EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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NIÑOS EN LA CARRETERA

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Mensaje por Arjona Dalila Rosa Miér Oct 04, 2023 2:47 pm

NIÑOS EN LA CARRETERA


Oí cómo pasaban los coches de caballos ante la verja del jardín, a veces los veía también a través del casi estático follaje. ¡Cómo crujía la madera bajo los rigores del verano en sus radios y troncos! Había trabajadores que venían de los campos y reían que era una vergüenza.

Yo estaba sentado en mi pequeño columpio; en ese preciso instante descansaba entre los árboles en el jardín de mis padres.

Ante la verja no había descanso. Acababan de cruzar niños con paso rápido; carros con grano sobre los que iban hombres y mujeres encima de gavillas y que oscurecían a su alrededor los arriates; por la noche vi pasear lentamente a un señor con bastón, así como a dos muchachas que, cogidas del brazo, iban a su encuentro, pisando el césped mientras se saludaban.

Luego revolotearon pájaros como si fueran llamaradas, yo los seguí con la vista, vi cómo ascendían en un suspiro, hasta que ya no creí que subían, sino que yo caía, y me así fuertemente de las cuerdas por debilidad cuando comencé a balancearme ligeramente. Pronto me balanceé con más fuerza, cuando el viento soplaba más frío y, en vez de aparecer pájaros en el cielo, aparecían estrellas reverberantes.

Recibí la cena a la luz de la vela. A menudo apoyaba ambos brazos sobre la tabla y, ya cansado, daba bocados al pan. Las cortinas, rasgadas en muchos puntos, se henchían con el viento cálido y, a veces, uno de los que pasaba las sujetaba con fuerza cuando quería verme mejor y hablar conmigo. Normalmente la vela se apagaba pronto y los mosquitos revoloteaban todavía un rato a su alrededor, en la oscuridad surcada por el humo. Si alguien se dirigía a mí desde la ventana, lo miraba como si mirase a la montaña o al aire, y tampoco él mostraba mucho interés en una
respuesta.

Saltaba alguno sobre el antepecho de la ventana y anunciaba que los demás ya se encontraban ante la casa, entonces me levantaba, aunque suspirando.

«No, ¿por qué suspiras así? ¿Qué ha ocurrido? ¿Alguna desgracia especial e irreversible? ¿Jamás podremos recuperarnos? ¿Está realmente todo perdido?».

Nada estaba perdido. Corrimos hasta la parte delantera de la casa. «¡Gracias a Dios, por fin habéis llegado! ¡Casi siempre llegas demasiado tarde!». «¿Por qué yo?». «Precisamente tú, permanece en casa si no quieres venir. ¡Sin misericordia!». «¿Qué? ¿Sin misericordia? ¿De qué hablas?».

Atravesamos la noche con la cabeza. No había tiempo diurno ni nocturno. Pronto comenzaron a rozarse los botones de nuestros chalecos como si fueran dientes y, con fuego en la boca, como animales en los trópicos, corrimos una distancia que permaneció invariable. Como los coraceros en guerras pasadas, dando fuertes pisadas y bien alto en el cielo, bajamos la corta calle, uno al lado del otro, y con el mismo ímpetu en las piernas, subimos la carretera. Algunos penetraron en las cunetas; apenas habían desaparecido ante el oscuro talud, aparecían como gente extraña arriba del todo, en la senda, y miraban hacia abajo.

«¡Ven hacia abajo!». «¡Ven primero hacia arriba!». «¿Para que nos empujéis hacia abajo?, ni pensarlo, todavía tenemos dos dedos de frente». «¡Así sois de cobardes, queréis decir! ¡Atreveos a subir, atreveos!». «¿Sí? ¿Vosotros? ¿Precisamente vosotros nos queréis echar abajo? No sois capaces».

Atacamos, pero fuimos rechazados, y nos echamos por propia voluntad en el césped de las cunetas. Todo estaba templado de un modo uniforme, no sentíamos calor ni frío en la hierba, sólo cansancio.

Si nos apoyábamos sobre el costado derecho y poníamos la mano bajo la oreja, nos hubiera gustado dormir. Es cierto que se quería hacer un nuevo esfuerzo y elevar la barbilla, pero para caer en una cuneta todavía más profunda. Luego, colocando el brazo atravesado hacia adelante y las piernas oblicuas, queríamos arrojarnos contra el viento para, así, caer de nuevo con seguridad en una cuneta aún más profunda. Y nadie quería dejar de hacerlo.

Apenas se pensaba en cómo podría alguien estirarse en la última cuneta para dormir, sobre todo qué se podría hacer con las rodillas; simplemente yacíamos sobre la espalda, como un enfermo presto a llorar. Se pestañeaba cuando un joven, con los codos en las caderas y oscuras suelas saltaba sobre nosotros desde el talud hacia la calle.

Ya se podía ver la luna, un coche postal pasó de largo con su luz. Se levantó un ligero viento, también percibido en las cunetas, y el bosque, en las cercanías, comenzó a susurrar. Entonces no importaba mucho estar solo.

«¿Dónde estáis? ¡Venid! ¡Todos juntos! ¿Por qué te escondes? ¡Deja de hacer tonterías! ¿No sabéis que el coche postal ya ha pasado?». «¡Pero, no!, ¿ya ha pasado?». «Naturalmente, ha pasado mientras tú dormías». «¿Que yo dormía? ¡Nada de eso!». «Cállate, se te nota a la legua». «Pero, por favor». «¡Ven!».

Corrimos juntos y unidos, algunos se cogieron de las manos, la cabeza no se podía mantener lo suficientemente elevada, ya que se iba hacia abajo. Uno dio un grito de guerra indio y nuestras piernas cogieron un galope como nunca. Al saltar, el viento nos alzaba por las caderas. Nada podría habernos detenido. Alcanzamos tal ritmo en la carrera que al adelantar cruzábamos tranquilamente los brazos y nos podíamos mirar.

Nos detuvimos en el puente sobre el torrente. Los que habían seguido, regresaron. El agua, abajo, golpeaba las rocas y las raíces como si no fuera ya noche avanzada. No había ningún motivo que impidiera saltar sobre la barandilla del puente.

Tras la maleza, en la lejanía, surgía un tren convoy, con todos los compartimientos iluminados y las ventanas bajadas. Uno de nosotros comenzó a cantar una canción de moda, pero todos queríamos cantar. Cantamos mucho más deprisa cuando el tren pasó y balanceamos los brazos, ya que la voz no bastaba. Alcanzamos con nuestras voces una densidad en la que nos sentimos bien. Cuando se mezcla la voz con la de otros es como si se nos hubiera capturado con un anzuelo.

Así cantamos, con el bosque a nuestras espaldas y los ya lejanos viajeros en los oídos. Los adultos estaban todavía despiertos en el bosque, las madres preparaban las camas para la noche.

Ya era tiempo. Besé al que estaba a mi lado, a los tres más próximos les alcancé la mano, comencé a desandar el camino, ninguno me llamó. Llegado al primer cruce, donde ya no me podían ver, me desvié y marché de nuevo por senderos a través del bosque. Pretendía ir a la ciudad en el sur, de la que se dice en nuestro pueblo:

«¡Allí hay gente, pensad, que nunca duerme! ¿Y por qué no? Porque nunca se cansan. ¿Y por qué no? Porque están locos.
¿No se cansan acaso los locos? ¡Cómo podrían cansarse los locos!».


Franz Kafka
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