Habitación 609
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poemas Eróticos - Sensuales :: Ensayos y Clásicos del Erotismo
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Habitación 609
I. LA TARJETA
—¿Tú qué harías si un hombre te diera una tarjeta?
—¿Qué hombre?
Su memoria se internó en el pasado reciente. ¿Qué hombre? Recordó una loca carrera a través de un restaurante, chocando con carritos y bandejas; con camareros enfadados que apenas podía ver a través del velo de sus lágrimas. Los gritos sorprendidos de la gente la siguieron hasta la calle, donde siguió corriendo, empujando a más gente, que se volvía airada en su dirección.
A él no pudo empujarlo y cayó al suelo, quedando sin aliento al alzar la mirada.
—Un desconocido —hizo una pausa para aspirar el humo del cigarrillo—. Un completo desconocido.
—¿Es atractivo?
Su cuerpo se estremeció al visualizar de nuevo los duros músculos de su abdomen, perfectamente delineados bajo la ajustada camiseta negra. Sus pectorales desarrollados, sus pezones endurecidos. Sus propios pechos se tensaron al recordar la calidez de las grandes manos levantándola; los bíceps abultados bajo sus frágiles dedos. Volvió a recordar las facciones duras y angulosas, tan morenas en contraste con sus ojos ambarinos… Se maldijo por no haber tocado ese pelo negro que caía desordenado a ambos lados de la mandíbula.
—Sí —exhaló el humo y apagó el cigarro—. Mucho
—¿Y qué pone en la tarjeta?
El hombre la había observado detenidamente, casi como si estuviera espiando su alma. La soltó un instante, sin preocuparse por estar parados en medio de la calle, entorpeciendo al resto de los peatones, que maldecían y la empujaban sin piedad. A él no le tocaba nadie. Sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Su voz grave aún continuaba enroscada en su estómago, mandando oleadas de placer a su vientre y más abajo.
—Ven esta noche —ni un saludo, ni un nombre, ni una sonrisa—. Tengo algo que tú necesitas.
Sin más, la dejó allí parada, recorriendo con la mirada los caracteres negros que adornaban la sencilla tarjeta blanca de un conocido hotel.
—Una dirección y una hora. A medianoche. Habitación 609.
—¿Y Peter?
No quería recordar su despedida, ni las duras palabras que la otorgó en el privado del restaurante, mientras pellizcaba el pezón desnudo de una rubia despampanante y la otra mano se perdía en su falda bajo la mesa. El gemido agudo que soltó la mujer fue prueba más que suficiente para saber qué estaría haciendo con los dedos entre sus piernas.
—¿La ves? —había preguntado Peter con una sonrisa—. Está mojada y me caben tres dedos en su vagina. Está excitada. Mueve sus caderas contra mi mano. Probablemente me pedirá que la folle poco antes de llegar al orgasmo —la miró a los ojos mientras continuaba dando placer a la rubia—. Tú ni siquiera abrirías los ojos para decirme que me apartara. Ni te humedecerías con mis caricias. Tus pezones ni siquiera se pondrían duros en mi boca. Mira éstos —bajó la cabeza para lamer el botón tirante—. Duro y jugoso. Puedo lamer cada arruga de su carne —estrujó el pecho en la mano, haciendo gimotear a la mujer—. Podré beberme los flujos de su corrida en unos instantes. ¿Cuándo has sido tú capaz de llegar al orgasmo?
Se arrodilló entre sus piernas y pronto pudo oír los ruidos que hacía su lengua al limpiar la humedad de la rubia. No apartó la boca para espetar:
—Vuelve cuando realmente quieras que te folle un hombre.
Entonces había corrido, dejando a la rubia gritando de placer y al hombre bebiendo su orgasmo.
Encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza el humo.
—Peter es historia.
—¿Irás esta noche?
Sacó de nuevo la tarjeta blanca y leyó las letras impresas en negro. Medianoche. Habitación 609.
—Creo… Creo que sí.
—¿Tú qué harías si un hombre te diera una tarjeta?
—¿Qué hombre?
Su memoria se internó en el pasado reciente. ¿Qué hombre? Recordó una loca carrera a través de un restaurante, chocando con carritos y bandejas; con camareros enfadados que apenas podía ver a través del velo de sus lágrimas. Los gritos sorprendidos de la gente la siguieron hasta la calle, donde siguió corriendo, empujando a más gente, que se volvía airada en su dirección.
A él no pudo empujarlo y cayó al suelo, quedando sin aliento al alzar la mirada.
—Un desconocido —hizo una pausa para aspirar el humo del cigarrillo—. Un completo desconocido.
—¿Es atractivo?
Su cuerpo se estremeció al visualizar de nuevo los duros músculos de su abdomen, perfectamente delineados bajo la ajustada camiseta negra. Sus pectorales desarrollados, sus pezones endurecidos. Sus propios pechos se tensaron al recordar la calidez de las grandes manos levantándola; los bíceps abultados bajo sus frágiles dedos. Volvió a recordar las facciones duras y angulosas, tan morenas en contraste con sus ojos ambarinos… Se maldijo por no haber tocado ese pelo negro que caía desordenado a ambos lados de la mandíbula.
—Sí —exhaló el humo y apagó el cigarro—. Mucho
—¿Y qué pone en la tarjeta?
El hombre la había observado detenidamente, casi como si estuviera espiando su alma. La soltó un instante, sin preocuparse por estar parados en medio de la calle, entorpeciendo al resto de los peatones, que maldecían y la empujaban sin piedad. A él no le tocaba nadie. Sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Su voz grave aún continuaba enroscada en su estómago, mandando oleadas de placer a su vientre y más abajo.
—Ven esta noche —ni un saludo, ni un nombre, ni una sonrisa—. Tengo algo que tú necesitas.
Sin más, la dejó allí parada, recorriendo con la mirada los caracteres negros que adornaban la sencilla tarjeta blanca de un conocido hotel.
—Una dirección y una hora. A medianoche. Habitación 609.
—¿Y Peter?
No quería recordar su despedida, ni las duras palabras que la otorgó en el privado del restaurante, mientras pellizcaba el pezón desnudo de una rubia despampanante y la otra mano se perdía en su falda bajo la mesa. El gemido agudo que soltó la mujer fue prueba más que suficiente para saber qué estaría haciendo con los dedos entre sus piernas.
—¿La ves? —había preguntado Peter con una sonrisa—. Está mojada y me caben tres dedos en su vagina. Está excitada. Mueve sus caderas contra mi mano. Probablemente me pedirá que la folle poco antes de llegar al orgasmo —la miró a los ojos mientras continuaba dando placer a la rubia—. Tú ni siquiera abrirías los ojos para decirme que me apartara. Ni te humedecerías con mis caricias. Tus pezones ni siquiera se pondrían duros en mi boca. Mira éstos —bajó la cabeza para lamer el botón tirante—. Duro y jugoso. Puedo lamer cada arruga de su carne —estrujó el pecho en la mano, haciendo gimotear a la mujer—. Podré beberme los flujos de su corrida en unos instantes. ¿Cuándo has sido tú capaz de llegar al orgasmo?
Se arrodilló entre sus piernas y pronto pudo oír los ruidos que hacía su lengua al limpiar la humedad de la rubia. No apartó la boca para espetar:
—Vuelve cuando realmente quieras que te folle un hombre.
Entonces había corrido, dejando a la rubia gritando de placer y al hombre bebiendo su orgasmo.
Encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza el humo.
—Peter es historia.
—¿Irás esta noche?
Sacó de nuevo la tarjeta blanca y leyó las letras impresas en negro. Medianoche. Habitación 609.
—Creo… Creo que sí.
Armando Lopez- Moderador General
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Re: Habitación 609
II. INSTRUCCIONES PARA UNA NOCHE DE PLACER
Un sobre granate se apoyaba en la puerta de la habitación 609. Supuso que sería para ella y lo cogió, mirando a ambos lados del pasillo y rogando porque no apareciese nadie justo en ese momento. Afortunadamente, estaba desierto.
Rasgó el sobre y sacó un folio en blanco, escrito a bolígrafo con una caligrafía angulosa y elegante.
«Instrucciones para una noche de placer»
El pulso se le aceleró hasta límites insospechados. ¿Pero de qué estaba hablando ese loco? Se sintió tentada de salir corriendo, pero la curiosidad pudo más que su miedo y continuó leyendo.
«1.- Cierra los ojos unos minutos y relájate.»
Como era su costumbre, desoyó la orden y abrió los ojos aún más. ¡Qué se relajara! Si estaba a punto de darle un infarto.
Sí, bueno, a lo mejor era por eso…
Volvió a mirar a su alrededor. Todavía nadie. ¿Cuánto tardaría en aparecer algún huésped y descubrirla ahí parada como una idiota? Decidió seguir leyendo antes de largarse de allí a todo correr.
«2.- Esta vez, obedece la orden. Cierra los ojos, acalla tu mente y relájate.»
Sonrió muy a su pesar. ¡Maldición! ¿Cómo podía saberlo? Casi parecía que estuviera escribiendo la carta mientras observaba sus reacciones por alguna cámara oculta.
«No pienses en cámaras ocultas» se dijo.
Respiró hondo un par de veces antes de seguir las instrucciones de la carta. Había venido buscando… algo… Y fuera lo que fuese, lo encontraría. Cerró los ojos y acorraló los enloquecidos pensamientos en un rincón de su conciencia… que permanecería cerrada con llave hasta que saliera del hotel. Necesitó más de unos minutos para calmarse.
«3.- Desabrocha un botón de tu blusa.»
Un pobre consuelo para el hombre, la llevaba abotonada hasta arriba. Esa fue una orden que no le costó obedecer.
«4.- Quítate las medias»
¿Aquí en medio?
Sí.
La voz sonó en su cabeza, como si él hubiera estado dentro de ella. Se quitó los zapatos después las medias, con rapidez, guardándolas en el bolso en cuestión de segundos.
Ya había pasado toda etapa de resistencia. Sentía mucha curiosidad por el hombre que se atrevía a darle órdenes a través de una hoja de papel, convencido de que las seguiría una a una, tarde o temprano.
La cara oculta de la luna
Un sobre granate se apoyaba en la puerta de la habitación 609. Supuso que sería para ella y lo cogió, mirando a ambos lados del pasillo y rogando porque no apareciese nadie justo en ese momento. Afortunadamente, estaba desierto.
Rasgó el sobre y sacó un folio en blanco, escrito a bolígrafo con una caligrafía angulosa y elegante.
«Instrucciones para una noche de placer»
El pulso se le aceleró hasta límites insospechados. ¿Pero de qué estaba hablando ese loco? Se sintió tentada de salir corriendo, pero la curiosidad pudo más que su miedo y continuó leyendo.
«1.- Cierra los ojos unos minutos y relájate.»
Como era su costumbre, desoyó la orden y abrió los ojos aún más. ¡Qué se relajara! Si estaba a punto de darle un infarto.
Sí, bueno, a lo mejor era por eso…
Volvió a mirar a su alrededor. Todavía nadie. ¿Cuánto tardaría en aparecer algún huésped y descubrirla ahí parada como una idiota? Decidió seguir leyendo antes de largarse de allí a todo correr.
«2.- Esta vez, obedece la orden. Cierra los ojos, acalla tu mente y relájate.»
Sonrió muy a su pesar. ¡Maldición! ¿Cómo podía saberlo? Casi parecía que estuviera escribiendo la carta mientras observaba sus reacciones por alguna cámara oculta.
«No pienses en cámaras ocultas» se dijo.
Respiró hondo un par de veces antes de seguir las instrucciones de la carta. Había venido buscando… algo… Y fuera lo que fuese, lo encontraría. Cerró los ojos y acorraló los enloquecidos pensamientos en un rincón de su conciencia… que permanecería cerrada con llave hasta que saliera del hotel. Necesitó más de unos minutos para calmarse.
«3.- Desabrocha un botón de tu blusa.»
Un pobre consuelo para el hombre, la llevaba abotonada hasta arriba. Esa fue una orden que no le costó obedecer.
«4.- Quítate las medias»
¿Aquí en medio?
Sí.
La voz sonó en su cabeza, como si él hubiera estado dentro de ella. Se quitó los zapatos después las medias, con rapidez, guardándolas en el bolso en cuestión de segundos.
Ya había pasado toda etapa de resistencia. Sentía mucha curiosidad por el hombre que se atrevía a darle órdenes a través de una hoja de papel, convencido de que las seguiría una a una, tarde o temprano.
La cara oculta de la luna
Armando Lopez- Moderador General
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Re: Habitación 609
«5.- Piénsalo una última vez. Si entras, no saldrás hasta que yo lo permita.»
Una oleada de deseo, la recorrió de la cabeza a los pies. ¿Qué pensaba hacer para impedírselo? ¿Atarla? El miedo, mezclado con la excitación provocó un espasmo de placer en su vientre, subiendo hasta los endurecidos pezones. Una resbaladiza y cálida humedad se estableció entre sus piernas.
Deseo… ¿Cuánto tiempo hacía que no lo sentía?
Sí, definitivamente, ese hombre tenía algo que ella necesitaba.
«6.- Abre la puerta.»
Lo hizo.
«7.- Pon el aviso de que no molesten.»
Las órdenes ahora se sucedían con rapidez.
«8.- Cierra la puerta y echa el cerrojo.»
La habitación quedó cerrada con un suave click.
«9.- Entra sin miedo.»
Eso ya era mucho pedir. Respiró profundamente, deseando que todo empezara y terminara de una vez. Se volvió, no muy segura de lo que iba a encontrar.
La habitación era lujosa, con una gran cama con columnas, que podían taparse con un dosel de seda que ahora estaba recogido. El edredón de brocado lucía en tonos granates, como el tapizado de la silla junto al escritorio. Dejó allí la carta, después de leer la última orden. Simple, sencilla, y a la vez la más difícil.
«10.- Di: Hola.»
¿Tendría valor?
—¿Hola?
Una oleada de deseo, la recorrió de la cabeza a los pies. ¿Qué pensaba hacer para impedírselo? ¿Atarla? El miedo, mezclado con la excitación provocó un espasmo de placer en su vientre, subiendo hasta los endurecidos pezones. Una resbaladiza y cálida humedad se estableció entre sus piernas.
Deseo… ¿Cuánto tiempo hacía que no lo sentía?
Sí, definitivamente, ese hombre tenía algo que ella necesitaba.
«6.- Abre la puerta.»
Lo hizo.
«7.- Pon el aviso de que no molesten.»
Las órdenes ahora se sucedían con rapidez.
«8.- Cierra la puerta y echa el cerrojo.»
La habitación quedó cerrada con un suave click.
«9.- Entra sin miedo.»
Eso ya era mucho pedir. Respiró profundamente, deseando que todo empezara y terminara de una vez. Se volvió, no muy segura de lo que iba a encontrar.
La habitación era lujosa, con una gran cama con columnas, que podían taparse con un dosel de seda que ahora estaba recogido. El edredón de brocado lucía en tonos granates, como el tapizado de la silla junto al escritorio. Dejó allí la carta, después de leer la última orden. Simple, sencilla, y a la vez la más difícil.
«10.- Di: Hola.»
¿Tendría valor?
—¿Hola?
Armando Lopez- Moderador General
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Fecha de inscripción : 07/01/2012
Re: Habitación 609
III. DECLARACIÓN DE INTENCIONES
Él apareció de una puerta a su izquierda, cubierto tan solo por una pequeña toalla blanca. Ella primero abrió la boca al ver la perfección de su cuerpo casi desnudo. Luego, se sintió sonrojar hasta la raíz del cabello. Pero clavó la mirada en sus ojos, alzando la cabeza para poder hacerlo. La risa bailaba en las llamas doradas y casi alcanzó a ver una sonrisa en sus labios carnosos y duros. Los ojos del hombre se dirigieron hacia su más que recatado escote.
—Creí que las instrucciones decían que te desabrocharas un botón.
Su voz profunda la hizo ruborizar aún más, pero esta vez de puro deseo.
—Lo hice —respondió, forzando su garganta para que su timbre no sonara inseguro.
Le vio fruncir el ceño, pero no enfadado, sino más bien divertido. Alzó una ceja en su dirección y sus apetecibles labios se curvaron en una lenta sonrisa.
—No me lo vas a poner fácil, ¿eh?
No contestó. No estaba segura de para qué había ido. Sí, sabía lo que quería. También lo que él deseaba. Pero no estaba muy segura de poder ofrecérselo.
—¿Cómo te llamas?
—Karen
—Hermoso nombre —susurró, casi para sí.
Empezó a caminar hacia ella, desviándose cuando sus cuerpos casi se tocaban para dar una vuelta a su alrededor, sus ojos clavándose en cada voluptuosa curva de su cuerpo. Se sentía insultada y a la vez muy caliente. La miraba como si fuera un simple objeto, pero que él quisiera utilizarla era halago más que suficiente. Ella también quería utilizarle… y cada vez tenía más ganas.
—¿Y tu nom…?
—Puedes llamarme Mike – interrumpió a su espalda.
—¿Pero es ese…?
—¿Importa?
Karen se volvió enfadada, más que tentada de marcharse en ese momento.
—No me gusta que me interrumpan
—Cuando realmente quieras decir algo, no dejarás que lo haga.
Su sonrisa era enigmática y provocadora, tanto como esas palabras que la sacudieron con una nueva oleada de humedad. ¡Qué lucha mantenía en su interior! La mujer independiente y segura de sí misma, contra la mujer que deseaba un hombre que intentara dominarla con el respeto, no con bravatas. Ganó la de siempre, y con una mirada altiva, pasó junto a él para dirigirse a la salida.
—¿Sabes a qué has venido, Karen? —preguntó, calmado, como si fuera consciente de que sólo necesitaba una excusa para quedarse.
Karen se volvió, dejando que su pelo ondulado, resbalara por el frente de la camisa de seda.
—A que me folles —recordó la dura palabra de Peter en el restaurante y decidió utilizarla.
Quería parecer una mujer moderna, capaz de espetar ordinarieces como aquella sin sonrojarse… aunque le resultara imposible hacerlo. El debió de apreciar su incomodidad, pero la risa ronca que salió de lo más profundo de su pecho no fue en absoluto ofensiva, sólo otro motivo más para que se enardecieran sus sentidos.
—No voy a follarte, Karen.
Dio dos pasos hacia ella, desnudándola con la mirada, comiéndosela con los ojos, provocando oleadas de placer que se extendían desde su vientre.
—Yo no te follaré —susurró, cada vez más cerca—. Te proporcionaré un placer que nunca has sentido —se colocó a su derecha, acercando los pecaminosos labios a la sensible piel de su oído—. Te acariciaré —un ligero roce de sus dedos en la cintura—. Te lameré —pequeño toque de su lengua en el cuello—. Te morderé —sus dientes apretando suavemente el lóbulo de su oreja.
Estaba más que preparada para que le hiciera todas esas cosas y más. Todos sus nervios saltaban ahora esperando conseguir un pedazo de ese hombre que le daba placer solo con su voz y sus palabras. Y todavía no había terminado.
—Dejarás que me pierda en ese tentador cuerpo tuyo —ahora se colocaba a su espalda, rozándola con el pecho y calentándola con su aliento—, te aferrarás a mí con cada espasmo de placer. Te haré gritar mi nombre repetidas veces. Y conseguiré que adores el sexo sencillamente por el placer.
—Eso ya lo hago —susurró trémula.
Abarcó su cintura con las manos y las fue subiendo lentamente… muy lentamente, hasta que con el dorso llegó a sujetar el peso de sus senos hinchados. Con la boca muy cerca de la piel de su cuello, preguntó:
—¿Estás segura?
Él apareció de una puerta a su izquierda, cubierto tan solo por una pequeña toalla blanca. Ella primero abrió la boca al ver la perfección de su cuerpo casi desnudo. Luego, se sintió sonrojar hasta la raíz del cabello. Pero clavó la mirada en sus ojos, alzando la cabeza para poder hacerlo. La risa bailaba en las llamas doradas y casi alcanzó a ver una sonrisa en sus labios carnosos y duros. Los ojos del hombre se dirigieron hacia su más que recatado escote.
—Creí que las instrucciones decían que te desabrocharas un botón.
Su voz profunda la hizo ruborizar aún más, pero esta vez de puro deseo.
—Lo hice —respondió, forzando su garganta para que su timbre no sonara inseguro.
Le vio fruncir el ceño, pero no enfadado, sino más bien divertido. Alzó una ceja en su dirección y sus apetecibles labios se curvaron en una lenta sonrisa.
—No me lo vas a poner fácil, ¿eh?
No contestó. No estaba segura de para qué había ido. Sí, sabía lo que quería. También lo que él deseaba. Pero no estaba muy segura de poder ofrecérselo.
—¿Cómo te llamas?
—Karen
—Hermoso nombre —susurró, casi para sí.
Empezó a caminar hacia ella, desviándose cuando sus cuerpos casi se tocaban para dar una vuelta a su alrededor, sus ojos clavándose en cada voluptuosa curva de su cuerpo. Se sentía insultada y a la vez muy caliente. La miraba como si fuera un simple objeto, pero que él quisiera utilizarla era halago más que suficiente. Ella también quería utilizarle… y cada vez tenía más ganas.
—¿Y tu nom…?
—Puedes llamarme Mike – interrumpió a su espalda.
—¿Pero es ese…?
—¿Importa?
Karen se volvió enfadada, más que tentada de marcharse en ese momento.
—No me gusta que me interrumpan
—Cuando realmente quieras decir algo, no dejarás que lo haga.
Su sonrisa era enigmática y provocadora, tanto como esas palabras que la sacudieron con una nueva oleada de humedad. ¡Qué lucha mantenía en su interior! La mujer independiente y segura de sí misma, contra la mujer que deseaba un hombre que intentara dominarla con el respeto, no con bravatas. Ganó la de siempre, y con una mirada altiva, pasó junto a él para dirigirse a la salida.
—¿Sabes a qué has venido, Karen? —preguntó, calmado, como si fuera consciente de que sólo necesitaba una excusa para quedarse.
Karen se volvió, dejando que su pelo ondulado, resbalara por el frente de la camisa de seda.
—A que me folles —recordó la dura palabra de Peter en el restaurante y decidió utilizarla.
Quería parecer una mujer moderna, capaz de espetar ordinarieces como aquella sin sonrojarse… aunque le resultara imposible hacerlo. El debió de apreciar su incomodidad, pero la risa ronca que salió de lo más profundo de su pecho no fue en absoluto ofensiva, sólo otro motivo más para que se enardecieran sus sentidos.
—No voy a follarte, Karen.
Dio dos pasos hacia ella, desnudándola con la mirada, comiéndosela con los ojos, provocando oleadas de placer que se extendían desde su vientre.
—Yo no te follaré —susurró, cada vez más cerca—. Te proporcionaré un placer que nunca has sentido —se colocó a su derecha, acercando los pecaminosos labios a la sensible piel de su oído—. Te acariciaré —un ligero roce de sus dedos en la cintura—. Te lameré —pequeño toque de su lengua en el cuello—. Te morderé —sus dientes apretando suavemente el lóbulo de su oreja.
Estaba más que preparada para que le hiciera todas esas cosas y más. Todos sus nervios saltaban ahora esperando conseguir un pedazo de ese hombre que le daba placer solo con su voz y sus palabras. Y todavía no había terminado.
—Dejarás que me pierda en ese tentador cuerpo tuyo —ahora se colocaba a su espalda, rozándola con el pecho y calentándola con su aliento—, te aferrarás a mí con cada espasmo de placer. Te haré gritar mi nombre repetidas veces. Y conseguiré que adores el sexo sencillamente por el placer.
—Eso ya lo hago —susurró trémula.
Abarcó su cintura con las manos y las fue subiendo lentamente… muy lentamente, hasta que con el dorso llegó a sujetar el peso de sus senos hinchados. Con la boca muy cerca de la piel de su cuello, preguntó:
—¿Estás segura?
Armando Lopez- Moderador General
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Re: Habitación 609
IV. EMPIEZA EL JUEGO
Claro que estaba segura. Nunca había tenido sexo por placer. Jamás se había visto en una situación semejante, y desde luego, no provocada por ella. Pero ahora… Ahora estaba más que dispuesta a dejarse llevar por el placer que le proporcionaba ese hombre. Y estaba más que dispuesta a provocarlo para que continuara con el juego.
Quería tocarle, quería que le tocara. Necesitaba que esas ardientes manos la acariciasen, que sus cuerpos desnudos se rozasen cubiertos en sudor. Ya podía imaginarse sobre él, bajo él, entorno a él. Apretándole. Pero corría el riesgo de siempre.
Se alejó de él con un suspiro y la cabeza gacha. Sí, ella disfrutaría, ¿pero lo haría él?
—Ya sabía yo que no —comentó Mike con la voz grave.
Karen se volvió con los ojos chispeantes y le recorrió el cuerpo con la mirada, una mirada apreciativa y a la vez insultante.
—Que tú tengas aptitudes para el sexo no significa que todos las tengamos —replicó indignada—. Quiero esto. Te deseo, pero no entiendo por qué me deseas tú a mí. ¿O no lo haces? ¿Por qué me diste la tarjeta?
Sus preguntas parecían histéricas. Ella estaba empezando a ponerse histérica. ¿Por qué le había dicho eso? Abrió la boca para decirle que olvidara sus palabras cuando le vio acercarse a ella con la determinación plasmada en el rostro. Solo pudo observarle, todo su cuerpo, moreno y musculoso, grande, capaz de someterla con facilidad.
—Te di la tarjeta porque no soportaba verte llorar. Porque sabía que yo podía curar tu dolor —adelantó su mano para tomarla por la muñeca, acercando los dedos de Karen a la pequeña toalla que le cubría—. Y porque te deseé desde el momento en que tu cuerpo impactó contra el mío.
La obligó a meter la mano bajo la toalla y a rodearle con sus dedos. Karen jadeó y abrió los ojos con fuerza, sorprendida de haber sido capaz de provocar semejante erección.
—¿Por qué? —preguntó en un susurro, sin retirar la mano cuando él lo hizo.
El lo vio claro entonces. La miró a los ojos y vio en ellos sus dudas, sus inseguridades, sus temores, su hambre de él. Rodeó su rostro con las manos y le alzó la barbilla, hundiéndose en esa mirada expuesta.
—Porque eres ardiente. Tu mano está quemando mi sexo —ella empezó a moverla, haciendo que la temperatura bajo la toalla subiera unos cuantos grados—. Porque no veo el momento de que tus labios se cierren entorno a mí —introdujo un dedo en su boca y Karen lo rodeó con su lengua—. Sí, así —él jadeó—. Porque cuando te recogí del suelo sólo pude pensar en apretarme entre tus muslos abiertos —la tensión en su cuerpo empezaba a hacerse insoportable y sonrió—. Porque siempre he alabado mi capacidad de contención, pero ahora mismo estoy a punto de correrme en tu mano.
Karen se humedeció los labios y apretó su mano entorno a él, haciendo más rápidos los movimientos. Le miró con los ojos vidriosos. ¡Dios! Solo de pensar en su semen goteando de su mano, se humedecía sin remedio.
—¿Y si quiero que te corras en mi mano? —preguntó algo cohibida.
—Yo preferiría correrme en tu boca —alzó la mano hasta su nuca, hundiendo los dedos en su pelo –. Preferiría hacerlo dentro de ti.
Estuvo tentada de ponerse de rodillas y tomarle con su boca. Pero no lo hizo, iría poco a poco. Tenían toda la noche por delante.
—Podrías correrte ahora en mi mano —dio un paso hacia delante, rozándole el pecho con los duros pezones—. Luego podrías hacerlo en mi boca —se humedeció los labios de nuevo, alzando el rostro hacia él—. Y después dentro de mí, todo lo profundo que quieras.
—¿Eso es lo que tú deseas? —le preguntó, con sus ardientes ojos clavados en su mirada.
Su única respuesta fue ponerse de puntillas y besarle con su boca inexperta. Acarició los labios duros y los lamió tímidamente, siguiendo un impulso de su cuerpo. El la dejaba hacer, observando con los ojos entreabiertos la expresión de su cara. Ligeros toques de su lengua en la piel húmeda de sus labios, leves succiones, mordisquitos intencionados. Los besos que ella le daba, no parecían hacer más efecto que el roce de una pluma. Pronto las dudas la asaltaron de nuevo. ¿Por qué no conseguía dar placer a un hombre? ¿Qué andaba mal en ella? Probablemente, si no estuviera acariciando su pene, se le habría bajado al primer roce de sus labios.
Súbitamente, él pasó una mano por su espalda y la atrajo hacia sí, profundizando el beso, obligándola a abrir la boca con la lengua. Karen gimió por la ruda invasión, más de deseo que por la sorpresa. Su entrepierna volvió a empaparse y su mano se cerró más fuerte sobre su miembro, tomándolo con ansia y necesidad de complacer. Por fin supo lo que era un beso de verdad, con el que podía excitarse y excitar a un hombre. Él, de hecho, empezó a mover las caderas, frotándose contra su mano cada vez más deprisa. Sus manos le apretaban los hombros, crispándose, descendiendo cada tanto para volver a subir en el acto. ¿Por qué no le tocaba los pechos?
Su lengua no dejaba de penetrarla, de investigar cada recoveco de su boca. Succionaba la suya con ansia y acariciaba su interior, descontrolada. Se habría preguntado si le estaba dando placer, si no hubiera tenido la clara prueba entre sus dedos. Los gruñidos que escapaban de su garganta también eran un buen síntoma. Por último, sus movimientos se hicieron más rápidos hasta que todo su cuerpo se tensó y unos chorros de caliente semen empezaron a deslizarse por su antebrazo.
Claro que estaba segura. Nunca había tenido sexo por placer. Jamás se había visto en una situación semejante, y desde luego, no provocada por ella. Pero ahora… Ahora estaba más que dispuesta a dejarse llevar por el placer que le proporcionaba ese hombre. Y estaba más que dispuesta a provocarlo para que continuara con el juego.
Quería tocarle, quería que le tocara. Necesitaba que esas ardientes manos la acariciasen, que sus cuerpos desnudos se rozasen cubiertos en sudor. Ya podía imaginarse sobre él, bajo él, entorno a él. Apretándole. Pero corría el riesgo de siempre.
Se alejó de él con un suspiro y la cabeza gacha. Sí, ella disfrutaría, ¿pero lo haría él?
—Ya sabía yo que no —comentó Mike con la voz grave.
Karen se volvió con los ojos chispeantes y le recorrió el cuerpo con la mirada, una mirada apreciativa y a la vez insultante.
—Que tú tengas aptitudes para el sexo no significa que todos las tengamos —replicó indignada—. Quiero esto. Te deseo, pero no entiendo por qué me deseas tú a mí. ¿O no lo haces? ¿Por qué me diste la tarjeta?
Sus preguntas parecían histéricas. Ella estaba empezando a ponerse histérica. ¿Por qué le había dicho eso? Abrió la boca para decirle que olvidara sus palabras cuando le vio acercarse a ella con la determinación plasmada en el rostro. Solo pudo observarle, todo su cuerpo, moreno y musculoso, grande, capaz de someterla con facilidad.
—Te di la tarjeta porque no soportaba verte llorar. Porque sabía que yo podía curar tu dolor —adelantó su mano para tomarla por la muñeca, acercando los dedos de Karen a la pequeña toalla que le cubría—. Y porque te deseé desde el momento en que tu cuerpo impactó contra el mío.
La obligó a meter la mano bajo la toalla y a rodearle con sus dedos. Karen jadeó y abrió los ojos con fuerza, sorprendida de haber sido capaz de provocar semejante erección.
—¿Por qué? —preguntó en un susurro, sin retirar la mano cuando él lo hizo.
El lo vio claro entonces. La miró a los ojos y vio en ellos sus dudas, sus inseguridades, sus temores, su hambre de él. Rodeó su rostro con las manos y le alzó la barbilla, hundiéndose en esa mirada expuesta.
—Porque eres ardiente. Tu mano está quemando mi sexo —ella empezó a moverla, haciendo que la temperatura bajo la toalla subiera unos cuantos grados—. Porque no veo el momento de que tus labios se cierren entorno a mí —introdujo un dedo en su boca y Karen lo rodeó con su lengua—. Sí, así —él jadeó—. Porque cuando te recogí del suelo sólo pude pensar en apretarme entre tus muslos abiertos —la tensión en su cuerpo empezaba a hacerse insoportable y sonrió—. Porque siempre he alabado mi capacidad de contención, pero ahora mismo estoy a punto de correrme en tu mano.
Karen se humedeció los labios y apretó su mano entorno a él, haciendo más rápidos los movimientos. Le miró con los ojos vidriosos. ¡Dios! Solo de pensar en su semen goteando de su mano, se humedecía sin remedio.
—¿Y si quiero que te corras en mi mano? —preguntó algo cohibida.
—Yo preferiría correrme en tu boca —alzó la mano hasta su nuca, hundiendo los dedos en su pelo –. Preferiría hacerlo dentro de ti.
Estuvo tentada de ponerse de rodillas y tomarle con su boca. Pero no lo hizo, iría poco a poco. Tenían toda la noche por delante.
—Podrías correrte ahora en mi mano —dio un paso hacia delante, rozándole el pecho con los duros pezones—. Luego podrías hacerlo en mi boca —se humedeció los labios de nuevo, alzando el rostro hacia él—. Y después dentro de mí, todo lo profundo que quieras.
—¿Eso es lo que tú deseas? —le preguntó, con sus ardientes ojos clavados en su mirada.
Su única respuesta fue ponerse de puntillas y besarle con su boca inexperta. Acarició los labios duros y los lamió tímidamente, siguiendo un impulso de su cuerpo. El la dejaba hacer, observando con los ojos entreabiertos la expresión de su cara. Ligeros toques de su lengua en la piel húmeda de sus labios, leves succiones, mordisquitos intencionados. Los besos que ella le daba, no parecían hacer más efecto que el roce de una pluma. Pronto las dudas la asaltaron de nuevo. ¿Por qué no conseguía dar placer a un hombre? ¿Qué andaba mal en ella? Probablemente, si no estuviera acariciando su pene, se le habría bajado al primer roce de sus labios.
Súbitamente, él pasó una mano por su espalda y la atrajo hacia sí, profundizando el beso, obligándola a abrir la boca con la lengua. Karen gimió por la ruda invasión, más de deseo que por la sorpresa. Su entrepierna volvió a empaparse y su mano se cerró más fuerte sobre su miembro, tomándolo con ansia y necesidad de complacer. Por fin supo lo que era un beso de verdad, con el que podía excitarse y excitar a un hombre. Él, de hecho, empezó a mover las caderas, frotándose contra su mano cada vez más deprisa. Sus manos le apretaban los hombros, crispándose, descendiendo cada tanto para volver a subir en el acto. ¿Por qué no le tocaba los pechos?
Su lengua no dejaba de penetrarla, de investigar cada recoveco de su boca. Succionaba la suya con ansia y acariciaba su interior, descontrolada. Se habría preguntado si le estaba dando placer, si no hubiera tenido la clara prueba entre sus dedos. Los gruñidos que escapaban de su garganta también eran un buen síntoma. Por último, sus movimientos se hicieron más rápidos hasta que todo su cuerpo se tensó y unos chorros de caliente semen empezaron a deslizarse por su antebrazo.
Armando Lopez- Moderador General
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V. UNA CLASE TEÓRICA
—¿Conoces el sabor del deseo del hombre?
La pregunta le cazó por sorpresa, a la vuelta del cuarto de baño, donde había ido a lavarse. ¿Que si lo conocía? No. Jamás se habría atrevido a probarlo. Su anterior comentario había sido más una bravata que una realidad. Nunca había probado el deseo de un hombre porque nunca había metido un miembro en su boca. Pero… ¿cómo le diría eso a él?
—Claro —respondió al fin.
—Descríbemelo
Ni siquiera se había movido un músculo de su hermoso cuerpo desnudo, sentado en la cama, con la espalda apoyada en los innumerables cojines. Un muslo cubierto de suave vello castaño, tapaba aquello que ella había tocado, pero que aún no había llegado a ver. Lo había tenido en la mano. Grande. Duro y a la vez suave, como el tacto aterciopelado de un albaricoque. ¿Cómo se sentiría llevándolo a su boca? ¿A qué sabría, tan cálido y espeso?
—Si no puedes describirlo es que no lo has probado.
Por un momento, no dijo nada. Continuó de pie, en medio de la habitación, con las piernas juntas, la falda por debajo de las rodillas y el único botón desabrochado de la blusa quemándole la garganta. Casi ni se atrevía a mirarle a los ojos. Pensaría que era una mojigata. Una frígida asexuada, como cada hombre con el que había intentado tener una relación.
Sin embargo, su voz no parecía reprocharle nada. Más bien, la invitaba a que lo hiciera, a que lo tomara con sus labios y su lengua y lamiera cada centímetro de su erección, que disfrutara de cada descarga de su orgasmo. Y su mirada era tentadora, casi una promesa de toda la magia que podría encontrar con solo una caricia de su boca.
—Tú sí conoces el deseo de una mujer.
No era una pregunta. No hacía falta hacerla.
—Sí —asintió también con la cabeza.
—¿A qué sabe?
—A lujuria —respondió enseguida, abriendo los ojos color miel y clavando la mirada en sus pezones, que se irguieron al momento.
—¿Y a qué sabe la lujuria?
La pregunta fue hecha casi sin voz. El sonrió y enlazó las manos detrás de la cabeza, con la mirada perdida en el techo y la mente en algún lugar fuera de aquella habitación.
—Cada mujer sabe de forma diferente —respondió al fin, suavemente, clavando los ojos de nuevo en ella—. Algunas saben a especias, otras a picante, algunas a fruta madura y fresca —la inspeccionaba lentamente con sus grandes ojos ambarinos. Se pasó la lengua por los labios, como si la pudiera saborear a través de la distancia que los separaba—. Sin embargo, todas son calidas y cremosas, como el sirope templado sobre mi lengua.
Ahora la miraba fijamente, calentándola con la luz dorada de su mirada, provocando que su deseo se deslizara cálido por el interior de sus muslos. Y él lo sabía, a juzgar por la dirección que tomaron sus ojos, paseando justo sobre el lugar que le deseaba entre sus piernas.
Ella dio un paso hacia él, inconsciente, deseando que la abriera y la probara, que la dijera a qué sabía su deseo por él. Pero luego se dio cuenta de que así nunca conocería el sabor del deseo de un hombre. Probó a dar otro paso en su dirección, intentando vislumbrar aquello que empezaba a desear en su boca.
—Quiero conocer tu sabor, Mike —reconoció con una sacudida de placer en su vientre.
La expectación iba a matarla. Nunca había deseado probar con su boca el miembro de un hombre, pero el suyo…
El estiró la pierna que lo tapaba y Karen pudo apreciar su larga y gruesa erección, calculando cuanta carne de él podía cobijar, la presión que debería ejercer. Sonrió al ver que palpitaba y se alargaba aún más sobre su vientre.
—No seré yo el que te impida hacerlo —respondió él con la voz tan ronca como si una mano atenazara su garganta.
Podía apreciar una nota de triunfo en su voz, pero su rostro estaba serio, y sus ojos la contemplaban con un ardor dorado que la hacía sentirse atrevida e impaciente. ¡Dios, sí! Quería eso. Lo quería a él profundamente enterrado en su garganta y más tarde quizá entre sus piernas. Lo deseaba con una pasión que apenas se imaginaba que pudiera existir.
Fue acercándose lentamente a la cama, notando como una tortura cada paso, cada roce de sus muslos tensos, cada caricia del encaje de las bragas en su vulva húmeda y sensible.
Le tomó de los tobillos, obligándole con un roce, sin necesidad de fuerza, a sentarse al borde de la cama, mientras ella se arrodillaba frente a él. No podía mirarle a los ojos, pero por el contrario, no podía apartar la mirada de sus apretados testículos. Subió la mano por la piel tirante, desde abajo, retirando con sus dedos los rizos oscuros que poblaban su base. Ascendió por su tronco henchido, rodeándole, a la vez que se inclinaba hacia delante y abría la boca.
Su mano la detuvo, enrollada en el pelo de su nuca, que la obligaba a levantar la mirada hacia él. Su rostro serio parecía duro, con la mandíbula apretada y los párpados entrecerrados.
—Humedécete bien los labios —le obedeció, dejando que su lengua paseara lentamente por sus labios, lanzándole una silenciosa promesa de placer—. Cuando me tomes en tu boca, succiona, como un niño hambriento del pecho de su madre. Presiona con tus labios, si te apetece utilizar los dientes, que sea con cuidado y juega con tu lengua como si lamieras un caramelo.
Con cada nueva instrucción, Karen entrecerraba los ojos y volvía a lamerse los labios, una y otra vez.
—Si me miras mientras lo haces, sabrás cuando estoy a punto de correrme, lo que hagas entonces es cosa tuya.
Solo de imaginarle descargando su semen directo a su garganta, su sexo empezó a palpitar con más insistencia, rogando por una caricia. Siseó cuando sus muslos se juntaron y el placer recorrió su vientre, lanzando hacia abajo una oleada de humedad. Mike lo notó y una sonrisa perezosa se extendió por sus rasgos perfectos.
—Tampoco pondré objeciones si te tocas mientras me das placer. De hecho, podemos dejar mi satisfacción para más adelante y ocuparnos de la tuya.
Pero a Karen, su primera idea le había parecido estupenda. Antes de que él pudiera cambiar de opinión, bajó una mano por su cuerpo, tanteando la punta de sus pezones duros, acariciándose el estómago y el vientre, hasta internarse en la cálida oscuridad bajo la falda.
Casi al mismo tiempo, inclinó más aún la cabeza, sin dejar de observar la carne enardecida que daba suaves sacudidas frente a sus ojos. Dejó escapar el aliento sobre su miembro, cuando sus dedos se mojaron con su propio deseo. Se aventuró a rozar con la lengua su glande congestionado, a la vez que encontraba el nudo de placer entre sus piernas. Con un gemido gutural, cerró los labios en torno a él, paladeando la líquida esencia salada que se escapaba de su cima, mientras movía la mano bajo la falda.
—¿Conoces el sabor del deseo del hombre?
La pregunta le cazó por sorpresa, a la vuelta del cuarto de baño, donde había ido a lavarse. ¿Que si lo conocía? No. Jamás se habría atrevido a probarlo. Su anterior comentario había sido más una bravata que una realidad. Nunca había probado el deseo de un hombre porque nunca había metido un miembro en su boca. Pero… ¿cómo le diría eso a él?
—Claro —respondió al fin.
—Descríbemelo
Ni siquiera se había movido un músculo de su hermoso cuerpo desnudo, sentado en la cama, con la espalda apoyada en los innumerables cojines. Un muslo cubierto de suave vello castaño, tapaba aquello que ella había tocado, pero que aún no había llegado a ver. Lo había tenido en la mano. Grande. Duro y a la vez suave, como el tacto aterciopelado de un albaricoque. ¿Cómo se sentiría llevándolo a su boca? ¿A qué sabría, tan cálido y espeso?
—Si no puedes describirlo es que no lo has probado.
Por un momento, no dijo nada. Continuó de pie, en medio de la habitación, con las piernas juntas, la falda por debajo de las rodillas y el único botón desabrochado de la blusa quemándole la garganta. Casi ni se atrevía a mirarle a los ojos. Pensaría que era una mojigata. Una frígida asexuada, como cada hombre con el que había intentado tener una relación.
Sin embargo, su voz no parecía reprocharle nada. Más bien, la invitaba a que lo hiciera, a que lo tomara con sus labios y su lengua y lamiera cada centímetro de su erección, que disfrutara de cada descarga de su orgasmo. Y su mirada era tentadora, casi una promesa de toda la magia que podría encontrar con solo una caricia de su boca.
—Tú sí conoces el deseo de una mujer.
No era una pregunta. No hacía falta hacerla.
—Sí —asintió también con la cabeza.
—¿A qué sabe?
—A lujuria —respondió enseguida, abriendo los ojos color miel y clavando la mirada en sus pezones, que se irguieron al momento.
—¿Y a qué sabe la lujuria?
La pregunta fue hecha casi sin voz. El sonrió y enlazó las manos detrás de la cabeza, con la mirada perdida en el techo y la mente en algún lugar fuera de aquella habitación.
—Cada mujer sabe de forma diferente —respondió al fin, suavemente, clavando los ojos de nuevo en ella—. Algunas saben a especias, otras a picante, algunas a fruta madura y fresca —la inspeccionaba lentamente con sus grandes ojos ambarinos. Se pasó la lengua por los labios, como si la pudiera saborear a través de la distancia que los separaba—. Sin embargo, todas son calidas y cremosas, como el sirope templado sobre mi lengua.
Ahora la miraba fijamente, calentándola con la luz dorada de su mirada, provocando que su deseo se deslizara cálido por el interior de sus muslos. Y él lo sabía, a juzgar por la dirección que tomaron sus ojos, paseando justo sobre el lugar que le deseaba entre sus piernas.
Ella dio un paso hacia él, inconsciente, deseando que la abriera y la probara, que la dijera a qué sabía su deseo por él. Pero luego se dio cuenta de que así nunca conocería el sabor del deseo de un hombre. Probó a dar otro paso en su dirección, intentando vislumbrar aquello que empezaba a desear en su boca.
—Quiero conocer tu sabor, Mike —reconoció con una sacudida de placer en su vientre.
La expectación iba a matarla. Nunca había deseado probar con su boca el miembro de un hombre, pero el suyo…
El estiró la pierna que lo tapaba y Karen pudo apreciar su larga y gruesa erección, calculando cuanta carne de él podía cobijar, la presión que debería ejercer. Sonrió al ver que palpitaba y se alargaba aún más sobre su vientre.
—No seré yo el que te impida hacerlo —respondió él con la voz tan ronca como si una mano atenazara su garganta.
Podía apreciar una nota de triunfo en su voz, pero su rostro estaba serio, y sus ojos la contemplaban con un ardor dorado que la hacía sentirse atrevida e impaciente. ¡Dios, sí! Quería eso. Lo quería a él profundamente enterrado en su garganta y más tarde quizá entre sus piernas. Lo deseaba con una pasión que apenas se imaginaba que pudiera existir.
Fue acercándose lentamente a la cama, notando como una tortura cada paso, cada roce de sus muslos tensos, cada caricia del encaje de las bragas en su vulva húmeda y sensible.
Le tomó de los tobillos, obligándole con un roce, sin necesidad de fuerza, a sentarse al borde de la cama, mientras ella se arrodillaba frente a él. No podía mirarle a los ojos, pero por el contrario, no podía apartar la mirada de sus apretados testículos. Subió la mano por la piel tirante, desde abajo, retirando con sus dedos los rizos oscuros que poblaban su base. Ascendió por su tronco henchido, rodeándole, a la vez que se inclinaba hacia delante y abría la boca.
Su mano la detuvo, enrollada en el pelo de su nuca, que la obligaba a levantar la mirada hacia él. Su rostro serio parecía duro, con la mandíbula apretada y los párpados entrecerrados.
—Humedécete bien los labios —le obedeció, dejando que su lengua paseara lentamente por sus labios, lanzándole una silenciosa promesa de placer—. Cuando me tomes en tu boca, succiona, como un niño hambriento del pecho de su madre. Presiona con tus labios, si te apetece utilizar los dientes, que sea con cuidado y juega con tu lengua como si lamieras un caramelo.
Con cada nueva instrucción, Karen entrecerraba los ojos y volvía a lamerse los labios, una y otra vez.
—Si me miras mientras lo haces, sabrás cuando estoy a punto de correrme, lo que hagas entonces es cosa tuya.
Solo de imaginarle descargando su semen directo a su garganta, su sexo empezó a palpitar con más insistencia, rogando por una caricia. Siseó cuando sus muslos se juntaron y el placer recorrió su vientre, lanzando hacia abajo una oleada de humedad. Mike lo notó y una sonrisa perezosa se extendió por sus rasgos perfectos.
—Tampoco pondré objeciones si te tocas mientras me das placer. De hecho, podemos dejar mi satisfacción para más adelante y ocuparnos de la tuya.
Pero a Karen, su primera idea le había parecido estupenda. Antes de que él pudiera cambiar de opinión, bajó una mano por su cuerpo, tanteando la punta de sus pezones duros, acariciándose el estómago y el vientre, hasta internarse en la cálida oscuridad bajo la falda.
Casi al mismo tiempo, inclinó más aún la cabeza, sin dejar de observar la carne enardecida que daba suaves sacudidas frente a sus ojos. Dejó escapar el aliento sobre su miembro, cuando sus dedos se mojaron con su propio deseo. Se aventuró a rozar con la lengua su glande congestionado, a la vez que encontraba el nudo de placer entre sus piernas. Con un gemido gutural, cerró los labios en torno a él, paladeando la líquida esencia salada que se escapaba de su cima, mientras movía la mano bajo la falda.
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VI. EL SABOR DEL DESEO.
Muy pronto, el calor de la habitación empezó a ser sofocante. La humedad que provocaba el sudor de sus cuerpos, el aliento que escapaba con cada gemido de Mike, hizo que se empañaran los cristales de las ventanas. El colchón crujía cada vez que él alzaba las caderas en una nueva embestida, mientras Karen le apretaba sin rastro de timidez, buscando liberarle en un potente orgasmo.
Dejó que su carne se escurriera por su lengua. La deslizó arriba y abajo, a lo largo de toda aquella gloriosa longitud, devorando con ansia cada espasmo de placer. Ronroneó cuando sus caderas se volvieron impacientes, jadeó en el momento en que empezó a perder el control, y gimió con deleite al recibirlo entero en su boca, dejando que la golpeara en lo más profundo de su garganta, rogándola que se abriera aún más para él.
Abrió los ojos y se bebió con la mirada la dicha de su rostro, olvidando de pronto mover la mano que ocultaba bajo la falda. El no le ocultó su deseo, ni la forma maravillosa en que le hacía sentir su boca. Su cuerpo se estremecía con violencia a la vez que adelantaba la pelvis una y otra vez, sacudiendo sus huesos al ritmo que ella le imponía. Dejaba escapar gruñidos y jadeos, como si no pudiera mantener en su interior las poderosas emociones que le provocaba.
Karen cerró más los labios, presionando su sexo, notando cómo la piel que lo cubría quedaba fuera de su boca, para dejar al alcance de su lengua la carne que verdaderamente la necesitaba. Y que ella necesitaba. De su cima se escaparon cálidas gotas de semen, saladas y escurridizas, que traspasaron el ardor a su misma sangre. Gimió en respuesta a ese principio de éxtasis, y todo su ser pareció volverse lava roja y fundida que nacía en lo más profundo de su vientre y se deslizaba lentamente por la cara interna de sus muslos. Una chispa de sabia satisfacción brilló en esos ojos dorados y ella le castigó con los dientes, provocando un gruñido bajo que enardeció aún más sus sentidos.
Debería sentirse intimidada por su tamaño, que continuaba obstruyendo su garganta, negándole el aire cada vez que se hundía en ella. Pero no era así. En lugar de sujetar su cabeza, obligándola a mantener un ritmo imposible, sus manos apretaban con fuerza la colcha granate a ambos lados de su cuerpo imponente. Podía apartarse en el momento en que lo deseara. Pero no quería negarle la súplica que brillaba en su rostro, ni quería privarse a sí misma la excitante sensación de saberse dándole placer. Era ella quién marcaba el compás, guiándose por las sacudidas de su miembro.
Sus embestidas se hicieron más ansiosas, los músculos de su rostro se tensaron con dureza. Los pesados párpados de espesas pestañas negras se entrecerraron al mismo tiempo que mostraba los dientes apretados, en una mueca que podía interpretarse como el dolor más profundo o el más intenso placer. Y fue su miembro, de pronto tenso contra su lengua el que le mostró la verdad, cuando explotó en potentes oleadas de éxtasis que se estrellaron contra su garganta.
Ella tragó dichosa, consciente de que el hombre que yacía en la cama disfrutaba de su orgasmo porque ella lo consentía. Que en ese preciso instante, se encontraba completamente a su merced. Sabedora de que la línea que separa el placer de la frustración dependía tan solo de su boca caprichosa. Esa boca golosa que lamía cada centímetro de su sexo necesitado. Y supo al fin a qué sabía el deseo de un hombre:
Al más embriagador y absoluto poder.
Muy pronto, el calor de la habitación empezó a ser sofocante. La humedad que provocaba el sudor de sus cuerpos, el aliento que escapaba con cada gemido de Mike, hizo que se empañaran los cristales de las ventanas. El colchón crujía cada vez que él alzaba las caderas en una nueva embestida, mientras Karen le apretaba sin rastro de timidez, buscando liberarle en un potente orgasmo.
Dejó que su carne se escurriera por su lengua. La deslizó arriba y abajo, a lo largo de toda aquella gloriosa longitud, devorando con ansia cada espasmo de placer. Ronroneó cuando sus caderas se volvieron impacientes, jadeó en el momento en que empezó a perder el control, y gimió con deleite al recibirlo entero en su boca, dejando que la golpeara en lo más profundo de su garganta, rogándola que se abriera aún más para él.
Abrió los ojos y se bebió con la mirada la dicha de su rostro, olvidando de pronto mover la mano que ocultaba bajo la falda. El no le ocultó su deseo, ni la forma maravillosa en que le hacía sentir su boca. Su cuerpo se estremecía con violencia a la vez que adelantaba la pelvis una y otra vez, sacudiendo sus huesos al ritmo que ella le imponía. Dejaba escapar gruñidos y jadeos, como si no pudiera mantener en su interior las poderosas emociones que le provocaba.
Karen cerró más los labios, presionando su sexo, notando cómo la piel que lo cubría quedaba fuera de su boca, para dejar al alcance de su lengua la carne que verdaderamente la necesitaba. Y que ella necesitaba. De su cima se escaparon cálidas gotas de semen, saladas y escurridizas, que traspasaron el ardor a su misma sangre. Gimió en respuesta a ese principio de éxtasis, y todo su ser pareció volverse lava roja y fundida que nacía en lo más profundo de su vientre y se deslizaba lentamente por la cara interna de sus muslos. Una chispa de sabia satisfacción brilló en esos ojos dorados y ella le castigó con los dientes, provocando un gruñido bajo que enardeció aún más sus sentidos.
Debería sentirse intimidada por su tamaño, que continuaba obstruyendo su garganta, negándole el aire cada vez que se hundía en ella. Pero no era así. En lugar de sujetar su cabeza, obligándola a mantener un ritmo imposible, sus manos apretaban con fuerza la colcha granate a ambos lados de su cuerpo imponente. Podía apartarse en el momento en que lo deseara. Pero no quería negarle la súplica que brillaba en su rostro, ni quería privarse a sí misma la excitante sensación de saberse dándole placer. Era ella quién marcaba el compás, guiándose por las sacudidas de su miembro.
Sus embestidas se hicieron más ansiosas, los músculos de su rostro se tensaron con dureza. Los pesados párpados de espesas pestañas negras se entrecerraron al mismo tiempo que mostraba los dientes apretados, en una mueca que podía interpretarse como el dolor más profundo o el más intenso placer. Y fue su miembro, de pronto tenso contra su lengua el que le mostró la verdad, cuando explotó en potentes oleadas de éxtasis que se estrellaron contra su garganta.
Ella tragó dichosa, consciente de que el hombre que yacía en la cama disfrutaba de su orgasmo porque ella lo consentía. Que en ese preciso instante, se encontraba completamente a su merced. Sabedora de que la línea que separa el placer de la frustración dependía tan solo de su boca caprichosa. Esa boca golosa que lamía cada centímetro de su sexo necesitado. Y supo al fin a qué sabía el deseo de un hombre:
Al más embriagador y absoluto poder.
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Re: Habitación 609
VII. LA INVITACIÓN
Karen le dejó salir de su boca con una pequeña succión. No demasiado fuerte como para causarle dolor, ni excesivamente ligera como para que no lo notara. En su justa medida, sólo para lamer los últimos rastros de su semilla y provocarle un rugido de satisfacción. Porque lo quería todo de él. Era suyo. En ese momento se sentía egoísta.
Pero también quería recompensarle de alguna manera. Quería que él disfrutara del poder. Quería darle ese cálido placer que resbalaba por la cara interna de sus muslos. Deseaba que lo bebiera como ella había hecho para él. Porque el sexo también la hacía sentir generosa.
Por eso se levantó con una tranquilidad que apenas creía poseer y se despojó de toda la ropa, dejándole ver su carne erizada por la anticipación; permitiéndole disfrutar de cada centímetro de su piel desnuda. Le daría el privilegio de de recorrer su cuerpo con las manos, de lamerlo a placer hasta dejarla temblorosa y con el mismo aspecto de gata satisfecha que él lucía.
Le otorgó su sonrisa más lasciva, aquella que le decía sin palabras las reglas del juego… o la total ausencia de ellas, y apreció en sus ojos un brillo de deseo instantáneo y abrasador. Caminó lentamente hacia atrás, sin apartar la mirada, sin retirar su sonrisa, y se dejó caer con elegancia en un sillón, girándolo hasta quedar enfrentados.
Llevó una mano blanda sobre la rodilla y suave, muy suave, la subió por el interior de un muslo. Apenas las yemas de dos dedos rozaban su piel, pero bastó para que un escalofrío ansioso la recorriera. Se mordió el labio inferior con fuerza, ahogando un jadeo nervioso, y continuó ascendiendo por la piel tierna hasta rozar los rizos oscuros que adornaban su más preciado secreto.
Cambió el curso de los dedos, desviándolos deliberadamente por su ingle, en dirección a un costado. Continuó subiendo, con los ojos masculinos clavados el recorrido y más tarde en el pezón erecto que bordeaba con una uña. Aquello era el paraíso.
Se arqueó sinuosamente sobre el sillón, frotándose los muslos y restregándose contra el brocado suave del asiento. Gimió y continuó moviéndose frente a la mirada del hombre que otra vez se ponía duro por ella. Bajó las manos de golpe, como si ya no pudiera aguantar más, y las paseó por el triángulo oscuro entre sus piernas. Se acarició las ingles, el interior de los muslos, jadeó, gimió. Su cuerpo desnudo llamó a gritos a ese hombre que había hecho despertar su deseo, pero que no parecía dispuesto a dejar el cómodo colchón. Y sin poder aguantarlo ni un solo segundo más hundió dos dedos en la cálida humedad que bañaba su lugar más íntimo.
Un nuevo gemido agudo resonó en la habitación, seguido de unos jadeos incontrolados nacidos de la lujuria. Apenas pudo escucharlos, pues parecía que sus oídos se hubieran taponado por la magnitud de sensaciones. Le dolían los pezones, duros capullos arrugados que se impulsaban en dirección a Mike, reclamándole su atención. Todo su cuerpo parecía consumirse por la necesidad de ser tocado, poseído; las exquisitas chispas de placer que habían tentado su cuerpo hacía tan sólo unos instantes, no habían sido suficientes.
Se recostó en el sillón, ronroneando, apreciando el cuerpo macizo de Mike, que por fin había decidido dejar de ser un mero observador. A la vez que él se acercaba, ella alzó la mano hasta sus labios secos, y probó en su lengua el poder que estaba a punto de regalarle, mojando aún más sus dedos ya húmedos. Le observó detenerse, como si le hubieran golpeado en el centro del pecho. Puro músculo compacto y brillante de sudor. Con su miembro erecto, apuntando hacia ella en una sutil amenaza. Un hombre. Un guerrero. Que no dudó en arrodillarse frente a ella y apoyar las manos sobre sus rodillas en una humilde súplica.
Y Karen no pudo menos que otorgarle una exclusiva invitación, abriendo bien las piernas para él.
Karen le dejó salir de su boca con una pequeña succión. No demasiado fuerte como para causarle dolor, ni excesivamente ligera como para que no lo notara. En su justa medida, sólo para lamer los últimos rastros de su semilla y provocarle un rugido de satisfacción. Porque lo quería todo de él. Era suyo. En ese momento se sentía egoísta.
Pero también quería recompensarle de alguna manera. Quería que él disfrutara del poder. Quería darle ese cálido placer que resbalaba por la cara interna de sus muslos. Deseaba que lo bebiera como ella había hecho para él. Porque el sexo también la hacía sentir generosa.
Por eso se levantó con una tranquilidad que apenas creía poseer y se despojó de toda la ropa, dejándole ver su carne erizada por la anticipación; permitiéndole disfrutar de cada centímetro de su piel desnuda. Le daría el privilegio de de recorrer su cuerpo con las manos, de lamerlo a placer hasta dejarla temblorosa y con el mismo aspecto de gata satisfecha que él lucía.
Le otorgó su sonrisa más lasciva, aquella que le decía sin palabras las reglas del juego… o la total ausencia de ellas, y apreció en sus ojos un brillo de deseo instantáneo y abrasador. Caminó lentamente hacia atrás, sin apartar la mirada, sin retirar su sonrisa, y se dejó caer con elegancia en un sillón, girándolo hasta quedar enfrentados.
Llevó una mano blanda sobre la rodilla y suave, muy suave, la subió por el interior de un muslo. Apenas las yemas de dos dedos rozaban su piel, pero bastó para que un escalofrío ansioso la recorriera. Se mordió el labio inferior con fuerza, ahogando un jadeo nervioso, y continuó ascendiendo por la piel tierna hasta rozar los rizos oscuros que adornaban su más preciado secreto.
Cambió el curso de los dedos, desviándolos deliberadamente por su ingle, en dirección a un costado. Continuó subiendo, con los ojos masculinos clavados el recorrido y más tarde en el pezón erecto que bordeaba con una uña. Aquello era el paraíso.
Se arqueó sinuosamente sobre el sillón, frotándose los muslos y restregándose contra el brocado suave del asiento. Gimió y continuó moviéndose frente a la mirada del hombre que otra vez se ponía duro por ella. Bajó las manos de golpe, como si ya no pudiera aguantar más, y las paseó por el triángulo oscuro entre sus piernas. Se acarició las ingles, el interior de los muslos, jadeó, gimió. Su cuerpo desnudo llamó a gritos a ese hombre que había hecho despertar su deseo, pero que no parecía dispuesto a dejar el cómodo colchón. Y sin poder aguantarlo ni un solo segundo más hundió dos dedos en la cálida humedad que bañaba su lugar más íntimo.
Un nuevo gemido agudo resonó en la habitación, seguido de unos jadeos incontrolados nacidos de la lujuria. Apenas pudo escucharlos, pues parecía que sus oídos se hubieran taponado por la magnitud de sensaciones. Le dolían los pezones, duros capullos arrugados que se impulsaban en dirección a Mike, reclamándole su atención. Todo su cuerpo parecía consumirse por la necesidad de ser tocado, poseído; las exquisitas chispas de placer que habían tentado su cuerpo hacía tan sólo unos instantes, no habían sido suficientes.
Se recostó en el sillón, ronroneando, apreciando el cuerpo macizo de Mike, que por fin había decidido dejar de ser un mero observador. A la vez que él se acercaba, ella alzó la mano hasta sus labios secos, y probó en su lengua el poder que estaba a punto de regalarle, mojando aún más sus dedos ya húmedos. Le observó detenerse, como si le hubieran golpeado en el centro del pecho. Puro músculo compacto y brillante de sudor. Con su miembro erecto, apuntando hacia ella en una sutil amenaza. Un hombre. Un guerrero. Que no dudó en arrodillarse frente a ella y apoyar las manos sobre sus rodillas en una humilde súplica.
Y Karen no pudo menos que otorgarle una exclusiva invitación, abriendo bien las piernas para él.
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Re: Habitación 609
VIII. SUSURROS
La erección de Mike saltó contra su vientre mientras seguía el calculado movimiento de los muslos de Karen. Calculado y a la vez espontáneo porque dudaba seriamente de que alguna vez se hubiera abierto de piernas de esa forma para otro hombre. También dudaba que jamás hubiera sentido semejante necesidad de sentirse poseída. Podía verla en cada contracción de su sexo, los jugos brillantes escurriéndose de su centro, llamándolo a voces; los músculos rosados y tiernos apretándose por la expectación.
Podía hacerla suplicar por sus caricias, por un solo roce de su lengua. Pero estaba más cerca de lo que había imaginado de rogar el mismo por tener el privilegio de adorarla. Si antes lo había excitado, ahora estaba completamente rendido a sus pies.
Lentamente inclinó la cabeza, hasta acabar enterrado entre sus tersos muslos. Aspiró su olor a mujer excitada y decadente, al mismo tiempo que cerraba los ojos para amplificar sus otros sentidos, los más importantes. El olfato funcionaba a la perfección. Gracias al tacto advirtió que se humedecía más cuanto más se acercaba y gracias al oído supo que había contenido el aliento a la espera de que el juego llegara más lejos. Fue el gusto el que terminó de endurecer su palpitante erección.
Mmm… Espesa miel salada en su boca. Puro dulzor picante contra su lengua. Todo un arsenal de espuma ardiente exclusiva para él.
Abrió más los labios, hundiendo la lengua en su cavidad, al mismo tiempo que pasaba los brazos bajo sus piernas consiguiendo un mayor acceso a su premio. Casi quemaba su piel. Probablemente lo haría si él no hubiera estado ya en llamas.
Cerró los dedos sobre la excitante morbidez de sus nalgas, levantándola aún más hacia su boca. Bebía de ella con avidez, tomaba con ansia las lágrimas de su necesitado deseo. Si seguía empujando en su interior la haría explotar en un delicado orgasmo. Sus ojos ya veían las contracciones pulsando en su vientre y las notaba apretando su lengua.
Pero no quería para ella un clímax delicado, sino una potente invasión de éxtasis. Y eso lo conseguiría con su miembro bien clavado en ella. Se correría rodeando su dura extensión y él conseguiría así perderse en su ansiada liberación.
Karen gimoteó cuando las manos se posaron sobre sus pechos hinchados, los pulgares jugando con sus pezones endurecidos y oscuros. También protestó cuando la boca se alejó de su centro y empezó a calmar a besos el pálpito ansioso de su vientre. El pico de placer al que la había acercado se fue perdiendo en la lejanía, dejándola jadeante y caliente, al borde de la súplica
—Mike —gimoteó en protesta.
—Lo sé
El aliento húmedo impregnado de su sabor se enroscó en su estómago, mandando oleadas de deseo insatisfecho por todas las terminaciones nerviosas de su enfebrecido cuerpo.
—Lo sé —repitió esta vez mientras acariciaba con la lengua la parte inferior de un pecho—. Pero te correrás apretando mi sexo, Karen, cuando me arranques un orgasmo con esos carnosos labios que ahora empapan mi vientre.
Ella pensó entonces que por fin había alguien había descubierto su punto G, tan bien protegido en la materia gris de su cerebro, porque con esa descripción había vuelto a llevarla casi a lo más alto de la más imperiosa de las necesidades.
Mike, por supuesto, lo notó. Alzándose sobre sus poderosos brazos le susurró directamente a sus neuronas cómo tenían que comportarse para hacerles llegar de un solo empujón a la mismísima cima del Everest.
Y lo hizo. La catapultó directamente hacia ese lugar que pensó que jamás conocería, con cada centímetro y pulgada de su glorioso sexo.
Armando Lopez- Moderador General
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Re: Habitación 609
IX. ÉXTASIS
Ni siquiera dolió la primera penetración como había esperado. La delicada cabeza de su sexo, que apenas unos minutos atrás había rodeado con sus labios, se había acoplado de forma deliciosa entre sus pliegues, dejando que estos lo chupasen hacia su interior, como suaves besos de su boca. Solo que más calientes. Aún más mojados.
La fricción habría resultado insoportable si no se hubiera introducido más hondo en su cuerpo, con lentitud pero con firmeza, dejando que los músculos de su vagina lo apretaran a placer, lamiendo toda su extensión en una caricia que pareció eterna. Un jadeo, un gemido y un leve empujón después se había enterrado en aquel lugar que le había esperado ya demasiado tiempo. Su necesitada humedad bañó la piel de su vientre y el nacimiento de sus testículos, que se golpearon ansiosos contra sus nalgas.
Las manos de Mike la abrían lo suficiente para poder ubicarse entre sus piernas y aún más, para que el ángulo de unión fuera perfecto; para que la penetración resultara completa. El olor a sexo los rodeaba como un perfume afrodisíaco. Los labios del hombre todavía brillaban por los besos a su boca y a su centro. Karen conservaba en la lengua el sabor de su propio flujo, bebido desde la misma fuente que había alimentado su deseo. Los ojos de ambos se clavaban en el ansiado acoplamiento. Parecía un sueño que los cuerpos encajaran con semejante precisión.
La euforia que el miembro de Mike había despertado en sus sentidos, aumentó cuando él pareció crecer aún más en su interior, alcanzando un punto especialmente sensible. Su cuerpo se arqueó involuntariamente, hundiéndole más si es que eso era posible. Sentía los párpados lánguidos y pesados, amenazando con cerrarse y privarla del placer de su visión. Luchó por mantenerlos abiertos y ganó el combate en el mismo momento en que las caderas del hombre se deslizaron hacia atrás, retirándole el contacto por el que tanto había rogado.
Fue entonces cuando vio el preservativo que se había puesto de forma apresurada, tanto que ella no se había dado cuenta. Estaba cubierto por una película de resbaladizo lubricante. El más perfecto de todos. El de su propio cuerpo.
Su miembro amenazó con marcharse casi por completo, ignorando la potente succión que quería apresarle para siempre en su interior. Fue sólo un instante que se hizo eterno. Un momento que aumentó la estimulación de sus sentidos: El aroma a deseo los envolvió, dotando a sus movimientos de la solemnidad de un rito místico y ancestral que había dado vida al mundo. El recuerdo del sabor a hombre en sus papilas gustativas volvió como un recuerdo torturador. El perezoso sonido de las manos de Mike acariciándole los muslos, el lento resbalar de su erección completa emergiendo de su centro, el gemido gutural del hombre instantes antes de que sus riñones se tensaran y una acometida inundara de nuevo su feminidad. La visión de su miembro invasor hundiéndose con fiereza dentro del cuerpo que había reclamado como suyo. Era el tacto, sin embargo, el que les permitía disfrutar de cada instante de penetración, de sus almas saliendo la una al encuentro de la otra.
La habitación se colmó de la energía del sexo mientras las dos figuras aumentaban el ritmo de la primitiva danza. Karen se abría a él, al mismo tiempo que lo estrechaba con fuerza. Los chasquidos de su cuerpo al unirse se hicieron más ruidosos en tanto la electricidad en el ambiente se volvía más espesa. Los cuerpos se sacudían con la fuerza de las emociones y el control empezaba a escapárseles de las manos.
El juego de poder y manipulación daba paso al de la búsqueda del placer. La seducción se perdía en la entrega. Ya no eran un hombre y una mujer sino un solo sexo hecho de dos en perfecta armonía suspendidos en un mundo de sensaciones enardecidas. Dos cuerpos que se aferraban con ansia esperando el momento de la caída que los llevaría a las puertas del Paraíso.
Y al fin dos gritos encerrados en un mismo aliento cuando todos los sentidos se fundieron en uno. Cuando la gloria resultó ser completa al poder ser compartida.
Ni siquiera dolió la primera penetración como había esperado. La delicada cabeza de su sexo, que apenas unos minutos atrás había rodeado con sus labios, se había acoplado de forma deliciosa entre sus pliegues, dejando que estos lo chupasen hacia su interior, como suaves besos de su boca. Solo que más calientes. Aún más mojados.
La fricción habría resultado insoportable si no se hubiera introducido más hondo en su cuerpo, con lentitud pero con firmeza, dejando que los músculos de su vagina lo apretaran a placer, lamiendo toda su extensión en una caricia que pareció eterna. Un jadeo, un gemido y un leve empujón después se había enterrado en aquel lugar que le había esperado ya demasiado tiempo. Su necesitada humedad bañó la piel de su vientre y el nacimiento de sus testículos, que se golpearon ansiosos contra sus nalgas.
Las manos de Mike la abrían lo suficiente para poder ubicarse entre sus piernas y aún más, para que el ángulo de unión fuera perfecto; para que la penetración resultara completa. El olor a sexo los rodeaba como un perfume afrodisíaco. Los labios del hombre todavía brillaban por los besos a su boca y a su centro. Karen conservaba en la lengua el sabor de su propio flujo, bebido desde la misma fuente que había alimentado su deseo. Los ojos de ambos se clavaban en el ansiado acoplamiento. Parecía un sueño que los cuerpos encajaran con semejante precisión.
La euforia que el miembro de Mike había despertado en sus sentidos, aumentó cuando él pareció crecer aún más en su interior, alcanzando un punto especialmente sensible. Su cuerpo se arqueó involuntariamente, hundiéndole más si es que eso era posible. Sentía los párpados lánguidos y pesados, amenazando con cerrarse y privarla del placer de su visión. Luchó por mantenerlos abiertos y ganó el combate en el mismo momento en que las caderas del hombre se deslizaron hacia atrás, retirándole el contacto por el que tanto había rogado.
Fue entonces cuando vio el preservativo que se había puesto de forma apresurada, tanto que ella no se había dado cuenta. Estaba cubierto por una película de resbaladizo lubricante. El más perfecto de todos. El de su propio cuerpo.
Su miembro amenazó con marcharse casi por completo, ignorando la potente succión que quería apresarle para siempre en su interior. Fue sólo un instante que se hizo eterno. Un momento que aumentó la estimulación de sus sentidos: El aroma a deseo los envolvió, dotando a sus movimientos de la solemnidad de un rito místico y ancestral que había dado vida al mundo. El recuerdo del sabor a hombre en sus papilas gustativas volvió como un recuerdo torturador. El perezoso sonido de las manos de Mike acariciándole los muslos, el lento resbalar de su erección completa emergiendo de su centro, el gemido gutural del hombre instantes antes de que sus riñones se tensaran y una acometida inundara de nuevo su feminidad. La visión de su miembro invasor hundiéndose con fiereza dentro del cuerpo que había reclamado como suyo. Era el tacto, sin embargo, el que les permitía disfrutar de cada instante de penetración, de sus almas saliendo la una al encuentro de la otra.
La habitación se colmó de la energía del sexo mientras las dos figuras aumentaban el ritmo de la primitiva danza. Karen se abría a él, al mismo tiempo que lo estrechaba con fuerza. Los chasquidos de su cuerpo al unirse se hicieron más ruidosos en tanto la electricidad en el ambiente se volvía más espesa. Los cuerpos se sacudían con la fuerza de las emociones y el control empezaba a escapárseles de las manos.
El juego de poder y manipulación daba paso al de la búsqueda del placer. La seducción se perdía en la entrega. Ya no eran un hombre y una mujer sino un solo sexo hecho de dos en perfecta armonía suspendidos en un mundo de sensaciones enardecidas. Dos cuerpos que se aferraban con ansia esperando el momento de la caída que los llevaría a las puertas del Paraíso.
Y al fin dos gritos encerrados en un mismo aliento cuando todos los sentidos se fundieron en uno. Cuando la gloria resultó ser completa al poder ser compartida.
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Re: Habitación 609
X. LA VICTORIA
—¿Qué tal te fue con el hombre de la tarjeta?
A cada segundo su mente se perdía en los sucesos de esa habitación 609, que tanta dicha le habían traído. Su vida parecía haber mejorado de forma notable. No sólo ella se veía más hermosa, sino que los demás también lo hacían. Los problemas parecían menos irritantes y las alegrías mucho más intensas. Se sentía viva. Por fin se sentía mujer.
Los hombres se volvían a su paso, lanzándole miradas de deseo, mientras que las mujeres la observaban con profunda envidia. Casi sentía lástima por ellas. Pero no hacía tanto tiempo que Karen se había contado entre las integrantes de sus filas.
Por un momento pensó en pasarles la tarjeta de la felicidad. Una visita a ese hombre misterioso y todas las mujeres serían capaces de aceptar la verdad. «Nunca serás capaz de amar, si no te amas a ti misma.» Y de igual forma esa enseñanza se podía aplicar al deseo. Pero a saber si Mike seguiría todavía allí o había vuelto al infierno del que había salido, porque sólo en brazos del mismísimo diablo habría sido capaz de dejarse invadir por semejante lujuria.
—Fue algo sublime.
—¿Crees que volverás a verlo?
¡Ojala! Pero lo dudaba. Mike no era un hombre para ella. Era un hombre destinado al placer de todas las mujeres. Y sería la más egoísta de su sexo si se propusiera privarlas de semejante regalo.
Aquella noche había agotado todas sus papeletas. Habían hecho el amor de tantas maneras, habían llegado al éxtasis tantas veces, que supo sin necesidad de preguntar que sus caminos no volverían a encontrarse.
No importaba, le había dejado unos recuerdos exquisitos y unas valiosas enseñanzas. Y se habían despedido de la mejor manera: con potentes y desgarradores orgasmos.
—No es probable
—Karen, te noto cambiada.
¡Y tanto! Nunca más volvería a ser la apocada mujer que dejaba pasar la vida, mirando desde un rincón. Seguiría aprovechando las oportunidades que se le presentaran, viviría minuto a minuto. Precisamente porque eso era el momento: el aquí y el ahora. No valía de nada esperarlo en un futuro, ni pensar que ya se había ido y no se había aprovechado. Las cosas importantes en la vida sucedían ni más ni menos cuando tenían que suceder. Sólo había que tener el valor suficiente para convertir los pensamientos en acciones, los deseos en verdades absolutas.
¡Sí, había cambiado! Y daba gracias a Mike por haberla ayudado.
—Me encontré a Peter el otro día
Una sonrisa perversa ensanchó sus labios carnosos, hinchados por los labios de un amante.
—Yo también
Y estaba bien acompañado, como siempre. Esta vez de una morena despampanante que chupaba con sus labios siliconados el lóbulo de su oreja. Sus manos se perdían bajo la mesa y, probablemente, bajo sus pantalones. El descaro natural del hombre afloró al primer vistazo.
—Increíble, no vas abrochada hasta la barbilla.
Se limitó a sonreír, con los ojos clavados en la rosada lengua de la mujer y más tarde en sus pechos, demasiado prietos como para ser naturales, que se apoyaban en el brazo del hombre. No había fallado, las uñas rojas de la Barbie, acariciaban el grueso miembro de su ex, que se sacudía por el deseo y crecía bajo su mirada.
—¿Quieres unirte a nosotros? —preguntó con maldad.
—No —había contestado señalando a la mujer—, quiero unirme a ella.
Había pasado sobre ellos, colocándose junto a la complaciente y sorprendida joven que había detenido el movimiento de sus dedos. Karen los tomó, raspando sin pena la piel delicada del glande, y se los llevó a la boca, lamiéndolos uno por uno, lanzando promesas silenciosas con sus ojos. La mujer gimió y le siguió el juego, pensando que era otra de las bromas de su amante.
Nada más lejos de la realidad. El hombre las miraba boquiabierto, perdido en la marea de ira y odio que poco a poco le iba invadiendo. Su miembro cayó fláccido contra su vientre, ante la visión de dos mujeres que compartían el placer, que se sabían capaces de complacerse mutuamente. Peter era de esa clase de hombres, de los que se excitaban atando a una mujer a él y no comprendían su libertad. Eso le daba su poder. Y ella se lo estaba quitando.
Sonrió de nuevo mientras tomaba la boca de la morena en la suya, mientras chupaba sus labios mullidos y llevaba la mano a la ardiente oscuridad bajo su falda.
—Está mojada, Peter. Mucho —ronroneó lamiendo su cuello—. Te gustaría follarla, ¿verdad? Y sin embargo soy yo quién va a hacerlo —la morena gimoteó cuando sus dientes apretaron los senos tirantes, humedeciéndolos por encima de su camiseta. Dos círculos mojados hicieron transparentes la tela de su camiseta, dejando a la vista la oscuridad de sus pezones—. Voy a follarla hasta que grite de placer, hasta que espante a todos los clientes de este apestoso bar. También dejaré que ella me folle y entonces, me correré, entorno a sus dedos bien clavados dentro de mí y ella podrá lamer el jugo de mi orgasmo.
La mujer se retorció bajo su toque experto y arqueó la espalda, alzando los pechos hacia su boca.
—Ella conseguirá lo que tú no hiciste nunca, Peter. Puedes quedarte, mirar y aprender cómo se hace. O puedes irte cuando gustes. El caso es que, aquí, ninguna te necesitamos.
Lo había ignorado desde ese preciso instante, dedicándose a dar placer a la mujer que se estremecía junto a ella, suplicando por más.
—Ya te lo dije —sus labios se curvaron aún más, expresando en esa sonrisa toda su satisfacción—. Peter es historia.
Diana Fernández Rivera (Kyra Dark)
—¿Qué tal te fue con el hombre de la tarjeta?
A cada segundo su mente se perdía en los sucesos de esa habitación 609, que tanta dicha le habían traído. Su vida parecía haber mejorado de forma notable. No sólo ella se veía más hermosa, sino que los demás también lo hacían. Los problemas parecían menos irritantes y las alegrías mucho más intensas. Se sentía viva. Por fin se sentía mujer.
Los hombres se volvían a su paso, lanzándole miradas de deseo, mientras que las mujeres la observaban con profunda envidia. Casi sentía lástima por ellas. Pero no hacía tanto tiempo que Karen se había contado entre las integrantes de sus filas.
Por un momento pensó en pasarles la tarjeta de la felicidad. Una visita a ese hombre misterioso y todas las mujeres serían capaces de aceptar la verdad. «Nunca serás capaz de amar, si no te amas a ti misma.» Y de igual forma esa enseñanza se podía aplicar al deseo. Pero a saber si Mike seguiría todavía allí o había vuelto al infierno del que había salido, porque sólo en brazos del mismísimo diablo habría sido capaz de dejarse invadir por semejante lujuria.
—Fue algo sublime.
—¿Crees que volverás a verlo?
¡Ojala! Pero lo dudaba. Mike no era un hombre para ella. Era un hombre destinado al placer de todas las mujeres. Y sería la más egoísta de su sexo si se propusiera privarlas de semejante regalo.
Aquella noche había agotado todas sus papeletas. Habían hecho el amor de tantas maneras, habían llegado al éxtasis tantas veces, que supo sin necesidad de preguntar que sus caminos no volverían a encontrarse.
No importaba, le había dejado unos recuerdos exquisitos y unas valiosas enseñanzas. Y se habían despedido de la mejor manera: con potentes y desgarradores orgasmos.
—No es probable
—Karen, te noto cambiada.
¡Y tanto! Nunca más volvería a ser la apocada mujer que dejaba pasar la vida, mirando desde un rincón. Seguiría aprovechando las oportunidades que se le presentaran, viviría minuto a minuto. Precisamente porque eso era el momento: el aquí y el ahora. No valía de nada esperarlo en un futuro, ni pensar que ya se había ido y no se había aprovechado. Las cosas importantes en la vida sucedían ni más ni menos cuando tenían que suceder. Sólo había que tener el valor suficiente para convertir los pensamientos en acciones, los deseos en verdades absolutas.
¡Sí, había cambiado! Y daba gracias a Mike por haberla ayudado.
—Me encontré a Peter el otro día
Una sonrisa perversa ensanchó sus labios carnosos, hinchados por los labios de un amante.
—Yo también
Y estaba bien acompañado, como siempre. Esta vez de una morena despampanante que chupaba con sus labios siliconados el lóbulo de su oreja. Sus manos se perdían bajo la mesa y, probablemente, bajo sus pantalones. El descaro natural del hombre afloró al primer vistazo.
—Increíble, no vas abrochada hasta la barbilla.
Se limitó a sonreír, con los ojos clavados en la rosada lengua de la mujer y más tarde en sus pechos, demasiado prietos como para ser naturales, que se apoyaban en el brazo del hombre. No había fallado, las uñas rojas de la Barbie, acariciaban el grueso miembro de su ex, que se sacudía por el deseo y crecía bajo su mirada.
—¿Quieres unirte a nosotros? —preguntó con maldad.
—No —había contestado señalando a la mujer—, quiero unirme a ella.
Había pasado sobre ellos, colocándose junto a la complaciente y sorprendida joven que había detenido el movimiento de sus dedos. Karen los tomó, raspando sin pena la piel delicada del glande, y se los llevó a la boca, lamiéndolos uno por uno, lanzando promesas silenciosas con sus ojos. La mujer gimió y le siguió el juego, pensando que era otra de las bromas de su amante.
Nada más lejos de la realidad. El hombre las miraba boquiabierto, perdido en la marea de ira y odio que poco a poco le iba invadiendo. Su miembro cayó fláccido contra su vientre, ante la visión de dos mujeres que compartían el placer, que se sabían capaces de complacerse mutuamente. Peter era de esa clase de hombres, de los que se excitaban atando a una mujer a él y no comprendían su libertad. Eso le daba su poder. Y ella se lo estaba quitando.
Sonrió de nuevo mientras tomaba la boca de la morena en la suya, mientras chupaba sus labios mullidos y llevaba la mano a la ardiente oscuridad bajo su falda.
—Está mojada, Peter. Mucho —ronroneó lamiendo su cuello—. Te gustaría follarla, ¿verdad? Y sin embargo soy yo quién va a hacerlo —la morena gimoteó cuando sus dientes apretaron los senos tirantes, humedeciéndolos por encima de su camiseta. Dos círculos mojados hicieron transparentes la tela de su camiseta, dejando a la vista la oscuridad de sus pezones—. Voy a follarla hasta que grite de placer, hasta que espante a todos los clientes de este apestoso bar. También dejaré que ella me folle y entonces, me correré, entorno a sus dedos bien clavados dentro de mí y ella podrá lamer el jugo de mi orgasmo.
La mujer se retorció bajo su toque experto y arqueó la espalda, alzando los pechos hacia su boca.
—Ella conseguirá lo que tú no hiciste nunca, Peter. Puedes quedarte, mirar y aprender cómo se hace. O puedes irte cuando gustes. El caso es que, aquí, ninguna te necesitamos.
Lo había ignorado desde ese preciso instante, dedicándose a dar placer a la mujer que se estremecía junto a ella, suplicando por más.
—Ya te lo dije —sus labios se curvaron aún más, expresando en esa sonrisa toda su satisfacción—. Peter es historia.
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