EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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LA CONDENA

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Mensaje por Arjona Dalila Rosa Miér Oct 04, 2023 8:33 pm

LA CONDENA


Era una mañana dominical en lo más bello de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante, estaba sentado en su habitación, en el primer piso de una de las casas bajas de aspecto precario que se sucedían en larga hilera a lo largo del río y que sólo se diferenciaban en la altura y el color. Acababa de terminar una carta para un amigo de juventud que se encontraba en el extranjero, la cerró con lentitud y luego, con el codo apoyado en el escritorio, contempló a través de la ventana el río, el puente y las lomas de la otra orilla con su pálido verdor.

Pensaba cómo ese amigo, insatisfecho con las expectativas en su tierra natal, se había marchado, hacía años, a Rusia. Regentaba un negocio en San Petersburgo que había funcionado bien al principio, pero que ahora parecía entrar en dificultades, de lo que el amigo se quejaba en sus visitas, cada vez más esporádicas. Así, se mataba a trabajar inútilmente en el extranjero, y la barba apenas podía cubrir el rostro, tan bien conocido desde la infancia, cuyo color amarillento de piel indicaba el desarrollo incipiente de alguna enfermedad. Como le había contado, no tenía una conexión propiamente dicha con la colonia de sus compatriotas allí residentes, aunque tampoco ningún trato social con familias autóctonas, por lo que ya se hacía a la idea de una soltería definitiva.

¿Qué se le podría escribir a un hombre así, que se había metido en un callejón sin salida, al que se podía tener lástima, pero no ayudar? ¿Se le debería aconsejar, acaso, que regresara al hogar, que emprendiera aquí de nuevo su existencia, que retomara sus relaciones amistosas —para lo que no existía ningún impedimento—, y que confiase en la ayuda de sus amigos? Sin embargo, eso no significaba otra cosa que decirle —cuanto más suaves fuesen las palabras más mortificante sería su efecto— que sus intentos habían quedado frustrados, que debería abandonarlos para siempre, que debería regresar y, como un fracasado, darse cuenta con los ojos bien abiertos de que sólo sus amigos valían algo, de que él no era nada más que un niño crecido y de que tenía que seguir el ejemplo de los amigos que habían permanecido en casa. Y, aun así, ¿existiría la seguridad de que toda la tortura infligida produciría algún resultado? Tal vez ni siquiera se lograría que volviera a casa —él mismo había dicho que ya no comprendía los asuntos de su patria—, y así seguiría permaneciendo en el extranjero, amargado por los consejos y más alejado aún, si cabe, de los amigos. Pero si siguiera realmente los consejos y, una vez aquí, se sintiese oprimido —naturalmente no por intención ajena, sino por las circunstancias—, ni estaría bien con sus amigos ni tampoco podría prescindir de ellos, por lo que padecería un sentimiento de vergüenza, y ya no tendría ningún hogar y ningún amigo más. ¿No era mejor para él permanecer en el extranjero, como hasta entonces? ¿Se podría pensar, dadas las circunstancias, que aquí podría salir adelante?

Por todos esos motivos, en el caso de querer mantener con él una relación epistolar, no se le podría hacer ninguna observación en sentido estricto, como se le haría, sin timidez alguna, hasta a los parientes más lejanos. Ya hacía más de tres años que el amigo no visitaba su patria y lo justificaba con la inseguridad de la situación política rusa, que por lo
visto impedía, según su opinión, la más breve ausencia de un comerciante, mientras cientos de miles de rusos se paseaban tranquilamente por todo el mundo. En el transcurso de esos tres años, sin embargo, habían cambiado mucho las cosas para Georg. Desde la muerte de su madre, ocurrida hacía dos años, Georg vivía con su anciano padre en la misma casa. El amigo supo del fallecimiento y expresó su pésame en una carta con tal sequedad que sólo podría encontrar un motivo en la suposición de que la pena ante un acontecimiento semejante resulta incomprensible en el extranjero. Pero Georg, desde aquel suceso, había tomado las riendas de su negocio con gran determinación. Quizás el padre, en vida de la madre, le había impedido realizar una actividad propia, ya que sólo quería hacer valer su opinión en el negocio. O quizás el padre, después de la muerte de la madre, a pesar de que seguía trabajando en el negocio, se había vuelto algo reservado, quién sabe, a lo mejor jugaron un papel importante —lo que era muy probable— algunos sucesos casuales; en todo caso, en los dos últimos años el negocio había mejorado de modo inesperado. Habían tenido que doblar el personal, la cifra de negocios se había quintuplicado y estaban, sin duda, ante nuevas ampliaciones y mejoras.

El amigo, sin embargo, ignoraba rodos esos cambios. Hacía tiempo, por última vez quizás en la carta de pésame, había querido convencer a Georg de que emigrase a Rusia y se había extendido sobre las buenas perspectivas existentes en San Petersburgo, precisamente en el ramo comercial de Georg. Pero las cifras eran ínfimas en comparación con el volumen de negocio alcanzado por Georg. No obstante, éste no había tenido ganas de informar al amigo de sus éxitos comerciales, y hacerlo ahora, con posterioridad, habría provocado extrañeza.

Así, Georg se limitaba a escribir al amigo acerca de sucesos sin importancia, como los que acuden a la mente de un modo desordenado en un domingo tranquilo. Sólo pretendía mantener la imagen que su amigo se había forjado, durante ese tiempo, de su ciudad natal y con la que se había conformado. Por ese motivo, ocurrió que Georg le comunicó tres veces, en tres cartas espaciadas, el compromiso matrimonial de un hombre indiferente con una, asimismo, indiferente muchacha, hasta que el amigo, contra las intenciones de Georg, comenzó a mostrar interés por un asunto tan extraño.

Pero a Georg le gustaba escribir acerca de estos acontecimientos más de lo que habría querido reconocer, ya que desde hacía un mes se había prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha de buena familia. A menudo hablaba con su prometida acerca de este amigo y de su extraña correspondencia con él.

—Entonces no vendrá a nuestra boda —dijo ella—, aunque tengo el derecho de conocer a todos tus amigos.

—No quiero molestarlo —contestó Georg—, compréndeme bien, probablemente vendría, al menos eso creo, pero se sentiría obligado y perjudicado. Además, es posible que me envidiara, y viajaría de vuelta incapaz de superar la insatisfacción provocada por esos sentimientos encontrados. Por añadidura, regresaría solo, ¿sabes lo que es eso?

—Sí, ¿y no podrá saber lo de nuestra boda por algún otro cauce?

—No podría evitarlo, pero por su forma de vida resulta muy improbable. —Si tienes esos amigos, no deberías haberte prometido.
—Ya lo sé, es culpa de los dos; pero tampoco quise que fuera de otra manera.

Cuando, respirando agitada por sus besos, aún logró añadir: «Realmente todo esto me molesta», él pensaba que lo más fácil sería escribírselo todo al amigo:

«Así soy» —se dijo—, «y así me tiene que aceptar; no puedo hacer de mí un ser imaginario que quizá fuese más idóneo para la amistad de lo que yo soy».

Y, ciertamente, informó a su amigo en una larga carta acerca de su promesa matrimonial con las siguientes palabras:

«He reservado para el final la mejor sorpresa. Me he prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha de buena familia, que se instaló aquí mucho después de que tú abandonaras la ciudad, por lo que apenas podrías conocerla. Ya habrá oportunidad de contarte algo acerca de mi prometida, hoy conténtate con saber que soy feliz. Sólo ha cambiado entre nosotros que ahora en vez de tener en mí a un simple amigo, tienes a un amigo feliz. Además, con mi prometida, que te saluda y te escribirá la próxima vez, ganas a una amiga, lo que no deja de ser importante para un soltero como tú. Ya sé que hay muchas cosas que te impiden visitarnos, pero ¿no sería precisamente mi boda la mejor oportunidad para arrojar por la borda todos los impedimentos? Sea como sea, obra según te parezca y como dicte tu sano juicio».

Georg había permanecido sentado largo tiempo ante esta carta, con el rostro dirigido hacia la ventana. A un conocido que le había saludado al pasar por la calle, le había contestado con una sonrisa ausente.

Finalmente, se guardó la carta en el bolsillo, salió de su habitación, atravesó un pequeño pasillo y entró en la habitación del padre, en la que no había estado desde hacía meses. Pero en realidad no había necesidad de hacerlo, pues trataba constantemente con su padre en el negocio. Comían juntos en una casa de comidas y la cena la tomaban por separado, aunque luego se sentaban un rato juntos en el salón, cada uno con su periódico, a no ser que Georg, lo que ocurría ahora con frecuencia, se hubiera reunido con sus amigos o visitase a su prometida.

Georg se asombró de lo oscura que estaba la habitación del padre en aquella mañana soleada. Un elevado muro que se levantaba más allá del estrecho patio era el que arrojaba una sombra así. El padre estaba sentado junto a la ventana, en una esquina adornada con recuerdos de la madre, y leía el periódico, que mantenía lateralmente, como si intentase compensar un defecto visual. Sobre la mesa se encontraban todavía los restos del desayuno, que estaba prácticamente intacto.

—¡Ah, Georg! —dijo el padre, y salió a su encuentro. Su pesada bata se abrió al caminar, ondeando a su alrededor el borde inferior.

«Mi padre sigue siendo un gigante» —pensó Georg.

—Esta oscuridad es insoportable —dijo entonces. —Sí, está bastante oscuro —respondió el padre. —¿También has cerrado la ventana?
—Lo prefiero así.

—Fuera hace bastante calor —añadió Georg, y se sentó.

El padre retiró la vajilla del desayuno y la puso sobre la cómoda.

—Sólo quería decirte —continuó Georg, que seguía con mirada perdida los movimientos del anciano— que ya he anunciado mi promesa matrimonial en San Petersburgo. —Y sacó un poco la carta de su bolsillo para guardarla de nuevo.

—¿En San Petersburgo? —preguntó el padre.

—A mi amigo —dijo Georg, y buscó los ojos del padre—. «En el negocio se comporta de un modo muy diferente al que lo hace aquí, sentado tan ancho y con los brazos cruzados sobre el pecho» —pensó.

—Sí, a tu amigo —dijo el padre acentuando las sílabas.

—Ya sabes, padre, que en un principio quería silenciarle lo de mi matrimonio. Sólo por deferencia, por ningún otro motivo. Pero he pensado que tal vez pueda enterarse por otros cauces, si bien, según su modo de vida, sería bastante improbable —aunque yo no lo podría evitar—, no quería que se enterase por mí.

—Y ahora lo has pensado mejor —dijo el padre, dejando el periódico en el alféizar de
la ventana y las gafas, que cubrió con las manos, sobre el periódico.

—Sí, ahora lo he pensado mejor. Si es un buen amigo, me he dicho, mi compromiso feliz también será para él un motivo de felicidad. Por eso no he dudado en comunicárselo. Pero quería decírtelo antes de mandar la carta.

—Georg —dijo el padre, y abrió desmesuradamente su boca desdentada—, ¡escúchame! Has venido a mí con este asunto para que te aconseje. Eso te honra, sin duda. Pero todo es una nadería, una irritante nadería, si ahora no me dices toda la verdad. No quiero traer cosas a colación que ahora no vienen a cuento. Desde la muerte de nuestra querida madre han ocurrido cosas bastante feas. Quizá llegue el momento de ocuparse de ellas, y tal vez más pronto de lo que creemos. Del negocio se me escapa algo, quizá no se me oculta —no quiero sugerir ahora que se me oculta—, ya no soy tan fuerte y pierdo memoria. Ya no puedo abarcar todas las cosas. Ése es, en primer lugar, un proceso natural, y en segundo, la muerte de nuestra madrecita me ha afectado a mí más que a ti. Pero ya que estamos en este asunto, en la carta, te pido, Georg, que no intentes engañarme. Se trata de una pequeñez, sin apenas importancia, así que no me engañes. ¿Realmente tienes a ese amigo en San Petersburgo?

Georg se quedó perplejo y se levantó.

—Dejemos estar lo de mi amigo. Mil amigos no sustituyen a mi padre. ¿Sabes lo que creo? No te cuidas lo suficiente; pero la edad reclama sus derechos. Ya sabes muy bien que para mí eres insustituible en el negocio, pero en el caso de que el negocio amenazase tu salud, lo cerraría mañana para siempre. Esto no funciona. Tenemos que encontrar otra forma de vida para ti. Y, además, radicalmente distinta de la que llevas. Permaneces aquí sentado, en la oscuridad, mientras que en el salón podrías disponer de una luz espléndida. Picoteas del desayuno, en vez de tomar algo que de verdad te fortalezca. Te sientas frente a la ventana cerrada y el aire fresco te sentaría muy bien. ¡No, padre! Voy a llamar al médico y seguiremos sus indicaciones a rajatabla. Cambiaremos las habitaciones, tú te mudarás al cuarto exterior, yo ocuparé éste. No supondrá ningún cambio, pues trasladaremos todo. Pero lo haremos a su tiempo, ahora échate un poco en la cama, necesitas reposo y tranquilidad. Vamos, te ayudaré a desvestirte, ya verás. ¿O prefieres irte ahora mismo al cuarto exterior? Allí podrías echarte por el momento en mi cama. Además, sería muy razonable que lo hicieras así.

Georg estaba situado muy cerca de su padre, el cual había dejado caer la cabeza con su
desgreñado pelo canoso sobre el pecho.

—Georg —dijo el padre en voz baja, sin moverse.

Georg se arrodilló de inmediato al lado de su padre, y vio en su rostro cansado, en el
ángulo de los ojos, las pupilas engrandecidas dirigidas hacia él.

—No tienes a ningún amigo en San Petersburgo. Siempre has sido un bromista y ni siquiera te has contenido conmigo. ¡Cómo podrías tener allí a un amigo! No puedo creerlo.

—Piensa un poco, padre —dijo Georg, que levantó al padre del sillón y le quitó la bata, mientras éste permanecía de pie manteniendo débilmente la posición—, ahora hará tres años que nos visitó en casa. Todavía me acuerdo de que no te caía muy bien. Como mínimo negué dos veces ante ti su presencia, aunque estaba sentado conmigo en mi habitación. Podía comprender muy bien tu animadversión, pues mi amigo tiene sus peculiaridades. Pero luego conversaste con él sin problemas. Estaba tan orgulloso de que lo escucharas, de que asintieras y preguntaras. Si piensas, te acordarás. En aquella ocasión nos contó historias increíbles de la revolución rusa. Cómo, por ejemplo, durante un viaje de negocios a Kiev, había podido ver a un monje en un balcón en pleno tumulto, que a continuación se hizo una herida en forma de cruz con un cuchillo en la palma de la mano, la elevó y arengó así a la multitud. Tú mismo has vuelto a contar esa historia en otras ocasiones.

Mientras tanto a Georg le había sido posible volver a sentar al padre y quitarle cuidadosamente la camiseta que llevaba sobre los calzoncillos de lino, así como los calcetines. Al ver la ropa interior, no del todo limpia, se hizo reproches por haber descuidado a su padre. Entre sus deberes se encontraba con toda seguridad vigilar que su padre se cambiara de ropa interior. Todavía no había hablado con su prometida del futuro de su padre, pero daban por sentado que el padre permanecería solo en la casa antigua.

Pero ahora decidió con toda determinación que se llevaría a su padre al nuevo hogar. Casi parecía, si se apreciaba con detenimiento, que el cuidado que se le ofrecería al padre allí podría llegar demasiado tarde.

Llevó a su padre en brazos hasta la cama. Experimentó un horrible sentimiento cuando, mientras daba los pocos pasos hasta la cama, comprobó cómo su padre jugaba en su pecho con la cadena del reloj. No pudo depositarlo de inmediato en la cama, con tanta fuerza asía la cadena.

Sin embargo, apenas se encontró en la cama, todo fue bien. Él mismo se tapó y luego se subió la manta por encima de los hombros. No miraba a Georg de un modo desagradable.

—¿Te acuerdas ahora de él, no es cierto? —preguntó Georg y asintió al mismo tiempo animándole.

—¿Estoy bien tapado? —preguntó el padre como si no pudiese comprobar si sus pies estaban lo suficientemente cubiertos.

—¿Te gusta estar así en la cama? —dijo Georg, y le arropó mejor.

—¿Estoy bien tapado? —volvió a preguntar el padre, y pareció esperar con ansiedad la respuesta.

—Tranquilízate, estás bien tapado.

—¡No! —gritó el padre, que se sublevó por la respuesta a su pregunta, arrojó la manta con una fuerza tal que llegó a desplegarse por completo en el aire y se puso erguido en la cama. Sólo mantuvo una mano ligeramente apoyada en el techo—. Quisiste taparme, lo sé, hijito, pero todavía no estoy tapado del todo. Y aunque sean mis últimas fuerzas, son suficientes para ti, ¡demasiado para ti! Conozco muy bien a tu amigo. Hubiera sido un hijo afín a mi corazón. Por eso le has engañado durante todo el año. ¿Por qué si no? ¿Qué te crees, que no he llorado por él? Por eso te encierras en tu despacho, nadie debe molestarte, el jefe está ocupado, sólo para que puedas escribir tus cartitas falsas a Rusia. Pero, por suerte, nadie puede enseñar al padre a desenmascarar al hijo. Al creerte que le habías humillado tanto que te podías sentar sobre él, y que él no se movería, ¡entonces es cuando el señor hijo ha decidido casarse!

Georg contempló la imagen terrible de su padre. El amigo de San Petersburgo, que el padre parecía conocer tan bien de repente, apareció ante él como nunca. Lo veía perdido en la vasta Rusia, lo veía en su negocio, saqueado y vacío. Permanecía entre los anaqueles destruidos, las mercancías destrozadas, las cañerías del gas rotas. ¿Por qué habría tenido que irse tan lejos?

—¡Pero mírame a la cara! —gritó el padre, y Georg corrió, casi descompuesto, hacia la cama para no perder detalle, pero se detuvo a la mitad del camino

—Porque se levantó la falda —comenzó el padre con voz meliflua—, porque se levantó la falda, esa gansa repugnante —y se levantó tanto su camisa para demostrarlo que se pudo ver la herida de guerra en la parte superior del muslo—. Porque se levantó la falda así y así, por eso le metiste mano, y para poder satisfacer tus deseos sin que nadie te estorbase has deshonrado el recuerdo de tu madre, has traicionado al amigo y has confinado a tu padre en la cama para que no pueda moverse. ¿Pero puede o no puede moverse?

Y se movió con entera libertad, balanceando las piernas. Resplandecía de astucia.

Georg permanecía en una esquina, lo más lejos posible del padre. Hacía mucho que había decidido observarlo todo con precisión, para no ser sorprendido por ningún lado, ni por arriba ni por abajo. Ahora recordaba ese propósito, pero lo volvió a olvidar en el acto, del mismo modo en que se enhebra un hilo corto en el ojo de una aguja.

—¡Pero no has logrado traicionar al amigo! —gritó el padre, y el movimiento de su dedo índice fortaleció su afirmación—. Yo fui su representante aquí.

—¡Comediante! —gritó Georg sin poder contenerse, pero reconoció en seguida el daño causado y, con los ojos vidriosos, se mordió la lengua y se dobló de dolor, aunque demasiado tarde.

—¡Sí, es cierto, he hecho comedia! ¡Comedia! Bonita palabra. ¿Qué otro consuelo le queda a tu viejo padre viudo? Dilo, y al menos en el instante de la respuesta sé todavía mi hijo vivo, ¿Qué me quedaba, encerrado en mi cuarto trasero, perseguido por un personal infiel, viejo hasta notárseme todos los huesos? ¡Y mi hijo marchaba triunfante por el mundo, concertaba negocios que yo había preparado, dando volteretas de placer y huyendo de su padre con el rostro enigmático de un hombre de honor! ¿Crees que no te habría amado, yo, del que tú saliste?

«¡Ahora se inclinará —pensó Georg—, si se cayera y se rompiera la crisma!» —estas palabras pasaron raudas por su cabeza.

El padre se inclinó hacia adelante, pero no cayó. Como Georg no se aproximó, como él esperaba, volvió a mantenerse erguido.

—¡Quédate donde estás, no te necesito! Crees que aún tienes fuerzas para llegar hasta aquí y que, sin embargo, te mantienes allí detrás porque quieres. ¡No te equivoques! Yo soy todavía el más fuerte. Quizá debería haberme rendido, pero tu madre me ha otorgado su fuerza; con tu amigo me he entendido excepcionalmente, ¡aquí, en el bolsillo, tengo a tu clientela!

«Incluso en la camisa tiene bolsillos» —se dijo Georg, y creyó poner en evidencia a su padre con esta indicación ante todo el mundo. Pero sólo lo pensó un momento, pues lo olvidaba todo al instante.

—¡Cuélgate del brazo de tu mujer y enfréntate a mí! ¡La barreré de tu lado y no sabes cómo!

Georg hizo una mueca de incredulidad. El padre simplemente asentía, lamentando la verdad de lo dicho, en dirección a la esquina en la que se encontraba Georg.

—Cómo me has divertido hoy, cuando viniste y preguntaste si debías escribir a tu amigo acerca del compromiso. ¡Él lo sabe todo, joven estúpido, lo sabe todo! Yo se lo escribí, ya que olvidaste quitarme la pluma. Por eso no viene desde hace años, lo sabe todo mil veces mejor que tú. ¡Arruga tus cartas en la mano izquierda sin haberlas leído, mientras mantiene las mías en la derecha para leerlas!

Alzó los brazos entusiasmado y los agitó por encima de la cabeza. —¡Lo sabe mil veces mejor! —gritó.
—¡Diez mil veces! —dijo Georg, para burlarse del padre, pero la palabra, todavía en la boca, adquirió un tono de seriedad mortal.

—¡Desde hace años esperaba a que me vinieras con esa pregunta! ¿Crees que hay otra cosa que me preocupe? ¿Acaso crees que leo los periódicos? ¡Pues, mira! —y arrojó a Gregor una hoja de periódico que de algún modo había llegado hasta la cama. Se trataba de un periódico viejo, cuyo nombre era totalmente desconocido para Georg.

—¿Cuánto tiempo has tardado en madurar? Tu madre tuvo que morir, no pudo vivir ese día de felicidad; tu amigo sucumbe en su Rusia, ya hace tres años que estaba amarillo, para tirarlo, y yo, ya ves cómo me va, ¡me imagino que para eso tendrás ojos!

—¡Entonces me has espiado! —gritó Georg. El padre respondió compasivo, como de paso.
—Probablemente quisiste decir eso mucho antes, ahora ya no viene a cuento. Y en voz más alta, añadió:
—¡Ahora ya sabes todo lo que había aparte de ti, hasta ahora sólo sabías de ti mismo! ¡Eras, ciertamente, un niño inocente, pero mucho más cierto es que eras un ser diabólico! Y por eso, tienes que saber: ¡yo te condeno a morir ahogado!

Georg se sintió expulsado de la habitación; el golpe que se dio el padre a sus espaldas, al caer sobre la cama, resonaba en sus oídos. En la escalera, cuyos escalones bajó como si fuesen una superficie lisa y resbaladiza, atropelló a la sirvienta que subía a arreglar la habitación.

—¡Jesús! —exclamó, y se protegió el rostro con el delantal, pero él ya había desaparecido. Se dirigió desde la puerta, por la calzada, hacia el agua. Como un hambriento se aferra a la comida, así se aferró a la barandilla. Se alzó sobre ella, como el excelente gimnasta que, para orgullo de sus padres, había sido en su juventud. Se mantuvo un rato asido fuertemente con las manos, que se tornaban cada vez más débiles; divisó entre los barrotes de la barandilla a un ómnibus que amortiguaría con facilidad el ruido de su caída. Musitó:

—Queridos padres, a pesar de todo, os he amado siempre. Y se dejó caer.
En aquel momento un tráfico interminable pasaba por el puente.

Franz Kafka
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