EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Mensaje por Arjona Dalila Rosa Miér Oct 04, 2023 9:34 pm

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Si una artista ecuestre, débil y tísica, fuese obligada por un jefe inmisericorde, valiéndose de un látigo, a cabalgar continuamente en círculo, durante meses, sobre un caballo tambaleante en la pista de un circo, volando sobre el caballo, lanzando besos, doblándose por el talle, y si ese juego continuase, acompañado del continuo estrépito de la orquesta y de los ventiladores, en un futuro gris incesantemente abierto, acompañado de aplausos, que en realidad son martinetes, y que se desvanecen para resurgir con más intensidad; entonces, tal vez, un joven espectador de la galería bajara la larga escalera, pasando por las gradas, irrumpiera en la pista y gritara: «¡alto!», en medio de la fanfarria de una orquesta que no cesa de acompañar al espectáculo.

Pero como no sucede así, una bella dama, vestida de blanco y rojo, aparece suspendida en el aire y atraviesa el telón, abierto por dos orgullosos hombres de librea; el director, buscando sus ojos con abnegación, dirige su aliento hacia ella con actitud animal; a continuación la alza cuidadosamente sobre un caballo blanco, como si fuera su nieta más querida que emprende un viaje peligroso. No se atreve a dar la señal con el látigo; finalmente, superando su resistencia, lo hace restallar; sigue los saltos de la amazona con la mirada fija, apenas puede entender su destreza, intenta advertirla con exclamaciones inglesas; los palafreneros que sostienen los aros son exhortados con furia a la más minuciosa atención, con las manos alzadas ordena a la orquesta que calle antes del gran salto mortal; por último, baja a la pequeña del tembloroso caballo, la besa en ambas mejillas y no considera suficientes las ovaciones del público; mientras ella, apoyada en él, erguida sobre las puntas de los pies, rodeada de polvo, con la cabecita inclinada hacia atrás, quiere compartir su felicidad con todo el público, y al resultar todo así, el espectador de la galería hunde la cabeza en el pecho y mientras se retira, como sumido en un sueño profundo, llora sin saberlo.


Franz Kafka
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