EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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El retrato del Sr. W. H. de Oscar Wilde -Capítulo II

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El retrato del Sr. W. H. de Oscar Wilde -Capítulo II Empty El retrato del Sr. W. H. de Oscar Wilde -Capítulo II

Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 3:38 am

El retrato del Sr. W. H. de Oscar Wilde -Capítulo II


Eran más de las doce cuando me desperté, y el sol entraba a través de las cortinas de mi habitación con largos rayos oblicuos de polvo de oro. Dije a mi sirviente que no estaría en casa para nadie; y, después de haber tomado una taza de chocolate y un petit pain, 10 bajé del estante mi libro de los Sonetos, de Shakespeare, y me puse a repasarlos cuidadosamente. Cada poema me parecía que corroboraba la teoría de Cyril Graham. Sentía como si tuviera mi mano sobre el corazón de Shakespeare y contara, uno a uno, cada latido y cada pulso de pasión. Pensaba en el maravilloso muchacho actor, y veía su rostro en cada verso. 10. «Panecillo.» En francés en el original.
Dos sonetos, recuerdo, me impresionaron particularmente; eran el LIII y el LXVII. En el primero de ellos, Shakespeare, cumplimentando a Willie Hughes por la versatilidad de su actuación en una amplia gama de papeles, una gama que se extiende de Rosalinda a Julieta, y de Beatriz a Ofelia, le dice:
¿Cuál tu sustancia es, de qué estás hecho,
que millones de extrañas sombras tienes?,
pues una sombra tiene cada uno,
sólo uno, tú, puedes prestarlas todas.
Versos que serían ininteligibles si no estuvieran dirigidos a un actor, pues la palabra «sombra» (shadow) tenía en los días de Shakespeare un significado técnico relacionado con la escena. «Los mejores de esta especie no son sino sombras», dice Teseo hablando de los actores en El sueño de una noche de verano, y hay muchas alusiones similares en la literatura de la época. Estos sonetos pertenecían evidentemente a la serie en la que Shakespeare trata de la naturaleza del arte del actor y del temperamento extraño y poco común esencial para el perfecto intérprete del teatro. «¿Cómo es posible -dice Shakespeare a Willie Hughes- que tengas tantas personalidades?» Y sigue luego señalando que su belleza es tal, que parece materializar cada una de las formas y de las fases de la fantasía, encarnar cada sueño de la imaginación creativa-, una idea que Shakespeare desarrolla más en el soneto inmediatamente siguiente, en el que, empezando con el fino pensamiento
¡Oh! ¡cuán más bella la beldad parece
con ese dulce adorno de verdad!,
nos invita a que nos demos cuenta de cómo la verdad de la actuación en el teatro, la verdad de la presentación visible en el escenario, añade maravilla a la poesía, dando vida a su belleza y verdadera realidad a su forma ideal-. Y, sin embargo, en el soneto LXVII, Shakespeare ruega a Willie Hughes que abandone la escena, con lo que tiene de artificiosa, de falsa vida mímica de rostro maquillado y traje irreal, de influencias y sugerencias inmorales, de alejamiento del mundo verdadero de acciones nobles y palabras sinceras.
¡Ah! ¿por qué vivir corrupto debería,
y ornar con su presencia la impiedad,
que esa culpa con él ventaja hubiera
e hiciera un lazo con su sociedad?
¿Por qué falsa pintura sus mejillas
imitaría muerta el tono vivo?
¿Por qué pobre belleza buscaría
rosas de sombra, pues su rosa es real?
Puede parecer extraño que un dramaturgo tan grande como Shakespeare, que llevaba a cabo su perfección como artista y su realización humana como hombre en el plano ideal de escribir para el teatro y actuar en el escenario, escribiera sobre el teatro en estos términos; pero debemos recordar que en los sonetos CX y CXI nos muestra Shakespeare que estaba cansado en exceso del mundo de los títeres, y lleno de vergüenza por haberse hecho «un payaso a los ojos de los demás». El soneto CXI es especialmente amargo:
¡Oh! por mi bien reprende a la fortuna
la diosa mala de mis hechos ruines,
que no mejores medios dio a mi vida
que públicos con públicos modales.
Mi nombre pues recibe así un estigma,
y es mi naturaleza sometida a su quehacer, mano de tintorero:
Tenme piedad, y ojalá yo cambiara.
Hay muchas indicaciones en otros pasajes del mismo sentimiento, signos familiares a todos los verdaderos estudiosos de Shakespeare. Un punto me dejó inmensamente perplejo según iba leyendo los Sonetos, y tardé días en dar con la verdadera interpretación; algo que parece, en verdad, que se le escapó al mismo Cyril Graham. No podía entender cómo Shakespeare daba tan alto valor a que su joven amigo se casara. Él mismo se había casado joven, y el resultado había sido desdichado; no era, pues, probable que pidiera a Willie Hughes que cometiera el mismo error. El intérprete adolescente de Rosalinda no tenía nada que ganar con el matrimonio, ni con las pasiones de la vida real. Los primeros sonetos, con sus extrañas incitaciones a la paternidad, me parecían una nota discordante. La explicación del misterio me vino de pronto, y la encontré en la curiosa dedicatoria. Se recordará que esa dedicatoria es como sigue:
AL ÚNICO PROGENITOR DE
ESTOS SONETOS QUE VEN LA LUZ
Mr. W. H. TODA DICHA
Y ESA ETERNIDAD
PROMETIDA
POR
NUESTRO POETA INMORTAL
DESEA
EL BIEN INTENCIONADO
QUE SE AVENTURA A
EDITARLOS
T. T.
Algunos estudiosos han supuesto que la palabra «progenitor» de esta dedicatoria se refiere simplemente al que procuró los Sonetos a Thomas Thorpe, el editor; pero este punto de vista se ha desechado ahora generalmente, y las más altas autoridades en la materia están completamente de acuerdo en que deben tomarse en el sentido de inspirador, estando extraída la metáfora de la analogía con la vida física. Ahora bien, vi que esa metáfora era usada por el mismo Shakespeare a lo largo de todos los poemas, y esto me puso en la buena pista. Finalmente, hice mi gran descubrimiento: los esponsales que Shakespeare propone a Willie Hughes son los «esponsales con su musa», expresión que queda definitivamente establecida en el soneto LXXXII, en que, con amargura de su corazón por la defección del muchacho actor para quien había escrito sus papeles más excelsos, y cuya belleza los había ciertamente sugerido, abre su queja diciendo:
No estuvieras casado con mi musa.
Los hijos que le pide que engendre no son hijos de carne y hueso, sino hijos inmortales de fama imperecedera. El ciclo entero de los primeros sonetos es simplemente la invitación de Shakespeare a Willie Hughes de que suba al escenario y se haga actor. Qué estéril y sin provecho, dice, es esta belleza tuya si no se le da un uso:
Cuando cuarenta inviernos tu cabeza
cerquen, cavando arrugas en tu campo,
la bella ropa de tu juventud
será hierba en jirones sin valor: dó yace tu belleza al preguntarte,
dó todos los tesoros de otros días,
dirás del fondo hundido de tus ojos:
fueron voraz vergüenza y loa pródiga.
Debes crear algo en el arte -dice el poeta-: mi verso «es tuyo, y nacido de ti»; escúchame tan sólo, y yo «daré a luz ritmos eternos que sobrevivirán durante largo tiempo», y tú poblarás con formas de tu propia imagen el mundo imaginario de la escena. Esos hijos que engendres -prosigue- no envejecerán y desaparecerán, como ocurre con los hijos mortales, sino que vivirás en ellos y en mis obras; simplemente, Hazte otro ser, en aras de mi amor, ¡que viva la belleza en él o en ti!
Recogí todos los pasajes que me pareció que corroboraban esta hipótesis y me produjeron una fuerte impresión, y me mostraron hasta qué punto era realmente completa la teoría de Cyril Graham. Vi también que era muy fácil separar los versos en que habla Shakespeare de los Sonetos mismos de aquellos en que habla de su gran obra dramática. Este era un punto que se les había pasado completamente por alto a todos los críticos, hasta a Cyril Graham. Y, sin embargo, era uno de los puntos más importantes en la serie completa de los poemas. Shakespeare era más o menos indiferente hacia sus Sonetos, y no deseaba que descansara en ellos su fama; eran para él su «musa frivola», como los llama, y estaban destinados a circular en privado, como nos dice Meres, sólo entre unos pocos, muy pocos, amigos. Por otra parte, era extremadamente consciente del alto valor artístico de sus obras de teatro, y muestra una noble confianza en sí mismo en relación con su genio de dramaturgo. Cuando dice a Willie Hughes:
Mas no ha de marchitarse tu verano,
ni la belleza has de perder que tienes;
ni la muerte te hará vagar en sombra,
cuando en eternos versos te agigantes;
en tanto alienten hombres u ojos vean,
tendrán vida y la vida te darán,
la expresión «eternos versos» alude claramente a una de sus obras que le enviaba al mismo tiempo, y el pareado final indica precisamente su confianza en lo probable de que sus obras se representen siempre. En su invocación a la musa del teatro -sonetos C y CI- encontramos el mismo sentimiento:
¿Dónde estás, musa, que te olvidas tanto
de hablar lo que te da tu poder todo?
¿Gastas tu furia en algún canto vano,
tu fuerza oscureciendo al darle luz?
-clama Shakespeare-, y luego procede a reprochar al amante de la tragedia y de la comedia su «abandono de la verdad teñida de belleza», y dice:
Si loa no precisa, ¿serás muda?
no excuses el silencio; que está en ti
que sobreviva más que tumba de oro,
y que le alaben tiempos por venir.
Haz pues tu oficio, musa, yo te enseño
a que parezca siempre como ahora es.
No obstante, es tal vez en el soneto LV donde Shakespeare da a su idea la más plena expresión. Imaginarse que la «rima potente» del segundo verso se refiere a algún soneto en sí, es confundir enteramente el significado que le da Shakespeare. Me pareció a mí que era más que probable, por el carácter general del soneto, que hiciera referencia a alguna obra en particular, y que la obra no era otra que ‘‘Romeo y Julieta’’:
No mármol ni dorados monumentos
de nobles, vivirán más que esta rima;
pero tú brillarás más en su tema
que piedra mancillada por el tiempo.
Cuando guerras derriben las estatuas
y arruinen brasas las arquitecturas,
no quemarán de Marte espada o fuego
de tu memoria el vivo documento.
Contra la muerte y enemigo olvido
tú avanzarás y te abrirás camino
a ojos de toda la posteridad
que al mundo lleva a su final fatal.
Así, hasta el juicio y tu resurrección
vives aquí y en el mirar de amantes.
Era también extremadamente sugerente el darse cuenta de cómo aquí, lo mismo que en otros pasajes, Shakespeare prometía a Willie Hughes la inmortalidad de un modo en que apelaba a los ojos de los hombres, es decir, en forma de espectáculo, en una obra teatral que debía contemplarse.
Durante dos semanas trabajé de firme en los ‘‘Sonetos’’, no saliendo apenas nunca y declinando todas las invitaciones. Cada día me parecía que estaba descubriendo algo nuevo, y Willie Hughes se convirtió para mí en una especie de presencia espiritual, una personalidad siempre dominante. Casi podía imaginarme que le veía de pie, en el espacio en sombra de mi habitación -tan bien le había trazado Shakespeare-, con sus cabellos dorados, su tierna gracia, semejante a la de una flor, sus ojos soñadores profundamente hundidos, sus delicados miembros flexibles y sus blancas manos de azucena. Su mismo nombre me fascinaba: ¡Willie Hughes! ¡Willie Hughes! ¡Qué musical era al oído! Sí; ¿quién otro sino él podría haber sido el amadoamada de la pasión de Shakespeare, el dueño de su amor, a quien estaba obligado en vasallaje, el delicado valido del placer`, la rosa del universo entero, el heraldo de la primavera engalanado con la altiva librea de la juventud, el hermoso muchacho a quien era música dulce el escuchar, y cuya belleza era el atavío mismo del corazón de Shakespeare `, y era asimismo la piedra angular de su fuerza dramática? ¡Qué amarga parecía ahora toda la tragedia de su deserción y su vergüenza! -vergüenza que él tornaba dulce y hermosa por la pura magia de su personalidad, pero que no dejaba de ser por ello una vergüenza-. Sin embargo, puesto que Shakespeare le perdonaba, ¿no debiéramos también nosotros perdonarle? A mí no me interesaba curiosear en el misterio de su pecado.
El hecho de que abandonara el teatro de Shakespeare era un asunto diferente, y yo lo investigué largo y tendido. Finalmente, llegué a la conclusión de que Cyril Graham se había equivocado al considerar que era Chapman el comediógrafo rival del soneto LXXX. Obviamente era a Marlow ` a quien se aludía. En el tiempo en que se escribieron los Sonetos, expresión tal como «la altiva vela desplegada de su gran verso» no podría haberse aplicado a la obra de Chapman, por adecuada que pudiera ser al estilo de sus obras tardías de la época jacobea. No, era Marlow claramente el dramaturgo rival de quien hablaba Shakespeare en términos tan laudatorios, y ese
... afable espectro familiar
que de noche le ceba con saberes,
era el Mefistófeles de su Doctor Fausto. Sin duda, Marlow se sintió fascinado por la belleza y la gracia del muchacho actor, y le persuadió a que abandonara el teatro de Blackfriars e hiciera el papel de Gaveston en su Eduardo II. Que Shakespeare tenía el derecho legal a retener a Willie Hughes en su compañía teatral es evidente por el soneto LXXXVII, en que dice:
¡Adiós! Caro me eres de más para tenerte,
y tú sabes muy bien de tu valía;
el fuero de tu mérito te libra;
mi esclavitud a ti fijada queda.
¿Pues cómo retenerte si no otorgas?
¿y para esa riqueza, dó es mi título?
De la razón para este don carezco,
y mi derecho así cambia de nuevo.
Te diste, lo que dabas no sabiendo,
o a mí, a quien diste, diste confundiendo;
así tu don, por omisión creciente,
no vuelve más, haciendo mejor juicio.
Te he tenido, fue cual halaga un sueño,
durmiendo, rey, despierto nada tal.
Pero a quien no pudo retener por amor, no quiso retener por fuerza. Willie Hughes pasó a ser miembro de la compañía teatral de lord Pembroke, y, acaso, en el corral de la taberna Red Bull, representara el papel del delicado favorito del rey Eduardo. Parece que a la muerte de Marlow volvió con Shakespeare, que, a pesar de lo que sus compañeros pudieran pensar del asunto, no tardó en perdonar la obstinación y la traición del joven actor.
¡Qué bien había trazado Shakespeare, además, el temperamento del joven actor! Willie Hughes era uno de aquellos…
… que no hacen lo que más hacer demuestran,
que, conmoviendo a otros, son cual piedra.
Podía representar el amor, pero no podía sentirlo; podía imitar la pasión, sin experimentarla.
En el rostro de muchos su falacia
escrita está con ceños y en arrugas,
pero no era así en el caso de Willie Hughes. En un soneto de loca idolatría, dice Shakespeare:
Los cielos al crearte decretaron
que en tu rostro amor dulce moraría:
comoquiera pensaras o actuaras
tus miradas dulzor sólo dirían.
En su «alma inconstante» y en su «falso corazón» era fácil reconocer la doblez y la perfidia que parecen ser de algún modo inseparables de la naturaleza artística, lo mismo que en su amor por el encomio, ese deseo del reconocimiento inmediato que caracteriza a todos los actores. Willie Hughes, sin embargo, más afortunado a este respecto que otros, iba a conocer algo de la inmortalidad. Inseparablemente relacionado con las obras de Shakespeare, había de vivir en ellas:
Tu nombre aquí vida inmortal tendrá,
aunque yo para todos morir deba:
la tierra me dará tumba común,
mas tu tumba ha de ser de ojos humanos.
Tu monumento será mi tierno verso,
que ojos aún no creados leerán,
y otras lenguas de tu ser repetirán
cuando todos los vivos estén muertos.
Había también alusiones interminables al poder que ejercía Willie Hughes sobre su auditorio -los «contempladores», como Shakespeare los llamaba-; pero quizá la descripción más perfecta de su admirable dominio del arte de la escena esté en ‘‘La queja del amante’’, en que Shakespeare dice de él:
La plenitud de la sutil materia
recibe en él las formas más extrañas,
de rubores ardientes, o de llanto,
palidez de desmayo; y toma y deja,
acertados los dos, para el engaño,
rojo al habla soez, en llanto al duelo,
lividez de desmayo a la tragedia.
Así en la punta de su lengua altiva
todo argumento e interrogante hondos,
toda réplica pronta y razón fuerte,
a su elección durmieron, despertaron,
para que el triste ría y llore el riente.
El dialecto tenía y varios modos
de la pasión, en su arte a voluntad.
Una vez creí que realmente había encontrado a Willie Hughes en la literatura isabelina. En un relato sorprendentemente gráfico de los últimos días del gran conde de Essex, nos cuenta su capellán, Thomas Knell, que la noche que precedió a su muerte, el conde «llamó a William Hews, que era músico, para que tocara en el virginal y cantara. "Toca -dijo- mi canción, Will Hews, y yo la cantaré por lo bajo" Así lo hizo, con el mayor gozo, no como el cisne que lanza un alarido y que, bajando la mirada, gime porque ha llegado su fin, sino que, como una dulce alondra, levantando las manos a su Dios y fijando en Él los ojos, remontó así el firmamento de cristal y alcanzó con su lengua no abatida lo más alto de los altos cielos».
Seguramente, el muchacho que tocaba el virginal para el padre moribundo de la Stella de Sidney ` no era otro que el Will Hews a quien dedicó Shakespeare los Sonetos, y quien -nos dice- era en sí mismo dulce «música para el oído». Sin embargo, lord Essex murió en 1576, cuando Shakespeare no tenía más que doce años. Era imposible que su músico pudiera haber sido el míster W. H. de los Sonetos. ¿Tal vez el joven amigo de Shakespeare era hijo del que tocaba el virginal? Al menos algo era el haber descubierto que Will Hews era un nombre isabelino. En verdad, parece que el nombre Hews había estado muy relacionado con la música y el teatro: la primera actriz inglesa fue la bella Margaret Hews, a quien amó tan locamente el príncipe Rupert. ¿Qué más probable que entre ella y el músico de lord Essex hubiera estado el muchacho actor de las obras de Shakespeare? Pero las pruebas, los eslabones, ¿dónde estaban? ¡Ay!, no pude encontrarlos. Me parecía que estaba siempre en el umbral de la comprobación definitiva, pero que no podría realmente alcanzarla jamás.
De la vida de Willie Hughes pasé pronto a pensamientos sobre su muerte. No hacía más que preguntarme cuál habría sido su final.
Tal vez había sido uno de aquellos actores ingleses que en 1604 cruzaron el mar y se fueron a Alemania, y actuaron ante el gran duque Heinrich Julius von Brunswick, él mismo dramaturgo de no poco valor, y en la corte de aquel extraño Elector de Brandeburgo, que estaba tan prendado de la belleza que se dice que compró, por su peso en ámbar, al joven hijo de un mercader ambulante griego, y que ofreció cabalgatas con representaciones públicas en honor de su esclavo a lo largo de todo aquel año de hambre terrible que duró de 1606 a 1607, cuando la gente se moría de inanición en las calles mismas de la ciudad y no había llovido por el espacio de siete meses. Sabemos, en todo caso, que Romeo y Julieta se representó en Dresde en 1613, junto con ‘‘Hamlet’’ y ‘‘El Rey Lear’’, y seguramente no sería a ningún otro más que a Willie Hughes a quien se le entregó en 1616 la mascarilla de Shakespeare, llevada en propia mano por uno de los agregados del embajador británico; pálida prenda de la muerte del poeta que tan tiernamente le había querido. Verdaderamente hubiera habido algo peculiarmente adecuado en la idea de que el muchacho actor, cuya belleza había sido un elemento tan vital en lo realista y en lo poético del arte de Shakespeare, hubiera sido el primero en haber llevado a Alemania la semilla de la nueva cultura, y fuera, de este modo, el precursor de aquella Aufklarung, o iluminación, del siglo xviii, ese espléndido movimiento que, aunque iniciado por Lessing y Herder y llevado a su plena y feliz consecución por Goethe, fue en no pequeña medida sostenido por otro actor -Friedrich Schroeder-, que despertó la conciencia popular y, por medio de las pasiones ficticias y de las técnicas miméticas de la escena, mostró la conexión íntima y vital entre vida y literatura. Si esto hubiera sido así -y no había ciertamente evidencia alguna en contra-, no sería improbable que Willie Hughes hubiera sido uno de aquellos comediantes ingleses (mimae quidam ex Britannia, como los llama la vieja crónica) que mataron en Nuremberg en una repentina revuelta popular, y fueron enterrados en secreto, en una pequeña viña de las afueras de la ciudad, por algunos jóvenes «que habían encontrado placer en sus representaciones, y algunos de entre los cuales habían intentado que les instruyeran en los misterios del nuevo arte». Ciertamente, ningún lugar podría haber sido más adecuado para aquel a quien Shakespeare dijo: «mi arte todo eres tú», que esa pequeña viña de extramuros. ¿Pues no fue de las desdichas de Dionisos de donde brotó la tragedia? ¿Y no se oyó por primera vez la risa ligera de la comedia, con su alborozo despreocupado y sus prontas réplicas, en los labios de los viñadores sicilianos?
Más aún, ¿no fue la púrpura y el tinte rojo de la espuma del vino en el rostro y en los miembros la primera sugerencia del encanto y de la fascinación del disfraz -el deseo de ocultamiento de uno mismo-, mostrándose así el sentido del valor de la objetividad en los comienzos rudos del arte?
En cualquier caso, dondequiera que yaciera -fuera en la pequeña viña a las puertas de la ciudad gótica, o en algún sombrío camposanto de Londres, en medio del estrépito y el bullicio de nuestra gran ciudad-, ningún monumento magnífico señaló su lugar de descanso. Su verdadera tumba, como vio Shakespeare, fueron los versos del poeta; su verdadero mausoleo, la permanencia del teatro. Así había ocurrido con otros cuya belleza había dado un nuevo impulso creador a su época. El cuerpo marfileño del esclavo bitinio se pudre en el cieno verde del Nilo, y está esparcido en los collados amarillos del Cerámico el polvo del joven ateniense; pero vive Antínoo en la escultura y Cármides en la filosofía.
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