EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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EL SILENCIO DE MARIA

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Mensaje por HORIZONTES Lun Sep 25, 2023 6:41 pm

EL SILENCIO DE MARIA

Yo no puedo decir que María está en todos los lugares a la vez, pero como hijo que soy sí puedo afirmar que estoy en el corazón de mi madre; así María está en el Corazón de Jesús, y él está con su Omnipresencia en todas partes, consecuencialmente María está con él. María hija de Dios Padre, Madre de Dios hijo y esposa del Espíritu Santo, en toda su grandiosidad y magnificencia se nos queda en silencio. Es como si se reservara para las ocasiones que Dios le indique su presencia actora, pero mientras tanto su silencio es un tributo a la Trinidad Santa que se aposentó en su seno. El verbo encarnado desde antes de los tiempos -“En el principio era el Verbo (la Palabra), y el Verbo estaba ante Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba ante Dios en el principio. Por él se hizo todo, y nada llegó a ser sin él. Lo que fue hecho tenía vida en él, y para los hombres la vida era luz” (Jn 1-4)- se haría presente en su vientre. Por eso le decimos “...bendito tu vientre...”, porque concibió al Hijo de Dios, nuestro Salvador. Esta parte actora es, por lo tanto, la gran manifestación de María que llegará con el tiempo a ser Reina del Cielo y la Tierra. Santa entre todas las santas María es concebida, a su vez, sin pecado original y así se mantendrá por los siglos de los siglos. Casta antes, durante y después del parto; inmaculada por ser Madre de Dios, María tiene una maternidad humana, y en la soledad de su encuentro con el Hijo se manifiesta humilde servidora de quien fue alojado en su seno por obra y gracia de Dios. ¿Es particular este comportamiento de María, como madre?, a decir verdad no lo es, porque todas las madres son servidoras de sus hijos, hasta que éstos puedan valerse por sí mismos. Fue así como silenciosamente inicia la Virgen María su misión, en un humilde hogar de Nazareth, donde se asienta la Sagrada familia. Su fidelidad se guardará para siempre para con aquel Hijo que tanto tenía que hacer por la humanidad, pero que le causaría dolores en su corazón de madre, solamente soportados por ser quien era. Podemos imaginar la laboriosidad de María en el diario trajín de aquel hogar, que no se diferencia con otros, sino que era uno más de aquel pequeño poblado. Mantenido -el hogar- por el padre ejemplar y trabajador -José-, seguiría la rutina de toda familia, levantando un hijo, cumpliendo las labores de formación y educación propios de aquellos tiempos, y viviendo una vida cotidiana que seguramente no dista mucho de la que nosotros hemos vivido, pero con la diferencia que en aquella familia se aposentaba el Unigénito, el Salvador del Mundo. Cuatro grandes manifestaciones conocemos de María durante toda su vida, las que son narradas por los evangelios. Dios quiso nacer de una Madre Virgen. Así lo había anunciado siglos antes por medio del profeta Isaías: “El Señor, pues, les dará esta señal: La joven está embarazada y da a luz un varón a quien le pone el nombre de Emmanuel, es decir: Dios-con-nosotros” (Is 7. 14) Dios desde toda la eternidad, la eligió y señaló como Madre para que su Unigénito Hijo tomase carne y naciese de Ella en la plenitud dichosa de los tiempos; y en tal grado la amó por encima de todas las criaturas, que sólo en Ella se complació con señaladísima complacencia. Este privilegio de ser Virgen y Madre al mismo tiempo, concedido a Nuestra Señora, es un don divino, admirable y singular. Fue así que tanto engrandeció Dios a la Madre en la concepción y en el nacimiento del Hijo, que le dio fecundidad y la conservó en perpetua virginidad. Esa primera manifestación se cumple en la Anunciación, lo que narra el evangelista así: “Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una joven virgen que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, de la familia de David. La virgen se llamaba María. Llegó el ángel hasta ella y le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. 32 Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás.» María entonces dijo al ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen?» Contestó el ángel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. 36 También tu parienta Isabel está esperando un hijo en su vejez, y aunque no podía tener familia, se encuentra ya en el sexto mes del embarazo. Para Dios, nada es imposible.» Dijo María: «Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí tal como has dicho.» Después la dejó el ángel” (Lc. 1, 26-38) Son las primeras palabras que María pronuncia, y allí nos deja la enseñanza, el mensaje de la obediencia a Dios, esa obediencia que es vital para todos los que queremos conservar la gracia santificante, y así hacernos sus hijos dignos de la promesas de Jesucristo. María conmovida ante este hecho irreversible en su vida, pronuncia el SI del aserto contundente que le hace proclamar aquel poema-oración, que vertido por sus labios es alabanza, gozo, dilatación de su talla de mujer, que abraza la maternidad con la alegría que debe celebrar toda mujer ante este milagro de vida. Pero otro acontecimiento, en la Región de Judá distante de Nazareth, se estaba produciendo. Isabel, prima de la Virgen María y esposa del sacerdote Zacaría, había quedado encita de un varón que sería llamado Juan, a quien posteriormente conoceremos como Juan el Bautista, que antecedería a Jesús e iría bautizando con agua y anunciando la llegada del Mesías. “Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!»” (Lc. 1, 39-45) María, aquella joven en quien Dios fijó la inmensa responsabilidad desde todos los tiempos para ser Madre del Hijo Unigénito del Espíritu, se entrega a la voluntad del Padre y proclama la virtud concedida por su Creador. Existe en María una fuerza indomable de voluntad y acatamiento que le hacen brillar con luz propia en el sentido meramente humano, tal como queda implícito en el Cántico del Magníficat. “Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava y desde ahora todas las generaciones me llamarán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre! Muestra su misericordia siglo tras siglo a todos aquellos que viven en su presencia. Dio un golpe con todo su poder: Deshizo a los soberbios y sus planes. Derribó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su siervo, se acordó de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes para siempre” (Lc. 1. 46-55) Pasado este maravilloso evento, María regresa a su silencio. Se debió haber producido en Ella un recogimiento tal, que solamente pudiera ser descrito como una de las manifestaciones místicas, pero silenciosa, más hermosas que pudiéramos imaginar. San Juan de la Cruz, el gran maestro del canto místico, no dejó estos versos de encendida pasión por el Padre, por Jesús y por María: Entonces llamó a un arcángel que san Gabriel se decía, y enviólo a una doncella 270. que se llamaba María, de cuyo consentimiento el misterio se hacía; en la cual la Trinidad de carne al Verbo vestía; 275. y aunque tres hacen la obra, en el uno se hacía; y quedó el Verbo encarnado en el vientre de María. Y el que tenía sólo Padre, 280. ya también Madre tenía, aunque no como cualquiera que de varón concebía, que de las entrañas de ella él su carne recibía;... (Romance sobre el Evangelio "In principio erat Verbum", acerca de la Santísima Trinidad -Fragmento-) Dios, Creador y Señor del tiempo animan este suceso, que sella una nueva alianza con sus hijos los hombres. Nos estrega a Jesús para que en nosotros se renueve la vida; regresemos a sus amorosos brazos, nos volquemos con pasión hacia El, y todo lo hace a través de María Virgen y Madre, Reina del Cielo y la Tierra, madre de los primeros apóstoles que la amaron con gran amor, hasta que el Señor Jesucristo la elevara con El hasta los espacios infinitos e insoldables del Padre, y que ahora la estarán venerando en su Gloria, porque Ella los amó, como nos ama a nosotros, y que ahora lo hace con un amor amplio y acogedor. Ella es nuestra madre y confidente que nos fortalece y nos anima para que imitemos a Cristo en su amor y entrega. “Yo soy la madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza” (Ecclo 24.17) Alma enamorada Quién en verdad con justo juicio Medir puede tu amor, Madre amada, Quién dejar puede de sentir tus besos En la noche, en la tarde, de madrugada. Mi alma es del Señor, Tú lo sabes, Piadosa Virgen Inmaculada; Del Creador soy hijo en Jesucristo Y en ti mi alma nada reclama. Cómo poder decir todo lo que siente La enamorada alma de una madre, Que como Tú nunca disiente Del pedido del hijo que te alaba. Quiero pues revelar en mis versos La dación de mi vida que enarbola, A Tu corazón que unido al de Jesús Siente brillar su alma enamorada. (Theo Corona) Nuestro trato con María, así como con su Hijo Jesús, debe ser abierto y franco, respetuoso sí, pero alegre y envuelto en devoción de humidad. Porque nada hace más grande un alma a los ojos de Dios que la humidad que fustiga duramente a la soberbia, misma que nos separa de nuestros hermanos, perdiendo la oportunidad de la caridad. Por nada en mundo perdamos la caridad; que ella encienda en tu corazón la llama del amor, lo que debe ser el denominador común de tus actos. Si logramos ir de la mano de estos fervores: humildad y caridad, iremos de manos de Jesús y de María. Irrumpe en María y en José el desasosiego y la ansiedad, lo que hace que aquel silencio, que lleva ya doce años, se vea interrumpido. Veamos cómo nos narra San Lucas este momento en la vida de María. “Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió los doce años, subió también con ellos a la fiesta, pues así había de ser. Al terminar los días de la fiesta regresaron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Seguros de que estaba con la caravana de vuelta, caminaron todo un día. Después se pusieron a buscarlo entre sus parientes y conocidos. Como no lo encontraran, volvieron a Jerusalén en su búsqueda. Al tercer día lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su inteligencia y de sus respuestas. Sus padres se emocionaron mucho al verlo; su madre le decía: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos.» El les contestó: «¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre?» Pero ellos no comprendieron esta respuesta. Jesús entonces regresó con ellos, llegando a Nazaret. Posteriormente siguió obedeciéndoles. Su madre, por su parte, guardaba todas estas cosas en su corazón. Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 41-52) «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos.» (Lc. 2, 48) En esta oportunidad habla María, por tercera vez, pero no ya para dar un signo de obediencia ni para elevar un cántico de alabanza; ahora, presa de angustia, interroga al hijo, quien sólo le da una repuesta que ella no entiende. ¿Acaso comienza a cumplirse lo que le predijo el sacerdote Simeón al momento de la purificación y presentación del Niño Jesús. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, este niño traerá a la gente de Israel caída o resurrección. Será una señal de contradicción, mientras a ti misma una espada te atravesará el alma. Por este medio, sin embargo, saldrán a la luz los pensamientos íntimos de los hombres.» (Lc 2, 34-35) Por eso San Anselmo asegura que si Dios, con un milagro muy especial, no hubiera conservado a María la vida, su dolor hubiera sido suficiente para causarle la muerte en cualquier momento de su vida. (Las “glorias de María” de San Alfonso de Ligorio) No lo dice San Anselmo exactamente por este sufrimiento que sin duda le afecto terriblemente, sino por lo que habría de soportar esta Madre abnegada, amante y servidora, que nunca abandonó a su Hijo amado. José y María construyen una familia, y junto a Jesús se crecen frente a una sociedad cambiante que ellos saben cómo entender, porque es en el trabajo -piedra angular- donde fundan ese valor moral que toda familia debe entender. Juan Pablo II en su “Carta a las Familias” (1994), señala como haciendo un retrato, como una retrospectiva de cómo debió haber sido aquella Sagrada familia que: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre,...amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado»3. Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en Nazaret: «sujeto» (Lc 2, 51) como «Hijo del hombre» a María, su Madre, y a José, el carpintero. Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, Cool, mediante la cual redimió al mundo? Para luego agregar: “Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano” Hoy, igual que la Sagrada Familia, existe muchos hogares que se dan enteramente para que sus hijos logren salir adelante en la vida, con libertad y con responsabilidad, pues un término a otro se implican, pues toda libertad debe ser inequívocamente responsable. Así fue Jesús. En lo humano acompañando a su padre José en su trabajo de artesano; ayudando a su madre, seguramente, en muchas labores propias del hogar, y espiritualmente atendiendo su formación que sabiamente iría poco después diseminando como su Palabra. Podemos, ejercitando un tanto la mente, imaginar aquel cuadro familiar, donde María siguiendo la tradición de las madres judías cumplía el rol propio de la mujer: buscar el agua en el pozo, cocinar, mantener en orden la casa, conservar la fidelidad familiar hacia el trato humano de los intrigantes, en fin, una mujer, como cualquier otra. Una familia que como muchas tenía una vida apacible, hogareña y trabajadora. María, tal como la concebimos hoy, Virgen y Madre; es dispensadora generosa de grandes cosas para nosotros. Mediadora de todo aquel que se le acerque, la Virgen nos ama y nos sirve. Es “Esperanza nuestra”, por ello con frecuencia le decimos: “Dios te salve Reina y Madre de misericordia, vida dulzura y esperanza nuestra...” Le tenemos amor, fe, cariño, devoción, afecto y la respetamos porque Ella es Madre de Dios y, como si fuera poco, madre nuestra. Cómo no amar a una madre. Cómo no amarla si ella en su gran fecundidad de amor, nos anima para seamos amigos de Jesús, para que le imitemos en todo y seamos como es Él. Cómo no amarla si nos asiste en la hora inexplicable de la muerte, cuando nos entregaremos al Padre para habitar junto a Él y a su amando Jesús, nuestro hermano. Santo Tomás de Aquino, como todos los santos, fueron marianos por excelencia y fervorosos venerantes de su Imagen. Fue así, como este Santo conocido como “Doctor Angélico”, "Doctor Común" y " Doctor Universal", que nos legó estudios profundos de teología, filosofía y fe cristiana; nos dijo también que había aprendido más al estar arrodilladlo frente a Jesucristo, que en todos sus incomparables estudios teológicos y filosóficos. Su devoción por la Virgen María era muy grande. En el margen de sus cuadernos escribía: "Dios te salve María". Preparó un tratado acerca del “El Padre nuestro” e igual sobre “El Ave María” y nos dejó una oración a María que comparto con ustedes. “Oh bienaventurada y dulcísima Virgen María, Madre de Dios, toda llena de misericordia, hija del Rey supremo, Señora de los Ángeles, Madre de todos los creyentes: hoy y todos los días de mi vida, deposito en el seno de tu misericordia mi cuerpo y mi alma, todas mis acciones, pensamientos, intenciones, deseos, palabras, obras; en una palabra, mi vida entera y el fin de mi vida; para que por tu intercesión todo vaya enderezado a mi bien, según la voluntad de tu amado Hijo y Señor nuestro Jesucristo, y tú seas para mi, oh Santísima Señora mía, consuelo y ayuda contra las asechanzas y lazos del dragón y de todos mis enemigos. Dígnate alcanzarme de tu amable Hijo y Señor nuestro Jesucristo, gracias para resistir con vigor a las tentaciones del mundo, demonio y carne, y mantener el firme propósito de nunca más pecar, y de perseverar constante en tu servicio y en el de tu Hijo. También te ruego, oh Santísima Señora mía, que me alcances verdadera obediencia y verdadera humildad de corazón, para que me reconozca sinceramente por miserable y frágil pecador, impotente no sólo para practicar una obra buena, sino aun para rechazar los continuos ataques del enemigo, sin la gracia y auxilio de mi Creador y sin el socorro de tus santas preces. Consígueme también, oh dulcísima Señora mía, castidad perpetua de alma y cuerpo, para que con puro corazón y cuerpo casto, pueda servirte a ti y a tu Hijo en tu Religión. Concédeme pobreza voluntaria, unida a la paciencia y tranquilidad de espíritu para sobrellevar los trabajos de mi Religión y ocuparme en la salvación propia y de mis prójimos. Alcánzame, oh dulcísima Señora, caridad verdadera con la cual ame de todo corazón a tu Hijo Sacratísimo y Señor nuestro Jesucristo, y después de él a ti sobre todas las cosas, y al prójimo en Dios y para Dios: para que así me alegre con su bien y me contriste con su mal, a ninguno desprecie ni juzgue temerariamente, ni me anteponga a nadie en mi estima propia. Haz, oh Reina del cielo, que junte en mi corazón el temor y el amor de tu Hijo dulcísimo, que le dé continuas gracias por los grandes beneficios que me ha concedido no por mis méritos, sino movido por su propia voluntad, y que haga pura y sincera confesión y verdadera penitencia por mis pecados, hasta alcanzar perdón y misericordia. Finalmente te ruego que en el último momento de mi vida, tú, única madre mía, puerta del cielo y abogada de los pecadores, no consientas que yo, indigno siervo tuyo, me desvíe de la santa fe católica, antes usando de tu gran piedad y misericordia me socorras y me defiendas de los malos espíritus, para que, lleno de esperanza en la bendita y gloriosa pasión de tu Hijo y en el valimiento de tu intercesión, consiga de él por tu medio el perdón de mis pecados, y al morir en tu amor y en el amor de tu Hijo, me encamines por el sendero de la salvación y salud eterna. Amén. (Santo Tomás de Aquino 1225-1273) Poco antes de iniciarse en pleno la Misión pública y Salvífica de nuestro Señor Jesús, y pasado unos dieciocho años desde su dialogo en el Templo con el Niño Jesús, se pronuncia por cuarta y última vez María, con motivo de un acontecimiento social y religioso, conocido por nosotros como “Las bodas de Caná”. San Juan nos narra este episodio así: “Tres días más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. También fue invitado Jesús a la boda con sus discípulos. Sucedió que se terminó el vino preparado para la boda, y se quedaron sin vino. Entonces la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino.» Jesús le respondió: «Qué quieres de mí, Mujer? Aún no ha llegado mi hora.» Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan lo que él les diga.» (Jn 2, 1-5) María se percata de que algo andaba mal en la celebración, y da cuenta a Jesús al conocer que hace falta vino, es decir, se había o estaba agotándose. La repuesta de Jesús, según el evangelista, es de sorpresa ¿qué puedo hacer yo en esto?, María insiste y dice a los sirvientes “Hagan lo que él le diga”, esta vez la repuesta de Jesús es el milagro. Provee el vino necesario y el ágape continúa con toda normalidad. No es difícil imaginar que el corazón de María se debió haber llenado de gozo, pues por su intercesión se había resuelto un ambiente embarazoso. Algunos pudieran pensar que esta situación es un acto baladí sin ninguna importancia en la vida de Jesús, cuya misión fundamental es salvar al hombre. Sin embargo, recordemos que Jesús también vino a proclamar e instaurar un reino. El reino del amor que sustituye, precisamente, al de la insolidaridad, al menoscabo de las necesidades del prójimo, al desprecio entre seres humanos, en fin, a esa vieja ley donde regía la intolerancia, la desidia por el bien de los demás, la injusticia, el no reconocimiento del bien como algo de común aseguramiento. Por ello la presencia de Jesús en lo que pudiese ser visto como un simple acto social, divorciado del Plan de Dios, es por lo contrario, él nos lo demuestra, que viene para asistirnos en nuestras necesidades, tanto materiales como espirituales. Igualmente es allí donde se va a destacar que María está unida ampliamente a los deseos del Padre para ver al hombre libre. María se nos presenta, entonces, como la auxiliadora: “No tienen vino”; es como decir -hoy- no tienen salud, no tienen pan, tienen esta u otra carencia o dificultad. Jesús complace a su Madre y es cuando se manifiesta a través de Ella que intercede y logra de su Hijo amado las peticiones que nosotros le presentamos. “Al hablar san Bernardo de la piedad de María para con los más necesitados, dice que ella es en verdad, la tierra prometida por Dios, de donde mana leche y miel.” Por ello confiamos y la proclamamos como “Auxilio de los cristianos” “Oh clemente, oh. Piadosa...” le confirmamos en nuestras vida como luz de la oscuridad y camino seguro y cierto para llegar a Jesús. Por otra parte, y en este mismo evento, se dice una frase que tal vez María repitió muchas veces, y que hoy resuena en nuestros oídos como el toque de un tamboril: “Hagan lo que él les diga” Si nos quedáramos en esta sola afirmación sabiamente expresada por los labios de la Madre, observaríamos que este episodio tiene en verdad una grande manifestación de gracia. Una enseñanza que va más allá de cualquier comentario apegado intrínsecamente al hecho real del milagro del vino. Jesús, además, realiza dos milagros parecidos al multiplicar los panes y los peces. Pero es que el aprendizaje debe estar fundamentalmente centrado en que debemos cumplir la voluntad de Dios, haciendo lo que él nos dijo y nos dice constantemente. Pero, San pablo ya nos advertía cuando en su Carta a los romanos manifiesta que: No entiendo mis propios actos: no hago lo que quiero y hago las cosas que detesto ( Rom 7, 15) Es cuando, y haciendo uso de nuestra razón, debemos examinar con detenimientos nuestros actos y transparentarlos a la luz de las enseñanzas morales de Jesús. Y someternos al razonar de la conciencia que nos dice claramente lo que es bueno y lo que es malo. Nosotros los cristianos lo sabemos perfectamente, al menos que pequemos de ignorantes. Porque por medio del uso de la conciencia podemos, de forma práctica, juzgar las acciones que nos son propias, dictaminando su cualidad; es decir juzgar si son buenas o malas. En Catecismo de la Iglesia Católica nos da luces al respecto de esa conducta moral: Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2, 14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla. (CDLIC, Art. 6, 1777) Ese Silencio de María al observarlo con esmero, no ya en la callada obediencia donde Ella es una ilustrada maestra, sino en el momento cuando es preciso dejarlo a un lado, nos recrea en el discernimiento que buscamos afanosamente para vivir nuestra fe con una presencia viva del saber. No se aleja fácilmente el hombre de las tentaciones que lo llevan hacer el mal, porque posee una inclinación concupiscente que nació con el pecado original, y que lo ha señalado como pecador que somos. San Josemaría Escrivá decía que el demonio es como un perro bravo atado con una fuerte y pequeña cadena, al cual debemos evitar acercarnos. Digo, en cuanto a la tentación, que tenemos en María una aliada para evitarla, pues basta que llegado el momento de la incitación le digamos con fervor y amor: ¡María, sed la salvación del alma mí! Esta exclamación de auxilio la podemos acompañar con el rezo inmediato de un Padre Nuestro. “...no nos dejes caer en la tentación y librados del maligno. Así sea”, es lo que le pedimos al Padre quien sin demora acudirá a nosotros y nos pondrá a salvo. Es colocar frente a la debilidad del hombre la grandiosidad de Dios, que nos ama y ansía no perder a ninguna oveja de su rebaño. Porque, y cuando nos ponemos en presencia de Dios, todo, absolutamente todo, cambia de forma radical. No hay mal existente que resista la presencia del Señor, porque ante él toda la rodilla se echa en tierra. Ese abandono en los brazos amorosos del Padre, nos hace niños y las puertas del cielo se abren de par en par para dejar entrar al alma enamorada de Dios. Nos comenta el padre Ignacio Larrañaga en su obra “Muéstrame tu Rostro”, lo siguiente: “He visto en la vida prodigios de trasformación: Era una persona tensa porque sabía que se iba. Parecía una fiera herida y temerosa. Al final, se entregó con el “hágase” y depositó su vida en manos del Padre. Y, casi repentinamente, aquel rostro se iluminó con la dulzura y belleza de un atardecer” (Ediciones Paulinas VI edición Pág., 129) Hacer lo que el Padre nos dice no plena de gozo, y la alegría que nos causa hacernos devotos de esta singular conducta inmunda la vida de felicidad. La experiencia del pecado nos angustia, nos atormenta y nos hace padecer de manera imposible de narrar, no sea con el llanto amargo de sentirnos alejados del Padre. Por ello, cuando hacemos la confesión de nuestros pecados, salimos el confesionario con el rostro iluminado, aliviado de tal forma, que parece que termináramos de nacer. Y, es que así es, un renacer, una aurora hermosa que nos brinda el Padre que logra trasformamos como personas y hacernos ángeles de sus coros celestiales. Debemos agradecer a María aquella petición hecho al Hijo, que le inspiró la frase “Hagan lo que él les diga”, pues nos dejó la señal indicada, la seña que debemos tomar para irnos por camino de la buenaventura. Desde aquel momento se deja caer sobre María un silencio que no se ve interrumpido ni siquiera al pie de la Cruz, donde padece intensamente la muerte de su Hijo amado. Pero nosotros, sus hijos porque así lo quiso nuestro Señor Jesucristo en su momento agónico, la oímos palpitar de amor en nuestros corazones, y escuchamos su voz que nos dice: “Hagan lo que él les dice” ¡Dios te salve Reina y Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve! Introducción “El benignísimo y sapientísimo Dios, queriendo llevar a término la redención del mundo, "cuando llegó el fin de los tiempos, envió a su Hijo hecho de Mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" (Gal, 4, 4-5). "El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen"[172]. Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo"[173]. (Lumen Gentium 52. LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO) Amando como amo a María, Madre de Dios y madre nuestra, y sumergido en su amor que como fluido encantador deviene de su amantísimo corazón, he querido con la influencia suplicada al Espíritu Santo, escribir algunos pensamientos sobre lo que yo destaco y nombro como “El Silencio de María”. Madre que asumiendo con obediencia, dedicación y extraordinaria pasión la voluntad de Dios que encarnó a su hijo en su santo y venerado vientre; experimentó la dulzura del Dios vivo que habitó en Ella como carne de su carne, pero con la divinidad de Dios mismo. Imposible sería para mí el poder definir un amor de la naturaleza del de María, pues en mi interioridad más profunda existe su presencia y es allí, y solamente allí, donde soy capaz de decir calladamente lo que expresa el amor fidelísimo que siento por la Madre de Dios. Quienes somos marianos y veneramos la imagen de María en todas las advocaciones que el hombre le ha dedicado, pensamos en Ella como la que un día se acercará a nosotros, y tomando nuestra mano personalmente nos presentará ante su Hijo, a quien sin duda suplicará su benevolencia para nuestra alma. Es en Ella en quien confiamos como intercesora ante Jesús, nuestro Señor, y por cuya mediación le oramos en las confidencias que dejamos en nuestras oraciones para que le sean en sus oídos un fino coro angelical que busca adorarlo. En María tenemos la fuerza de esa oración que la invoca de forma permanente para sea nuestra protectora y nuestro bien todo. “Antes desaparecerá el cielo y la tierra que deje María de auxiliar a quien con buena intención suplicara su socorro y confía en ella” Así de grande es la presencia vital de nuestra Madre del cielo, de quien se dice que como abogada compasiva, no rehúsa jamás la causa de los más desdichados. Pero así como Ella está siempre dispuesta con su santa bendición, igualmente nuestro comportamiento debe ser de una serena obediencia, pues la desobediencia fue la que introdujo la muerte del pecado en el hombre. Procurar siempre serle fiel a su Santo nombre y nunca defraudar su confianza, porque aun siendo pecadores como somos, ella nos prefiere ante quienes le niegan su majestad venida del Padre. Sin embargo, no desprecia María nadie, pues su propia naturaleza le hace ser todo amor, y quien como ella es todo amor, así como es Dios en su majestad gloriosa, así es ella –en analogía con el Padre- en su condición de esposa del Espíritu Santo. Reposadamente he recorrido los pasajes bíblicos que recogen las manifestaciones públicas de la Virgen María, donde le ha correspondido expresarse. Sabemos que para Dios el tiempo no existe, porque el existe antes e todos los tiempos, no obstante nosotros medimos nuestras actividad por el tiempo, y así como entiendo que cada expresión que ha tenido la Virgen María y que le ha dado la oportunidad de dejar su impresión, lo ha hecho porque el Padre ha querido que así sea, pero todo a su debido tiempo.


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Mensaje por Galius Vie Sep 29, 2023 4:07 am


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Gracias por el aporte, es muy valioso para este foro, saludos


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