EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo V

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El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo V Empty El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo V

Mensaje por Ruben Dom 12 Abr 2015 - 22:13

El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo V


Míster Merton se quedó muy desconsolado ante aquel segundo aplazamiento y lady Julia, que tenia en­cargado ya su vestido para la boda, hizo todo cuanto pudo por convencer a Sybil de la necesidad de una ruptura. A pesar del inmenso cariño que Sybil profesa­ba a su madre, había entregado su vida a lord Arthur y nada de lo que le dijo aquélla pudo torcer su vo­luntad.
En cuanto a lord Arthur, necesitó muchos días para reponerse de su cruel decepción y, por espacio de una temporada, tuvo los nervios descompuestos. Sin embargo, recobró pronto su excelente sensatez, y su criterio sano y práctico no le dejó titubear durante mucho tiempo sobre la conducta que debía seguir.
Ya que el veneno había fallado por completo, era preciso emplear la dinamita o cualquier otro explosivo de este género.
Por consiguiente, examinó de nuevo la lista de sus amigos y parientes, y después de maduras reflexiones de­cidió volar a su tío el deán de Chichester. A éste, que era un hombre de gran cultura y talento, le entusiasmaban los relojes. Tenia una colección maravillosa de aparatos para medir el tiempo; colección que abarcaba desde el siglo XV hasta nuestros días. Le pareció a lord Arthur que aquella manía del bonachón deán le proporcionaba una excelente base para realizar sus planes. Pero agenciarse una máquina explosiva era ya otra cosa.
El London Director no le daba ninguna indicación respecto a ello y pensó que le reportaría muy poca utilidad dirigirse a Scotland Yard: allí no se enteran nunca de los hechos y movimientos del partido dinamitero sino después de una explosión y, aun entonces, no del todo.
De pronto pensó en su amigo Ruvaloff, joven ruso, de tendencias revolucionarias, a quien conoció el invierno anterior en casa de lady Wíndermere.
Al parecer, el conde de Ruvaloff estaba escribiendo una vida de Pedro el Grande. Fue a Inglaterra con el pro­pósito de estudiar los documentos referentes a la estancia del zar en ese país, en calidad de carpintero naval; pero to­dos sospechaban que era agente nihilista y era evidente que la embajada rusa no veía con buenos ojos su presen­cia en Londres.
Lord Arthur pensó que aquél era el hombre que le convenía y una mañana se trasladó a su casa de Blooms­bury para pedirle consejo y ayuda.
-¿Al fin piensa usted ocuparse seriamente de políti­ca? -preguntó el conde de Ruvaloff, cuando lord Arthur le expuso el objeto de su visita.
Pero éste, que detestaba las fanfarronadas, se creyó en la obligación de explicarle que las cuestiones sociales no ofrecían el menor interés para él y que necesitaba un explosivo para un asunto puramente familiar.
El conde de Ruvaloff le contempló un momento lleno de sorpresa y luego, viendo que hablaba completa­mente en serio, escribió una dirección en un pedazo de papel, firmó con sus iniciales y se lo dio a lord Arthur, di­ciendo:
-Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esa dirección, mi querido amigo.
-No la sabrá -exclamó lord Arthur echándose a reír. Y después de estrechar cordialmente la mano del joven ruso, se precipitó a la escalera y ordenó a su cochero que le llevase a Soho Square.
Una vez allí lo despidió y siguió por la calle Greek hasta llegar a una plaza que se llama Bayle's Court. Cruzó un pasaje y se encontró en un curioso calle­jón sin salida, que parecía ocupado por una lavandería francesa, pues de una casa a otra se extendía toda una red de cuerdas, cargadas de ropa blanca, que agitaba el aire ma­tinal.
Lord Arthur fue derechamente al final de este seca­dero y llamó en una casita verde. Después de una corta espera, durante la cual todas las ventanas del patio se lle­naron de cabezas, abrió la puerta un extranjero, de aspecto bastante hosco, que le preguntó en malísimo inglés qué deseaba. Lord Arthur le tendió el papel que le había dado el conde de Ruvaloff. No bien lo hubo leído, el indi­viduo se inclinó, invitando a lord Arthur a entrar en una habitación reducidísima del piso bajo. Pocos minutos después, Herr Winckelkopf, como le llamaban en Inglaterra, entró apresuradamente en el aposento con una servilleta manchada de vino al cuello y un tenedor en la mano izquierda.
-El conde de Ruvaloff -dijo lord Arthur saludan­do- me ha dado ese papel de presentación para usted y deseo vivamente que me conceda una breve entrevista por una cuestión de negocios. Me llamo Smith... Robert Smith y necesito que me proporcione usted un reloj ex­plosivo.
-Encantado de recibirle, lord Arthur -replicó el malicioso y pequeño alemán estallando de risa-. No me mire usted con esa cara de asustado. Es deber mío cono­cer a todo el mundo y recuerdo haberle visto a usted una noche en casa de lady Windermere; espero que su gracia esté bien de salud. ¿Quiere usted acompañarme mientras concluyo de almorzar? Tengo un excelente paté y mis ami­gos llevan su bondad hasta afirmar que mi vino del Rin es mejor que ninguno de los que pueden beberse en la em­bajada de Alemania.
Y antes de que lord Arthur hubiese vuelto de su asombro se encontró sentado en la salita del fondo, be­biendo a sorbos un marcobrüner de los más deliciosos en una copa amarillo pálido, grabada con el monograma imperial, y charlando de la manera más amistosa con el famoso anarquista.
-Los relojes de explosión -dijo Herr Winckelkopf- no son buenos artículos para exportar, ni aun consiguien­do hacerlos pasar por la aduana. El servicio de trenes es tan irregular que, por regla general, estallan antes de llegar a su destino. A pesar de ello, si necesita usted uno de esos aparatos para uso doméstico, puedo proporcionarle un ar­tículo excelente, garantizándole que ha de quedar satisfe­cho del resultado. ¿Puedo preguntarle para qué fin piensa usted destinarlo? Si es para la policía o para alguien rela­cionado con Scotland Yard, lo sentiré muchísimo, pero no puedo hacer nada por usted. Los detectives ingleses son realmente nuestros mejores amigos y he comprobado siempre que, teniendo en cuenta su estupidez, podemos hacer todo cuanto se nos antoja. No quisiera tocar ni un pelo de sus cabezas.
-Le aseguro -replicó lord Arthur- que esto no tiene nada que ver con la policía. Para que usted lo sepa: el me­canismo de relojería está destinado al deán de Chichester.
-¡Caramba! No podía yo imaginarme ni por lo más remoto que fuese usted tan exaltado en materia re­ligiosa, lord Arthur. Los jóvenes de hoy no se apasionan por eso.
-Creo que me alaba usted demasiado, Herr Winc­kelkopf -dijo lord Arthur ruborizándose-. El hecho es que soy un completo ignorante en teología.
-¿Se trata entonces de un asunto meramente per­sonal?
-Exclusivamente personal.
Herr Winckelkopf se encogió de hombros y salió de la habitación. Unos minutos después reaparecía con un cartucho redondo de dinamita, del tamaño de un peni­que, y un precioso reloj francés, rematado por una figurita en bronce dorado de la Libertad aplastando a la hidra del despotismo.
El semblante de lord Arthur se iluminó de alegría al verlo.
-Esto es precisamente lo que necesito. Y ahora dí­game usted cómo estalla.
-¡Ah, ése es mi secreto! -respondió Herr Win­ckelkopf contemplando su invento con una justa mira­da de orgullo-. Dígame usted únicamente cuándo desea que estalle y regularé el mecanismo para el momento indicado.
-Bueno; hoy es martes y si puede usted mandárme­lo en seguida...
-Imposible. Tengo una infinidad de encargos; entre otros, un trabajo importantísimo para unos ami­gos de Moscú. Pero, a pesar de todo, se lo mandaré mañana.
-¡Oh! Llegará todavía a tiempo -dijo lord Arthur cortésmente- si queda entregado mañana por la noche o el jueves por la mañana. En cuanto al momento de la ex­plosión, fijémoslo para el viernes a mediodía en punto. A esa hora el deán está siempre en su casa.
-¿El viernes a mediodía? -repitió Herr Winckel­kopf.
Y tomó nota en un gran registro abierto sobre una mesa, al lado de la chimenea.
-Y ahora -dijo lord Arthur levantándose- haga el favor de decirme cuánto le debo.
-Muy poca cosa, lord Arthur; se lo voy a poner al precio de coste. La dinamita vale siete chelines con seis peniques; la maquinaria de relojería, tres libras diez cheli­nes, y el porte, unos cinco chelines. Me complace sobremanera poder servir a un amigo del conde de Ruvaloff...
-Pero, ¿y sus molestias, Herr Winckelkopf?
-¡Oh, nada! Tengo un verdadero placer en ello. No trabajo por el dinero, vivo exclusivamente para mi arte. Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al pequeño alemán por su amabilidad y, rehusando lo mejor que pudo una in­vitación para entrevistarse con varios anarquistas en un té-merienda el sábado siguiente, salió de casa de Herr Winckelkopf y se fue al parque.
Los dos días siguientes los pasó lord Arthur en un tremendo estado de agitación. Y el viernes, a mediodía, fue al Buckingham en espera de noticias. Durante toda la tarde, el estúpido portero de servicio fijó en la tablilla telegramas de todos los lugares del país, con los resulta­dos de las carreras de caballos, las sentencias de divorcio, el estado del tiempo y otras informaciones semejantes, mientras la cinta telegráfica desenrollaba los detalles más aburridos sobre la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes y sobre un ligero pánico que hubo en la Bolsa.
A las cuatro llegaron los diarios de la noche y lord Arthur desapareció en el salón de lectura con el Pall Mall, el Saint,James's, el Globe y el Echo, ante la gran in­dignación del coronel Goodchild, que quería leer el ex­tracto de un discurso que había pronunciado aquella ma­ñana en el Palacio Consistorial sobre las misiones sudafricanas y la conveniencia de tener en cada provincia un obispo negro. Ahora bien: el coronel sentía, no se sabe por qué, una gran animadversión por el Evening News.
Ninguno de aquellos periódicos contenía, sin em­bargo, la menor alusión a Chichester, y lord Arthur comprendió que el atentado había fracasado. Fue para él un terrible golpe y durante algunos minutos permane­ció abatidísimo. Herr Winckelkopf, a quien visitó al día siguiente, se deshizo en excusas complicadas, compro­metiéndose a proporcionarle otro reloj, que abonaría él, o una caja de bombas de nitroglicerina a precio de cos­te. Pero lord Arthur no tenía ya ninguna confianza en los explosivos y Herr Winckelkopf reconoció que esta­ba hoy día todo tan falsificado que era difícil proporcionarse hasta dinamita sin adulterar. Sin embargo, el ale­mán, aun admitiendo que el mecanismo de relojería podía ser defectuoso en alguna pieza, confiaba todavía en que el resorte del reloj funcionase. Citaba en apoyo de su tesis el caso de un barómetro que enviara una vez al gobernador militar de Odessa, preparado para estallar al décimo día, y que tardó en hacerlo tres meses. Tam­bién era verdad que cuando estalló no hizo añicos más que a una doncella, pues el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes; pero, al menos, aquello demostraba que la dinamita, regida por un mecanismo de relojería, era un poderoso agente, aunque algo ine­xacto. Lord Arthur se quedó un poco consolado con aquella reflexión; pero estaba predestinado a sufrir un nuevo desengaño. Dos días después, cuando subía la es­calera, la duquesa le llamó a su tocador y le enseñó una carta que acababa de recibir del Deanato.
-Jane me escribe unas cartas encantadoras -le di­jo-; lee esta última; es tan interesante como algunas de las novelas que nos remite la biblioteca Mudie.
Lord Arthur se la arrebató de las manos; estaba re­dactada en los siguientes términos:
«DEANATO DE CHICHESTER
27 mayo
»Queridísima tía: Mil gracias por la franela para el asilo Dorcas, así como por la tela. Estoy completa­mente de acuerdo con usted en estimar absurdo ese afán de lucir cosas llamativas; pero hoy día todo el mundo es tan radical y tan irreligioso, que resulta difícil hacerles ver que no deben adoptar los gustos y la elegancia de la clase alta. ¡Realmente no sé adónde vamos a llegar! Como dice papá a menudo en sus sermones, vivimos en una época de incredulidad.
»Hemos tenido un gran jaleo estos días con moti­vo de un relojito enviado a papá por un admirador des­conocido el pasado jueves. Llegó de Londres, con porte pagado, en un cajoncito de madera, y papá cree que le ha sido remitido por algún oyente de su notable sermón sobre el tema "¿El libertinaje es la libertad?", pues el re­loj está coronado por una figura de mujer con un gorro frigio en la cabeza. Yo no encuentro esto muy correc­to, pero papá dice que es histórico y sus razones tendrá. Parker desembaló el objeto y papá lo puso sobre la repi­sa, en la chimenea de la biblioteca. Estábamos todos sentados en esa habitación el viernes último por la ma­ñana cuando, en el preciso momento en que daba las doce el reloj, oímos como un ruido de alas, salió un po­co de humo del pedestal de la figura ¡y la diosa de la Li­bertad se desprendió, rompiéndose la nariz contra el re­borde de la chimenea! Mary se impresionó mucho, pero fue realmente una cosa tan ridícula, que James y yo es­tuvimos riéndonos un buen rato, y papá mismo se divirtió. Cuando examinamos el reloj vimos que era una especie de despertador y que, poniendo la aguja sobre una hora determinada y colocando pólvora y un fulmi­nante debajo del martillo, se producía el estallido a vo­luntad. Papá dijo que era un reloj demasiado ruidoso para tenerlo en la biblioteca; así es que Reggie se lo lle­vó al colegio y allí sigue produciendo pequeñas explo­siones durante todo el día. ¿Cree usted que le gustaría a Arthur un regalo de boda así? Supongo que debe de es­tar muy de moda en Londres. Papá dice que estos relojes sirven para hacer un bien, porque enseñan que la li­bertad no es duradera y que su reinado acaba en un desmoronamiento. Dice también papá que la libertad fue inventada en tiempos de la Revolución francesa. ¡Es una cosa atroz!
»Voy a ir dentro de un momento al asilo Dorcas y les pienso leer la carta de usted, tan instructiva. ¡Qué cierta es, tía, su idea de que, dada su clase de vida, no debie­ran llevar lo que no les corresponde ni les sienta bien! Creo realmente que su preocupación por el vestir es ab­surda habiendo tantas otras graves cosas en que pensar en este mundo y en el futuro. Me alegro mucho de que su popelín floreado sea de tan buen resultado y de que el encaje no se rompa. El miércoles llevaré a casa del obispo el vestido de raso amarillo que tuvo usted la amabilidad de regalarme; creo que hará un gran efecto. ¿Tiene usted la­zos, tía? Jennings dice que ahora todo el mundo lleva lazos, y que las enaguas se usan encañonadas. Reggie acaba de asistir a una nueva explosión. Papá ha mandado llevar el reloj a la cuadra; me parece que no aprecia este re­loj tanto como al principio, aunque le halague mucho ha­ber recibido un regalo tan bonito e ingenioso, pues de­muestra que se escuchan sus sermones y que sirven de enseñanza. Papá le envía recuerdos e igualmente James, Reggie y Mary, que esperan que tío Cecil esté mejor de su gota.
»Ya sabe usted, querida tía, cuánto la quiere su sobrina
Jane Percy.
Posdata.-Contésteme a lo de los lazos. Jennings in­siste en que están muy de moda.»
Lord Arthur contempló la carta con un aire tan se­rio y triste, que la duquesa se echó a reír.
-¡Mi querido Arthur! -exclamó-, no volveré a en­señarte una carta de muchacha. Pero ¿qué piensas de ese reloj? Me parece un invento verdaderamente curioso y me gustaría tener uno así.
-No me inspiran gran confianza esos relojes -dijo lord Arthur con triste sonrisa.
Y después de besar a su madre, salió de la habi­tación.
No bien llegó a la suya, se desplomó sobre un sofá can los ojos arrasados en lágrimas. Había hecho cuanto podía por cometer el crimen, pero fracasaron sus tentativas por dos veces, sin que él tuviese la culpa. Intentó cumplir su deber, pero parecía que el destino le traicio­naba. Estaba abrumado por el sentimiento de la esterilidad de sus buenas intenciones, por la inutilidad de sus esfuerzos en un acto honrado. Quizá hubiera valido más romper su compromiso con Sybil. Ella sufriría, eso sí; pero el dolor no podría aniquilar un carácter tan noble como el suyo. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre hay alguna guerra en la que un hombre puede hacerse matar o una causa por la que puede dar su vida, Y si la vida no tenía aliciente para él, la muerte no le ate­rraba. ¡Que se cumpliese su destino! No haría nada por evitarlo.
Se vistió a las siete y media y marchó al club. Allí estaba Surbiton con una peña de jóvenes, y lord Arthur se vio obligado a cenar con ellos. Su frívola conversa­ción, sus gestos indolentes no le interesaban y, en cuanto sirvieron el café, les dejó con la disculpa de una cita. Al salir del club, el conserje le entregó una carta. Era de Herr Winckelkopf invitándole a ir a la noche siguiente a ver un paraguas explosivo que estallaba al abrirse, la últi­ma palabra en tales inventos, que acababa de llegar de Ginebra. Lord Arthur rompió la carta en pedacitos. Esta­ba decidido a no realizar nuevos experimentos. Vagó luego por los muelles del Támesis y permaneció varias horas sentado a orillas del río. La luna asomó a través de un velo de nubes rojizas, como una pupila de león, e in­numerables estrellas salpicaron de lentejuelas el firmamento insondable, como un polvillo dorado extendido sobre la cúpula purpúrea. De cuando en cuando una enorme barcaza se balanceaba sobre el río cenagoso y se deslizaba siguiendo la corriente. Las señales del ferroca­rril, primero verdes, se volvían rojas a medida que los tre­nes atravesaban el puente con estruendo. Al poco rato sonaron las doce con un ruido sordo en la torre de Westminster y la noche pareció vibrar con cada sonora campanada. Después se apagaron las luces de la vía. Só­lo una siguió brillando como un gran rubí sobre un pos­te gigantesco y el rumor de la ciudad fue debilitándose. A las dos, lord Arthur se levantó y se encaminó pasean­do hacia Blackfriars. ¡Qué irreal!, ¡qué semejante a un extraño sueño le parecía todo! Al otro lado del río las casas parecían surgir de las tinieblas. Se habría dicho que la plata y la oscuridad reconstruían el mundo. La enor­me cúpula de St. Paul se dibujaba como un globo en la atmósfera negruzca.
Al acercarse a la Aguja de Cleopatra, lord Arthur divisó a un hombre asomado al parapeto del río y, cuando llegó, la luz del farol, que caía de lleno sobre la cara, le permitió reconocerle.
¡Era míster Podgers, el quiromántico!
El rostro carnoso y arrugado, las gafas de oro, la sonrisa enfermiza y la boca sensual del quiromántico eran inconfundibles.
Lord Arthur se detuvo. Una idea brillante le ilumi­nó como un relámpago. Se deslizó suavemente hacia míster Podgers y en un segundo le agarró por las piernas y le tiró al Támesis. Se oyó una blasfemia, el ruido de un chapoteo y... nada más. Lord Arthur contempló con an­siedad la superficie del río, pero no pudo ver más que el sombrero del quiromántico, que giraba en un remolino de agua plateada por la luna. Al cabo de unos minutos el sombrero desapareció también y ya no quedó ninguna huella visible de mister Podgers. Hubo un momento en que lord Arthur creyó divisar una silueta gruesa y defor­me que se abalanzaba hacia la escalerilla próxima al puente. Pero casi enseguida se agrandó el reflejo de aque­lla imagen y, cuando volvió a salir la luna, desapareció de­finitivamente.
Entonces pensó que había cumplido los mandatos del destino. Lanzó un profundo suspiro de alivio y el nombre de Sybil afloró a sus labios.
-¿Se le ha caído a usted algo? -dijo de repente una voz a su espalda.
Giró bruscamente y vio a un policía con su lin­terna sorda.
-Nada que valga la pena -contestó sonriendo; y to­mando un coche que pasaba ordenó al cochero que le lle­vase a Belgrave Square.
Los días siguientes al del suceso se sintió alegre y preocupado alternativamente. Había momentos en que casi esperaba ver entrar a míster Podgers en su cuarto; y, sin embargo, otras veces comprendía que el destino no podía ser tan injusto con él. Fue dos veces a casa del quiromántico, pero no pudo decidirse a tocar el timbre. De­seaba con toda su alma conocer la verdad y al mismo tiempo la temía.
Y al fin la supo. Estaba sentado en el salón de fumadores del club y tomaba el té escuchando, aburri­do, a Surbiton, que le cantaba la última canción cómi­ca del Gaiety, cuando el criado trajo los diarios de la noche.
Cogió el St. James's, y estaba hojeándolo distraída­mente, cuando de repente chocaron sus ojos con estos ti­tulares:
SUICIDIO DE UN QUIROMANTICO
Palideció de emoción y empezó a leer el suelto, re­dactado en los siguientes términos:
«Ayer por la mañana, a las siete, fue hallado el cuer­po de míster Septimus R Podgers, el eminente quiromán­tico, devuelto por el río, en la ribera de Greenwich, frente al hotel Ship. Este infortunado señor desapareció hace unos días y en los centros quirománticos había vivas in­quietudes respecto a su paradero. Se supone que se suici­dó por influjo de un trastorno momentáneo de sus facul­tades mentales, provocado por un trabajo excesivo. Así lo ha reconocido unánimemente el dictamen forense emiti­do esta tarde.
Míster Podgers había concluido un Tratado com­pleto sobre la mano humana, que será publicado en breve y ha de suscitar, sin duda alguna, un gran interés. El finado tenía sesenta y cinco años y, según parece, no ha dejado familia.»
Lord Arthur salió precipitadamente del club, con el periódico en la mano, ante la gran estupefacción del con­serje, que intentó inútilmente detenerle, y se hizo condu­cir a Park Lane a toda prisa. Sybil, que estaba en la venta­na, le vio llegar y algo pareció decirle que traía buenas noticias. Corrió a su encuentro y, al mirarle a la cara, comprendió que todo marchaba bien.
-Mi querida Sybil -exclamó lord Arthur-, ¡casé­monos mañana!
-¡Qué loco! ¡Y el pastel de boda sin encargar! -repli­có Sybil, riéndose en medio de sus lagrimas.

Cuando se celebró la boda, unas tres semanas des­pués, St. Peter estuvo lleno de una verdadera multitud de personas de la más elevada alcurnia. Ofició de un modo conmovedor el deán de Chichester. Y todos los asistentes estuvieron de acuerdo en reconocer que no habían visto nunca una pareja tan seductora como la que formaban los novios. Eran más que hermosos y, sin embargo, eran feli­ces. No sintió lord Arthur un solo momento lo que había sufrido por amor a Sybil y ella, por su parte, le daba lo mejor que puede ofrendar una mujer a un hombre: respe­to, ternura y amor. En su caso, la realidad no mató su no­vela romántica. Y conservaron siempre la juventud de sus sentimientos.
Algunos años después, cuando tuvieron dos precio­sos niños, lady Windermere fue a visitarles a Alton Priory, antigua y encantadora finca, regalo de boda del duque a su hijo; y estando sentada una tarde con Sybil, bajo un tilo, en el jardín, contemplando al niño y a la chiquilla, que ju­gaban correteando por la rosaleda como dos suaves rayos de sol, asió, de pronto las manos de Sybil y dijo:
-¿Eres feliz, Sybil?
-¡Sí, mi querida lady Windermere; soy feliz! ¿Y us­ted no lo es?
-No tengo tiempo de serlo, Sybil; me encariño siempre con la última persona que me presentan. Pero ge­neralmente, en cuanto la conozco a fondo, me aburre.
-¿No la entretienen ya sus leones, lady Windermere? -¡Oh amiga mía! Los leones no sirven más que para una temporada. En cuanto se cortan la melena se convier­ten en los seres más insufribles del mundo. Además, si se porta una cariñosamente con ellos, se portan ellos, en cambio, muy mal con una. ¿Te acuerdas de aquel horrible mister Podgers? Era un inicuo impostor. Como es natural, al principio no lo noté y hasta cuando me pidió dinero se lo di; pero no podía yo soportar que me hiciese la corte. Me ha hecho realmente odiar la quiromancia. Ahora mi pasión es la telepatía. Resulta mucho más divertida.
-Aquí no puede hablarse mal de la quiromancia, lady Windermere. Es la única cosa sobre la cual no le gus­tan a Arthur las bromas, Le aseguro a usted que la toma completamente en serio.
-¿No querrás decirme, Sybil, que tu marido cree en ella?-
-Pregúnteselo usted y lo verá, lady Windermere. Aquí viene.
Lord Arthur se acercaba, en efecto, por el jardín, con un gran ramo de rosas amarillas en la mano y sus dos hijos jugueteando a su alrededor.
-¿Lord Arthur?
-Dígame, lady Windermere.
-¿Se atreverá usted realmente a mantener que cree en la quiromancia?
-Claro que si -dijo el joven, sonriendo. -Pero ¿por qué?
-Porque le debo toda la dicha de mi vida -murmu­ró él, arrellanándose en un sillón de mimbre.
-¿Qué le debe usted, mi querido lord Arthur?
-Pues Sybil- contestó él, ofreciendo las rosas a su mujer y mirándose en sus ojos violeta.
-¡Qué tontería! -exclamó lady Windermere-. ¡No he oído en mi vida una tontería semejante!
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