UN DÍA VENDRÁ LA MUERTE
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UN DÍA VENDRÁ LA MUERTE
UN DÍA VENDRÁ LA MUERTE
Un día vendrá la muerte
no sé de donde. Yo estaré dormido
y ella dirá: no quiero que despierte.
Y, pisando sin ruido,
como una madre que se acerca al lecho
del hijo enfermo, cerrará mis ojos
y cruzará mis manos sobre el pecho.
Y vendrán a llamarme.
¡Levántate que es hora
de que comience tu labor! Apresta
ya el corazón a recibir la aurora,
pues cada día nuevo es una fiesta.
¿No escuchas en la casa,
en medio del doméstico alborozo,
el trajín mañanero
que sube el agua del oscuro pozo
y busca el pan para la mesa escasa?
¡Cuánta gente sencilla
que se afana por ti, que pone toda
su alma en que luzca la feliz vajilla
como si fuera el día de tu boda!
¡Y tú duermes! ¡Levanta!
No enturbies más los ojos
en la noche que engendra las visiones
del pecado.
Levántate y de hinojos
musita las antiguas oraciones
que aprendiste a la luz de la pantalla
familiar. Sal al mundo que te espera
con la gracia evangélica del campo
y la luz infantil de una colina
por cuyas rutas, apagando estrellas,
desciende la mañana campesina.
Déja la estrecha estancia
donde sufres la sorda calentura
del deseo. Tu infancia
no ha muerto, y todavía
puedes hallar la original fragancia
que tuvo toda cosa el primer día.
¿A qué, bajo la lámpara,
inquiere tu protervo pensamiento
–negro licor en ánfora de arcilla–
si afuera todo nos lo explica el viento
como en una parábola sencilla?
Es fuerza que ya calle
tu voz, y que la paz baje a tu alma
como el toque del ángelus a un valle
Y no contestaré.
Ya por la tarde,
cuando tornan los bueyes con la incierta
luz, y cunden los humos solariegos,
me llevarán al cementerio aldeano
donde duermen los rústicos labriegos
bajo la sombra fiel de un pino anciano.
Rafael Maya
Un día vendrá la muerte
no sé de donde. Yo estaré dormido
y ella dirá: no quiero que despierte.
Y, pisando sin ruido,
como una madre que se acerca al lecho
del hijo enfermo, cerrará mis ojos
y cruzará mis manos sobre el pecho.
Y vendrán a llamarme.
¡Levántate que es hora
de que comience tu labor! Apresta
ya el corazón a recibir la aurora,
pues cada día nuevo es una fiesta.
¿No escuchas en la casa,
en medio del doméstico alborozo,
el trajín mañanero
que sube el agua del oscuro pozo
y busca el pan para la mesa escasa?
¡Cuánta gente sencilla
que se afana por ti, que pone toda
su alma en que luzca la feliz vajilla
como si fuera el día de tu boda!
¡Y tú duermes! ¡Levanta!
No enturbies más los ojos
en la noche que engendra las visiones
del pecado.
Levántate y de hinojos
musita las antiguas oraciones
que aprendiste a la luz de la pantalla
familiar. Sal al mundo que te espera
con la gracia evangélica del campo
y la luz infantil de una colina
por cuyas rutas, apagando estrellas,
desciende la mañana campesina.
Déja la estrecha estancia
donde sufres la sorda calentura
del deseo. Tu infancia
no ha muerto, y todavía
puedes hallar la original fragancia
que tuvo toda cosa el primer día.
¿A qué, bajo la lámpara,
inquiere tu protervo pensamiento
–negro licor en ánfora de arcilla–
si afuera todo nos lo explica el viento
como en una parábola sencilla?
Es fuerza que ya calle
tu voz, y que la paz baje a tu alma
como el toque del ángelus a un valle
Y no contestaré.
Ya por la tarde,
cuando tornan los bueyes con la incierta
luz, y cunden los humos solariegos,
me llevarán al cementerio aldeano
donde duermen los rústicos labriegos
bajo la sombra fiel de un pino anciano.
Rafael Maya
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