EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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UN FRATRICIDIO

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Mensaje por Arjona Dalila Rosa Miér Oct 04, 2023 4:41 pm

UN FRATRICIDIO


Se ha demostrado que el crimen se produjo de la manera siguiente:

Schmar, el asesino, se situó a eso de las nueve de una noche de luna clara en la esquina por la que Wese, la víctima, tenía que doblar, viniendo de la calle en que tenía su oficina, para ir hacia la calle en la que vivía. Helado, aquel estremecedor aire nocturno. Pero Schmar sólo se había puesto un delgado traje azul; la chaqueta, además, estaba desabotonada. No sentía ningún frío, aunque se mantenía continuamente en movimiento. Sin ocultarla, sujetaba con fuerza el arma del crimen, mitad bayoneta, mitad cuchillo de cocina. Contemplaba el arma a la luz de la luna; el filo centelleaba, pero no lo suficiente para Schmar, así que lo afiló contra uno de los adoquines del empedrado hasta que saltaron chispas; tal vez se arrepintió; para reparar el daño causado, lo frotó como si fuera el arco de un violín contra la suela de su bota; mientras, él, sosteniéndose sobre una pierna, inclinado, escuchaba simultáneamente el sonido del cuchillo en su bota y los sonidos en la calle de la fatalidad.

¿Por qué lo permitió el particular Pallas, que lo observaba desde una ventana cercana en un segundo piso? ¡Quién puede penetrar en la naturaleza humana! Miraba hacia abajo sacudiendo la cabeza, el cuello de la bata levantado, la bata ceñida a su cuerpo obeso. Y cinco casas más allá, frente a él y de soslayo, la señora Wese, con la piel de zorro
sobre su camisón, esperaba a su marido, que hoy se retrasaba más de lo normal.

Al fin sonó la campanilla de la puerta en la oficina de Wese; demasiado ruidosa para ser la campana de una puerta, se escuchó más allá de la ciudad, hasta el cielo, y Wese, el diligente trabajador nocturno, salió de la casa, anunciado por el sonido de la campanilla; el empedrado comenzó a contar sus pasos tranquilos.

Pallas se inclinó aún más hacia adelante, no quería perderse nada. La señora Wese cerró su ventana haciendo algo de ruido, tranquilizada por la campana. Sin embargo, Schmar se arrodilló; como en ese instante no tenía nada más al aire, presionó el rostro y las manos contra las piedras; donde todo se helaba, Schmar hervía.

Wese permanecía precisamente en el límite que dividía las calles, únicamente el bastón se aventuraba en la calle próxima. Un capricho. El cielo nocturno lo ha seducido, el azul oscuro y el dorado. Lo miró ignorante, ignorante se acarició el pelo bajo el sombrero ligeramente alzado; nada se movía allá arriba que le pudiese mostrar su futuro más inmediato; todo se mantenía en su absurdo e inescrutable lugar. En el fondo, resultaba muy razonable que Wese continuase, pero iba directo hacia el cuchillo de Schmar.

—¡Wese! —gritó Schmar, manteniéndose de puntillas, el brazo erguido, el cuchillo acentuadamente inclinado—. ¡Wese! ¡Julia espera en vano!

Y Schmar clavó el cuchillo, una vez en la parte derecha del cuello, otra en la izquierda, y una tercera profundamente en el estómago. Las ratas de agua, cuando se las despanzurra, emiten un sonido similar al de Wese.

—¡Hecho! —dijo Schmar, y arrojó el cuchillo, ese lastre sangriento y superfluo, contra la fachada de la casa más próxima—, ¡Bendición del crimen! ¡Aliviado, alígero por el correr de la sangre ajena! Wese, viejo juerguista, amigo, camarada de cervecerías, te desangras en el oscuro suelo de la calle. ¿Por qué no serás simplemente una burbuja llena de sangre? Así desaparecerías al sentarme encima. No todo se cumple, no todos los sueños que anuncian un florecer maduran, tu pesado residuo yace aquí, inmune a las patadas. ¿Cuál es la muda pregunta que planteas?

Pallas, con todo el veneno confuso y estrangulante en su cuerpo, permanecía en la puerta de su casa, abierta de par en par.

—¡Schmar! ¡Schmar! Lo he visto todo, no me he perdido nada —Pallas y Schmar se examinaron mutuamente. Pallas se quedó satisfecho, al ver que Schmar no remataba el asunto.

La señora Wese, acompañada a derecha e izquierda por el gentío, se apresuró a llegar con un rostro envejecido por el susto. La piel de zorro se abrió, ella cayó sobre Wese, el cuerpo vestido con el camisón le pertenecía a él, la piel, sin embargo, que se extendía sobre la pareja como la hierba de una tumba, pertenecía a la plebe.

Schmar aguantaba con esfuerzo las náuseas y presionaba la boca en el hombro del policía, que se lo llevó con pies ligeros.


Franz Kafka
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