunos pasajes no merecen más crédito que el debido a quien sale responsable de la obra.
Regla 9ª.
Relaciones de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas picantes sobre la vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas intrigas y otros asuntos de esta clase han de recibirse con extrema desconfianza.
Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y a la faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.
Regla 10ª.
En tratándose de pueblos antiguos o muy remotos es preciso dar poco crédito a cuanto se nos refiera sobre riquezas del país, número de moradores, tesoros de monarcas, ideas religiosas y costumbres domésticas.
La razón es clara: todos estos puntos son difíciles de averiguar; es necesario mucho tiempo de residencia, perfecto conocimiento de la lengua, inteligencia en ramos de suyo muy difíciles y complicados, medios de adquirir noticias exactas sobre objetos ocultos que brindan a la exageración, y en que por parte de los mismos naturales hay a veces mucha ignorancia, y hasta sabiéndolo tienen mil y mil motivos para aumentar o disminuir. Finalmente, en lo que toca a costumbres domésticas, no se alcanza su exacto conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares.
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Re: El criterio Capítulo XI de Jaime Balmes
Gracias por dejar este escrito tan bueno en este espacio.
Saludos fraternos.
Saludos fraternos.
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Re: El criterio Capítulo XI de Jaime Balmes
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"El amor es la razón del corazón"
sabra- Admin
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