Aracne
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Aracne
Aracne
Un punto, una lazada, un agujero. La trama simétrica, plena de huecos. Serpentea sinuosa la lana entre agujas metálicas. Apenas adelgazado el ovillo rueda lento y golpea entre las patas de la silla. Los dedos se mueven delicadamente hacia arriba, hacia abajo. Piensa y los dedos quedan detenidos en el aire una fracción de segundo, luego vuelven a circular entre el frío metal y el aire denso de la habitación.
La trama está quedando pareja, con pequeñas imperfecciones pero jamás desteje, no, destejer es volver atrás, más que eso, arrepentirse.
Le gusta por las noches sentarse en su sillón favorito, encender una lámpara, ponerse los lentes y leer atentamente la textura del tejido. Todo está ahí como en un tapiz. Sí, como esos tapices que fue a ver una vez en una exposición, murales enormes que entretejían la historia de un pueblo. Fue allí donde vio por primera vez a Ulises y leyó su historia paseando los ojos por esas imágenes esfumadas en tonos agrestes, pasteles, sepias, como si viera un viejo álbum de fotos, el mar, las barcas, la isla de Circe la Hechicera y Penélope arriba, como la Beatrice del Dante, en el Paraíso perdido de su Itaca, esperando.
Un punto, una disminución, una lazada que cuenta la trama entramada de hilo azul, océano que rodea las islas, los huecos, los agujeros.
La tejedora detiene el repiqueteo de las agujas y observa. Un punto corre hileras abajo hasta la cintura, lentamente lo va atrapando entre los hilos ya tejidos. Es como si el punto se sublevara y decreciera o saliera de su entorno. Porque el punto no quiere ser uno más, quiere dejar una huella, una señal de escape, confundido entre los múltiples huecos. No quiere cumplir su misión de punto.
Ella sonríe feliz, diosa creando universos, organizando huecos y puntos y cumpliendo su destino. Puntos y huecos seres vivientes, multitud de seres pendiendo en sus dos agujas, la vida, la muerte. Creciendo, decreciendo, intentando el suicidio, abriendo brechas.
Sólo ella decide el destino de sus criaturas, transforma la materia en objeto, en trama cálida, abrigada y florida. El hilo infinito, lineal, absoluto, en objeto finito, maleable, concreto. Transformado entre sus manos en una red de enigmas, de figuras. Dibuja sus deseos, altera el tiempo lo atrapa como a una mosca.
La mujer deja el tejido sobre el sillón y el mundo se detiene. Casi en extinción el ovillo agazapado. La muerte del hilo cobra vida en el tejido. Destejer es volver a la muerte, evocar un origen donde el hilo era ovillo y mucho antes madeja y mucho antes oveja. Oveja mansa pastando en la pradera. En un principio, animal. Ella doblega la animalidad del hilo, su instinto.
Le recuerda a una piedra que fue árbol, un trozo de árbol petrificado. Y se ve a sí misma convertida en un insecto, caminando por las vastas extensiones del tejido, creando una telaraña fantasmal en el rincón más oscuro de la casa.
Una anciana vestida de negro desde aquel rincón hila un cordón blanco, pegajoso y cubre su cuerpo desnudo y ceniciento con la mortaja transparente. Sus manos se mueven desesperadas tratando de romper la túnica. Mira la rueca, el sol crea los contornos de una sombra enorme proyectada ahora contra la esquina del techo.
Ese día la mujer abandona el tejido, el borde del escote queda quebrado en una hilera de puntos inconclusos, huecos desparejos suspendidos en las agujas metálicas. Con amoroso cuidado lo dobla y guarda junto con el ovillo de lana en una bolsa de plástico y los mete en el cajón como quien concluye las últimas páginas de una novela.
Adriana Agrelo
Un punto, una lazada, un agujero. La trama simétrica, plena de huecos. Serpentea sinuosa la lana entre agujas metálicas. Apenas adelgazado el ovillo rueda lento y golpea entre las patas de la silla. Los dedos se mueven delicadamente hacia arriba, hacia abajo. Piensa y los dedos quedan detenidos en el aire una fracción de segundo, luego vuelven a circular entre el frío metal y el aire denso de la habitación.
La trama está quedando pareja, con pequeñas imperfecciones pero jamás desteje, no, destejer es volver atrás, más que eso, arrepentirse.
Le gusta por las noches sentarse en su sillón favorito, encender una lámpara, ponerse los lentes y leer atentamente la textura del tejido. Todo está ahí como en un tapiz. Sí, como esos tapices que fue a ver una vez en una exposición, murales enormes que entretejían la historia de un pueblo. Fue allí donde vio por primera vez a Ulises y leyó su historia paseando los ojos por esas imágenes esfumadas en tonos agrestes, pasteles, sepias, como si viera un viejo álbum de fotos, el mar, las barcas, la isla de Circe la Hechicera y Penélope arriba, como la Beatrice del Dante, en el Paraíso perdido de su Itaca, esperando.
Un punto, una disminución, una lazada que cuenta la trama entramada de hilo azul, océano que rodea las islas, los huecos, los agujeros.
La tejedora detiene el repiqueteo de las agujas y observa. Un punto corre hileras abajo hasta la cintura, lentamente lo va atrapando entre los hilos ya tejidos. Es como si el punto se sublevara y decreciera o saliera de su entorno. Porque el punto no quiere ser uno más, quiere dejar una huella, una señal de escape, confundido entre los múltiples huecos. No quiere cumplir su misión de punto.
Ella sonríe feliz, diosa creando universos, organizando huecos y puntos y cumpliendo su destino. Puntos y huecos seres vivientes, multitud de seres pendiendo en sus dos agujas, la vida, la muerte. Creciendo, decreciendo, intentando el suicidio, abriendo brechas.
Sólo ella decide el destino de sus criaturas, transforma la materia en objeto, en trama cálida, abrigada y florida. El hilo infinito, lineal, absoluto, en objeto finito, maleable, concreto. Transformado entre sus manos en una red de enigmas, de figuras. Dibuja sus deseos, altera el tiempo lo atrapa como a una mosca.
La mujer deja el tejido sobre el sillón y el mundo se detiene. Casi en extinción el ovillo agazapado. La muerte del hilo cobra vida en el tejido. Destejer es volver a la muerte, evocar un origen donde el hilo era ovillo y mucho antes madeja y mucho antes oveja. Oveja mansa pastando en la pradera. En un principio, animal. Ella doblega la animalidad del hilo, su instinto.
Le recuerda a una piedra que fue árbol, un trozo de árbol petrificado. Y se ve a sí misma convertida en un insecto, caminando por las vastas extensiones del tejido, creando una telaraña fantasmal en el rincón más oscuro de la casa.
Una anciana vestida de negro desde aquel rincón hila un cordón blanco, pegajoso y cubre su cuerpo desnudo y ceniciento con la mortaja transparente. Sus manos se mueven desesperadas tratando de romper la túnica. Mira la rueca, el sol crea los contornos de una sombra enorme proyectada ahora contra la esquina del techo.
Ese día la mujer abandona el tejido, el borde del escote queda quebrado en una hilera de puntos inconclusos, huecos desparejos suspendidos en las agujas metálicas. Con amoroso cuidado lo dobla y guarda junto con el ovillo de lana en una bolsa de plástico y los mete en el cajón como quien concluye las últimas páginas de una novela.
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