Cartas marruecas de José Cadalso
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Cartas marruecas de José Cadalso
Recuerdo del primer mensaje :
Cartas marruecas de José Cadalso
Carta I de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
He logrado quedarme en España después del regreso de nuestro embajador, como lo deseaba muchos días ha, y te lo escribí varias veces durante su mansión en Madrid. Mi ánimo era viajar con utilidad, y este objeto no puede siempre lograrse en la comitiva de los grandes señores, particularmente asiáticos y africanos. Estos no ven, digámoslo así, sino la superficie de la tierra por donde pasan; su fausto, los ningunos antecedentes por dónde indagar las cosas dignas de conocerse, el número de sus criados, la ignorancia de las lenguas, lo sospechosos que deben ser en los países por donde transiten y otros motivos, les impiden muchos medios que se ofrecen al particular que viaja con menos nota.
Me hallo vestido como estos cristianos, introducido en muchas de sus casas, poseyendo su idioma, y en amistad muy estrecha con un cristiano llamado Nuño Núñez, que es hombre que ha pasado por muchas vicisitudes de la suerte, carreras y métodos de vida. Se halla ahora separado del mundo, y, según su expresión, encarcelado dentro de sí mismo. En su compañía se me pasan con gusto las horas, porque procura instruirme en todo lo que pregunto; y lo hace con tanta sinceridad, que algunas veces me dice: de eso no entiendo; y otras: de eso no quiero entender. Con estas proporciones hago ánimo de examinar no sólo la corte, sino todas las provincias de la península. Observaré las costumbres de este pueblo, notando las que son comunes con las de otros países de Europa, y las que le son peculiares. Procuraré despojarme de muchas preocupaciones que tenemos los moros contra los cristianos, y particularmente contra los españoles. Notaré todo lo que me sorprenda, para tratar de ello con Nuño, y después participártelo con el juicio que sobre ello haya formado.
Con esto respondo a las muchas que me has escrito pidiéndome noticias del país en que me hallo. Hasta entonces no será tanta mi imprudencia que me ponga a hablar de lo que no entiendo, como sería decirte muchas cosas de un reino que hasta ahora todo es enigma para mí, aunque me sería esto muy fácil: sólo con notar cuatro o cinco costumbres extrañas, cuyo origen no me tomaría el trabajo de indagar, ponerlas en estilo suelto y jocoso, añadir algunas reflexiones satíricas, y soltar la pluma con la misma ligereza que la tomé, completaría mi obra, como otros muchos lo han hecho.
Pero tú me enseñaste, ¡oh, mi venerado maestro!, tú me enseñaste a amar la verdad. Me dijiste mil veces que el faltar a ella es delito aun en las materias frívolas. Era entonces mi corazón tan tierno, y tu voz tan eficaz cuando me imprimiste en él esta máxima, que no la borrarán los tiempos.
Alá te conserve una vejez sana y alegre, fruto de una juventud sobria y contenida, y desde Africa prosigue enviándome a Europa las saludables advertencias que acostumbras. La voz de la virtud cruza los mares, frustra las distancias y penetra el mundo con más excelencia que la luz del Sol, pues esta última cede parte de su imperio a las tinieblas de la noche, y aquélla no se obscurece en tiempo alguno. ¿Qué será de mí en un país más ameno que el mío, y más libre, si no me sigue la idea de tu presencia, representada en tus consejos? Esta será una sombra que me seguirá en medio del encanto de Europa; una especie de espíritu tutelar, que me sacará de la orilla del precipicio, o como el trueno, cuyo estrépito y estruendo detiene la mano que iba a cometer el delito.
Cartas marruecas de José Cadalso
Carta I de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
He logrado quedarme en España después del regreso de nuestro embajador, como lo deseaba muchos días ha, y te lo escribí varias veces durante su mansión en Madrid. Mi ánimo era viajar con utilidad, y este objeto no puede siempre lograrse en la comitiva de los grandes señores, particularmente asiáticos y africanos. Estos no ven, digámoslo así, sino la superficie de la tierra por donde pasan; su fausto, los ningunos antecedentes por dónde indagar las cosas dignas de conocerse, el número de sus criados, la ignorancia de las lenguas, lo sospechosos que deben ser en los países por donde transiten y otros motivos, les impiden muchos medios que se ofrecen al particular que viaja con menos nota.
Me hallo vestido como estos cristianos, introducido en muchas de sus casas, poseyendo su idioma, y en amistad muy estrecha con un cristiano llamado Nuño Núñez, que es hombre que ha pasado por muchas vicisitudes de la suerte, carreras y métodos de vida. Se halla ahora separado del mundo, y, según su expresión, encarcelado dentro de sí mismo. En su compañía se me pasan con gusto las horas, porque procura instruirme en todo lo que pregunto; y lo hace con tanta sinceridad, que algunas veces me dice: de eso no entiendo; y otras: de eso no quiero entender. Con estas proporciones hago ánimo de examinar no sólo la corte, sino todas las provincias de la península. Observaré las costumbres de este pueblo, notando las que son comunes con las de otros países de Europa, y las que le son peculiares. Procuraré despojarme de muchas preocupaciones que tenemos los moros contra los cristianos, y particularmente contra los españoles. Notaré todo lo que me sorprenda, para tratar de ello con Nuño, y después participártelo con el juicio que sobre ello haya formado.
Con esto respondo a las muchas que me has escrito pidiéndome noticias del país en que me hallo. Hasta entonces no será tanta mi imprudencia que me ponga a hablar de lo que no entiendo, como sería decirte muchas cosas de un reino que hasta ahora todo es enigma para mí, aunque me sería esto muy fácil: sólo con notar cuatro o cinco costumbres extrañas, cuyo origen no me tomaría el trabajo de indagar, ponerlas en estilo suelto y jocoso, añadir algunas reflexiones satíricas, y soltar la pluma con la misma ligereza que la tomé, completaría mi obra, como otros muchos lo han hecho.
Pero tú me enseñaste, ¡oh, mi venerado maestro!, tú me enseñaste a amar la verdad. Me dijiste mil veces que el faltar a ella es delito aun en las materias frívolas. Era entonces mi corazón tan tierno, y tu voz tan eficaz cuando me imprimiste en él esta máxima, que no la borrarán los tiempos.
Alá te conserve una vejez sana y alegre, fruto de una juventud sobria y contenida, y desde Africa prosigue enviándome a Europa las saludables advertencias que acostumbras. La voz de la virtud cruza los mares, frustra las distancias y penetra el mundo con más excelencia que la luz del Sol, pues esta última cede parte de su imperio a las tinieblas de la noche, y aquélla no se obscurece en tiempo alguno. ¿Qué será de mí en un país más ameno que el mío, y más libre, si no me sigue la idea de tu presencia, representada en tus consejos? Esta será una sombra que me seguirá en medio del encanto de Europa; una especie de espíritu tutelar, que me sacará de la orilla del precipicio, o como el trueno, cuyo estrépito y estruendo detiene la mano que iba a cometer el delito.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLII
de José Cadalso
De Nuño a Ben-Beley
Según las noticias que Gazel me ha dado de ti, sé que eres un hombre de bien que vives en África, y según las que te habrá dado él mismo de mí, sabrás que soy un hombre de bien que vivo en Europa. No creo que necesite más requisito para que formemos mutuamente un buen concepto el uno del otro. Nos estimamos sin conocernos; que a poco que nos tratáramos, seríamos amigos.
El trato de este joven y el conocimiento de que tú le has dado crianza me impelen a dejar a Europa y pasar a África, donde resides. Deseo tratar un sabio africano, pues te juro que estoy fastidiado de todos los sabios europeos, menos unos pocos que viven en Europa como si estuviesen en África. Quisiera me dijeses qué método seguiste y qué objeto llevaste en la educación de Gazel. He hallado su entendimiento a la verdad muy poco cultivado, pero su corazón inclinado a lo bueno; y como aprecio en muy poco toda la erudición del mundo respecto de la virtud, quisiera que nos viniesen de África unas pocas docenas de ayos como tú para encargarse de la educación de nuestros jóvenes, en lugar de los ayos europeos, que descuidan mucho la dirección de los corazones de sus alumnos por llenar sus cabezas de noticias de blasón, cumplidos franceses, vanidad española, arias italianas y otros renglones de esta perfección e importancia; cosas que serán sin duda muy buenas, pues tanto dinero llevan por enseñarlas, pero que me parecen muy inferiores a las máximas cuya práctica observo en Gazel.
Por medio de estos pocos renglones cumplo con su encargo y con mi deseo: todo esto me ha sido muy fácil. ¡Cuán dificultoso me hubiera sido practicar lo mismo respecto de un europeo! En el país del mundo en que hay más comodidad para que un hombre sepa de otro, por la prontitud y seguridad de los correos, se halla la mayor dificultad para escribir éste a aquél. Si, como eres un moro que jamás me has visto, ni yo he visto, que vives a doscientas leguas de mi casa, y que eres en todo diferente de mí, fueses un europeo cristiano y avecindado a diez leguas de mi lugar, sería obra muy ardua la de escribirte por la primera vez. Primero, había de considerar con madurez lo ancho del margen de la carta. Segundo, sería asunto de mucha reflexión la distancia que había de dejar entre el primer renglón y la extremidad del papel. Tercero, meditaría muy despacio el cumplido con que había de empezar. Cuarto, no con menos aplicación estudiaría la expresión correspondiente para el fin. Quinto, no merecía menos cuidado el saber cómo te había de llamar en el contenido de la carta; o si había de dirigir el discurso como hablando contigo solo, o como con muchos, o como con tercera persona, o al señorío que puedes tener en algún lugar, o a la excelencia tuya sobre varios que tengan señoríos, o a otras calidades semejantes, sin hacer caso de tu persona; naciendo de todo esto tanta y tan terrible confusión, que por no entrar en ella muchas veces deja de escribir un español a otro.
El Ser Supremo, que nosotros llamamos Dios y vosotros Alá, y es quien hizo África y Asia, Europa y América, te guarde los años, y con las felicidades que deseo, a ti y a todos los americanos, africanos, asiáticos y europeos.
Carta XLII
de José Cadalso
De Nuño a Ben-Beley
Según las noticias que Gazel me ha dado de ti, sé que eres un hombre de bien que vives en África, y según las que te habrá dado él mismo de mí, sabrás que soy un hombre de bien que vivo en Europa. No creo que necesite más requisito para que formemos mutuamente un buen concepto el uno del otro. Nos estimamos sin conocernos; que a poco que nos tratáramos, seríamos amigos.
El trato de este joven y el conocimiento de que tú le has dado crianza me impelen a dejar a Europa y pasar a África, donde resides. Deseo tratar un sabio africano, pues te juro que estoy fastidiado de todos los sabios europeos, menos unos pocos que viven en Europa como si estuviesen en África. Quisiera me dijeses qué método seguiste y qué objeto llevaste en la educación de Gazel. He hallado su entendimiento a la verdad muy poco cultivado, pero su corazón inclinado a lo bueno; y como aprecio en muy poco toda la erudición del mundo respecto de la virtud, quisiera que nos viniesen de África unas pocas docenas de ayos como tú para encargarse de la educación de nuestros jóvenes, en lugar de los ayos europeos, que descuidan mucho la dirección de los corazones de sus alumnos por llenar sus cabezas de noticias de blasón, cumplidos franceses, vanidad española, arias italianas y otros renglones de esta perfección e importancia; cosas que serán sin duda muy buenas, pues tanto dinero llevan por enseñarlas, pero que me parecen muy inferiores a las máximas cuya práctica observo en Gazel.
Por medio de estos pocos renglones cumplo con su encargo y con mi deseo: todo esto me ha sido muy fácil. ¡Cuán dificultoso me hubiera sido practicar lo mismo respecto de un europeo! En el país del mundo en que hay más comodidad para que un hombre sepa de otro, por la prontitud y seguridad de los correos, se halla la mayor dificultad para escribir éste a aquél. Si, como eres un moro que jamás me has visto, ni yo he visto, que vives a doscientas leguas de mi casa, y que eres en todo diferente de mí, fueses un europeo cristiano y avecindado a diez leguas de mi lugar, sería obra muy ardua la de escribirte por la primera vez. Primero, había de considerar con madurez lo ancho del margen de la carta. Segundo, sería asunto de mucha reflexión la distancia que había de dejar entre el primer renglón y la extremidad del papel. Tercero, meditaría muy despacio el cumplido con que había de empezar. Cuarto, no con menos aplicación estudiaría la expresión correspondiente para el fin. Quinto, no merecía menos cuidado el saber cómo te había de llamar en el contenido de la carta; o si había de dirigir el discurso como hablando contigo solo, o como con muchos, o como con tercera persona, o al señorío que puedes tener en algún lugar, o a la excelencia tuya sobre varios que tengan señoríos, o a otras calidades semejantes, sin hacer caso de tu persona; naciendo de todo esto tanta y tan terrible confusión, que por no entrar en ella muchas veces deja de escribir un español a otro.
El Ser Supremo, que nosotros llamamos Dios y vosotros Alá, y es quien hizo África y Asia, Europa y América, te guarde los años, y con las felicidades que deseo, a ti y a todos los americanos, africanos, asiáticos y europeos.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLIII
de José Cadalso
De Gazel a Nuño
La ciudad en que ahora me hallo es la única de cuantas he visto que se parece a las de la antigua España, cuya descripción me has hecho muchas veces. El color de los vestidos, triste; las concurrencias, pocas; la división de los dos sexos, fielmente observada; las mujeres, recogidas; los hombres, celosos; los viejos, sumamente graves; los mozos, pendencieros, y todo lo restante del aparato me hace mirar mil veces al calendario por ver si estamos efectivamente en el año que vosotros llamáis de 1768, o si es el de 1500, ó 1600 al sumo. Sus conversaciones son correspondientes a sus costumbres. Aquí no se habla de los sucesos que hoy vemos ni de las gentes que hoy viven, sino de los eventos que ya pasaron y hombres que ya fueron. He llegado a dudar si por arte mágica me representa algún encantador las generaciones anteriores. Si esto es así, ¡ojalá alcanzara su ciencia a traerme a los ojos las edades futuras! Pero sin molestarme más en este correo, y reservando el asunto para cuando nos veamos, te aseguro que admiro como singular mérito en estos habitantes la reverencia que hacen continuamente a las cenizas de sus padres. Es una especie de perpetuo agradecimiento a la vida que de ellos han recibido. Pero, pues en esto puede haber exceso, como en todas las prendas de los hombres, cuya naturaleza suele viciar hasta las virtudes mismas, responde lo que te se ofrezca sobre este particular.
Carta XLIII
de José Cadalso
De Gazel a Nuño
La ciudad en que ahora me hallo es la única de cuantas he visto que se parece a las de la antigua España, cuya descripción me has hecho muchas veces. El color de los vestidos, triste; las concurrencias, pocas; la división de los dos sexos, fielmente observada; las mujeres, recogidas; los hombres, celosos; los viejos, sumamente graves; los mozos, pendencieros, y todo lo restante del aparato me hace mirar mil veces al calendario por ver si estamos efectivamente en el año que vosotros llamáis de 1768, o si es el de 1500, ó 1600 al sumo. Sus conversaciones son correspondientes a sus costumbres. Aquí no se habla de los sucesos que hoy vemos ni de las gentes que hoy viven, sino de los eventos que ya pasaron y hombres que ya fueron. He llegado a dudar si por arte mágica me representa algún encantador las generaciones anteriores. Si esto es así, ¡ojalá alcanzara su ciencia a traerme a los ojos las edades futuras! Pero sin molestarme más en este correo, y reservando el asunto para cuando nos veamos, te aseguro que admiro como singular mérito en estos habitantes la reverencia que hacen continuamente a las cenizas de sus padres. Es una especie de perpetuo agradecimiento a la vida que de ellos han recibido. Pero, pues en esto puede haber exceso, como en todas las prendas de los hombres, cuya naturaleza suele viciar hasta las virtudes mismas, responde lo que te se ofrezca sobre este particular.
Galius- Moderador General
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLIV
de José Cadalso
De Nuño a Gazel, respuesta de la antecedente
Empiezo a responder a tu última carta por donde la acabaste. Confírmate en la idea de que la naturaleza del hombre está corrompida y, para valerme de tu propia expresión, suele viciar hasta las virtudes mismas. La economía es, sin duda, una virtud moral, y el hombre que es extremado en ella la vuelve en el vicio llamado avaricia; la liberalidad se muda en prodigalidad, y así de las restantes. El amor de la patria es ciego como cualquiera otro amor; y si el entendimiento no le dirige, puede muy bien aplaudir lo malo, desechar lo bueno, venerar lo ridículo y despreciar lo respetable. De esto nace que, hablando con ciego cariño de la antigüedad, va el español expuesto a muchos yerros siempre que no se haga la distinción siguiente. En dos clases divido los españoles que hablan con entusiasmo de la antigüedad de su nación: los que entienden por antigüedad el siglo último, y los que por esta voz comprenden el antepasado y anteriores.
El siglo pasado no nos ofrece cosa que pueda lisonjearnos. Se me figura España desde fin de 1500 como una casa grande que ha sido magnífica y sólida, pero que por el discurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes. Aquí se desploma un pedazo del techo, allí se hunden dos paredes, más allá se rompen dos columnas, por esta parte faltó un cimiento, por aquélla se entró el agua de las fuentes, por la otra se abre el piso; los moradores gimen, no saben dónde acudir; aquí se ahoga en la cuna el dulce fruto del matrimonio fiel; allí muere de golpes de las ruinas, y aun más del dolor de ver a este espectáculo, el anciano padre de la familia; más allá entran ladrones a aprovecharse de la desgracia; no lejos roban los mismos criados, por estar mejor instruidos, lo que no pueden los ladrones que lo ignoran.
Si esta pintura te parece más poética que verdadera, registra la historia, y verás cuán justa es la comparación. Al empezar este siglo, toda la monarquía española, comprendidas las dos Américas, media Italia y Flandes, apenas podía mantener veinte mil hombres, y ésos mal pagados y peor disciplinados. Seis navíos de pésima construcción, llamados galeones, y que traían de Indias el dinero que escapase los piratas y corsarios; seis galeras ociosas en Cartagena, y algunos navíos que se alquilaban según las urgencias para transporte de España a Italia, y de Italia a España, formaban toda la armada real. Las rentas reales, sin bastar para mantener la corona, sobraban para aniquilar al vasallo, por las confusiones introducidas en su cobro y distribución. La agricultura, totalmente arruinada, el comercio, meramente pasivo, y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía. Las ciencias iban decayendo cada día. Introducíanse tediosas y vanas disputas que se llamaban filosofía; en la poesía admitían equívocos ridículos y pueriles; el Pronóstico, que se hacía junto con el Almanak, lleno de insulseces de astrología judiciaria, formaba casi toda la matemática que se conocía; voces hinchadas y campanudas, frases dislocadas, gestos teatrales iban apoderándose de la oratoria práctica y especulativa. Aun los hombres grandes que produjo aquella era solían sujetarse al mal gusto del siglo, como hermosos esclavos de tiranos feísimos. ¿Quién, pues, aplaudirá tal siglo?
Pero ¿quién no se envanece si se habla del siglo anterior, en que todo español era un soldado respetable? Del siglo en que nuestras armas conquistaban las dos Américas y las islas de Asia, aterraban a África e incomodaban a toda Europa con ejércitos pequeños en número y grandes por su gloria, mantenidos en Italia, Alemania, Francia y Flandes, y cubrían los mares con escuadras y armadas de navíos, galeones y galeras; del siglo en que la academia de Salamanca hacía el primer papel entre las universidades del mundo; del siglo en que nuestro idioma se hablaba por todos los sabios y nobles de Europa. ¿Y quién podrá tener voto en materias críticas, que confunda dos eras tan diferentes, que parece en ellas la nación dos pueblos diversos? ¿Equivocará un entendimiento mediano un tercio de españoles delante de Túnez, mandado por Carlos I, con la guardia de la cuchilla de Carlos II? ¿A Garcilaso con Villamediana? ¿Al Brocense con cualquiera de los humanistas de Felipe IV? ¿A don Juan de Austria, hermano de Felipe II, con don Juan de Austria, hijo de Felipe IV? Créeme que la voz antigüedad es demasiado amplia, como la mayor parte de las que pronuncian los hombres con sobrada ligereza.
La predilección con que se suele hablar de todas las cosas antiguas, sin distinción de crítica, es menos efecto de amor hacia ellas que de odio a nuestros contemporáneos. Cualquiera virtud de nuestros coetáneos nos ofende porque la miramos como un fuerte argumento contra nuestros defectos; y vamos a buscar las prendas de nuestros abuelos, por no confesar las de nuestros hermanos, con tanto ahínco que no distinguimos al abuelo que murió en su cama, sin haber salido de ella, del que murió en campaña, habiendo vivido siempre cargado con sus armas; ni dejamos de confundir al abuelo nuestro, que no supo cuántas leguas tiene un grado geográfico, con los Álavas y otros, que anunciaron los descubrimientos matemáticos hechos un siglo después por los mayores hombres de aquella facultad. Basta que no les hayamos conocido, para que los queramos; así como basta que tratemos a los de nuestros días, para que sean objeto de nuestra envidia o desprecio.
Es tan ciega y tan absurda esta indiscreta pasión a la antigüedad, que un amigo mío, bastante gracioso por cierto, hizo una exquisita burla de uno de los que adolecen de esta enfermedad. Enseñóle un soneto de los más hermosos de Hernando de Herrera, diciéndole que lo acababa de componer un condiscípulo suyo. Arrojólo al suelo el imparcial crítico, diciéndole que no se podía leer de puro flojo e insípido. De allí a pocos días, compuso el mismo muchacho una octava, insulsa si las hay, y se la llevó al oráculo, diciendo que había hallado aquella composición en un manuscrito de letra de la monja de Méjico. Al oírlo, exclamó el otro diciendo: -Esto sí que es poesía, invención, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación -y tantas cosas más que se me olvidaron-; pero no a mi sobrino, que se quedó con ellas de memoria, y cuando oye se lee alguna infelicidad del siglo pasado delante de un apasionado de aquella era, siempre exclama con increíble entusiasmo irónico: -¡Esto sí que es invención, poesía, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación!
Espero cartas de Ben-Beley; y tú manda a Nuño.
Carta XLIV
de José Cadalso
De Nuño a Gazel, respuesta de la antecedente
Empiezo a responder a tu última carta por donde la acabaste. Confírmate en la idea de que la naturaleza del hombre está corrompida y, para valerme de tu propia expresión, suele viciar hasta las virtudes mismas. La economía es, sin duda, una virtud moral, y el hombre que es extremado en ella la vuelve en el vicio llamado avaricia; la liberalidad se muda en prodigalidad, y así de las restantes. El amor de la patria es ciego como cualquiera otro amor; y si el entendimiento no le dirige, puede muy bien aplaudir lo malo, desechar lo bueno, venerar lo ridículo y despreciar lo respetable. De esto nace que, hablando con ciego cariño de la antigüedad, va el español expuesto a muchos yerros siempre que no se haga la distinción siguiente. En dos clases divido los españoles que hablan con entusiasmo de la antigüedad de su nación: los que entienden por antigüedad el siglo último, y los que por esta voz comprenden el antepasado y anteriores.
El siglo pasado no nos ofrece cosa que pueda lisonjearnos. Se me figura España desde fin de 1500 como una casa grande que ha sido magnífica y sólida, pero que por el discurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes. Aquí se desploma un pedazo del techo, allí se hunden dos paredes, más allá se rompen dos columnas, por esta parte faltó un cimiento, por aquélla se entró el agua de las fuentes, por la otra se abre el piso; los moradores gimen, no saben dónde acudir; aquí se ahoga en la cuna el dulce fruto del matrimonio fiel; allí muere de golpes de las ruinas, y aun más del dolor de ver a este espectáculo, el anciano padre de la familia; más allá entran ladrones a aprovecharse de la desgracia; no lejos roban los mismos criados, por estar mejor instruidos, lo que no pueden los ladrones que lo ignoran.
Si esta pintura te parece más poética que verdadera, registra la historia, y verás cuán justa es la comparación. Al empezar este siglo, toda la monarquía española, comprendidas las dos Américas, media Italia y Flandes, apenas podía mantener veinte mil hombres, y ésos mal pagados y peor disciplinados. Seis navíos de pésima construcción, llamados galeones, y que traían de Indias el dinero que escapase los piratas y corsarios; seis galeras ociosas en Cartagena, y algunos navíos que se alquilaban según las urgencias para transporte de España a Italia, y de Italia a España, formaban toda la armada real. Las rentas reales, sin bastar para mantener la corona, sobraban para aniquilar al vasallo, por las confusiones introducidas en su cobro y distribución. La agricultura, totalmente arruinada, el comercio, meramente pasivo, y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía. Las ciencias iban decayendo cada día. Introducíanse tediosas y vanas disputas que se llamaban filosofía; en la poesía admitían equívocos ridículos y pueriles; el Pronóstico, que se hacía junto con el Almanak, lleno de insulseces de astrología judiciaria, formaba casi toda la matemática que se conocía; voces hinchadas y campanudas, frases dislocadas, gestos teatrales iban apoderándose de la oratoria práctica y especulativa. Aun los hombres grandes que produjo aquella era solían sujetarse al mal gusto del siglo, como hermosos esclavos de tiranos feísimos. ¿Quién, pues, aplaudirá tal siglo?
Pero ¿quién no se envanece si se habla del siglo anterior, en que todo español era un soldado respetable? Del siglo en que nuestras armas conquistaban las dos Américas y las islas de Asia, aterraban a África e incomodaban a toda Europa con ejércitos pequeños en número y grandes por su gloria, mantenidos en Italia, Alemania, Francia y Flandes, y cubrían los mares con escuadras y armadas de navíos, galeones y galeras; del siglo en que la academia de Salamanca hacía el primer papel entre las universidades del mundo; del siglo en que nuestro idioma se hablaba por todos los sabios y nobles de Europa. ¿Y quién podrá tener voto en materias críticas, que confunda dos eras tan diferentes, que parece en ellas la nación dos pueblos diversos? ¿Equivocará un entendimiento mediano un tercio de españoles delante de Túnez, mandado por Carlos I, con la guardia de la cuchilla de Carlos II? ¿A Garcilaso con Villamediana? ¿Al Brocense con cualquiera de los humanistas de Felipe IV? ¿A don Juan de Austria, hermano de Felipe II, con don Juan de Austria, hijo de Felipe IV? Créeme que la voz antigüedad es demasiado amplia, como la mayor parte de las que pronuncian los hombres con sobrada ligereza.
La predilección con que se suele hablar de todas las cosas antiguas, sin distinción de crítica, es menos efecto de amor hacia ellas que de odio a nuestros contemporáneos. Cualquiera virtud de nuestros coetáneos nos ofende porque la miramos como un fuerte argumento contra nuestros defectos; y vamos a buscar las prendas de nuestros abuelos, por no confesar las de nuestros hermanos, con tanto ahínco que no distinguimos al abuelo que murió en su cama, sin haber salido de ella, del que murió en campaña, habiendo vivido siempre cargado con sus armas; ni dejamos de confundir al abuelo nuestro, que no supo cuántas leguas tiene un grado geográfico, con los Álavas y otros, que anunciaron los descubrimientos matemáticos hechos un siglo después por los mayores hombres de aquella facultad. Basta que no les hayamos conocido, para que los queramos; así como basta que tratemos a los de nuestros días, para que sean objeto de nuestra envidia o desprecio.
Es tan ciega y tan absurda esta indiscreta pasión a la antigüedad, que un amigo mío, bastante gracioso por cierto, hizo una exquisita burla de uno de los que adolecen de esta enfermedad. Enseñóle un soneto de los más hermosos de Hernando de Herrera, diciéndole que lo acababa de componer un condiscípulo suyo. Arrojólo al suelo el imparcial crítico, diciéndole que no se podía leer de puro flojo e insípido. De allí a pocos días, compuso el mismo muchacho una octava, insulsa si las hay, y se la llevó al oráculo, diciendo que había hallado aquella composición en un manuscrito de letra de la monja de Méjico. Al oírlo, exclamó el otro diciendo: -Esto sí que es poesía, invención, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación -y tantas cosas más que se me olvidaron-; pero no a mi sobrino, que se quedó con ellas de memoria, y cuando oye se lee alguna infelicidad del siglo pasado delante de un apasionado de aquella era, siempre exclama con increíble entusiasmo irónico: -¡Esto sí que es invención, poesía, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación!
Espero cartas de Ben-Beley; y tú manda a Nuño.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Acabo de llegar a Barcelona. Lo poco que he visto de ella me asegura ser verdadero el informe de Nuño, el juicio que formé por instrucción suya del genio de los catalanes y utilidad de este principado. Por un par de provincias semejantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos Américas. Más provecho redunda a su corona de la industria de estos pueblos que de la pobreza de tantos millones de indios. Si yo fuera señor de toda España, y me precisaran a escoger los diferentes pueblos de ella por criados míos, haría a los catalanes mis mayordomos.
Esta plaza es de las más importantes de la península y, por tanto, su guarnición es numerosa y lucida, porque entre otras tropas se hallan aquí las que llaman guardias de infantería española. Un individuo de este cuerpo está en la misma posada que yo desde antes de la noche en que llegué; ha congeniado sumamente conmigo por su franqueza, cortesanía y persona; es muy joven, su vestido es el mismo que el de los soldados rasos, pero sus modales le distinguen fácilmente del vulgo soldadesco. Extrañé esta contradicción; ayer en la mesa, que en estas posadas llaman redonda, porque no tienen asiento preferente, viéndole tan familiar y tan bien recibido con los oficiales más viejos del cuerpo, que son muy respetables, no pudo aguantar un minuto más mi curiosidad acerca de su clase, y así le pregunté quién era.
-Soy -me dijo- cadete de este cuerpo, y de la compañía de aquel caballero -señalando a un anciano venerable, con la cabeza cargada de canas, el cuerpo lleno de heridas y el aspecto guerrero-. -Sí, señor, y de mi compañía -respondió el viejo-. Es nieto y heredero de un compañero mío que mataron a mi lado en la batalla de Campo Santo; tiene veinte años de edad y cinco de servicio: hace el ejercicio mejor que todos los granaderos del batallón; es un poco travieso, como los de su clase y edad, pero los viejos no lo extrañamos, porque son lo que fuimos, y serán lo que somos. -No sé qué grado es ese de cadete -dije yo-. -Esto se reduce -dijo otro oficial- a que un joven de buena familia sienta plaza, sirve doce o catorce años, haciendo siempre el servicio de soldado raso, y después de haberse portado como es regular se arguya de su nacimiento, es promovido al honor de llevar una bandera con las armas del rey y divisa del regimiento. En todo este tiempo, suelen consumir, por la indispensable decencia con que se portan, sus patrimonios, y por las ocasiones de gastar que se les presentan, siendo su residencia en esta ciudad, que es lucida y deliciosa, o en la corte, que es costosa. -Buen sueldo gozarán -dije yo-, para estar tanto tiempo sin el carácter de oficial y con gastos como si lo fueran. -El prest de soldado raso y nada más -dijo el primero-; en nada se distinguen, sino en que no toman ni aun eso, pues lo dejan con alguna gratificación más al soldado que cuida de sus armas y fornitura. -Pocos habrá -insté yo- que sacrifiquen de ese modo su juventud y patrimonio. -¿Cómo pocos? -saltó el muchacho-. Somos cerca de 200, y si se admiten todos los que pretenden ser admitidos, llegaremos a dos mil. Lo mejor es que nos estorbamos mutuamente para el ascenso, por el corto número de vacantes y grande de cadetes; pero más queremos esperar montando centinelas con esta casaca, que dejarla. Lo más que hacen algunos de los nuestros es: benefician compañías de caballería o dragones, cuando la ocasión se presenta, si se hallan ya impacientes de esperar; y aun así, quedan con tanto afecto al regimiento como si viviesen en él. -¡Glorioso cuerpo -exclamé yo-, en que doscientos nobles ocupan el hueco de otros tantos plebeyos, sin más paga que el honor de la nación! ¡Gloriosa nación, que produce nobles tan amantes de su rey! ¡Poderoso rey, que manda a una nación cuyos nobles individuos no anhelan más que a servirle, sin reparar en qué clase ni con qué premio!
Carta XLV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Acabo de llegar a Barcelona. Lo poco que he visto de ella me asegura ser verdadero el informe de Nuño, el juicio que formé por instrucción suya del genio de los catalanes y utilidad de este principado. Por un par de provincias semejantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos Américas. Más provecho redunda a su corona de la industria de estos pueblos que de la pobreza de tantos millones de indios. Si yo fuera señor de toda España, y me precisaran a escoger los diferentes pueblos de ella por criados míos, haría a los catalanes mis mayordomos.
Esta plaza es de las más importantes de la península y, por tanto, su guarnición es numerosa y lucida, porque entre otras tropas se hallan aquí las que llaman guardias de infantería española. Un individuo de este cuerpo está en la misma posada que yo desde antes de la noche en que llegué; ha congeniado sumamente conmigo por su franqueza, cortesanía y persona; es muy joven, su vestido es el mismo que el de los soldados rasos, pero sus modales le distinguen fácilmente del vulgo soldadesco. Extrañé esta contradicción; ayer en la mesa, que en estas posadas llaman redonda, porque no tienen asiento preferente, viéndole tan familiar y tan bien recibido con los oficiales más viejos del cuerpo, que son muy respetables, no pudo aguantar un minuto más mi curiosidad acerca de su clase, y así le pregunté quién era.
-Soy -me dijo- cadete de este cuerpo, y de la compañía de aquel caballero -señalando a un anciano venerable, con la cabeza cargada de canas, el cuerpo lleno de heridas y el aspecto guerrero-. -Sí, señor, y de mi compañía -respondió el viejo-. Es nieto y heredero de un compañero mío que mataron a mi lado en la batalla de Campo Santo; tiene veinte años de edad y cinco de servicio: hace el ejercicio mejor que todos los granaderos del batallón; es un poco travieso, como los de su clase y edad, pero los viejos no lo extrañamos, porque son lo que fuimos, y serán lo que somos. -No sé qué grado es ese de cadete -dije yo-. -Esto se reduce -dijo otro oficial- a que un joven de buena familia sienta plaza, sirve doce o catorce años, haciendo siempre el servicio de soldado raso, y después de haberse portado como es regular se arguya de su nacimiento, es promovido al honor de llevar una bandera con las armas del rey y divisa del regimiento. En todo este tiempo, suelen consumir, por la indispensable decencia con que se portan, sus patrimonios, y por las ocasiones de gastar que se les presentan, siendo su residencia en esta ciudad, que es lucida y deliciosa, o en la corte, que es costosa. -Buen sueldo gozarán -dije yo-, para estar tanto tiempo sin el carácter de oficial y con gastos como si lo fueran. -El prest de soldado raso y nada más -dijo el primero-; en nada se distinguen, sino en que no toman ni aun eso, pues lo dejan con alguna gratificación más al soldado que cuida de sus armas y fornitura. -Pocos habrá -insté yo- que sacrifiquen de ese modo su juventud y patrimonio. -¿Cómo pocos? -saltó el muchacho-. Somos cerca de 200, y si se admiten todos los que pretenden ser admitidos, llegaremos a dos mil. Lo mejor es que nos estorbamos mutuamente para el ascenso, por el corto número de vacantes y grande de cadetes; pero más queremos esperar montando centinelas con esta casaca, que dejarla. Lo más que hacen algunos de los nuestros es: benefician compañías de caballería o dragones, cuando la ocasión se presenta, si se hallan ya impacientes de esperar; y aun así, quedan con tanto afecto al regimiento como si viviesen en él. -¡Glorioso cuerpo -exclamé yo-, en que doscientos nobles ocupan el hueco de otros tantos plebeyos, sin más paga que el honor de la nación! ¡Gloriosa nación, que produce nobles tan amantes de su rey! ¡Poderoso rey, que manda a una nación cuyos nobles individuos no anhelan más que a servirle, sin reparar en qué clase ni con qué premio!
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLVI
de José Cadalso
Ben-Beley a Nuño
Cada día me agrada más la noticia de la continuación de tu amistad con Gazel, mi discípulo. De ella infiero que ambos sois hombres de bien. Los malvados no pueden ser amigos. En vano se juran mil veces mutua amistad y estrecha unión; en vano uniforman su proceder; en vano trabajan unidos a algún objeto común: nunca creeré que se quieren. El uno engaña al otro, y éste al primero, por recíprocos intereses de fortuna o esperanza de ella. Para esto, sin duda necesitan ostentar una amistad firmísima con una aparente confianza. Pero de nadie se desconfían más que el uno del otro, porque el primero conoce los fraudes del segundo, a menos que se recaten mutuamente el uno del otro; en cuyo caso habrá mucha menor franqueza y, por consiguiente, menor amistad. No dudo que ambos se unan muy de veras en daño de un tercero; pero perdido éste, los dos inmediatamente riñen por quedar uno solo en posesión del bocado que arrebataron de las manos del perdido; así como dos salteadores de camino se juntan para robar al pasajero, pero luego se hieren mutuamente sobre repartir lo que han robado. De aquí viene que el pueblo ignorante se admire cuando ve convertida en odio la amistad que tan pura y firme le parecía. «¡Alá! ¡Alá!, dicen: ¿quién creyera que aquellos dos se separaran al cabo de tantos años? ¡Qué corazón el del hombre! ¡Qué inconstante! ¿Adónde te refugiaste, santa amistad? ¿Dónde te hallaremos? ¡Creíamos que tu asilo era el pecho de cualquiera de éstos dos, y ambos te destierran!». Pero considérese las circunstancias de este caso, y se conocerá que todas éstas son varias declamaciones e injurias al corazón humano. Si el vulgo (tan discretamente llamado profano por un poeta filósofo latino, cuyas obras me envió Gazel), si el vulgo, digo, profano supiese la verdadera clave de esta y de otras maravillas, no se espantaría de tantas. Entendería que aquella amistad no lo fue, ni mereció más nombre que el de una mutua traición, conocida por ambas partes y mantenida por las mismas el tiempo que pareció conducente.
Al contrario, entre dos corazones rectos, la amistad crece con el trato. El recíproco conocimiento de las bellas prendas que por días se van descubriendo aumenta la mutua estimación. El consuelo que el hombre bueno recibe viendo crecer el fruto de la bondad de su amigo le estimula a cultivar más y más la suya propia. Este gozo, que tanto eleva al virtuoso, jamás puede negar a gozarle, ni aun a conocerle, el malvado. La naturaleza le niega un número grande de gustos inocentes y puros, en trueque de las satisfacciones inicuas que él mismo se procura fabricar con su talento siniestramente dirigido. En fin, dos malvados felices a costa de delitos se miran con envidia, y la parte de prosperidad que goza el uno es tormento para el otro. Pero dos hombres justos, cuando se hallen en alguna situación dichosa, gozan no sólo de su propia dicha cada uno, sino también de la del otro. De donde se infiere que la maldad, aun en el mayor auge de la fortuna, es semilla abundante de recelos y sustos; y que, al contrario, la bondad, aun cuando parece desdichada, es fuente continua de gustos, delicias y sosiego.
Éste es mi dictamen sobre la amistad de los buenos y malos; y no lo fundo sólo en esta especulación, que me parece justa, sino en repetidos ejemplares que abundan en el mundo.
Carta XLVI
de José Cadalso
Ben-Beley a Nuño
Cada día me agrada más la noticia de la continuación de tu amistad con Gazel, mi discípulo. De ella infiero que ambos sois hombres de bien. Los malvados no pueden ser amigos. En vano se juran mil veces mutua amistad y estrecha unión; en vano uniforman su proceder; en vano trabajan unidos a algún objeto común: nunca creeré que se quieren. El uno engaña al otro, y éste al primero, por recíprocos intereses de fortuna o esperanza de ella. Para esto, sin duda necesitan ostentar una amistad firmísima con una aparente confianza. Pero de nadie se desconfían más que el uno del otro, porque el primero conoce los fraudes del segundo, a menos que se recaten mutuamente el uno del otro; en cuyo caso habrá mucha menor franqueza y, por consiguiente, menor amistad. No dudo que ambos se unan muy de veras en daño de un tercero; pero perdido éste, los dos inmediatamente riñen por quedar uno solo en posesión del bocado que arrebataron de las manos del perdido; así como dos salteadores de camino se juntan para robar al pasajero, pero luego se hieren mutuamente sobre repartir lo que han robado. De aquí viene que el pueblo ignorante se admire cuando ve convertida en odio la amistad que tan pura y firme le parecía. «¡Alá! ¡Alá!, dicen: ¿quién creyera que aquellos dos se separaran al cabo de tantos años? ¡Qué corazón el del hombre! ¡Qué inconstante! ¿Adónde te refugiaste, santa amistad? ¿Dónde te hallaremos? ¡Creíamos que tu asilo era el pecho de cualquiera de éstos dos, y ambos te destierran!». Pero considérese las circunstancias de este caso, y se conocerá que todas éstas son varias declamaciones e injurias al corazón humano. Si el vulgo (tan discretamente llamado profano por un poeta filósofo latino, cuyas obras me envió Gazel), si el vulgo, digo, profano supiese la verdadera clave de esta y de otras maravillas, no se espantaría de tantas. Entendería que aquella amistad no lo fue, ni mereció más nombre que el de una mutua traición, conocida por ambas partes y mantenida por las mismas el tiempo que pareció conducente.
Al contrario, entre dos corazones rectos, la amistad crece con el trato. El recíproco conocimiento de las bellas prendas que por días se van descubriendo aumenta la mutua estimación. El consuelo que el hombre bueno recibe viendo crecer el fruto de la bondad de su amigo le estimula a cultivar más y más la suya propia. Este gozo, que tanto eleva al virtuoso, jamás puede negar a gozarle, ni aun a conocerle, el malvado. La naturaleza le niega un número grande de gustos inocentes y puros, en trueque de las satisfacciones inicuas que él mismo se procura fabricar con su talento siniestramente dirigido. En fin, dos malvados felices a costa de delitos se miran con envidia, y la parte de prosperidad que goza el uno es tormento para el otro. Pero dos hombres justos, cuando se hallen en alguna situación dichosa, gozan no sólo de su propia dicha cada uno, sino también de la del otro. De donde se infiere que la maldad, aun en el mayor auge de la fortuna, es semilla abundante de recelos y sustos; y que, al contrario, la bondad, aun cuando parece desdichada, es fuente continua de gustos, delicias y sosiego.
Éste es mi dictamen sobre la amistad de los buenos y malos; y no lo fundo sólo en esta especulación, que me parece justa, sino en repetidos ejemplares que abundan en el mundo.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLVII
de José Cadalso
Respuesta de la anterior
Veo que nos conformamos mucho en las ideas de virtud, amistad y vicio, como también en la justicia que hacemos al corazón del hombre en medio de la universal sátira que padece la humanidad en nuestros días. Bien me lo prueba tu carta, pero si se publicase pocos la entenderían. La mayor parte de los lectores la tendría por un trozo de moral abstracto y casi de ningún servicio en el trato humano. Reiríanse de ello los mismos que lloran algunas veces de resulta de no observarse semejante doctrina. Ésta es otra de nuestras flaquezas, y de las más antiguas, pues no fue el siglo de Augusto el primero que dio motivo a decir: conozco lo mejor y sigo lo peor; y desde aquél al nuestro han pasado muchos, todos muy parecidos los unos a los otros.
Carta XLVII
de José Cadalso
Respuesta de la anterior
Veo que nos conformamos mucho en las ideas de virtud, amistad y vicio, como también en la justicia que hacemos al corazón del hombre en medio de la universal sátira que padece la humanidad en nuestros días. Bien me lo prueba tu carta, pero si se publicase pocos la entenderían. La mayor parte de los lectores la tendría por un trozo de moral abstracto y casi de ningún servicio en el trato humano. Reiríanse de ello los mismos que lloran algunas veces de resulta de no observarse semejante doctrina. Ésta es otra de nuestras flaquezas, y de las más antiguas, pues no fue el siglo de Augusto el primero que dio motivo a decir: conozco lo mejor y sigo lo peor; y desde aquél al nuestro han pasado muchos, todos muy parecidos los unos a los otros.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLVIII
de José Cadalso
De Nuño a Ben-Beley
He visto en una de las cartas que Gazel te escribe un retrato horroroso del siglo actual, y la ridícula defensa de él, hecha por un hombre muy superficial e ignorante. Partamos la diferencia tú y yo entre los dos pareceres; y sin dejar de conocer que no es la era tan buena ni tan mala como se dice, confesemos que lo peor que tiene este siglo es que lo defiendan como cosa propia semejantes abogados. El que se ve en esta carta oponerse a la demasiado rigurosa crítica de Gazel es capaz de perder la más segura causa. Emprende la defensa, como otros muchos, por el lado que muestra más flaqueza y ridiculez. Si en lugar de querer sostener estas locuras se hiciera cargo de lo que merece verdaderos aplausos, hubiera dado sin duda al africano mejor opinión de la era en que vino a Europa. Otro efecto le hubiera causado una relación de la suavidad de costumbres, humanidad en la guerra, noble uso de las victorias, blandura en los gobiernos; los adelantamientos en las matemáticas y física; el mutuo comercio de talentos por medio de las traducciones que se hacen en todas las lenguas de cualquiera obra que sobresale en alguna de ellas. Cuando todas estas ventajas no sean tan efectivas como lo parecen, pueden a lo menos hacer equilibrio con la enumeración de desdichas que hace Gazel; y siempre que los bienes y los males, los delitos y las virtudes estén en igual balanza, no puede llamarse tan infeliz el siglo en que se note esta igualdad, respecto del número que nos muestra la historia llenos de miserias y horrores, y sin una época siquiera que consuele al género humano.
Carta XLVIII
de José Cadalso
De Nuño a Ben-Beley
He visto en una de las cartas que Gazel te escribe un retrato horroroso del siglo actual, y la ridícula defensa de él, hecha por un hombre muy superficial e ignorante. Partamos la diferencia tú y yo entre los dos pareceres; y sin dejar de conocer que no es la era tan buena ni tan mala como se dice, confesemos que lo peor que tiene este siglo es que lo defiendan como cosa propia semejantes abogados. El que se ve en esta carta oponerse a la demasiado rigurosa crítica de Gazel es capaz de perder la más segura causa. Emprende la defensa, como otros muchos, por el lado que muestra más flaqueza y ridiculez. Si en lugar de querer sostener estas locuras se hiciera cargo de lo que merece verdaderos aplausos, hubiera dado sin duda al africano mejor opinión de la era en que vino a Europa. Otro efecto le hubiera causado una relación de la suavidad de costumbres, humanidad en la guerra, noble uso de las victorias, blandura en los gobiernos; los adelantamientos en las matemáticas y física; el mutuo comercio de talentos por medio de las traducciones que se hacen en todas las lenguas de cualquiera obra que sobresale en alguna de ellas. Cuando todas estas ventajas no sean tan efectivas como lo parecen, pueden a lo menos hacer equilibrio con la enumeración de desdichas que hace Gazel; y siempre que los bienes y los males, los delitos y las virtudes estén en igual balanza, no puede llamarse tan infeliz el siglo en que se note esta igualdad, respecto del número que nos muestra la historia llenos de miserias y horrores, y sin una época siquiera que consuele al género humano.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLIX
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
¿Quién creyera que la lengua tenida universalmente por la más hermosa de todas las vivas dos siglos ha, sea hoy una de las menos apreciables? Tal es la priesa que se han dado a echarla a perder los españoles. El abuso de su flexibilidad, digámoslo así, la poca economía en figuras y frases de muchos autores del siglo pasado, y la esclavitud de los traductores de presente a sus originales, han despojado este idioma de sus naturales hermosuras, cuales eran laconismo, abundancia y energía. Los franceses han hermoseado el suyo al paso que los españoles lo han desfigurado. Un párrafo de Montesquieu y otros coetáneos tiene tal abundancia de las tres hermosuras referidas, que no parecían caber en el idioma francés; y siendo anteriores con un siglo y algo más los autores que han escrito en buen castellano, los españoles del día parecen haber hecho asunto formal de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, cuando se hallan con alguna hermosura en algún original francés, italiano o inglés, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos, con lo cual consiguen todo lo siguiente:
Defraudan el original de su verdadero mérito, pues no dan la verdadera idea de él en la traducción.
Añaden al castellano mil frases impertinentes.
Lisonjean al extranjero, haciéndole creer que la lengua española es subalterna a las otras.
Alucinan a muchos jóvenes españoles, disuadiéndoles del indispensable estudio de su lengua natal.
Sobre estos particulares suele decirme Nuño: «Algunas veces me puse a traducir, cuando muchacho, varios trozos de literatura extranjera; porque así como algunas naciones no tuvieron a menos el traducir nuestras obras en los siglos en que éstas lo merecían, así debemos nosotros portarnos con ellas en lo actual. El método que seguí fue éste: leía un párrafo del original con todo cuidado; procuraba tomarle el sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente, y luego me preguntaba yo a mí mismo: si yo hubiese de poner en castellano la idea que me ha producido esta especie que he leído, ¿cómo lo haría? Después recapacitaba si algún autor antiguo español había dicho cosa que se le pareciese; si se me figuraba que sí, iba a leerlo, y tomaba todo lo que me parecía ser análogo a lo que deseaba. Esta familiaridad con los españoles del XVI siglo y algunos del XVII me sacó de muchos apuros, y sin esta ayuda es formalmente imposible el salir de ellos, a no cometer los vicios de estilo que son tan comunes. Más te diré. Creyendo la transmigración de las artes tan firmemente como cree la de las almas cualquiera buen pitagorista, he creído ver en el castellano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pedro Ciruelo, Francisco Sánchez llamado el Brocense, Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Garcilaso, Argensola, Herrera, Álava, Cervantes y otros, las semillas que tan felizmente han cultivado los franceses de la mitad última del siglo pasado, de que tanto fruto han sacado los del actual. En medio del justo respeto que siempre han observado las plumas españolas en materias de religión y gobierno, he visto en los referidos autores excelentes trozos, así de pensamiento como de locución, hasta en las materias frívolas de pasatiempo gracioso; y en aquellas en que la crítica con sobrada libertad suele mezclar lo frívolo con lo serio, y que es precisamente el género que más atractivo tiene en lo moderno extranjero, hallo mucho en lo antiguo nacional, así impreso como inédito. Y en fin, concluyo que, bien entendido y practicado nuestro idioma, según lo han manejado los maestros arriba citados, no necesita más echarlo a perder en la traducción de lo que se escribe, bueno o malo, en lo restante de Europa; y a la verdad, prescindiendo de lo que han adelantado en física y matemática, por lo demás no hacen absoluta falta las traducciones».
Esto suele decir Nuño cuando habla seriamente en este punto.
Carta XLIX
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
¿Quién creyera que la lengua tenida universalmente por la más hermosa de todas las vivas dos siglos ha, sea hoy una de las menos apreciables? Tal es la priesa que se han dado a echarla a perder los españoles. El abuso de su flexibilidad, digámoslo así, la poca economía en figuras y frases de muchos autores del siglo pasado, y la esclavitud de los traductores de presente a sus originales, han despojado este idioma de sus naturales hermosuras, cuales eran laconismo, abundancia y energía. Los franceses han hermoseado el suyo al paso que los españoles lo han desfigurado. Un párrafo de Montesquieu y otros coetáneos tiene tal abundancia de las tres hermosuras referidas, que no parecían caber en el idioma francés; y siendo anteriores con un siglo y algo más los autores que han escrito en buen castellano, los españoles del día parecen haber hecho asunto formal de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, cuando se hallan con alguna hermosura en algún original francés, italiano o inglés, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos, con lo cual consiguen todo lo siguiente:
Defraudan el original de su verdadero mérito, pues no dan la verdadera idea de él en la traducción.
Añaden al castellano mil frases impertinentes.
Lisonjean al extranjero, haciéndole creer que la lengua española es subalterna a las otras.
Alucinan a muchos jóvenes españoles, disuadiéndoles del indispensable estudio de su lengua natal.
Sobre estos particulares suele decirme Nuño: «Algunas veces me puse a traducir, cuando muchacho, varios trozos de literatura extranjera; porque así como algunas naciones no tuvieron a menos el traducir nuestras obras en los siglos en que éstas lo merecían, así debemos nosotros portarnos con ellas en lo actual. El método que seguí fue éste: leía un párrafo del original con todo cuidado; procuraba tomarle el sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente, y luego me preguntaba yo a mí mismo: si yo hubiese de poner en castellano la idea que me ha producido esta especie que he leído, ¿cómo lo haría? Después recapacitaba si algún autor antiguo español había dicho cosa que se le pareciese; si se me figuraba que sí, iba a leerlo, y tomaba todo lo que me parecía ser análogo a lo que deseaba. Esta familiaridad con los españoles del XVI siglo y algunos del XVII me sacó de muchos apuros, y sin esta ayuda es formalmente imposible el salir de ellos, a no cometer los vicios de estilo que son tan comunes. Más te diré. Creyendo la transmigración de las artes tan firmemente como cree la de las almas cualquiera buen pitagorista, he creído ver en el castellano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pedro Ciruelo, Francisco Sánchez llamado el Brocense, Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Garcilaso, Argensola, Herrera, Álava, Cervantes y otros, las semillas que tan felizmente han cultivado los franceses de la mitad última del siglo pasado, de que tanto fruto han sacado los del actual. En medio del justo respeto que siempre han observado las plumas españolas en materias de religión y gobierno, he visto en los referidos autores excelentes trozos, así de pensamiento como de locución, hasta en las materias frívolas de pasatiempo gracioso; y en aquellas en que la crítica con sobrada libertad suele mezclar lo frívolo con lo serio, y que es precisamente el género que más atractivo tiene en lo moderno extranjero, hallo mucho en lo antiguo nacional, así impreso como inédito. Y en fin, concluyo que, bien entendido y practicado nuestro idioma, según lo han manejado los maestros arriba citados, no necesita más echarlo a perder en la traducción de lo que se escribe, bueno o malo, en lo restante de Europa; y a la verdad, prescindiendo de lo que han adelantado en física y matemática, por lo demás no hacen absoluta falta las traducciones».
Esto suele decir Nuño cuando habla seriamente en este punto.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta L
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
El uso fácil de la imprenta, el mucho comercio, las alianzas entre los príncipes y otros motivos han hecho comunes a toda la Europa las producciones de cada reino de ella. No obstante, lo que más ha unido a los sabios europeos de diferentes países es el número de traducciones de unas lenguas en otras; pero no creas que esta comodidad sea tan grande como te figuras desde luego. En las ciencias positivas, no dudo que lo sea, porque las voces y frases para tratarlas en todos los países son casi las propias, distinguiéndose éstas muy poco en la sintaxis, y aquéllas sólo en la terminación, o tal vez en la pronunciación de las terminaciones; pero en las materias puramente de moralidad, crítica, historia o pasatiempo, suele haber mil yerros en las traducciones, por las varias índoles de cada idioma. Una frase, al parecer la misma, suele ser en la realidad muy diferente, porque en una lengua es sublime, en otra es baja, y en otra media. De aquí viene que no sólo no se da el verdadero sentido que tiene en una, si le traduce exactamente, sino que el mismo traductor no la entiende, y, por consiguiente, da a su nación una siniestra idea del autor extranjero, siguiendo a tanto exceso alguna vez este daño, que se dejan de traducir muchas cosas porque suenan mal a quien emprendiera de buena gana la traducción si le sonasen bien, como si le acompañaran las cosas necesarias para este ingrato trabajo, cuales son a saber: su lengua, la extraña, la materia y las costumbres también de ambas naciones. De aquí nace la imposibilidad positiva de traducirse algunas obras. El poema burlesco de los ingleses titulado Hudibras no puede pasarse a lengua alguna del continente de Europa. Por lo mismo, nunca pasarán los Pirineos las letrillas satíricas de Góngora, y por lo propio muchas comedias de Molière jamás gustarán sino en Francia, aunque sean todas composiciones perfectas en sus líneas.
Esto, que parece desgracia, lo he mirado siempre como fortuna. Basta que los hombres sepan participarse los frutos que sacan de las ciencias y artes útiles, sin que también se comuniquen sus extravagancias. La nobleza francesa tiene cierta especie de vanidad: exprésela el cómico censor en la comedia Le Glorieux, sin que esta necedad se comunique a la nobleza española; porque ésta, que es por lo menos tan vana como la otra, se halla muy bien reprendida del mismo vicio, a su modo, en la ejecutoria del drama intitulado El Dómine Lucas, sin que se pegue igual locura a la francesa. Hartas ridiculeces tiene cada nación sin copiar las extrañas. La imperfección en que se hallan aún hoy las facultades beneméritas de la sociedad humana prueba que necesita del esfuerzo unido de todas las naciones que conocen la utilidad de la cultura.
Carta L
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
El uso fácil de la imprenta, el mucho comercio, las alianzas entre los príncipes y otros motivos han hecho comunes a toda la Europa las producciones de cada reino de ella. No obstante, lo que más ha unido a los sabios europeos de diferentes países es el número de traducciones de unas lenguas en otras; pero no creas que esta comodidad sea tan grande como te figuras desde luego. En las ciencias positivas, no dudo que lo sea, porque las voces y frases para tratarlas en todos los países son casi las propias, distinguiéndose éstas muy poco en la sintaxis, y aquéllas sólo en la terminación, o tal vez en la pronunciación de las terminaciones; pero en las materias puramente de moralidad, crítica, historia o pasatiempo, suele haber mil yerros en las traducciones, por las varias índoles de cada idioma. Una frase, al parecer la misma, suele ser en la realidad muy diferente, porque en una lengua es sublime, en otra es baja, y en otra media. De aquí viene que no sólo no se da el verdadero sentido que tiene en una, si le traduce exactamente, sino que el mismo traductor no la entiende, y, por consiguiente, da a su nación una siniestra idea del autor extranjero, siguiendo a tanto exceso alguna vez este daño, que se dejan de traducir muchas cosas porque suenan mal a quien emprendiera de buena gana la traducción si le sonasen bien, como si le acompañaran las cosas necesarias para este ingrato trabajo, cuales son a saber: su lengua, la extraña, la materia y las costumbres también de ambas naciones. De aquí nace la imposibilidad positiva de traducirse algunas obras. El poema burlesco de los ingleses titulado Hudibras no puede pasarse a lengua alguna del continente de Europa. Por lo mismo, nunca pasarán los Pirineos las letrillas satíricas de Góngora, y por lo propio muchas comedias de Molière jamás gustarán sino en Francia, aunque sean todas composiciones perfectas en sus líneas.
Esto, que parece desgracia, lo he mirado siempre como fortuna. Basta que los hombres sepan participarse los frutos que sacan de las ciencias y artes útiles, sin que también se comuniquen sus extravagancias. La nobleza francesa tiene cierta especie de vanidad: exprésela el cómico censor en la comedia Le Glorieux, sin que esta necedad se comunique a la nobleza española; porque ésta, que es por lo menos tan vana como la otra, se halla muy bien reprendida del mismo vicio, a su modo, en la ejecutoria del drama intitulado El Dómine Lucas, sin que se pegue igual locura a la francesa. Hartas ridiculeces tiene cada nación sin copiar las extrañas. La imperfección en que se hallan aún hoy las facultades beneméritas de la sociedad humana prueba que necesita del esfuerzo unido de todas las naciones que conocen la utilidad de la cultura.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Una de las palabras cuya explicación ocupa más lugar en el diccionario de mi amigo Nuño es la voz política, y su adjetivo derivado político. Quiero copiarte todo el párrafo; dice así:
«Política viene de la voz griega que significa ciudad, de donde se infiere que su verdadero sentido es la ciencia de gobernar los pueblos, y que los políticos son aquellos que están en semejantes encargos o, por lo menos, en carrera de llegar a estar en ellos. En este supuesto, aquí acabaría este artículo, pues venero su carácter; pero han usurpado este nombre estos sujetos que se hallan muy lejos de verse en tal situación ni merecer tal respeto. Y de la corrupción de esta palabra mal apropiada a estas gentes nace la precisión de extenderme más.
»Políticos de esta segunda especie son unos hombres que de noche no sueñan y de día no piensan sino en hacer fortuna por cuantos medios se ofrezcan. Las tres potencias del alma racional y los cinco sentidos del cuerpo humano se reducen a una desmesurada ambición en semejantes hombres. Ni quieren, ni entienden, ni se acuerdan de cosa que no vaya dirigida a este fin. La naturaleza pierde toda su hermosura en el ánimo de ellos. Un jardín no es fragrante, ni una fruta es deliciosa, ni un campo es ameno, ni un bosque frondoso, ni las diversiones tienen atractivo, ni la comida les satisface, ni la conversación les ofrece gusto, ni la salud les produce alegría, ni la amistad les da consuelo, ni el amor les presenta delicia, ni la juventud les fortalece. Nada importan las cosas del mundo en el día, la hora, el minuto, que no adelantan un paso en la carrera de la fortuna. Los demás hombres pasan por varias alteraciones de gustos y penas; pero éstos no conocen más que un gusto, y es el de adelantarse, y así tienen, no por pena, sino por tormentos inaguantables, todas las varias contingencias e infinitas casualidades de la vida humana. Para ellos, todo inferior es un esclavo, todo igual un enemigo, todo superior un tirano. La risa y el llanto en estos hombres son como las aguas del río que han pasado por parajes pantanosos: vienen tan turbias, que no es posible distinguir su verdadero sabor y color. El continuo artificio, que ya se hace segunda naturaleza en ellos, los hace insufribles aun a sí mismos. Se piden cuenta del poco tiempo que han dejado de aprovechar en seguir por entre precipicios el fantasma de la ambición que les guía. En su concepto, el día es corto para sus ideas, y demasiado largo para las de los otros. Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser defectuosos, por más que quieran parecer semidioses».
En medio de lo odioso que es y debe ser a lo común de los hombres el que está agitado de semejante delirio, y que a manera del frenético debiera estar encadenado porque no haga daño a cuantos hombres, mujeres y niños encuentre por las calles, suele ser divertido su manejo para el que lo ve de lejos. Aquella diversidad de astucias, ardides y artificios es un gracioso espectáculo para quien no la teme. Pero para lo que no basta la paciencia humana es para mirar todas estas máquinas manejadas por un ignorante ciego, que se figura a sí mismo tan incomprensible como los demás le conocen necio. Creen muchos de éstos que la mala intención puede suplir al talento, a la viveza, y al demás conjunto que se ven en muchos libros, pero en pocas personas.
Carta LI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Una de las palabras cuya explicación ocupa más lugar en el diccionario de mi amigo Nuño es la voz política, y su adjetivo derivado político. Quiero copiarte todo el párrafo; dice así:
«Política viene de la voz griega que significa ciudad, de donde se infiere que su verdadero sentido es la ciencia de gobernar los pueblos, y que los políticos son aquellos que están en semejantes encargos o, por lo menos, en carrera de llegar a estar en ellos. En este supuesto, aquí acabaría este artículo, pues venero su carácter; pero han usurpado este nombre estos sujetos que se hallan muy lejos de verse en tal situación ni merecer tal respeto. Y de la corrupción de esta palabra mal apropiada a estas gentes nace la precisión de extenderme más.
»Políticos de esta segunda especie son unos hombres que de noche no sueñan y de día no piensan sino en hacer fortuna por cuantos medios se ofrezcan. Las tres potencias del alma racional y los cinco sentidos del cuerpo humano se reducen a una desmesurada ambición en semejantes hombres. Ni quieren, ni entienden, ni se acuerdan de cosa que no vaya dirigida a este fin. La naturaleza pierde toda su hermosura en el ánimo de ellos. Un jardín no es fragrante, ni una fruta es deliciosa, ni un campo es ameno, ni un bosque frondoso, ni las diversiones tienen atractivo, ni la comida les satisface, ni la conversación les ofrece gusto, ni la salud les produce alegría, ni la amistad les da consuelo, ni el amor les presenta delicia, ni la juventud les fortalece. Nada importan las cosas del mundo en el día, la hora, el minuto, que no adelantan un paso en la carrera de la fortuna. Los demás hombres pasan por varias alteraciones de gustos y penas; pero éstos no conocen más que un gusto, y es el de adelantarse, y así tienen, no por pena, sino por tormentos inaguantables, todas las varias contingencias e infinitas casualidades de la vida humana. Para ellos, todo inferior es un esclavo, todo igual un enemigo, todo superior un tirano. La risa y el llanto en estos hombres son como las aguas del río que han pasado por parajes pantanosos: vienen tan turbias, que no es posible distinguir su verdadero sabor y color. El continuo artificio, que ya se hace segunda naturaleza en ellos, los hace insufribles aun a sí mismos. Se piden cuenta del poco tiempo que han dejado de aprovechar en seguir por entre precipicios el fantasma de la ambición que les guía. En su concepto, el día es corto para sus ideas, y demasiado largo para las de los otros. Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser defectuosos, por más que quieran parecer semidioses».
En medio de lo odioso que es y debe ser a lo común de los hombres el que está agitado de semejante delirio, y que a manera del frenético debiera estar encadenado porque no haga daño a cuantos hombres, mujeres y niños encuentre por las calles, suele ser divertido su manejo para el que lo ve de lejos. Aquella diversidad de astucias, ardides y artificios es un gracioso espectáculo para quien no la teme. Pero para lo que no basta la paciencia humana es para mirar todas estas máquinas manejadas por un ignorante ciego, que se figura a sí mismo tan incomprensible como los demás le conocen necio. Creen muchos de éstos que la mala intención puede suplir al talento, a la viveza, y al demás conjunto que se ven en muchos libros, pero en pocas personas.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LII
de José Cadalso
De Nuño a Gazel
Entre ser hombres de bien y no ser hombres de bien, no hay medio. Si lo hubiera, no sería tanto el número de pícaros. La alternativa de no hacer mal a alguno, o de atrasarse uno mismo si no hace mal a otro, es de una tiranía tan despótica que sólo puede resistirse a ella por la invencible fuerza de la virtud. Pero la virtud está muy desairada en la corrupción del mundo para tener atractivo alguno. Su mayor trofeo es el respeto de la menor parte de los hombres.
Carta LII
de José Cadalso
De Nuño a Gazel
Entre ser hombres de bien y no ser hombres de bien, no hay medio. Si lo hubiera, no sería tanto el número de pícaros. La alternativa de no hacer mal a alguno, o de atrasarse uno mismo si no hace mal a otro, es de una tiranía tan despótica que sólo puede resistirse a ella por la invencible fuerza de la virtud. Pero la virtud está muy desairada en la corrupción del mundo para tener atractivo alguno. Su mayor trofeo es el respeto de la menor parte de los hombres.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Ayer estábamos Nuño y yo al balcón de mi posada viendo a un niño jugar con una caña adornada de cintas y papel dorado.
-¡Feliz edad -exclamé yo-, en que aún no conoce el corazón las penas verdaderas y falsos gustos de la vida! ¿Qué le importan a este niño los grandes negocios del mundo? ¿Qué daño le pueden ocasionar los malvados? ¿Qué impresión pueden hacer las mudanzas de la suerte próspera o adversa en su tierno corazón? Los caprichos de la fortuna le son indiferentes. ¡Dichoso el hombre si fuera siempre niño!
-Te equivocas -me dijo Nuño-. Si se le rompe esa caña con que juega; si otro compañero se la quita; si su madre le regaña porque se divierte con ella, le verás tan afligido como un general con la pérdida de la batalla, o un ministro en su caída. Créeme, Gazel, la miseria humana se proporciona a la edad de los hombres; va mudando de especie conforme el cuerpo va pasando por edades, pero el hombre es mísero desde la cuna al sepulcro.
Carta LIII
de José Cadalso
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Ayer estábamos Nuño y yo al balcón de mi posada viendo a un niño jugar con una caña adornada de cintas y papel dorado.
-¡Feliz edad -exclamé yo-, en que aún no conoce el corazón las penas verdaderas y falsos gustos de la vida! ¿Qué le importan a este niño los grandes negocios del mundo? ¿Qué daño le pueden ocasionar los malvados? ¿Qué impresión pueden hacer las mudanzas de la suerte próspera o adversa en su tierno corazón? Los caprichos de la fortuna le son indiferentes. ¡Dichoso el hombre si fuera siempre niño!
-Te equivocas -me dijo Nuño-. Si se le rompe esa caña con que juega; si otro compañero se la quita; si su madre le regaña porque se divierte con ella, le verás tan afligido como un general con la pérdida de la batalla, o un ministro en su caída. Créeme, Gazel, la miseria humana se proporciona a la edad de los hombres; va mudando de especie conforme el cuerpo va pasando por edades, pero el hombre es mísero desde la cuna al sepulcro.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LIV
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
La voz fortuna y la frase hacer fortuna me han gustado en el diccionario de Nuño. Después de explicarlas, añade lo siguiente:
«El que aspire a hacer fortuna por medios honrosos no tiene más que uno en que fundar su esperanza, a saber, el mérito. El que sea menos escrupuloso tiene mayor número en que escoger, a saber, todos los vicios y las apariencias de todas las virtudes. Escoja según las circunstancias lo que más le convenga, o por junto o por menor, ocultamente o a las claras, con moderación o sin ella».
Carta LIV
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La voz fortuna y la frase hacer fortuna me han gustado en el diccionario de Nuño. Después de explicarlas, añade lo siguiente:
«El que aspire a hacer fortuna por medios honrosos no tiene más que uno en que fundar su esperanza, a saber, el mérito. El que sea menos escrupuloso tiene mayor número en que escoger, a saber, todos los vicios y las apariencias de todas las virtudes. Escoja según las circunstancias lo que más le convenga, o por junto o por menor, ocultamente o a las claras, con moderación o sin ella».
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-¿Para qué quiere el hombre hacer fortuna? -decía Nuño a uno que no piensa en otra cosa-. Comprendo que el pobre necesitado anhele a tener con qué comer y que el que está en mediana constitución aspire a procurarse algunas más conveniencias; pero tanto conato y desvelo para adquirir dignidades y empleos, no veo a qué conduzcan. En el estado de medianía en que me hallo, vivo con tranquilidad y sin cuidado, sin que mis operaciones sean objeto de la crítica ajena, ni motivo para remordimientos de mi propio corazón. Colocado en la altura que tú apeteces, no comeré más, ni dormiré mejor, ni tendré más amigos, ni he de libertarme de las enfermedades comunes a todos los hombres; por consiguiente, no tendría entonces más gustosa vida que tengo ahora. Sólo una reflexión me hizo en otros tiempos pensar alguna vez en declararme cortesano de la fortuna y solicitar sus favores. ¡Cuán gustoso me sería, decíame yo a mí mismo, el tener en mi mano los medios de hacer bien a mis amigos! Y luego llamaba mi memoria los nombres y prendas de mis más queridos, y los empleos que les daría cuando yo fuese primer ministro; pues nada menos apetecía, porque con nada menos se contentaba mi oficiosa ambición. Éste es mozo de excelentes costumbres, selecta erudición y genio afable: quiero darle un obispado. Otro sujeto de consumada prudencia, genio desinteresado y lo que se llama don de gentes, hágalo virrey de Méjico. Aquél es soldado de vocación, me consta su valor personal, y su cabeza no es menos guerrera que su brazo: le daré un bastón de general. Aquel otro, sobre ser de una casa de las más distinguidas del reino, está impuesto en el derecho de gentes, tiene un mayorazgo cuantioso, sabe disimular una pena y un gusto, ha tenido la curiosidad de leer todos los tratados de paces, y tiene de estas obras la más completa colección: le enviaré a cualquiera de las embajadas de primera clase; y así de los demás amigos.
¡Qué consuelo para mí cuando me pueda mirar como segundo criador de todos éstos! No sólo mis amigos serán partícipes de mi fortuna, sino también con más fuerte razón lo serán mis parientes y criados. ¡Cuántos primos, sobrinos y tíos vendrán de mi lugar y los inmediatos a acogerse a mi sombra! No seré yo como muchos poderosos que desconocen a sus parientes pobres. Muy al contrario, yo mismo presentaré en público todos estos novicios de fortuna hasta que estén colocados, sin negar los vínculos con que naturaleza me ligó a ellos. A su llegada necesitarán mi auxilio; que después ellos mismos se harán lugar por sus prendas y talentos, y más por la obligación de dejarme airoso.
Mis criados también, que habrán sabido asistir con lealtad y trabajo a mi persona, pasar malas noches, llevar mis órdenes y hacer mi voluntad, ¡cuán acreedores son a mi beneficencia! Colocaréles en varios empleos de honra y provecho. A los diez años de mi elevación, la mitad del imperio será hechura mía, y moriré con la complacencia de haber colmado de bienes a cuantos hombres he conocido.
Esta consideración es sin duda muy grata para quien tiene un corazón naturalmente benigno y propenso a la amistad; es capaz de mover el pecho menos ambicioso, y sacar de su retiro al hombre más apartado para hacerle entrar en las carreras de la fortuna y autoridad. Pero dos reflexiones me entibiaron el ardor que me había causado este deseo de hacer bien a otros. La primera es la ingratitud tan frecuente, y casi universal, que se halla en las hechuras, aunque sea de la más inmediata obligación; de lo cual cada uno puede tener suficientes ejemplos en su respectiva esfera. La segunda es que el poderoso así colocado no puede dispensar los empleos y dignidades según su capricho ni voluntad, sino según el mérito de los concurrentes. No es dueño, sino administrador de las dignidades, y debe considerarse como hombre caído de las nubes, sin vínculos de parentesco, amistad ni gratitud, y, por tanto, tendrá mil veces que negar su protección a las personas de su mayor aprecio por no hacer agravio a un desconocido benemérito.
Sólo puede disponer a su arbitrio -añadió Nuño- de los sueldos que goza, según los empleos que ejerce, y de su patrimonio peculiar.
Carta LV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-¿Para qué quiere el hombre hacer fortuna? -decía Nuño a uno que no piensa en otra cosa-. Comprendo que el pobre necesitado anhele a tener con qué comer y que el que está en mediana constitución aspire a procurarse algunas más conveniencias; pero tanto conato y desvelo para adquirir dignidades y empleos, no veo a qué conduzcan. En el estado de medianía en que me hallo, vivo con tranquilidad y sin cuidado, sin que mis operaciones sean objeto de la crítica ajena, ni motivo para remordimientos de mi propio corazón. Colocado en la altura que tú apeteces, no comeré más, ni dormiré mejor, ni tendré más amigos, ni he de libertarme de las enfermedades comunes a todos los hombres; por consiguiente, no tendría entonces más gustosa vida que tengo ahora. Sólo una reflexión me hizo en otros tiempos pensar alguna vez en declararme cortesano de la fortuna y solicitar sus favores. ¡Cuán gustoso me sería, decíame yo a mí mismo, el tener en mi mano los medios de hacer bien a mis amigos! Y luego llamaba mi memoria los nombres y prendas de mis más queridos, y los empleos que les daría cuando yo fuese primer ministro; pues nada menos apetecía, porque con nada menos se contentaba mi oficiosa ambición. Éste es mozo de excelentes costumbres, selecta erudición y genio afable: quiero darle un obispado. Otro sujeto de consumada prudencia, genio desinteresado y lo que se llama don de gentes, hágalo virrey de Méjico. Aquél es soldado de vocación, me consta su valor personal, y su cabeza no es menos guerrera que su brazo: le daré un bastón de general. Aquel otro, sobre ser de una casa de las más distinguidas del reino, está impuesto en el derecho de gentes, tiene un mayorazgo cuantioso, sabe disimular una pena y un gusto, ha tenido la curiosidad de leer todos los tratados de paces, y tiene de estas obras la más completa colección: le enviaré a cualquiera de las embajadas de primera clase; y así de los demás amigos.
¡Qué consuelo para mí cuando me pueda mirar como segundo criador de todos éstos! No sólo mis amigos serán partícipes de mi fortuna, sino también con más fuerte razón lo serán mis parientes y criados. ¡Cuántos primos, sobrinos y tíos vendrán de mi lugar y los inmediatos a acogerse a mi sombra! No seré yo como muchos poderosos que desconocen a sus parientes pobres. Muy al contrario, yo mismo presentaré en público todos estos novicios de fortuna hasta que estén colocados, sin negar los vínculos con que naturaleza me ligó a ellos. A su llegada necesitarán mi auxilio; que después ellos mismos se harán lugar por sus prendas y talentos, y más por la obligación de dejarme airoso.
Mis criados también, que habrán sabido asistir con lealtad y trabajo a mi persona, pasar malas noches, llevar mis órdenes y hacer mi voluntad, ¡cuán acreedores son a mi beneficencia! Colocaréles en varios empleos de honra y provecho. A los diez años de mi elevación, la mitad del imperio será hechura mía, y moriré con la complacencia de haber colmado de bienes a cuantos hombres he conocido.
Esta consideración es sin duda muy grata para quien tiene un corazón naturalmente benigno y propenso a la amistad; es capaz de mover el pecho menos ambicioso, y sacar de su retiro al hombre más apartado para hacerle entrar en las carreras de la fortuna y autoridad. Pero dos reflexiones me entibiaron el ardor que me había causado este deseo de hacer bien a otros. La primera es la ingratitud tan frecuente, y casi universal, que se halla en las hechuras, aunque sea de la más inmediata obligación; de lo cual cada uno puede tener suficientes ejemplos en su respectiva esfera. La segunda es que el poderoso así colocado no puede dispensar los empleos y dignidades según su capricho ni voluntad, sino según el mérito de los concurrentes. No es dueño, sino administrador de las dignidades, y debe considerarse como hombre caído de las nubes, sin vínculos de parentesco, amistad ni gratitud, y, por tanto, tendrá mil veces que negar su protección a las personas de su mayor aprecio por no hacer agravio a un desconocido benemérito.
Sólo puede disponer a su arbitrio -añadió Nuño- de los sueldos que goza, según los empleos que ejerce, y de su patrimonio peculiar.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LVI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Los días de correo o de ocupación suelo pasar después de comer a una casa inmediata a la mía, donde se juntan bastantes gentes que forman una graciosa tertulia. Siempre he hallado en su conversación cosa que me quite la melancolía y distraiga de cosas serías y pesadas; pero la ocurrencia de hoy me ha hecho mucha gracia. Entré cuando acababan de tomar café y empezaban a conversar. Una señora se iba a poner al clave; dos señoritos de poca edad leían con mucho misterio un papel en el balcón; otra dama estaba haciendo una escarapela; un oficial joven estaba vuelto de espaldas a la chimenea; uno viejo empezaba a roncar sentado en un sillón a la lumbre; un abate miraba al jardín, y al mismo tiempo leía algo en un libro negro y dorado; y otras gentes hablaban. Saludáronme al entrar todos, menos unas tres señoras y otros tantos jóvenes que estaban embebidos en una conversación al parecer la más seria. -Hijas mías -decía una de ellas-, nuestra España nunca será más de lo que es. Bien sabe el cielo que me muero de pesadumbre, porque quiero bien a mi patria. -Vergüenza tengo de ser española -decía la segunda-. -¿Qué dirán las naciones extrañas? -decía la que faltaba. -¡Jesús, y cuánto mejor fuera haberme quedado yo en el convento en Francia, que no venir a España a ver estas miserias! -dijo la que aún no había hablado. -Teniente coronel soy yo, y con algunos méritos extraordinarios; pero quisiera ser alférez de húsares en Hungría primero que vivir en España -dijo uno de los tres que estaban con las tres. -Bien lo he dicho yo mil veces -dijo uno del triunvirato-, bien lo he dicho yo: la monarquía no puede durar lo que queda del siglo; la decadencia es rápida, la ruina inmediata. ¡Lástima como ella! ¡Válgame Dios! -Pero, señor -dijo el que quedaba- ¿no se toma providencia para semejantes daños? Me aturdo. Crean ustedes que en estos casos siente un hombre saber leer y escribir. ¿Qué dirán de nosotros más allá de los Pirineos?
Asustáronse todos al oír tales lamentaciones. -¿Qué es esto? -decían unos. -¿Qué hay? -repetían otros. Proseguían las tres parejas con sus quejas y gemidos, deseoso cada uno y cada una de sobresalir en lo enérgico. Yo también sentíme conmovido al oír tanta ponderación de males, y, aunque menos interesado que los otros en los sucesos de esta nación, pregunté cuál era el motivo de tanto lamento. -¿Es acaso -dije yo- alguna noticia de haber desembarcado los argelinos en la costa de Andalucía y haber devastado aquellas hermosas provincias? -No, no -me dijo una dama-; no, no; más que eso es lo que lloramos. -¿Se ha aparecido alguna nueva nación de indios bravos y han invadido el Nuevo Méjico por el Norte? -Tampoco es eso, sino mucho más que eso -dijo otra de las patriotas. -¿Alguna peste -insté yo- ha acabado con todos los ganados de España, de modo que esta nación se vea privada de sus lanas preciosísimas? -Poco importa eso -dijo uno de los celosos ciudadanos- respecto de lo que pasa.
Fuiles diciendo otra infinidad de daños públicos a que están expuestas las monarquías, preguntando si alguno de ellos había sucedido, cuando al cabo de mucho tiempo, lágrimas, sollozos, suspiros, quejas, lamentos, llantos, y hasta invectivas contra los astros y estrellas, la que había callado, y que parecía la más juiciosa de todas, exclamó con voz muy dolorida: -¿Creerás, Gazel, que en todo Madrid no se ha hallado cinta de este color, por mas que se ha buscado?
Carta LVI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Los días de correo o de ocupación suelo pasar después de comer a una casa inmediata a la mía, donde se juntan bastantes gentes que forman una graciosa tertulia. Siempre he hallado en su conversación cosa que me quite la melancolía y distraiga de cosas serías y pesadas; pero la ocurrencia de hoy me ha hecho mucha gracia. Entré cuando acababan de tomar café y empezaban a conversar. Una señora se iba a poner al clave; dos señoritos de poca edad leían con mucho misterio un papel en el balcón; otra dama estaba haciendo una escarapela; un oficial joven estaba vuelto de espaldas a la chimenea; uno viejo empezaba a roncar sentado en un sillón a la lumbre; un abate miraba al jardín, y al mismo tiempo leía algo en un libro negro y dorado; y otras gentes hablaban. Saludáronme al entrar todos, menos unas tres señoras y otros tantos jóvenes que estaban embebidos en una conversación al parecer la más seria. -Hijas mías -decía una de ellas-, nuestra España nunca será más de lo que es. Bien sabe el cielo que me muero de pesadumbre, porque quiero bien a mi patria. -Vergüenza tengo de ser española -decía la segunda-. -¿Qué dirán las naciones extrañas? -decía la que faltaba. -¡Jesús, y cuánto mejor fuera haberme quedado yo en el convento en Francia, que no venir a España a ver estas miserias! -dijo la que aún no había hablado. -Teniente coronel soy yo, y con algunos méritos extraordinarios; pero quisiera ser alférez de húsares en Hungría primero que vivir en España -dijo uno de los tres que estaban con las tres. -Bien lo he dicho yo mil veces -dijo uno del triunvirato-, bien lo he dicho yo: la monarquía no puede durar lo que queda del siglo; la decadencia es rápida, la ruina inmediata. ¡Lástima como ella! ¡Válgame Dios! -Pero, señor -dijo el que quedaba- ¿no se toma providencia para semejantes daños? Me aturdo. Crean ustedes que en estos casos siente un hombre saber leer y escribir. ¿Qué dirán de nosotros más allá de los Pirineos?
Asustáronse todos al oír tales lamentaciones. -¿Qué es esto? -decían unos. -¿Qué hay? -repetían otros. Proseguían las tres parejas con sus quejas y gemidos, deseoso cada uno y cada una de sobresalir en lo enérgico. Yo también sentíme conmovido al oír tanta ponderación de males, y, aunque menos interesado que los otros en los sucesos de esta nación, pregunté cuál era el motivo de tanto lamento. -¿Es acaso -dije yo- alguna noticia de haber desembarcado los argelinos en la costa de Andalucía y haber devastado aquellas hermosas provincias? -No, no -me dijo una dama-; no, no; más que eso es lo que lloramos. -¿Se ha aparecido alguna nueva nación de indios bravos y han invadido el Nuevo Méjico por el Norte? -Tampoco es eso, sino mucho más que eso -dijo otra de las patriotas. -¿Alguna peste -insté yo- ha acabado con todos los ganados de España, de modo que esta nación se vea privada de sus lanas preciosísimas? -Poco importa eso -dijo uno de los celosos ciudadanos- respecto de lo que pasa.
Fuiles diciendo otra infinidad de daños públicos a que están expuestas las monarquías, preguntando si alguno de ellos había sucedido, cuando al cabo de mucho tiempo, lágrimas, sollozos, suspiros, quejas, lamentos, llantos, y hasta invectivas contra los astros y estrellas, la que había callado, y que parecía la más juiciosa de todas, exclamó con voz muy dolorida: -¿Creerás, Gazel, que en todo Madrid no se ha hallado cinta de este color, por mas que se ha buscado?
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LVII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Si los vicios comunes en el método europeo de escribir la historia son tan capitales como te tengo avisado, te espantará otro mucho mayor y más común en la historia que llaman universal. Apenas hay nación en Europa que no haya producido un escritor, o bien compendioso, o bien extenso, de la historia universal; pero ¿qué trazas de ser universal? A más de las preocupaciones que guían las plumas, y los respetos que atan las manos a estos historiadores generales, comunes con los iguales obstáculos de los historiadores particulares, tienen uno muy singular y peculiar de ellos, y es que cada uno, escribiendo con individualidad los fastos de su nación, los anales gloriosos de sus reyes y generales, los progresos hechos por sus sabios en las ciencias, contando cada cosa de éstas con unas menudencias en realidad despreciables, cree firmemente que cumple para con las demás naciones en referir cuatro o cinco épocas notables, y nombrar cuatro o cinco hombres grandes, aunque sea desfigurando sus nombres. El historiador universal inglés gastará muchas hojas en la noticia de quién fue cualquiera de sus corsarios, y apenas dice que hubo un Turena en el mundo. El francés nos dirá de buena gana con igual exactitud quién fue el primer actor que mudó el sombrero por el morrión en los papeles de su teatro, y por poco se olvida quién fue el duque de Malboroug.
-¡Qué chasco el que acabo de llevar! -díjome Nuño pocos días ha-, ¡qué chasco, cuando, engañado por el título de una obra en que el autor nos prometía la vida de todos los grandes hombres del mundo, voy a buscar unos cuantos amigos de mi mayor estimación, y no me hallé ni siquiera con el nombre de ellos! Voy por el abecedario a encontrar los Ordoños, Sanchos, Fernandos de Castilla, los Jaimes de Aragón, y nada, nada dice de ellos.
Entre tantos hombres grandes como desperdiciaron su sangre durante ocho siglos en ayudar a su patria a sacudir el yugo de tus abuelos, apenas dos o tres han merecido la atención de este historiador. Botánicos insignes, humanistas, estadistas, poetas, oradores anteriores con más de un siglo, y algunos dos, a las academias francesas, quedan sepultados en el olvido si no se leen más historias que éstas. Pilotos vizcaínos, andaluces, portugueses, que navegaron con tanta osadía como pericia, y por consiguiente tan beneméritos de la sociedad, quedan cubiertos con igual velo. Los soldados catalanes y aragoneses, tan ilustres en ambas Sicilias y sus mares por los años 1280, no han parecido dignos de fama póstuma a los tales compositores. Doctores cordobeses de tu religión y descendientes de tu país, que conservaron las ciencias en España mientras ardía la península en guerras sangrientas, tampoco ocupan una llana en la tal obra.
Creo que se quejarán de igual descuido las demás naciones, menos la del autor. ¿Qué mérito, pues, para llamarse universal? Si un sabio de Siam-China se aplicase a entender algún idioma europeo y tuviese encargo de su soberano de leer una historia de éstos, e informarle de su contenido, juzgo que ceñiría su dictamen a estas pocas líneas: «He leído la historia universal cuyo examen se me ha cometido, y de su lectura infiero que en aquella pequeña parte del mundo que llaman Europa no hay más que una nación cultivada, es a saber la patria del autor; y los demás son unos países incultos, o poco menos, pues apenas tiene media docena de hombres ilustres cada una de ellas, por más que nos hayan quedado tradiciones de padres a hijos, por las cuales sabemos que centenares de años ha, arribaron a nuestras costas algunos navíos con hombres europeos, los cuales dieron noticia de que sus países en diferentes eras han producido varones dignos de la admiración de la posteridad. Digo que los tales viajeros deben ser despreciados por sospechosos en punto de verdad en lo que contaron de sus patrias y patriotas, pues apenas se habla de ellas ni de sus hijos en esta historia universal, escrita por un europeo, a quien debemos suponer completamente instruido en las letras de toda Europa, pues habla de toda ella».
En efecto, amigo Ben-Beley, no creo que se pueda ver jamás una historia universal completa, mientras se siga el método de escribirla uno solo o muchos de un mismo país.
¿No se juntaron los astrónomos de todos los países para observar el paso de Venus por el disco del sol? ¿No se comunican todas las academias de Europa sus observaciones astronómicas, sus experimentos físicos y sus adelantamientos en todas las ciencias? Pues señale cada nación cuatro o cinco de sus hombres los más ilustrados, menos preocupados, más activos y más laboriosos, trabajen éstos a los anales en lo respectivo a su patria, júntense después las obras que resultan del trabajo de los de cada nación, y de aquí se forma una verdadera historia universal, digna de todo aquel tal cual crédito que merecen las obras de los hombres.
Carta LVII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Si los vicios comunes en el método europeo de escribir la historia son tan capitales como te tengo avisado, te espantará otro mucho mayor y más común en la historia que llaman universal. Apenas hay nación en Europa que no haya producido un escritor, o bien compendioso, o bien extenso, de la historia universal; pero ¿qué trazas de ser universal? A más de las preocupaciones que guían las plumas, y los respetos que atan las manos a estos historiadores generales, comunes con los iguales obstáculos de los historiadores particulares, tienen uno muy singular y peculiar de ellos, y es que cada uno, escribiendo con individualidad los fastos de su nación, los anales gloriosos de sus reyes y generales, los progresos hechos por sus sabios en las ciencias, contando cada cosa de éstas con unas menudencias en realidad despreciables, cree firmemente que cumple para con las demás naciones en referir cuatro o cinco épocas notables, y nombrar cuatro o cinco hombres grandes, aunque sea desfigurando sus nombres. El historiador universal inglés gastará muchas hojas en la noticia de quién fue cualquiera de sus corsarios, y apenas dice que hubo un Turena en el mundo. El francés nos dirá de buena gana con igual exactitud quién fue el primer actor que mudó el sombrero por el morrión en los papeles de su teatro, y por poco se olvida quién fue el duque de Malboroug.
-¡Qué chasco el que acabo de llevar! -díjome Nuño pocos días ha-, ¡qué chasco, cuando, engañado por el título de una obra en que el autor nos prometía la vida de todos los grandes hombres del mundo, voy a buscar unos cuantos amigos de mi mayor estimación, y no me hallé ni siquiera con el nombre de ellos! Voy por el abecedario a encontrar los Ordoños, Sanchos, Fernandos de Castilla, los Jaimes de Aragón, y nada, nada dice de ellos.
Entre tantos hombres grandes como desperdiciaron su sangre durante ocho siglos en ayudar a su patria a sacudir el yugo de tus abuelos, apenas dos o tres han merecido la atención de este historiador. Botánicos insignes, humanistas, estadistas, poetas, oradores anteriores con más de un siglo, y algunos dos, a las academias francesas, quedan sepultados en el olvido si no se leen más historias que éstas. Pilotos vizcaínos, andaluces, portugueses, que navegaron con tanta osadía como pericia, y por consiguiente tan beneméritos de la sociedad, quedan cubiertos con igual velo. Los soldados catalanes y aragoneses, tan ilustres en ambas Sicilias y sus mares por los años 1280, no han parecido dignos de fama póstuma a los tales compositores. Doctores cordobeses de tu religión y descendientes de tu país, que conservaron las ciencias en España mientras ardía la península en guerras sangrientas, tampoco ocupan una llana en la tal obra.
Creo que se quejarán de igual descuido las demás naciones, menos la del autor. ¿Qué mérito, pues, para llamarse universal? Si un sabio de Siam-China se aplicase a entender algún idioma europeo y tuviese encargo de su soberano de leer una historia de éstos, e informarle de su contenido, juzgo que ceñiría su dictamen a estas pocas líneas: «He leído la historia universal cuyo examen se me ha cometido, y de su lectura infiero que en aquella pequeña parte del mundo que llaman Europa no hay más que una nación cultivada, es a saber la patria del autor; y los demás son unos países incultos, o poco menos, pues apenas tiene media docena de hombres ilustres cada una de ellas, por más que nos hayan quedado tradiciones de padres a hijos, por las cuales sabemos que centenares de años ha, arribaron a nuestras costas algunos navíos con hombres europeos, los cuales dieron noticia de que sus países en diferentes eras han producido varones dignos de la admiración de la posteridad. Digo que los tales viajeros deben ser despreciados por sospechosos en punto de verdad en lo que contaron de sus patrias y patriotas, pues apenas se habla de ellas ni de sus hijos en esta historia universal, escrita por un europeo, a quien debemos suponer completamente instruido en las letras de toda Europa, pues habla de toda ella».
En efecto, amigo Ben-Beley, no creo que se pueda ver jamás una historia universal completa, mientras se siga el método de escribirla uno solo o muchos de un mismo país.
¿No se juntaron los astrónomos de todos los países para observar el paso de Venus por el disco del sol? ¿No se comunican todas las academias de Europa sus observaciones astronómicas, sus experimentos físicos y sus adelantamientos en todas las ciencias? Pues señale cada nación cuatro o cinco de sus hombres los más ilustrados, menos preocupados, más activos y más laboriosos, trabajen éstos a los anales en lo respectivo a su patria, júntense después las obras que resultan del trabajo de los de cada nación, y de aquí se forma una verdadera historia universal, digna de todo aquel tal cual crédito que merecen las obras de los hombres.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LVIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Hay una secta de sabios en la república literaria que lo son a poca costa: éstos son los críticos. Años enteros, y muchos, necesita el hombre para saber algo en las ciencias humanas; pero en la crítica, cual se usa, desde el primero día es uno consumado. Sujetarse a los lentos progresos del entendimiento en las especulaciones matemáticas, en las experiencias de la física, en los laberintos de la historia, en las confusiones de la jurisprudencia es no acordarnos de la cortedad de nuestra vida, que por lo regular no pasa de sesenta años, rebajando de éstos lo que ocupa la debilidad de la niñez, el desenfreno de la juventud y las enfermedades de la vejez. Se humilla mucho nuestro orgullo con esta reflexión: el tiempo que he de vivir, comparado con el que necesito para saber, es tal, que apenas merece llamarse tiempo. ¡Cuánto más nos lisonjea esta determinación! Si no puedo por este motivo aprender facultad alguna, persuado al mundo y a mí mismo que las poseo todas, y pronuncio ex tripode sobre cuanto oiga, vea y lea.
Pero no creas que en esta clase se comprende a los verdaderos críticos. Los hay dignísimos de todo respeto. Pues ¿en qué se diferencian y cómo se han de distinguir?, preguntarás. La regla fija para no confundirlos es ésta: los buenos hablan poco sobre asuntos determinados, y con moderación; los otros son como los toros, que forman la intención, cierran los ojos, y arremeten a cuanto encuentran por delante, hombre, caballo, perro, aunque se claven la espada hasta el corazón. Si la comparación te pareciere baja, por ser de un ente racional con un bruto, créeme que no lo es tanto, pues apenas puedo llamar hombres a los que no cultivan su razón, y sólo se valen de una especie de instinto que les queda para hacer daño a todo cuanto se les presente, amigo o enemigo, débil o fuerte, inocente o culpado.
Carta LVIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Hay una secta de sabios en la república literaria que lo son a poca costa: éstos son los críticos. Años enteros, y muchos, necesita el hombre para saber algo en las ciencias humanas; pero en la crítica, cual se usa, desde el primero día es uno consumado. Sujetarse a los lentos progresos del entendimiento en las especulaciones matemáticas, en las experiencias de la física, en los laberintos de la historia, en las confusiones de la jurisprudencia es no acordarnos de la cortedad de nuestra vida, que por lo regular no pasa de sesenta años, rebajando de éstos lo que ocupa la debilidad de la niñez, el desenfreno de la juventud y las enfermedades de la vejez. Se humilla mucho nuestro orgullo con esta reflexión: el tiempo que he de vivir, comparado con el que necesito para saber, es tal, que apenas merece llamarse tiempo. ¡Cuánto más nos lisonjea esta determinación! Si no puedo por este motivo aprender facultad alguna, persuado al mundo y a mí mismo que las poseo todas, y pronuncio ex tripode sobre cuanto oiga, vea y lea.
Pero no creas que en esta clase se comprende a los verdaderos críticos. Los hay dignísimos de todo respeto. Pues ¿en qué se diferencian y cómo se han de distinguir?, preguntarás. La regla fija para no confundirlos es ésta: los buenos hablan poco sobre asuntos determinados, y con moderación; los otros son como los toros, que forman la intención, cierran los ojos, y arremeten a cuanto encuentran por delante, hombre, caballo, perro, aunque se claven la espada hasta el corazón. Si la comparación te pareciere baja, por ser de un ente racional con un bruto, créeme que no lo es tanto, pues apenas puedo llamar hombres a los que no cultivan su razón, y sólo se valen de una especie de instinto que les queda para hacer daño a todo cuanto se les presente, amigo o enemigo, débil o fuerte, inocente o culpado.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LIX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Dicen en Europa que la historia es el libro de los reyes. Si esto es así, y la historia se prosigue escribiendo como hasta ahora, creo firmemente que los reyes están destinados a leer muchas mentiras a más de las que oyen. No dudo que una relación exacta de los hechos principales de los hombres, y una noticia de la formación, auge, decadencia y ruina de los estados, darían en breves hojas a un príncipe lecciones de lo que ha de hacer, sacadas de lo que otros han hecho. Pero ¿dónde se halla esta relación y esta noticia? No la hay, Ben-Beley, no la hay ni la puede haber. Esto último te espantará, pero se te hará muy fácil de creer si lo reflexionas. Un hecho no se puede escribir sino en el tiempo en que sucede, o después de sucedido. En el tiempo del evento, ¿qué pluma se encargará de ello, sin que la detenga la razón de estado, o alguna preocupación? Después del cabo, ¿sobre qué documento ha de trabajar el historiador que lo transmita a la posteridad, sino sobre lo que dejaron escrito las plumas que he referido?
-Yo mandara quemar de buena gana, -decía yo a Nuño en la tertulia, pocos noches ha-, todas las historias menos la del siglo presente. Daría el encargo de escribir ésta a algún hombre lleno de crítica, imparcialidad y juicio. Los meros hechos, sin aquellas reflexiones que comúnmente hacen más importante el mérito del historiador que el peso de la historia en la mente de los lectores, formarían todos la obra.
-¿Y dónde se imprimiría? -dijo Nuño-. ¿Y quién la leería? ¿Y qué efectos produciría? ¿Y qué pago tendría el escritor? Era menester -añadió con gracia-, era menester imprimirla junto al cabo de Hornos o al de Buena Esperanza, y leerla a los hotentotes o a los patagones, y aun así me temo que algunos sabios de los que habrá sin duda a su modo entre aquéllos que nosotros nos servimos llamar salvajes, diría al oír tantos y tales sucesos al que los estuviera leyendo: «Calla, calla, no leas esas fábulas llenas de ridiculeces y barbaridades»; y los mozos proseguirían su danza, caza o pesca, sin creer que hubiese en el mundo conocido parte alguna donde pudiesen suceder tales cosas.
Prosígase, pues, escribiendo la historia como se hace en el día. Déjense a la posteridad noticias de nuestro siglo, de nuestros héroes y de nuestros abuelos, con poco más o menos la misma autoridad que las que nos envió la antigüedad acerca de los trabajos de Hércules y de la conquista del vellocino. Equivóquese la fábula con la historia, sin más diferencia que escribirse ésta en prosa y la otra en verso; sea la armonía diferente, pero la verdad la misma, y queden nuestros hijos tan ignorantes de lo que sucede en nuestro siglo como nosotros lo estamos de lo que sucedió en el de Eneas.
Uno de los tertulianos quiso partir la diferencia entre el proyecto irónico de Nuño y lo anteriormente expuesto, opinando que se escribiesen tres géneros de historias en cada siglo: uno para el pueblo, en la que hubiese efectivamente caballos llenos de hombres y armas, dioses amigos y contrarios, y sucesos maravillosos; otro más auténtico, pero no tan sincero, que descubriese del todo los resortes que mueven las grandes máquinas; éste sería del uso de la gente mediana; y otro cargado de reflexiones políticas y morales, en impresiones poco numerosas, meramente reservadas ad usum Principum.
No me parece mal esta treta en lo político, y creo que algunos historiadores españoles lo han ejecutado, a saber: Garibay con la primera mira, Mariana con la segunda, y Solís con la tercera. Pero yo no soy político ni aspiro a serlo; deseo sólo ser filósofo, y en este ánimo digo que la verdad sola es digna de llenar el tiempo y ocupar la atención de todos los hombres, aunque singularmente a los que mandan a otros.
Carta LIX
de José Cadalso
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Dicen en Europa que la historia es el libro de los reyes. Si esto es así, y la historia se prosigue escribiendo como hasta ahora, creo firmemente que los reyes están destinados a leer muchas mentiras a más de las que oyen. No dudo que una relación exacta de los hechos principales de los hombres, y una noticia de la formación, auge, decadencia y ruina de los estados, darían en breves hojas a un príncipe lecciones de lo que ha de hacer, sacadas de lo que otros han hecho. Pero ¿dónde se halla esta relación y esta noticia? No la hay, Ben-Beley, no la hay ni la puede haber. Esto último te espantará, pero se te hará muy fácil de creer si lo reflexionas. Un hecho no se puede escribir sino en el tiempo en que sucede, o después de sucedido. En el tiempo del evento, ¿qué pluma se encargará de ello, sin que la detenga la razón de estado, o alguna preocupación? Después del cabo, ¿sobre qué documento ha de trabajar el historiador que lo transmita a la posteridad, sino sobre lo que dejaron escrito las plumas que he referido?
-Yo mandara quemar de buena gana, -decía yo a Nuño en la tertulia, pocos noches ha-, todas las historias menos la del siglo presente. Daría el encargo de escribir ésta a algún hombre lleno de crítica, imparcialidad y juicio. Los meros hechos, sin aquellas reflexiones que comúnmente hacen más importante el mérito del historiador que el peso de la historia en la mente de los lectores, formarían todos la obra.
-¿Y dónde se imprimiría? -dijo Nuño-. ¿Y quién la leería? ¿Y qué efectos produciría? ¿Y qué pago tendría el escritor? Era menester -añadió con gracia-, era menester imprimirla junto al cabo de Hornos o al de Buena Esperanza, y leerla a los hotentotes o a los patagones, y aun así me temo que algunos sabios de los que habrá sin duda a su modo entre aquéllos que nosotros nos servimos llamar salvajes, diría al oír tantos y tales sucesos al que los estuviera leyendo: «Calla, calla, no leas esas fábulas llenas de ridiculeces y barbaridades»; y los mozos proseguirían su danza, caza o pesca, sin creer que hubiese en el mundo conocido parte alguna donde pudiesen suceder tales cosas.
Prosígase, pues, escribiendo la historia como se hace en el día. Déjense a la posteridad noticias de nuestro siglo, de nuestros héroes y de nuestros abuelos, con poco más o menos la misma autoridad que las que nos envió la antigüedad acerca de los trabajos de Hércules y de la conquista del vellocino. Equivóquese la fábula con la historia, sin más diferencia que escribirse ésta en prosa y la otra en verso; sea la armonía diferente, pero la verdad la misma, y queden nuestros hijos tan ignorantes de lo que sucede en nuestro siglo como nosotros lo estamos de lo que sucedió en el de Eneas.
Uno de los tertulianos quiso partir la diferencia entre el proyecto irónico de Nuño y lo anteriormente expuesto, opinando que se escribiesen tres géneros de historias en cada siglo: uno para el pueblo, en la que hubiese efectivamente caballos llenos de hombres y armas, dioses amigos y contrarios, y sucesos maravillosos; otro más auténtico, pero no tan sincero, que descubriese del todo los resortes que mueven las grandes máquinas; éste sería del uso de la gente mediana; y otro cargado de reflexiones políticas y morales, en impresiones poco numerosas, meramente reservadas ad usum Principum.
No me parece mal esta treta en lo político, y creo que algunos historiadores españoles lo han ejecutado, a saber: Garibay con la primera mira, Mariana con la segunda, y Solís con la tercera. Pero yo no soy político ni aspiro a serlo; deseo sólo ser filósofo, y en este ánimo digo que la verdad sola es digna de llenar el tiempo y ocupar la atención de todos los hombres, aunque singularmente a los que mandan a otros.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Si los hombres distinguiesen el uso del abuso y el hecho del derecho, no serían tan frecuentes, tercas e insufribles sus controversias en las conversaciones familiares. Lo contrario, que es lo que se practica, causa una continua confusión, que mezcla mucha amargura en lo dulce de la sociedad. Las preocupaciones de cada individuo hacen más densa la tiniebla, y se empeñan los hombres en que ven más claro mientras más cierran los ojos.
Pero donde se palpa más el abuso de esta costumbre es en la conversación de las naciones, o ya cuando se habla de su genio, o ya de sus costumbres, o ya de su idioma. -Me acuerdo de haber oído contar a mi padre -dice Nuño hablando de esto mismo- que a últimos del siglo pasado, tiempo de la enfermedad de Carlos II, cuando Luis XIV tomaba todos los medios de adquirirse el amor de los españoles, como principal escalón para que su nieto subiese al trono de España, todas las escuadras francesas tenían orden de conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres españolas, siempre que arribasen a algún puerto de la península. Éste formaba un punto muy principal de la instrucción que llevaban los comandantes de escuadras, navíos y galeras. Era muy arreglado a la buena política, y podía abrir mucho camino para los proyectos futuros; pero el abuso de esta sabia precaución hubo de tener malos efectos con un lance sucedido en Cartagena. El caso es que llegó a aquel pueblo una corta escuadra francesa. Su comandante destacó un oficial en una lancha para presentarse al gobernador y cumplimentarle de su parte; mandole que antes de desembarcar en el muelle, observase si en el traje de los españoles había alguna particularidad que pudiese imitarse por la oficialidad francesa, en orden a conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres del país, y que le diese parte inmediatamente antes de saltar en tierra. Llegó al muelle el oficial a las dos de la tarde, tiempo el más caluroso de una siesta de julio. Miró qué gentes acudían al desembarcadero; pero el rigor de la estación había despoblado el muelle, y sólo había en él por casualidad un grave religioso con anteojos puestos, y no lejos un caballero anciano, también con anteojos. El oficial francés, mozo intrépido, más apto para llevar un brulote a incendiar una escuadra o para abordar un navío enemigo, que para hacer especulaciones morales sobre las costumbres de los pueblos, infirió que todo vasallo de la Corona de España, de cualquier sexo, edad o clase que fuese, estaba obligado por alguna ley hecha en cortes, o por alguna pragmática sanción en fuerza de ley, a llevar de día y de noche un par de anteojos por lo menos. Volvió a bordo de su comandante, y le dio parte de lo que había observado. Decir cuál fue el apuro de toda la oficialidad para hallar tantos pares de anteojos cuantas narices había, es inexplicable. Quiso la casualidad que un criado de un oficial, que hacía algún género de comercio en los viajes de su amo, llevase unas cuantas docenas de anteojos, y de contado se pusieron los suyos el oficial, algunos que le acompañaron, y la tripulación de la lancha de vuelta para el desembarcadero. Cuando volvieron a él, la noticia de haber llegado la escuadra francesa había llenado el muelle de gente, cuya sorpresa no fue compatible con cosa de este mundo cuando desembarcaron los oficiales franceses, mozos por la mayor parte primorosos en su traje, alegres en su porte y risueños en su conversación, pero cargados con tan importunos muebles. Dos o tres compañías de soldados de galeras, que componían parte de la guarnición, habían acudido con el pueblo; y como aquella especie de tropa anfibia se componía de la gente más desalmada de España, no pudieron contenerse la risa. Los franceses, poco sufridos, preguntaron la causa de aquella mofa con más gana de castigarla que de inquirirla. Los españoles duplicaron las carcajadas, y la cosa paró en lo que se puede creer entre el vulgo soldadesco. Al alboroto acudió el gobernador de la plaza y el comandante de la escuadra. La prudencia de ambos, conociendo la causa de donde dimanaba el desorden y las consecuencias que podía tener, apaciguó con algún trabajo las gentes, no habiendo tenido poco para entenderse los dos jefes, pues ni éste entendía el francés ni aquél el español; y menos se entendían un capellán de la escuadra y un clérigo de la plaza, que con ánimo de ser intérpretes empezaron a hablar latín, y nada comprendieron de las mutuas respuestas y preguntas por la grande variedad de la pronunciación, y el mucho tiempo que el primero gastó en reírse del segundo porque pronunciaba ásperamente la j, y el segundo del primero porque pronunciaba el diptongo au como si fuese o, mientras los soldados y marineros se mataban.
Carta LX
de José Cadalso
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Si los hombres distinguiesen el uso del abuso y el hecho del derecho, no serían tan frecuentes, tercas e insufribles sus controversias en las conversaciones familiares. Lo contrario, que es lo que se practica, causa una continua confusión, que mezcla mucha amargura en lo dulce de la sociedad. Las preocupaciones de cada individuo hacen más densa la tiniebla, y se empeñan los hombres en que ven más claro mientras más cierran los ojos.
Pero donde se palpa más el abuso de esta costumbre es en la conversación de las naciones, o ya cuando se habla de su genio, o ya de sus costumbres, o ya de su idioma. -Me acuerdo de haber oído contar a mi padre -dice Nuño hablando de esto mismo- que a últimos del siglo pasado, tiempo de la enfermedad de Carlos II, cuando Luis XIV tomaba todos los medios de adquirirse el amor de los españoles, como principal escalón para que su nieto subiese al trono de España, todas las escuadras francesas tenían orden de conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres españolas, siempre que arribasen a algún puerto de la península. Éste formaba un punto muy principal de la instrucción que llevaban los comandantes de escuadras, navíos y galeras. Era muy arreglado a la buena política, y podía abrir mucho camino para los proyectos futuros; pero el abuso de esta sabia precaución hubo de tener malos efectos con un lance sucedido en Cartagena. El caso es que llegó a aquel pueblo una corta escuadra francesa. Su comandante destacó un oficial en una lancha para presentarse al gobernador y cumplimentarle de su parte; mandole que antes de desembarcar en el muelle, observase si en el traje de los españoles había alguna particularidad que pudiese imitarse por la oficialidad francesa, en orden a conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres del país, y que le diese parte inmediatamente antes de saltar en tierra. Llegó al muelle el oficial a las dos de la tarde, tiempo el más caluroso de una siesta de julio. Miró qué gentes acudían al desembarcadero; pero el rigor de la estación había despoblado el muelle, y sólo había en él por casualidad un grave religioso con anteojos puestos, y no lejos un caballero anciano, también con anteojos. El oficial francés, mozo intrépido, más apto para llevar un brulote a incendiar una escuadra o para abordar un navío enemigo, que para hacer especulaciones morales sobre las costumbres de los pueblos, infirió que todo vasallo de la Corona de España, de cualquier sexo, edad o clase que fuese, estaba obligado por alguna ley hecha en cortes, o por alguna pragmática sanción en fuerza de ley, a llevar de día y de noche un par de anteojos por lo menos. Volvió a bordo de su comandante, y le dio parte de lo que había observado. Decir cuál fue el apuro de toda la oficialidad para hallar tantos pares de anteojos cuantas narices había, es inexplicable. Quiso la casualidad que un criado de un oficial, que hacía algún género de comercio en los viajes de su amo, llevase unas cuantas docenas de anteojos, y de contado se pusieron los suyos el oficial, algunos que le acompañaron, y la tripulación de la lancha de vuelta para el desembarcadero. Cuando volvieron a él, la noticia de haber llegado la escuadra francesa había llenado el muelle de gente, cuya sorpresa no fue compatible con cosa de este mundo cuando desembarcaron los oficiales franceses, mozos por la mayor parte primorosos en su traje, alegres en su porte y risueños en su conversación, pero cargados con tan importunos muebles. Dos o tres compañías de soldados de galeras, que componían parte de la guarnición, habían acudido con el pueblo; y como aquella especie de tropa anfibia se componía de la gente más desalmada de España, no pudieron contenerse la risa. Los franceses, poco sufridos, preguntaron la causa de aquella mofa con más gana de castigarla que de inquirirla. Los españoles duplicaron las carcajadas, y la cosa paró en lo que se puede creer entre el vulgo soldadesco. Al alboroto acudió el gobernador de la plaza y el comandante de la escuadra. La prudencia de ambos, conociendo la causa de donde dimanaba el desorden y las consecuencias que podía tener, apaciguó con algún trabajo las gentes, no habiendo tenido poco para entenderse los dos jefes, pues ni éste entendía el francés ni aquél el español; y menos se entendían un capellán de la escuadra y un clérigo de la plaza, que con ánimo de ser intérpretes empezaron a hablar latín, y nada comprendieron de las mutuas respuestas y preguntas por la grande variedad de la pronunciación, y el mucho tiempo que el primero gastó en reírse del segundo porque pronunciaba ásperamente la j, y el segundo del primero porque pronunciaba el diptongo au como si fuese o, mientras los soldados y marineros se mataban.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
En esta nación hay un libro muy aplaudido por todas las demás. Lo he leído, y me ha gustado sin duda; pero no deja de mortificarme la sospecha de que el sentido literal es uno, y el verdadero es otro muy diferente. Ninguna obra necesita más que ésta el diccionario de Nuño. Lo que se lee es una serie de extravagancias de un loco, que cree que hay gigantes, encantadores, etcétera; algunas sentencias en boca de un necio, y muchas escenas de la vida bien criticada; pero lo que hay debajo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias profundas e importantes.
Creo que el carácter de algunos escritores europeos (hablo de los clásicos de cada nación) es el siguiente: los españoles escriben la mitad de lo que imaginan; los franceses más de lo que piensan, por la calidad de su estilo; los alemanes lo dicen todo, pero de manera que la mitad no se les entiende; los ingleses escriben para sí solos.
Carta LXI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
En esta nación hay un libro muy aplaudido por todas las demás. Lo he leído, y me ha gustado sin duda; pero no deja de mortificarme la sospecha de que el sentido literal es uno, y el verdadero es otro muy diferente. Ninguna obra necesita más que ésta el diccionario de Nuño. Lo que se lee es una serie de extravagancias de un loco, que cree que hay gigantes, encantadores, etcétera; algunas sentencias en boca de un necio, y muchas escenas de la vida bien criticada; pero lo que hay debajo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias profundas e importantes.
Creo que el carácter de algunos escritores europeos (hablo de los clásicos de cada nación) es el siguiente: los españoles escriben la mitad de lo que imaginan; los franceses más de lo que piensan, por la calidad de su estilo; los alemanes lo dicen todo, pero de manera que la mitad no se les entiende; los ingleses escriben para sí solos.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXII
de José Cadalso
De Ben-Beley a Nuño, respuesta de la XLII
El estilo de tu carta, que acabo de recibir, me prueba ser verdad lo que Gazel me ha escrito de ti tan repetidas veces. No dudaba yo que pudiese haber hombres de bien entre vosotros. Jamás creí que la honradez y rectitud fuese peculiar a éste o a otro clima; pero aun así creo que ha sido singular fortuna de Gazel el encontrar contigo. Le encargo que te frecuente, y a ti que me envíes una relación de tu vida, prometiéndote que te enviaré una muy exacta de la mía, pues a lo que veo somos tales los dos, que merecemos mutuamente tener un perfecto conocimiento el uno del otro. Alá te guarde.
Carta LXII
de José Cadalso
De Ben-Beley a Nuño, respuesta de la XLII
El estilo de tu carta, que acabo de recibir, me prueba ser verdad lo que Gazel me ha escrito de ti tan repetidas veces. No dudaba yo que pudiese haber hombres de bien entre vosotros. Jamás creí que la honradez y rectitud fuese peculiar a éste o a otro clima; pero aun así creo que ha sido singular fortuna de Gazel el encontrar contigo. Le encargo que te frecuente, y a ti que me envíes una relación de tu vida, prometiéndote que te enviaré una muy exacta de la mía, pues a lo que veo somos tales los dos, que merecemos mutuamente tener un perfecto conocimiento el uno del otro. Alá te guarde.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Arreglado a la definición de la voz política y su derivado político, según la entiende mi amigo Nuño, veo un número de hombres que desean merecer este nombre. Son tales, que con el mismo tono dicen la verdad y la mentira; no dan sentido alguno a las palabras Dios, padre, madre, hijo, hermano, amigo, verdad, obligación, deber, justicia y otras muchas que miramos con tanto respeto y pronunciamos con tanto cuidado los que no nos tenemos por dignos de aspirar a tan alto timbre con tan elevados competidores. Mudan de rostro mil veces más a menudo que de vestido. Tienen provisión hecha de cumplidos, de enhorabuenas y de pésame. Poseen gran caudal de voces equívocas; saben mil frases de mucho boato y ningún sentido. Han adquirido a costa de inmenso trabajo cantidades innumerables de ceños, sonrisas, carcajadas, lágrimas, sollozos, suspiros y (para que se vea lo que puede el entendimiento humano) hasta desmayos y accidentes. Viven sus almas en unos cuerpos flexibles y manejables que tienen varias docenas de posturas para hablar, escuchar, admirar, despreciar, aprobar y reprobar, extendiéndose esta profunda ciencia teórico-práctica desde la acción más importante hasta el gesto más frívolo. Son, en fin, veletas que siempre señalan el viento que hace, relojes que notan la hora del sol, piedras que manifiestan la ley del metal y una especie de índice general del gran libro de las cortes. ¿Pues cómo estos hombres no hacen fortuna? Porque gastan su vida en ejercicios inútiles y vagos ensayos de su ciencia. ¿De dónde viene que no sacan el fruto de su trabajo? Les falta, dice Nuño, una cosa. ¿Cuál es la cosa que les falta?, pregunto yo. ¡Friolera!, dice Nuño: no les falta más que entendimiento.
Carta LXIII
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De Gazel a Ben-Beley
Arreglado a la definición de la voz política y su derivado político, según la entiende mi amigo Nuño, veo un número de hombres que desean merecer este nombre. Son tales, que con el mismo tono dicen la verdad y la mentira; no dan sentido alguno a las palabras Dios, padre, madre, hijo, hermano, amigo, verdad, obligación, deber, justicia y otras muchas que miramos con tanto respeto y pronunciamos con tanto cuidado los que no nos tenemos por dignos de aspirar a tan alto timbre con tan elevados competidores. Mudan de rostro mil veces más a menudo que de vestido. Tienen provisión hecha de cumplidos, de enhorabuenas y de pésame. Poseen gran caudal de voces equívocas; saben mil frases de mucho boato y ningún sentido. Han adquirido a costa de inmenso trabajo cantidades innumerables de ceños, sonrisas, carcajadas, lágrimas, sollozos, suspiros y (para que se vea lo que puede el entendimiento humano) hasta desmayos y accidentes. Viven sus almas en unos cuerpos flexibles y manejables que tienen varias docenas de posturas para hablar, escuchar, admirar, despreciar, aprobar y reprobar, extendiéndose esta profunda ciencia teórico-práctica desde la acción más importante hasta el gesto más frívolo. Son, en fin, veletas que siempre señalan el viento que hace, relojes que notan la hora del sol, piedras que manifiestan la ley del metal y una especie de índice general del gran libro de las cortes. ¿Pues cómo estos hombres no hacen fortuna? Porque gastan su vida en ejercicios inútiles y vagos ensayos de su ciencia. ¿De dónde viene que no sacan el fruto de su trabajo? Les falta, dice Nuño, una cosa. ¿Cuál es la cosa que les falta?, pregunto yo. ¡Friolera!, dice Nuño: no les falta más que entendimiento.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
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de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
A muy pocos días de mi introducción en algunas casas de esta corte me encontré con los tres memoriales siguientes. Como era precisamente entonces la temporada que los cristianos llaman carnaval o carnestolendas, creí que sería chasco de los que acostumbran en semejantes días en estos países, pues no pude jamás creer que se hubiesen escrito de veras semejantes peticiones. Pero Nuño las vio y me dijo que no dudaba de la sinceridad de los que las formaban; y que ya que las remitía a su inspección, no sólo les ponía informe favorable de oficio, sino que como amigo se empeñaba muy eficazmente para que yo admitiese el informe y la súplica.
Si te cogen de tan buen humor como cogieron a Nuño, creo que también las aprobarás. No se te hagan increíbles, pues yo que estoy presenciando los lances aun más ridículos, te aseguro ser muy regulares. Te pondré los tres memoriales por el orden que vinieron a mis manos.
Primer memorial. «Señor Moro: Juana Cordoncillo, Magdalena de la Seda y compañía, apuntadoras y armadoras de sombreros, establecidas en Madrid desde el año de 1748, en el nombre y con poder de todo el gremio, con el mayor respeto decimos a usted: que habiendo desempeñado las comisiones y encargos así para dentro como para fuera de la corte, con general aprobación de todas las cabezas de nuestros parroquianos, en el arte de cortar, apuntar y armar sombreros, según las varias modas que ha habido en el expresado término, están en grave riesgo de perder su caudal, y lo que es más, su honor y fama, por lo escaso que está el tiempo en materia de invención de nueva moda en su facultad, el nobilísimo arte de la sombreripidia.
»Cuando nuestro ejército volvió de Italia, se introdujo el sombrero a la chamberí con la punta del pico delantero tan agudo que a falta de lanceta podría servir para sangrar aunque fuese a una niña de poca edad. Duró esta moda muchos años, sin más innovación que la de algunos indianos que aforraban su sombrero así armado con alguna especie de lanilla del mismo castor.
»El ejercicio a la prusiana fue época de nuestro gremio, porque desde entonces se varió la forma de los sombreros, minorando en mucho lo agudo, lo ancho y lo largo del dicho pico.
»Continuó esto así hasta la guerra de Portugal, de cuya vuelta ya se innovó el sistema, y nuestros militares llevaron e introdujeron otros sombreros armados a la beauvau. Esta mutación dio nuevo fomento a nuestro comercio.
»Estuvimos todas a pique de hacer rogativas porque no se divulgase la moda de llevar los sombreros debajo del brazo, como intentaron algunos de los que en Madrid tienen votos en esta materia.
»Duró poco este susto: volvieron a cubrirse en agravio de los peinados primorosos; volvimos a triunfar de los peluqueros, y volvió nuestra industria a florecer. Quisimos celebrar solemnemente esta victoria conseguida por esta revolución favorable; no se nos permitió; pero nuestro secretario la señaló en los anales de nuestra república sombreril y, señalada que fue, la archivó.
»Cayó esta moda, y se introdujo la de armarse a la suiza, con cuyo producto creímos que en breve circularía tanto dinero físico entre nosotras como puede haber en los catorce cantones; pero los peluqueros franceses acabaron con esta moda con la introducción de otros sombreros casi imperceptibles para quien no tenga buena vista o buen microscopio.
»Los ingleses, eternos émulos de los franceses, no sólo en armas y letras, sino en industria, nos iban a introducir sus gorras de montar a caballo, con lo que éramos perdidas sin remedio; pero Dios mejoró sus horas y quedamos como antes, pues vemos se perpetúa la moda de sombreros armados a la invisible con una continuación y una, digámoslo así, inmutabilidad que no tiene ejemplo, ni lo han visto nuestras antiguas de gremio. Esta constancia será muy buena en lo moral; pero en lo político, y particularmente para nuestro ramo, es muy mala. Ya no contemos con este oficio. Cualquiera ayuda de cámara, lacayo, volante, sabe armarlos, y nos hacemos cada día menos útiles; así llegaremos a ser del todo sobrantes en el número de los artesanos, y tendremos que pedir limosna. En este supuesto, y bien considerado que ya se hacía irremediable nuestra ruina, a no haber usted venido a España, le hacemos presente lo triste de nuestra situación. Por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos un cuadernillo de láminas, en cada una de las cuales esté pintado, dibujado, grabado o impreso uno de los turbantes que se usan en la patria de V., para ver si de la hechura de ella podemos tomar modelo, norma, figura y molde para armar los sombreros de nuestros jóvenes. Estamos muy persuadidas que no les disgustarán sombreros a la marrueca; antes creo que los paisanos de V. serán los que tengan algún sentimiento en ver la menor analogía entre sus cabezas y las de nuestros petimetres. Gracia que esperamos recibir de las relevantes prendas de V., cuya vida guarde Dios los años que necesitamos».
Segundo. «Señor marrueco: los diputados del gremio de sastres con el mayor respeto hacemos a V. presente, que habiendo sido hasta ahora la novedad lo que más nos ha dado de comer; y que habiéndose acabado sin duda la fertilidad del entendimiento humano, pues ya no hay invención de provecho en corte de casacas, chupas y calzones, sobretodos, redingotes, cabriolés y capas, estamos deseosos de hallar quien nos ilumine. Los calzones de la última moda, los de la penúltima y los de la anterior ya son comunes; anchos, estrechos, con muchos botones, con pocos, con botoncillos, con botonazos, han apurado el discurso, y parece haber hallado el entendimiento su non plus ultra en materia de calzones; y por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos varios diseños de calzones, calzoncillos y calzonazos, cuales se usan en África, para que puestos en la mesa de nuestro decano y examinados por los más antiguos y graves de nuestros hermanos, se aprenda algo sobre lo que parezca conveniente introducir en la moda de calzones; pues creemos que volverán a su más elevado auge nuestro crédito e interés si sacamos a la luz algo nuevo que puede acomodarse a los calzones de nuestros europeos, aunque sea sacado de los calzones africanos. Piedad que desean alcanzar de la benevolencia de V., cuya vida guarde Dios muchos años».
Tercero. «Señor Gazel: los siete más antiguos gremios de zapateros catalanes, con el mayor respeto puestos a los pies de V., en nombre de todos sus hermanos, incluso los de viejo, portaleros y remendones, le hacemos presente que vamos a hacer la bancarrota zapateril más escandalosa que puede haber, porque a más del menor consumo de zapatos, nacido de andar en coche tanta gente que andaba poco ha y debiera andar siempre a pie, la poca variedad que cabe en un zapato, así de corte como de costura y color, nos empobrece.
»El tiempo que duró el tacón colorado pasó; también pasó la temporada de llevar la hebilla baja, a gran beneficio nuestro, pues entraba una sexta parte menos de material en un par de zapatos, y se vendían por el mismo precio.
»Todo ha cesado ya, y parece haber fijado, a lo menos para lo que queda del presente siglo, el zapato alto abotinado, que los hay que no parecen sino coturnos o calzado de San Miguel. A mas del daño que nos resulta de no mudarse la moda, subsiste siempre el menoscabo de una séptima parte más de material que entra en ellos, sin aumentar el precio establecido; por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva dirigirnos un juego completo de botas, botines, zapatos, babuchas, chinelas, alpargatas y toda cualesquiera otra especie de calzamenta africana, para saber de ellas las innovaciones que nos parezcan adoptables al piso de las calles de Madrid. Fineza que deseamos deber a V., cuya vida Dios y San Crispín guarde muchos años».
Hasta aquí los memoriales. Nuño, como llevo dicho, los informó y apoyó con toda eficacia, y aun suele leérmelos con comentarios de su propia imaginación cuando conoce que la mía está algo melancólica.
Anoche me decía, acabando de leerlos: -Mira, Gazel, estos pretendientes tienen razón. Las apuntadoras de sombreros, por ejemplo, ¿no forman un gremio muy benemérito del estado? ¿No contribuye a la fama de nuestras armas la noticia de que los sombreros de nuestros militares están cortados, apuntados, armados, galoneados y escarapelados por mano de Fulana, Zutana o Mengana? Los que escriban las historias de nuestro siglo, no recibirán mil gracias de la posteridad por haberla instruido de que en el año de tantos vivía en tal calle, casa número tantos, una persona que apuntó los sombreros a doscientos cadetes de guardias, cuatrocientos de infantería, veintiocho de caballería, ochocientos oficiales subalternos, trescientos capitanes y ciento y cincuenta oficiales superiores. Pues ¡cuánta mayor honra pasa nuestro siglo si alguno escribiera el nombre, edad, ejercicio, vida y costumbres del que introdujo tal o tal innovación en la parte principal de nuestras cabezas modernas; qué repugnancia hallaron en los ya proyectados; qué maniobras se hicieron para vencer este obstáculo; cómo se logró el arrinconar los sombreros que carecían de tal o tal adorno, etc.!
Por lo que toca a los sastres, paréceme muy acertada su solicitud, y no menos justa la pretensión de los zapateros. Aquí donde me ves, yo he tenido algunas temporadas de petimetre; habiéndome hallado en la fuerza de mi tabardillo cuando se usaba la hebilla baja en los zapatos (cosa que ya ha quedado sólo para volantes, cocheros y majos), te aseguro que, o sea mi modo de pisar, o sea que llovía mucho en aquellos años, o sea que yo era algo extremado y rigoroso en la observancia de las leyes de la moda, me acuerdo que llevaba la hebilla tan sumamente baja, que se me solía quedar en la calle; y un día, entre otros, que subí al estribo de un coche a hablar a una dama que venía del Pardo, me bajé de pronto del estribo, quedándome en él el zapato; arrancó el tiro de mulas a un galope de más de tres leguas por hora; y yo me quedé a más de media larga de la puerta de San Vicente, descalzo de un pie, y precisamente una tarde hermosa de invierno en que se había despoblado Madrid para tomar el sol; y yo me vi corrido como una mona, teniendo que atravesar todo el paseo y mucha parte de Madrid con un zapato menos. Caí enfermo del sofocón, y me mantuve en casa hasta que salió la moda de llevar la hebilla alta. Pero como entre aquel extremo y el de la última en que ahora se hallan han pasado años, he estado mucho tiempo observando el lento ascenso de las expresadas hebillas por el pie arriba, con la impaciencia y cuidado que un astrónomo está viendo la subida de un astro por el horizonte, hasta tenerlo en el punto en que lo necesita para su observación.
Dales, pues, a esas gentes modelos que sigan, que tal vez habrá en ellos cosa que me acomode. Sólo para ti será el trabajo: porque si los demás artesanos conocen que tu dirección aprovecha a los gremios que la han solicitado, vendrán todos con igual molestia a pedirte la misma gracia.
Carta LXIV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
A muy pocos días de mi introducción en algunas casas de esta corte me encontré con los tres memoriales siguientes. Como era precisamente entonces la temporada que los cristianos llaman carnaval o carnestolendas, creí que sería chasco de los que acostumbran en semejantes días en estos países, pues no pude jamás creer que se hubiesen escrito de veras semejantes peticiones. Pero Nuño las vio y me dijo que no dudaba de la sinceridad de los que las formaban; y que ya que las remitía a su inspección, no sólo les ponía informe favorable de oficio, sino que como amigo se empeñaba muy eficazmente para que yo admitiese el informe y la súplica.
Si te cogen de tan buen humor como cogieron a Nuño, creo que también las aprobarás. No se te hagan increíbles, pues yo que estoy presenciando los lances aun más ridículos, te aseguro ser muy regulares. Te pondré los tres memoriales por el orden que vinieron a mis manos.
Primer memorial. «Señor Moro: Juana Cordoncillo, Magdalena de la Seda y compañía, apuntadoras y armadoras de sombreros, establecidas en Madrid desde el año de 1748, en el nombre y con poder de todo el gremio, con el mayor respeto decimos a usted: que habiendo desempeñado las comisiones y encargos así para dentro como para fuera de la corte, con general aprobación de todas las cabezas de nuestros parroquianos, en el arte de cortar, apuntar y armar sombreros, según las varias modas que ha habido en el expresado término, están en grave riesgo de perder su caudal, y lo que es más, su honor y fama, por lo escaso que está el tiempo en materia de invención de nueva moda en su facultad, el nobilísimo arte de la sombreripidia.
»Cuando nuestro ejército volvió de Italia, se introdujo el sombrero a la chamberí con la punta del pico delantero tan agudo que a falta de lanceta podría servir para sangrar aunque fuese a una niña de poca edad. Duró esta moda muchos años, sin más innovación que la de algunos indianos que aforraban su sombrero así armado con alguna especie de lanilla del mismo castor.
»El ejercicio a la prusiana fue época de nuestro gremio, porque desde entonces se varió la forma de los sombreros, minorando en mucho lo agudo, lo ancho y lo largo del dicho pico.
»Continuó esto así hasta la guerra de Portugal, de cuya vuelta ya se innovó el sistema, y nuestros militares llevaron e introdujeron otros sombreros armados a la beauvau. Esta mutación dio nuevo fomento a nuestro comercio.
»Estuvimos todas a pique de hacer rogativas porque no se divulgase la moda de llevar los sombreros debajo del brazo, como intentaron algunos de los que en Madrid tienen votos en esta materia.
»Duró poco este susto: volvieron a cubrirse en agravio de los peinados primorosos; volvimos a triunfar de los peluqueros, y volvió nuestra industria a florecer. Quisimos celebrar solemnemente esta victoria conseguida por esta revolución favorable; no se nos permitió; pero nuestro secretario la señaló en los anales de nuestra república sombreril y, señalada que fue, la archivó.
»Cayó esta moda, y se introdujo la de armarse a la suiza, con cuyo producto creímos que en breve circularía tanto dinero físico entre nosotras como puede haber en los catorce cantones; pero los peluqueros franceses acabaron con esta moda con la introducción de otros sombreros casi imperceptibles para quien no tenga buena vista o buen microscopio.
»Los ingleses, eternos émulos de los franceses, no sólo en armas y letras, sino en industria, nos iban a introducir sus gorras de montar a caballo, con lo que éramos perdidas sin remedio; pero Dios mejoró sus horas y quedamos como antes, pues vemos se perpetúa la moda de sombreros armados a la invisible con una continuación y una, digámoslo así, inmutabilidad que no tiene ejemplo, ni lo han visto nuestras antiguas de gremio. Esta constancia será muy buena en lo moral; pero en lo político, y particularmente para nuestro ramo, es muy mala. Ya no contemos con este oficio. Cualquiera ayuda de cámara, lacayo, volante, sabe armarlos, y nos hacemos cada día menos útiles; así llegaremos a ser del todo sobrantes en el número de los artesanos, y tendremos que pedir limosna. En este supuesto, y bien considerado que ya se hacía irremediable nuestra ruina, a no haber usted venido a España, le hacemos presente lo triste de nuestra situación. Por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos un cuadernillo de láminas, en cada una de las cuales esté pintado, dibujado, grabado o impreso uno de los turbantes que se usan en la patria de V., para ver si de la hechura de ella podemos tomar modelo, norma, figura y molde para armar los sombreros de nuestros jóvenes. Estamos muy persuadidas que no les disgustarán sombreros a la marrueca; antes creo que los paisanos de V. serán los que tengan algún sentimiento en ver la menor analogía entre sus cabezas y las de nuestros petimetres. Gracia que esperamos recibir de las relevantes prendas de V., cuya vida guarde Dios los años que necesitamos».
Segundo. «Señor marrueco: los diputados del gremio de sastres con el mayor respeto hacemos a V. presente, que habiendo sido hasta ahora la novedad lo que más nos ha dado de comer; y que habiéndose acabado sin duda la fertilidad del entendimiento humano, pues ya no hay invención de provecho en corte de casacas, chupas y calzones, sobretodos, redingotes, cabriolés y capas, estamos deseosos de hallar quien nos ilumine. Los calzones de la última moda, los de la penúltima y los de la anterior ya son comunes; anchos, estrechos, con muchos botones, con pocos, con botoncillos, con botonazos, han apurado el discurso, y parece haber hallado el entendimiento su non plus ultra en materia de calzones; y por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos varios diseños de calzones, calzoncillos y calzonazos, cuales se usan en África, para que puestos en la mesa de nuestro decano y examinados por los más antiguos y graves de nuestros hermanos, se aprenda algo sobre lo que parezca conveniente introducir en la moda de calzones; pues creemos que volverán a su más elevado auge nuestro crédito e interés si sacamos a la luz algo nuevo que puede acomodarse a los calzones de nuestros europeos, aunque sea sacado de los calzones africanos. Piedad que desean alcanzar de la benevolencia de V., cuya vida guarde Dios muchos años».
Tercero. «Señor Gazel: los siete más antiguos gremios de zapateros catalanes, con el mayor respeto puestos a los pies de V., en nombre de todos sus hermanos, incluso los de viejo, portaleros y remendones, le hacemos presente que vamos a hacer la bancarrota zapateril más escandalosa que puede haber, porque a más del menor consumo de zapatos, nacido de andar en coche tanta gente que andaba poco ha y debiera andar siempre a pie, la poca variedad que cabe en un zapato, así de corte como de costura y color, nos empobrece.
»El tiempo que duró el tacón colorado pasó; también pasó la temporada de llevar la hebilla baja, a gran beneficio nuestro, pues entraba una sexta parte menos de material en un par de zapatos, y se vendían por el mismo precio.
»Todo ha cesado ya, y parece haber fijado, a lo menos para lo que queda del presente siglo, el zapato alto abotinado, que los hay que no parecen sino coturnos o calzado de San Miguel. A mas del daño que nos resulta de no mudarse la moda, subsiste siempre el menoscabo de una séptima parte más de material que entra en ellos, sin aumentar el precio establecido; por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva dirigirnos un juego completo de botas, botines, zapatos, babuchas, chinelas, alpargatas y toda cualesquiera otra especie de calzamenta africana, para saber de ellas las innovaciones que nos parezcan adoptables al piso de las calles de Madrid. Fineza que deseamos deber a V., cuya vida Dios y San Crispín guarde muchos años».
Hasta aquí los memoriales. Nuño, como llevo dicho, los informó y apoyó con toda eficacia, y aun suele leérmelos con comentarios de su propia imaginación cuando conoce que la mía está algo melancólica.
Anoche me decía, acabando de leerlos: -Mira, Gazel, estos pretendientes tienen razón. Las apuntadoras de sombreros, por ejemplo, ¿no forman un gremio muy benemérito del estado? ¿No contribuye a la fama de nuestras armas la noticia de que los sombreros de nuestros militares están cortados, apuntados, armados, galoneados y escarapelados por mano de Fulana, Zutana o Mengana? Los que escriban las historias de nuestro siglo, no recibirán mil gracias de la posteridad por haberla instruido de que en el año de tantos vivía en tal calle, casa número tantos, una persona que apuntó los sombreros a doscientos cadetes de guardias, cuatrocientos de infantería, veintiocho de caballería, ochocientos oficiales subalternos, trescientos capitanes y ciento y cincuenta oficiales superiores. Pues ¡cuánta mayor honra pasa nuestro siglo si alguno escribiera el nombre, edad, ejercicio, vida y costumbres del que introdujo tal o tal innovación en la parte principal de nuestras cabezas modernas; qué repugnancia hallaron en los ya proyectados; qué maniobras se hicieron para vencer este obstáculo; cómo se logró el arrinconar los sombreros que carecían de tal o tal adorno, etc.!
Por lo que toca a los sastres, paréceme muy acertada su solicitud, y no menos justa la pretensión de los zapateros. Aquí donde me ves, yo he tenido algunas temporadas de petimetre; habiéndome hallado en la fuerza de mi tabardillo cuando se usaba la hebilla baja en los zapatos (cosa que ya ha quedado sólo para volantes, cocheros y majos), te aseguro que, o sea mi modo de pisar, o sea que llovía mucho en aquellos años, o sea que yo era algo extremado y rigoroso en la observancia de las leyes de la moda, me acuerdo que llevaba la hebilla tan sumamente baja, que se me solía quedar en la calle; y un día, entre otros, que subí al estribo de un coche a hablar a una dama que venía del Pardo, me bajé de pronto del estribo, quedándome en él el zapato; arrancó el tiro de mulas a un galope de más de tres leguas por hora; y yo me quedé a más de media larga de la puerta de San Vicente, descalzo de un pie, y precisamente una tarde hermosa de invierno en que se había despoblado Madrid para tomar el sol; y yo me vi corrido como una mona, teniendo que atravesar todo el paseo y mucha parte de Madrid con un zapato menos. Caí enfermo del sofocón, y me mantuve en casa hasta que salió la moda de llevar la hebilla alta. Pero como entre aquel extremo y el de la última en que ahora se hallan han pasado años, he estado mucho tiempo observando el lento ascenso de las expresadas hebillas por el pie arriba, con la impaciencia y cuidado que un astrónomo está viendo la subida de un astro por el horizonte, hasta tenerlo en el punto en que lo necesita para su observación.
Dales, pues, a esas gentes modelos que sigan, que tal vez habrá en ellos cosa que me acomode. Sólo para ti será el trabajo: porque si los demás artesanos conocen que tu dirección aprovecha a los gremios que la han solicitado, vendrán todos con igual molestia a pedirte la misma gracia.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-Yo me vi una vez, -decíame Nuño no ha mucho-, en la precisión de que me despreciasen por tonto, o me aborreciesen como capaz de vengarme. No tardé en escoger, a pesar de mi amor propio, el concepto que más me abatía. Humilláronme en tanto grado, que nada me podía consolar sino esta reflexión que hice con mucha frecuencia: con abrir yo la boca, me temblarían en lugar de mofarme; pero yo me estimaría menos. La autoridad de ellos puede desvanecerse, pero mi interior testimonio ha de acompañarme más allá de la sepultura. Hagan, pues, ellos lo que quieran; yo haré lo que debo.
Esta doctrina sin duda es excelente, y mi amigo Nuño hace muy bien en observarla, pero es cosa fuerte que los malos abusen de la paciencia y virtud de los buenos. No me parece ésta menor villanía que la del ladrón que roba y asesina al pasajero que halla dormido e indefenso en un bosque. Aun me parece mayor, porque el infeliz asesinado no conoce el mal que se le hace; pero el hombre virtuoso de este caso está viendo continuamente la mano que le hiere mortalmente. Esto, no obstante, dicen que es común en el mundo.
-No tanto -respondió Nuño-; las gentes se cansan de esta superabundancia de honradez y suelen vengarse cuando pueden. Lo que más me lisonjeaba en aquella situación era el conocimiento de ser yo original en mi conducta. Aun les daba yo gracias de haberme precisado a hacer un examen tan riguroso de mi hombría de bien. De su suma crueldad me resultaba el mayor consuelo, y lo que para otros hubiera sido un tormento riguroso, era para mí una nueva especie de delicia. Me tenía yo a mí mismo por un Belisario de segunda clase, y solamente me hubiera yo trocado por aquel general, para serlo en la primera, contemplando que hubiera sido mayor mi satisfacción, cuanto más alta mi elevación y más baja mi caída.
Carta LXV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-Yo me vi una vez, -decíame Nuño no ha mucho-, en la precisión de que me despreciasen por tonto, o me aborreciesen como capaz de vengarme. No tardé en escoger, a pesar de mi amor propio, el concepto que más me abatía. Humilláronme en tanto grado, que nada me podía consolar sino esta reflexión que hice con mucha frecuencia: con abrir yo la boca, me temblarían en lugar de mofarme; pero yo me estimaría menos. La autoridad de ellos puede desvanecerse, pero mi interior testimonio ha de acompañarme más allá de la sepultura. Hagan, pues, ellos lo que quieran; yo haré lo que debo.
Esta doctrina sin duda es excelente, y mi amigo Nuño hace muy bien en observarla, pero es cosa fuerte que los malos abusen de la paciencia y virtud de los buenos. No me parece ésta menor villanía que la del ladrón que roba y asesina al pasajero que halla dormido e indefenso en un bosque. Aun me parece mayor, porque el infeliz asesinado no conoce el mal que se le hace; pero el hombre virtuoso de este caso está viendo continuamente la mano que le hiere mortalmente. Esto, no obstante, dicen que es común en el mundo.
-No tanto -respondió Nuño-; las gentes se cansan de esta superabundancia de honradez y suelen vengarse cuando pueden. Lo que más me lisonjeaba en aquella situación era el conocimiento de ser yo original en mi conducta. Aun les daba yo gracias de haberme precisado a hacer un examen tan riguroso de mi hombría de bien. De su suma crueldad me resultaba el mayor consuelo, y lo que para otros hubiera sido un tormento riguroso, era para mí una nueva especie de delicia. Me tenía yo a mí mismo por un Belisario de segunda clase, y solamente me hubiera yo trocado por aquel general, para serlo en la primera, contemplando que hubiera sido mayor mi satisfacción, cuanto más alta mi elevación y más baja mi caída.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLVIII
de José Cadalso
De Nuño a Ben-Beley
He visto en una de las cartas que Gazel te escribe un retrato horroroso del siglo actual, y la ridícula defensa de él, hecha por un hombre muy superficial e ignorante. Partamos la diferencia tú y yo entre los dos pareceres; y sin dejar de conocer que no es la era tan buena ni tan mala como se dice, confesemos que lo peor que tiene este siglo es que lo defiendan como cosa propia semejantes abogados. El que se ve en esta carta oponerse a la demasiado rigurosa crítica de Gazel es capaz de perder la más segura causa. Emprende la defensa, como otros muchos, por el lado que muestra más flaqueza y ridiculez. Si en lugar de querer sostener estas locuras se hiciera cargo de lo que merece verdaderos aplausos, hubiera dado sin duda al africano mejor opinión de la era en que vino a Europa. Otro efecto le hubiera causado una relación de la suavidad de costumbres, humanidad en la guerra, noble uso de las victorias, blandura en los gobiernos; los adelantamientos en las matemáticas y física; el mutuo comercio de talentos por medio de las traducciones que se hacen en todas las lenguas de cualquiera obra que sobresale en alguna de ellas. Cuando todas estas ventajas no sean tan efectivas como lo parecen, pueden a lo menos hacer equilibrio con la enumeración de desdichas que hace Gazel; y siempre que los bienes y los males, los delitos y las virtudes estén en igual balanza, no puede llamarse tan infeliz el siglo en que se note esta igualdad, respecto del número que nos muestra la historia llenos de miserias y horrores, y sin una época siquiera que consuele al género humano.
Carta XLVIII
de José Cadalso
De Nuño a Ben-Beley
He visto en una de las cartas que Gazel te escribe un retrato horroroso del siglo actual, y la ridícula defensa de él, hecha por un hombre muy superficial e ignorante. Partamos la diferencia tú y yo entre los dos pareceres; y sin dejar de conocer que no es la era tan buena ni tan mala como se dice, confesemos que lo peor que tiene este siglo es que lo defiendan como cosa propia semejantes abogados. El que se ve en esta carta oponerse a la demasiado rigurosa crítica de Gazel es capaz de perder la más segura causa. Emprende la defensa, como otros muchos, por el lado que muestra más flaqueza y ridiculez. Si en lugar de querer sostener estas locuras se hiciera cargo de lo que merece verdaderos aplausos, hubiera dado sin duda al africano mejor opinión de la era en que vino a Europa. Otro efecto le hubiera causado una relación de la suavidad de costumbres, humanidad en la guerra, noble uso de las victorias, blandura en los gobiernos; los adelantamientos en las matemáticas y física; el mutuo comercio de talentos por medio de las traducciones que se hacen en todas las lenguas de cualquiera obra que sobresale en alguna de ellas. Cuando todas estas ventajas no sean tan efectivas como lo parecen, pueden a lo menos hacer equilibrio con la enumeración de desdichas que hace Gazel; y siempre que los bienes y los males, los delitos y las virtudes estén en igual balanza, no puede llamarse tan infeliz el siglo en que se note esta igualdad, respecto del número que nos muestra la historia llenos de miserias y horrores, y sin una época siquiera que consuele al género humano.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta XLIX
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
¿Quién creyera que la lengua tenida universalmente por la más hermosa de todas las vivas dos siglos ha, sea hoy una de las menos apreciables? Tal es la priesa que se han dado a echarla a perder los españoles. El abuso de su flexibilidad, digámoslo así, la poca economía en figuras y frases de muchos autores del siglo pasado, y la esclavitud de los traductores de presente a sus originales, han despojado este idioma de sus naturales hermosuras, cuales eran laconismo, abundancia y energía. Los franceses han hermoseado el suyo al paso que los españoles lo han desfigurado. Un párrafo de Montesquieu y otros coetáneos tiene tal abundancia de las tres hermosuras referidas, que no parecían caber en el idioma francés; y siendo anteriores con un siglo y algo más los autores que han escrito en buen castellano, los españoles del día parecen haber hecho asunto formal de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, cuando se hallan con alguna hermosura en algún original francés, italiano o inglés, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos, con lo cual consiguen todo lo siguiente:
Defraudan el original de su verdadero mérito, pues no dan la verdadera idea de él en la traducción.
Añaden al castellano mil frases impertinentes.
Lisonjean al extranjero, haciéndole creer que la lengua española es subalterna a las otras.
Alucinan a muchos jóvenes españoles, disuadiéndoles del indispensable estudio de su lengua natal.
Sobre estos particulares suele decirme Nuño: «Algunas veces me puse a traducir, cuando muchacho, varios trozos de literatura extranjera; porque así como algunas naciones no tuvieron a menos el traducir nuestras obras en los siglos en que éstas lo merecían, así debemos nosotros portarnos con ellas en lo actual. El método que seguí fue éste: leía un párrafo del original con todo cuidado; procuraba tomarle el sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente, y luego me preguntaba yo a mí mismo: si yo hubiese de poner en castellano la idea que me ha producido esta especie que he leído, ¿cómo lo haría? Después recapacitaba si algún autor antiguo español había dicho cosa que se le pareciese; si se me figuraba que sí, iba a leerlo, y tomaba todo lo que me parecía ser análogo a lo que deseaba. Esta familiaridad con los españoles del XVI siglo y algunos del XVII me sacó de muchos apuros, y sin esta ayuda es formalmente imposible el salir de ellos, a no cometer los vicios de estilo que son tan comunes. Más te diré. Creyendo la transmigración de las artes tan firmemente como cree la de las almas cualquiera buen pitagorista, he creído ver en el castellano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pedro Ciruelo, Francisco Sánchez llamado el Brocense, Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Garcilaso, Argensola, Herrera, Álava, Cervantes y otros, las semillas que tan felizmente han cultivado los franceses de la mitad última del siglo pasado, de que tanto fruto han sacado los del actual. En medio del justo respeto que siempre han observado las plumas españolas en materias de religión y gobierno, he visto en los referidos autores excelentes trozos, así de pensamiento como de locución, hasta en las materias frívolas de pasatiempo gracioso; y en aquellas en que la crítica con sobrada libertad suele mezclar lo frívolo con lo serio, y que es precisamente el género que más atractivo tiene en lo moderno extranjero, hallo mucho en lo antiguo nacional, así impreso como inédito. Y en fin, concluyo que, bien entendido y practicado nuestro idioma, según lo han manejado los maestros arriba citados, no necesita más echarlo a perder en la traducción de lo que se escribe, bueno o malo, en lo restante de Europa; y a la verdad, prescindiendo de lo que han adelantado en física y matemática, por lo demás no hacen absoluta falta las traducciones».
Esto suele decir Nuño cuando habla seriamente en este punto.
Carta XLIX
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
¿Quién creyera que la lengua tenida universalmente por la más hermosa de todas las vivas dos siglos ha, sea hoy una de las menos apreciables? Tal es la priesa que se han dado a echarla a perder los españoles. El abuso de su flexibilidad, digámoslo así, la poca economía en figuras y frases de muchos autores del siglo pasado, y la esclavitud de los traductores de presente a sus originales, han despojado este idioma de sus naturales hermosuras, cuales eran laconismo, abundancia y energía. Los franceses han hermoseado el suyo al paso que los españoles lo han desfigurado. Un párrafo de Montesquieu y otros coetáneos tiene tal abundancia de las tres hermosuras referidas, que no parecían caber en el idioma francés; y siendo anteriores con un siglo y algo más los autores que han escrito en buen castellano, los españoles del día parecen haber hecho asunto formal de humillar el lenguaje de sus padres. Los traductores e imitadores de los extranjeros son los que más han lucido en esta empresa. Como no saben su propia lengua, porque no se sirven tomar el trabajo de estudiarla, cuando se hallan con alguna hermosura en algún original francés, italiano o inglés, amontonan galicismos, italianismos y anglicismos, con lo cual consiguen todo lo siguiente:
Defraudan el original de su verdadero mérito, pues no dan la verdadera idea de él en la traducción.
Añaden al castellano mil frases impertinentes.
Lisonjean al extranjero, haciéndole creer que la lengua española es subalterna a las otras.
Alucinan a muchos jóvenes españoles, disuadiéndoles del indispensable estudio de su lengua natal.
Sobre estos particulares suele decirme Nuño: «Algunas veces me puse a traducir, cuando muchacho, varios trozos de literatura extranjera; porque así como algunas naciones no tuvieron a menos el traducir nuestras obras en los siglos en que éstas lo merecían, así debemos nosotros portarnos con ellas en lo actual. El método que seguí fue éste: leía un párrafo del original con todo cuidado; procuraba tomarle el sentido preciso; lo meditaba mucho en mi mente, y luego me preguntaba yo a mí mismo: si yo hubiese de poner en castellano la idea que me ha producido esta especie que he leído, ¿cómo lo haría? Después recapacitaba si algún autor antiguo español había dicho cosa que se le pareciese; si se me figuraba que sí, iba a leerlo, y tomaba todo lo que me parecía ser análogo a lo que deseaba. Esta familiaridad con los españoles del XVI siglo y algunos del XVII me sacó de muchos apuros, y sin esta ayuda es formalmente imposible el salir de ellos, a no cometer los vicios de estilo que son tan comunes. Más te diré. Creyendo la transmigración de las artes tan firmemente como cree la de las almas cualquiera buen pitagorista, he creído ver en el castellano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pedro Ciruelo, Francisco Sánchez llamado el Brocense, Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Garcilaso, Argensola, Herrera, Álava, Cervantes y otros, las semillas que tan felizmente han cultivado los franceses de la mitad última del siglo pasado, de que tanto fruto han sacado los del actual. En medio del justo respeto que siempre han observado las plumas españolas en materias de religión y gobierno, he visto en los referidos autores excelentes trozos, así de pensamiento como de locución, hasta en las materias frívolas de pasatiempo gracioso; y en aquellas en que la crítica con sobrada libertad suele mezclar lo frívolo con lo serio, y que es precisamente el género que más atractivo tiene en lo moderno extranjero, hallo mucho en lo antiguo nacional, así impreso como inédito. Y en fin, concluyo que, bien entendido y practicado nuestro idioma, según lo han manejado los maestros arriba citados, no necesita más echarlo a perder en la traducción de lo que se escribe, bueno o malo, en lo restante de Europa; y a la verdad, prescindiendo de lo que han adelantado en física y matemática, por lo demás no hacen absoluta falta las traducciones».
Esto suele decir Nuño cuando habla seriamente en este punto.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta L
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
El uso fácil de la imprenta, el mucho comercio, las alianzas entre los príncipes y otros motivos han hecho comunes a toda la Europa las producciones de cada reino de ella. No obstante, lo que más ha unido a los sabios europeos de diferentes países es el número de traducciones de unas lenguas en otras; pero no creas que esta comodidad sea tan grande como te figuras desde luego. En las ciencias positivas, no dudo que lo sea, porque las voces y frases para tratarlas en todos los países son casi las propias, distinguiéndose éstas muy poco en la sintaxis, y aquéllas sólo en la terminación, o tal vez en la pronunciación de las terminaciones; pero en las materias puramente de moralidad, crítica, historia o pasatiempo, suele haber mil yerros en las traducciones, por las varias índoles de cada idioma. Una frase, al parecer la misma, suele ser en la realidad muy diferente, porque en una lengua es sublime, en otra es baja, y en otra media. De aquí viene que no sólo no se da el verdadero sentido que tiene en una, si le traduce exactamente, sino que el mismo traductor no la entiende, y, por consiguiente, da a su nación una siniestra idea del autor extranjero, siguiendo a tanto exceso alguna vez este daño, que se dejan de traducir muchas cosas porque suenan mal a quien emprendiera de buena gana la traducción si le sonasen bien, como si le acompañaran las cosas necesarias para este ingrato trabajo, cuales son a saber: su lengua, la extraña, la materia y las costumbres también de ambas naciones. De aquí nace la imposibilidad positiva de traducirse algunas obras. El poema burlesco de los ingleses titulado Hudibras no puede pasarse a lengua alguna del continente de Europa. Por lo mismo, nunca pasarán los Pirineos las letrillas satíricas de Góngora, y por lo propio muchas comedias de Molière jamás gustarán sino en Francia, aunque sean todas composiciones perfectas en sus líneas.
Esto, que parece desgracia, lo he mirado siempre como fortuna. Basta que los hombres sepan participarse los frutos que sacan de las ciencias y artes útiles, sin que también se comuniquen sus extravagancias. La nobleza francesa tiene cierta especie de vanidad: exprésela el cómico censor en la comedia Le Glorieux, sin que esta necedad se comunique a la nobleza española; porque ésta, que es por lo menos tan vana como la otra, se halla muy bien reprendida del mismo vicio, a su modo, en la ejecutoria del drama intitulado El Dómine Lucas, sin que se pegue igual locura a la francesa. Hartas ridiculeces tiene cada nación sin copiar las extrañas. La imperfección en que se hallan aún hoy las facultades beneméritas de la sociedad humana prueba que necesita del esfuerzo unido de todas las naciones que conocen la utilidad de la cultura.
Carta L
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El uso fácil de la imprenta, el mucho comercio, las alianzas entre los príncipes y otros motivos han hecho comunes a toda la Europa las producciones de cada reino de ella. No obstante, lo que más ha unido a los sabios europeos de diferentes países es el número de traducciones de unas lenguas en otras; pero no creas que esta comodidad sea tan grande como te figuras desde luego. En las ciencias positivas, no dudo que lo sea, porque las voces y frases para tratarlas en todos los países son casi las propias, distinguiéndose éstas muy poco en la sintaxis, y aquéllas sólo en la terminación, o tal vez en la pronunciación de las terminaciones; pero en las materias puramente de moralidad, crítica, historia o pasatiempo, suele haber mil yerros en las traducciones, por las varias índoles de cada idioma. Una frase, al parecer la misma, suele ser en la realidad muy diferente, porque en una lengua es sublime, en otra es baja, y en otra media. De aquí viene que no sólo no se da el verdadero sentido que tiene en una, si le traduce exactamente, sino que el mismo traductor no la entiende, y, por consiguiente, da a su nación una siniestra idea del autor extranjero, siguiendo a tanto exceso alguna vez este daño, que se dejan de traducir muchas cosas porque suenan mal a quien emprendiera de buena gana la traducción si le sonasen bien, como si le acompañaran las cosas necesarias para este ingrato trabajo, cuales son a saber: su lengua, la extraña, la materia y las costumbres también de ambas naciones. De aquí nace la imposibilidad positiva de traducirse algunas obras. El poema burlesco de los ingleses titulado Hudibras no puede pasarse a lengua alguna del continente de Europa. Por lo mismo, nunca pasarán los Pirineos las letrillas satíricas de Góngora, y por lo propio muchas comedias de Molière jamás gustarán sino en Francia, aunque sean todas composiciones perfectas en sus líneas.
Esto, que parece desgracia, lo he mirado siempre como fortuna. Basta que los hombres sepan participarse los frutos que sacan de las ciencias y artes útiles, sin que también se comuniquen sus extravagancias. La nobleza francesa tiene cierta especie de vanidad: exprésela el cómico censor en la comedia Le Glorieux, sin que esta necedad se comunique a la nobleza española; porque ésta, que es por lo menos tan vana como la otra, se halla muy bien reprendida del mismo vicio, a su modo, en la ejecutoria del drama intitulado El Dómine Lucas, sin que se pegue igual locura a la francesa. Hartas ridiculeces tiene cada nación sin copiar las extrañas. La imperfección en que se hallan aún hoy las facultades beneméritas de la sociedad humana prueba que necesita del esfuerzo unido de todas las naciones que conocen la utilidad de la cultura.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Una de las palabras cuya explicación ocupa más lugar en el diccionario de mi amigo Nuño es la voz política, y su adjetivo derivado político. Quiero copiarte todo el párrafo; dice así:
«Política viene de la voz griega que significa ciudad, de donde se infiere que su verdadero sentido es la ciencia de gobernar los pueblos, y que los políticos son aquellos que están en semejantes encargos o, por lo menos, en carrera de llegar a estar en ellos. En este supuesto, aquí acabaría este artículo, pues venero su carácter; pero han usurpado este nombre estos sujetos que se hallan muy lejos de verse en tal situación ni merecer tal respeto. Y de la corrupción de esta palabra mal apropiada a estas gentes nace la precisión de extenderme más.
»Políticos de esta segunda especie son unos hombres que de noche no sueñan y de día no piensan sino en hacer fortuna por cuantos medios se ofrezcan. Las tres potencias del alma racional y los cinco sentidos del cuerpo humano se reducen a una desmesurada ambición en semejantes hombres. Ni quieren, ni entienden, ni se acuerdan de cosa que no vaya dirigida a este fin. La naturaleza pierde toda su hermosura en el ánimo de ellos. Un jardín no es fragrante, ni una fruta es deliciosa, ni un campo es ameno, ni un bosque frondoso, ni las diversiones tienen atractivo, ni la comida les satisface, ni la conversación les ofrece gusto, ni la salud les produce alegría, ni la amistad les da consuelo, ni el amor les presenta delicia, ni la juventud les fortalece. Nada importan las cosas del mundo en el día, la hora, el minuto, que no adelantan un paso en la carrera de la fortuna. Los demás hombres pasan por varias alteraciones de gustos y penas; pero éstos no conocen más que un gusto, y es el de adelantarse, y así tienen, no por pena, sino por tormentos inaguantables, todas las varias contingencias e infinitas casualidades de la vida humana. Para ellos, todo inferior es un esclavo, todo igual un enemigo, todo superior un tirano. La risa y el llanto en estos hombres son como las aguas del río que han pasado por parajes pantanosos: vienen tan turbias, que no es posible distinguir su verdadero sabor y color. El continuo artificio, que ya se hace segunda naturaleza en ellos, los hace insufribles aun a sí mismos. Se piden cuenta del poco tiempo que han dejado de aprovechar en seguir por entre precipicios el fantasma de la ambición que les guía. En su concepto, el día es corto para sus ideas, y demasiado largo para las de los otros. Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser defectuosos, por más que quieran parecer semidioses».
En medio de lo odioso que es y debe ser a lo común de los hombres el que está agitado de semejante delirio, y que a manera del frenético debiera estar encadenado porque no haga daño a cuantos hombres, mujeres y niños encuentre por las calles, suele ser divertido su manejo para el que lo ve de lejos. Aquella diversidad de astucias, ardides y artificios es un gracioso espectáculo para quien no la teme. Pero para lo que no basta la paciencia humana es para mirar todas estas máquinas manejadas por un ignorante ciego, que se figura a sí mismo tan incomprensible como los demás le conocen necio. Creen muchos de éstos que la mala intención puede suplir al talento, a la viveza, y al demás conjunto que se ven en muchos libros, pero en pocas personas.
Carta LI
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Una de las palabras cuya explicación ocupa más lugar en el diccionario de mi amigo Nuño es la voz política, y su adjetivo derivado político. Quiero copiarte todo el párrafo; dice así:
«Política viene de la voz griega que significa ciudad, de donde se infiere que su verdadero sentido es la ciencia de gobernar los pueblos, y que los políticos son aquellos que están en semejantes encargos o, por lo menos, en carrera de llegar a estar en ellos. En este supuesto, aquí acabaría este artículo, pues venero su carácter; pero han usurpado este nombre estos sujetos que se hallan muy lejos de verse en tal situación ni merecer tal respeto. Y de la corrupción de esta palabra mal apropiada a estas gentes nace la precisión de extenderme más.
»Políticos de esta segunda especie son unos hombres que de noche no sueñan y de día no piensan sino en hacer fortuna por cuantos medios se ofrezcan. Las tres potencias del alma racional y los cinco sentidos del cuerpo humano se reducen a una desmesurada ambición en semejantes hombres. Ni quieren, ni entienden, ni se acuerdan de cosa que no vaya dirigida a este fin. La naturaleza pierde toda su hermosura en el ánimo de ellos. Un jardín no es fragrante, ni una fruta es deliciosa, ni un campo es ameno, ni un bosque frondoso, ni las diversiones tienen atractivo, ni la comida les satisface, ni la conversación les ofrece gusto, ni la salud les produce alegría, ni la amistad les da consuelo, ni el amor les presenta delicia, ni la juventud les fortalece. Nada importan las cosas del mundo en el día, la hora, el minuto, que no adelantan un paso en la carrera de la fortuna. Los demás hombres pasan por varias alteraciones de gustos y penas; pero éstos no conocen más que un gusto, y es el de adelantarse, y así tienen, no por pena, sino por tormentos inaguantables, todas las varias contingencias e infinitas casualidades de la vida humana. Para ellos, todo inferior es un esclavo, todo igual un enemigo, todo superior un tirano. La risa y el llanto en estos hombres son como las aguas del río que han pasado por parajes pantanosos: vienen tan turbias, que no es posible distinguir su verdadero sabor y color. El continuo artificio, que ya se hace segunda naturaleza en ellos, los hace insufribles aun a sí mismos. Se piden cuenta del poco tiempo que han dejado de aprovechar en seguir por entre precipicios el fantasma de la ambición que les guía. En su concepto, el día es corto para sus ideas, y demasiado largo para las de los otros. Desprecian al hombre sencillo, aborrecen al discreto, parecen oráculos al público, pero son tan ineptos que un criado inferior sabe todas sus flaquezas, ridiculeces, vicios y tal vez delitos, según el muy verdadero proverbio francés, que ninguno es héroe con su ayuda de cámara. De aquí nace revelarse tantos secretos, descubrirse tantas maquinaciones y, en sustancia, mostrarse los hombres ser defectuosos, por más que quieran parecer semidioses».
En medio de lo odioso que es y debe ser a lo común de los hombres el que está agitado de semejante delirio, y que a manera del frenético debiera estar encadenado porque no haga daño a cuantos hombres, mujeres y niños encuentre por las calles, suele ser divertido su manejo para el que lo ve de lejos. Aquella diversidad de astucias, ardides y artificios es un gracioso espectáculo para quien no la teme. Pero para lo que no basta la paciencia humana es para mirar todas estas máquinas manejadas por un ignorante ciego, que se figura a sí mismo tan incomprensible como los demás le conocen necio. Creen muchos de éstos que la mala intención puede suplir al talento, a la viveza, y al demás conjunto que se ven en muchos libros, pero en pocas personas.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LII
de José Cadalso
De Nuño a Gazel
Entre ser hombres de bien y no ser hombres de bien, no hay medio. Si lo hubiera, no sería tanto el número de pícaros. La alternativa de no hacer mal a alguno, o de atrasarse uno mismo si no hace mal a otro, es de una tiranía tan despótica que sólo puede resistirse a ella por la invencible fuerza de la virtud. Pero la virtud está muy desairada en la corrupción del mundo para tener atractivo alguno. Su mayor trofeo es el respeto de la menor parte de los hombres.
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De Nuño a Gazel
Entre ser hombres de bien y no ser hombres de bien, no hay medio. Si lo hubiera, no sería tanto el número de pícaros. La alternativa de no hacer mal a alguno, o de atrasarse uno mismo si no hace mal a otro, es de una tiranía tan despótica que sólo puede resistirse a ella por la invencible fuerza de la virtud. Pero la virtud está muy desairada en la corrupción del mundo para tener atractivo alguno. Su mayor trofeo es el respeto de la menor parte de los hombres.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Ayer estábamos Nuño y yo al balcón de mi posada viendo a un niño jugar con una caña adornada de cintas y papel dorado.
-¡Feliz edad -exclamé yo-, en que aún no conoce el corazón las penas verdaderas y falsos gustos de la vida! ¿Qué le importan a este niño los grandes negocios del mundo? ¿Qué daño le pueden ocasionar los malvados? ¿Qué impresión pueden hacer las mudanzas de la suerte próspera o adversa en su tierno corazón? Los caprichos de la fortuna le son indiferentes. ¡Dichoso el hombre si fuera siempre niño!
-Te equivocas -me dijo Nuño-. Si se le rompe esa caña con que juega; si otro compañero se la quita; si su madre le regaña porque se divierte con ella, le verás tan afligido como un general con la pérdida de la batalla, o un ministro en su caída. Créeme, Gazel, la miseria humana se proporciona a la edad de los hombres; va mudando de especie conforme el cuerpo va pasando por edades, pero el hombre es mísero desde la cuna al sepulcro.
Carta LIII
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Ayer estábamos Nuño y yo al balcón de mi posada viendo a un niño jugar con una caña adornada de cintas y papel dorado.
-¡Feliz edad -exclamé yo-, en que aún no conoce el corazón las penas verdaderas y falsos gustos de la vida! ¿Qué le importan a este niño los grandes negocios del mundo? ¿Qué daño le pueden ocasionar los malvados? ¿Qué impresión pueden hacer las mudanzas de la suerte próspera o adversa en su tierno corazón? Los caprichos de la fortuna le son indiferentes. ¡Dichoso el hombre si fuera siempre niño!
-Te equivocas -me dijo Nuño-. Si se le rompe esa caña con que juega; si otro compañero se la quita; si su madre le regaña porque se divierte con ella, le verás tan afligido como un general con la pérdida de la batalla, o un ministro en su caída. Créeme, Gazel, la miseria humana se proporciona a la edad de los hombres; va mudando de especie conforme el cuerpo va pasando por edades, pero el hombre es mísero desde la cuna al sepulcro.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LIV
de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
La voz fortuna y la frase hacer fortuna me han gustado en el diccionario de Nuño. Después de explicarlas, añade lo siguiente:
«El que aspire a hacer fortuna por medios honrosos no tiene más que uno en que fundar su esperanza, a saber, el mérito. El que sea menos escrupuloso tiene mayor número en que escoger, a saber, todos los vicios y las apariencias de todas las virtudes. Escoja según las circunstancias lo que más le convenga, o por junto o por menor, ocultamente o a las claras, con moderación o sin ella».
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La voz fortuna y la frase hacer fortuna me han gustado en el diccionario de Nuño. Después de explicarlas, añade lo siguiente:
«El que aspire a hacer fortuna por medios honrosos no tiene más que uno en que fundar su esperanza, a saber, el mérito. El que sea menos escrupuloso tiene mayor número en que escoger, a saber, todos los vicios y las apariencias de todas las virtudes. Escoja según las circunstancias lo que más le convenga, o por junto o por menor, ocultamente o a las claras, con moderación o sin ella».
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-¿Para qué quiere el hombre hacer fortuna? -decía Nuño a uno que no piensa en otra cosa-. Comprendo que el pobre necesitado anhele a tener con qué comer y que el que está en mediana constitución aspire a procurarse algunas más conveniencias; pero tanto conato y desvelo para adquirir dignidades y empleos, no veo a qué conduzcan. En el estado de medianía en que me hallo, vivo con tranquilidad y sin cuidado, sin que mis operaciones sean objeto de la crítica ajena, ni motivo para remordimientos de mi propio corazón. Colocado en la altura que tú apeteces, no comeré más, ni dormiré mejor, ni tendré más amigos, ni he de libertarme de las enfermedades comunes a todos los hombres; por consiguiente, no tendría entonces más gustosa vida que tengo ahora. Sólo una reflexión me hizo en otros tiempos pensar alguna vez en declararme cortesano de la fortuna y solicitar sus favores. ¡Cuán gustoso me sería, decíame yo a mí mismo, el tener en mi mano los medios de hacer bien a mis amigos! Y luego llamaba mi memoria los nombres y prendas de mis más queridos, y los empleos que les daría cuando yo fuese primer ministro; pues nada menos apetecía, porque con nada menos se contentaba mi oficiosa ambición. Éste es mozo de excelentes costumbres, selecta erudición y genio afable: quiero darle un obispado. Otro sujeto de consumada prudencia, genio desinteresado y lo que se llama don de gentes, hágalo virrey de Méjico. Aquél es soldado de vocación, me consta su valor personal, y su cabeza no es menos guerrera que su brazo: le daré un bastón de general. Aquel otro, sobre ser de una casa de las más distinguidas del reino, está impuesto en el derecho de gentes, tiene un mayorazgo cuantioso, sabe disimular una pena y un gusto, ha tenido la curiosidad de leer todos los tratados de paces, y tiene de estas obras la más completa colección: le enviaré a cualquiera de las embajadas de primera clase; y así de los demás amigos.
¡Qué consuelo para mí cuando me pueda mirar como segundo criador de todos éstos! No sólo mis amigos serán partícipes de mi fortuna, sino también con más fuerte razón lo serán mis parientes y criados. ¡Cuántos primos, sobrinos y tíos vendrán de mi lugar y los inmediatos a acogerse a mi sombra! No seré yo como muchos poderosos que desconocen a sus parientes pobres. Muy al contrario, yo mismo presentaré en público todos estos novicios de fortuna hasta que estén colocados, sin negar los vínculos con que naturaleza me ligó a ellos. A su llegada necesitarán mi auxilio; que después ellos mismos se harán lugar por sus prendas y talentos, y más por la obligación de dejarme airoso.
Mis criados también, que habrán sabido asistir con lealtad y trabajo a mi persona, pasar malas noches, llevar mis órdenes y hacer mi voluntad, ¡cuán acreedores son a mi beneficencia! Colocaréles en varios empleos de honra y provecho. A los diez años de mi elevación, la mitad del imperio será hechura mía, y moriré con la complacencia de haber colmado de bienes a cuantos hombres he conocido.
Esta consideración es sin duda muy grata para quien tiene un corazón naturalmente benigno y propenso a la amistad; es capaz de mover el pecho menos ambicioso, y sacar de su retiro al hombre más apartado para hacerle entrar en las carreras de la fortuna y autoridad. Pero dos reflexiones me entibiaron el ardor que me había causado este deseo de hacer bien a otros. La primera es la ingratitud tan frecuente, y casi universal, que se halla en las hechuras, aunque sea de la más inmediata obligación; de lo cual cada uno puede tener suficientes ejemplos en su respectiva esfera. La segunda es que el poderoso así colocado no puede dispensar los empleos y dignidades según su capricho ni voluntad, sino según el mérito de los concurrentes. No es dueño, sino administrador de las dignidades, y debe considerarse como hombre caído de las nubes, sin vínculos de parentesco, amistad ni gratitud, y, por tanto, tendrá mil veces que negar su protección a las personas de su mayor aprecio por no hacer agravio a un desconocido benemérito.
Sólo puede disponer a su arbitrio -añadió Nuño- de los sueldos que goza, según los empleos que ejerce, y de su patrimonio peculiar.
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-¿Para qué quiere el hombre hacer fortuna? -decía Nuño a uno que no piensa en otra cosa-. Comprendo que el pobre necesitado anhele a tener con qué comer y que el que está en mediana constitución aspire a procurarse algunas más conveniencias; pero tanto conato y desvelo para adquirir dignidades y empleos, no veo a qué conduzcan. En el estado de medianía en que me hallo, vivo con tranquilidad y sin cuidado, sin que mis operaciones sean objeto de la crítica ajena, ni motivo para remordimientos de mi propio corazón. Colocado en la altura que tú apeteces, no comeré más, ni dormiré mejor, ni tendré más amigos, ni he de libertarme de las enfermedades comunes a todos los hombres; por consiguiente, no tendría entonces más gustosa vida que tengo ahora. Sólo una reflexión me hizo en otros tiempos pensar alguna vez en declararme cortesano de la fortuna y solicitar sus favores. ¡Cuán gustoso me sería, decíame yo a mí mismo, el tener en mi mano los medios de hacer bien a mis amigos! Y luego llamaba mi memoria los nombres y prendas de mis más queridos, y los empleos que les daría cuando yo fuese primer ministro; pues nada menos apetecía, porque con nada menos se contentaba mi oficiosa ambición. Éste es mozo de excelentes costumbres, selecta erudición y genio afable: quiero darle un obispado. Otro sujeto de consumada prudencia, genio desinteresado y lo que se llama don de gentes, hágalo virrey de Méjico. Aquél es soldado de vocación, me consta su valor personal, y su cabeza no es menos guerrera que su brazo: le daré un bastón de general. Aquel otro, sobre ser de una casa de las más distinguidas del reino, está impuesto en el derecho de gentes, tiene un mayorazgo cuantioso, sabe disimular una pena y un gusto, ha tenido la curiosidad de leer todos los tratados de paces, y tiene de estas obras la más completa colección: le enviaré a cualquiera de las embajadas de primera clase; y así de los demás amigos.
¡Qué consuelo para mí cuando me pueda mirar como segundo criador de todos éstos! No sólo mis amigos serán partícipes de mi fortuna, sino también con más fuerte razón lo serán mis parientes y criados. ¡Cuántos primos, sobrinos y tíos vendrán de mi lugar y los inmediatos a acogerse a mi sombra! No seré yo como muchos poderosos que desconocen a sus parientes pobres. Muy al contrario, yo mismo presentaré en público todos estos novicios de fortuna hasta que estén colocados, sin negar los vínculos con que naturaleza me ligó a ellos. A su llegada necesitarán mi auxilio; que después ellos mismos se harán lugar por sus prendas y talentos, y más por la obligación de dejarme airoso.
Mis criados también, que habrán sabido asistir con lealtad y trabajo a mi persona, pasar malas noches, llevar mis órdenes y hacer mi voluntad, ¡cuán acreedores son a mi beneficencia! Colocaréles en varios empleos de honra y provecho. A los diez años de mi elevación, la mitad del imperio será hechura mía, y moriré con la complacencia de haber colmado de bienes a cuantos hombres he conocido.
Esta consideración es sin duda muy grata para quien tiene un corazón naturalmente benigno y propenso a la amistad; es capaz de mover el pecho menos ambicioso, y sacar de su retiro al hombre más apartado para hacerle entrar en las carreras de la fortuna y autoridad. Pero dos reflexiones me entibiaron el ardor que me había causado este deseo de hacer bien a otros. La primera es la ingratitud tan frecuente, y casi universal, que se halla en las hechuras, aunque sea de la más inmediata obligación; de lo cual cada uno puede tener suficientes ejemplos en su respectiva esfera. La segunda es que el poderoso así colocado no puede dispensar los empleos y dignidades según su capricho ni voluntad, sino según el mérito de los concurrentes. No es dueño, sino administrador de las dignidades, y debe considerarse como hombre caído de las nubes, sin vínculos de parentesco, amistad ni gratitud, y, por tanto, tendrá mil veces que negar su protección a las personas de su mayor aprecio por no hacer agravio a un desconocido benemérito.
Sólo puede disponer a su arbitrio -añadió Nuño- de los sueldos que goza, según los empleos que ejerce, y de su patrimonio peculiar.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
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Los días de correo o de ocupación suelo pasar después de comer a una casa inmediata a la mía, donde se juntan bastantes gentes que forman una graciosa tertulia. Siempre he hallado en su conversación cosa que me quite la melancolía y distraiga de cosas serías y pesadas; pero la ocurrencia de hoy me ha hecho mucha gracia. Entré cuando acababan de tomar café y empezaban a conversar. Una señora se iba a poner al clave; dos señoritos de poca edad leían con mucho misterio un papel en el balcón; otra dama estaba haciendo una escarapela; un oficial joven estaba vuelto de espaldas a la chimenea; uno viejo empezaba a roncar sentado en un sillón a la lumbre; un abate miraba al jardín, y al mismo tiempo leía algo en un libro negro y dorado; y otras gentes hablaban. Saludáronme al entrar todos, menos unas tres señoras y otros tantos jóvenes que estaban embebidos en una conversación al parecer la más seria. -Hijas mías -decía una de ellas-, nuestra España nunca será más de lo que es. Bien sabe el cielo que me muero de pesadumbre, porque quiero bien a mi patria. -Vergüenza tengo de ser española -decía la segunda-. -¿Qué dirán las naciones extrañas? -decía la que faltaba. -¡Jesús, y cuánto mejor fuera haberme quedado yo en el convento en Francia, que no venir a España a ver estas miserias! -dijo la que aún no había hablado. -Teniente coronel soy yo, y con algunos méritos extraordinarios; pero quisiera ser alférez de húsares en Hungría primero que vivir en España -dijo uno de los tres que estaban con las tres. -Bien lo he dicho yo mil veces -dijo uno del triunvirato-, bien lo he dicho yo: la monarquía no puede durar lo que queda del siglo; la decadencia es rápida, la ruina inmediata. ¡Lástima como ella! ¡Válgame Dios! -Pero, señor -dijo el que quedaba- ¿no se toma providencia para semejantes daños? Me aturdo. Crean ustedes que en estos casos siente un hombre saber leer y escribir. ¿Qué dirán de nosotros más allá de los Pirineos?
Asustáronse todos al oír tales lamentaciones. -¿Qué es esto? -decían unos. -¿Qué hay? -repetían otros. Proseguían las tres parejas con sus quejas y gemidos, deseoso cada uno y cada una de sobresalir en lo enérgico. Yo también sentíme conmovido al oír tanta ponderación de males, y, aunque menos interesado que los otros en los sucesos de esta nación, pregunté cuál era el motivo de tanto lamento. -¿Es acaso -dije yo- alguna noticia de haber desembarcado los argelinos en la costa de Andalucía y haber devastado aquellas hermosas provincias? -No, no -me dijo una dama-; no, no; más que eso es lo que lloramos. -¿Se ha aparecido alguna nueva nación de indios bravos y han invadido el Nuevo Méjico por el Norte? -Tampoco es eso, sino mucho más que eso -dijo otra de las patriotas. -¿Alguna peste -insté yo- ha acabado con todos los ganados de España, de modo que esta nación se vea privada de sus lanas preciosísimas? -Poco importa eso -dijo uno de los celosos ciudadanos- respecto de lo que pasa.
Fuiles diciendo otra infinidad de daños públicos a que están expuestas las monarquías, preguntando si alguno de ellos había sucedido, cuando al cabo de mucho tiempo, lágrimas, sollozos, suspiros, quejas, lamentos, llantos, y hasta invectivas contra los astros y estrellas, la que había callado, y que parecía la más juiciosa de todas, exclamó con voz muy dolorida: -¿Creerás, Gazel, que en todo Madrid no se ha hallado cinta de este color, por mas que se ha buscado?
Carta LVI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Los días de correo o de ocupación suelo pasar después de comer a una casa inmediata a la mía, donde se juntan bastantes gentes que forman una graciosa tertulia. Siempre he hallado en su conversación cosa que me quite la melancolía y distraiga de cosas serías y pesadas; pero la ocurrencia de hoy me ha hecho mucha gracia. Entré cuando acababan de tomar café y empezaban a conversar. Una señora se iba a poner al clave; dos señoritos de poca edad leían con mucho misterio un papel en el balcón; otra dama estaba haciendo una escarapela; un oficial joven estaba vuelto de espaldas a la chimenea; uno viejo empezaba a roncar sentado en un sillón a la lumbre; un abate miraba al jardín, y al mismo tiempo leía algo en un libro negro y dorado; y otras gentes hablaban. Saludáronme al entrar todos, menos unas tres señoras y otros tantos jóvenes que estaban embebidos en una conversación al parecer la más seria. -Hijas mías -decía una de ellas-, nuestra España nunca será más de lo que es. Bien sabe el cielo que me muero de pesadumbre, porque quiero bien a mi patria. -Vergüenza tengo de ser española -decía la segunda-. -¿Qué dirán las naciones extrañas? -decía la que faltaba. -¡Jesús, y cuánto mejor fuera haberme quedado yo en el convento en Francia, que no venir a España a ver estas miserias! -dijo la que aún no había hablado. -Teniente coronel soy yo, y con algunos méritos extraordinarios; pero quisiera ser alférez de húsares en Hungría primero que vivir en España -dijo uno de los tres que estaban con las tres. -Bien lo he dicho yo mil veces -dijo uno del triunvirato-, bien lo he dicho yo: la monarquía no puede durar lo que queda del siglo; la decadencia es rápida, la ruina inmediata. ¡Lástima como ella! ¡Válgame Dios! -Pero, señor -dijo el que quedaba- ¿no se toma providencia para semejantes daños? Me aturdo. Crean ustedes que en estos casos siente un hombre saber leer y escribir. ¿Qué dirán de nosotros más allá de los Pirineos?
Asustáronse todos al oír tales lamentaciones. -¿Qué es esto? -decían unos. -¿Qué hay? -repetían otros. Proseguían las tres parejas con sus quejas y gemidos, deseoso cada uno y cada una de sobresalir en lo enérgico. Yo también sentíme conmovido al oír tanta ponderación de males, y, aunque menos interesado que los otros en los sucesos de esta nación, pregunté cuál era el motivo de tanto lamento. -¿Es acaso -dije yo- alguna noticia de haber desembarcado los argelinos en la costa de Andalucía y haber devastado aquellas hermosas provincias? -No, no -me dijo una dama-; no, no; más que eso es lo que lloramos. -¿Se ha aparecido alguna nueva nación de indios bravos y han invadido el Nuevo Méjico por el Norte? -Tampoco es eso, sino mucho más que eso -dijo otra de las patriotas. -¿Alguna peste -insté yo- ha acabado con todos los ganados de España, de modo que esta nación se vea privada de sus lanas preciosísimas? -Poco importa eso -dijo uno de los celosos ciudadanos- respecto de lo que pasa.
Fuiles diciendo otra infinidad de daños públicos a que están expuestas las monarquías, preguntando si alguno de ellos había sucedido, cuando al cabo de mucho tiempo, lágrimas, sollozos, suspiros, quejas, lamentos, llantos, y hasta invectivas contra los astros y estrellas, la que había callado, y que parecía la más juiciosa de todas, exclamó con voz muy dolorida: -¿Creerás, Gazel, que en todo Madrid no se ha hallado cinta de este color, por mas que se ha buscado?
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LVII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Si los vicios comunes en el método europeo de escribir la historia son tan capitales como te tengo avisado, te espantará otro mucho mayor y más común en la historia que llaman universal. Apenas hay nación en Europa que no haya producido un escritor, o bien compendioso, o bien extenso, de la historia universal; pero ¿qué trazas de ser universal? A más de las preocupaciones que guían las plumas, y los respetos que atan las manos a estos historiadores generales, comunes con los iguales obstáculos de los historiadores particulares, tienen uno muy singular y peculiar de ellos, y es que cada uno, escribiendo con individualidad los fastos de su nación, los anales gloriosos de sus reyes y generales, los progresos hechos por sus sabios en las ciencias, contando cada cosa de éstas con unas menudencias en realidad despreciables, cree firmemente que cumple para con las demás naciones en referir cuatro o cinco épocas notables, y nombrar cuatro o cinco hombres grandes, aunque sea desfigurando sus nombres. El historiador universal inglés gastará muchas hojas en la noticia de quién fue cualquiera de sus corsarios, y apenas dice que hubo un Turena en el mundo. El francés nos dirá de buena gana con igual exactitud quién fue el primer actor que mudó el sombrero por el morrión en los papeles de su teatro, y por poco se olvida quién fue el duque de Malboroug.
-¡Qué chasco el que acabo de llevar! -díjome Nuño pocos días ha-, ¡qué chasco, cuando, engañado por el título de una obra en que el autor nos prometía la vida de todos los grandes hombres del mundo, voy a buscar unos cuantos amigos de mi mayor estimación, y no me hallé ni siquiera con el nombre de ellos! Voy por el abecedario a encontrar los Ordoños, Sanchos, Fernandos de Castilla, los Jaimes de Aragón, y nada, nada dice de ellos.
Entre tantos hombres grandes como desperdiciaron su sangre durante ocho siglos en ayudar a su patria a sacudir el yugo de tus abuelos, apenas dos o tres han merecido la atención de este historiador. Botánicos insignes, humanistas, estadistas, poetas, oradores anteriores con más de un siglo, y algunos dos, a las academias francesas, quedan sepultados en el olvido si no se leen más historias que éstas. Pilotos vizcaínos, andaluces, portugueses, que navegaron con tanta osadía como pericia, y por consiguiente tan beneméritos de la sociedad, quedan cubiertos con igual velo. Los soldados catalanes y aragoneses, tan ilustres en ambas Sicilias y sus mares por los años 1280, no han parecido dignos de fama póstuma a los tales compositores. Doctores cordobeses de tu religión y descendientes de tu país, que conservaron las ciencias en España mientras ardía la península en guerras sangrientas, tampoco ocupan una llana en la tal obra.
Creo que se quejarán de igual descuido las demás naciones, menos la del autor. ¿Qué mérito, pues, para llamarse universal? Si un sabio de Siam-China se aplicase a entender algún idioma europeo y tuviese encargo de su soberano de leer una historia de éstos, e informarle de su contenido, juzgo que ceñiría su dictamen a estas pocas líneas: «He leído la historia universal cuyo examen se me ha cometido, y de su lectura infiero que en aquella pequeña parte del mundo que llaman Europa no hay más que una nación cultivada, es a saber la patria del autor; y los demás son unos países incultos, o poco menos, pues apenas tiene media docena de hombres ilustres cada una de ellas, por más que nos hayan quedado tradiciones de padres a hijos, por las cuales sabemos que centenares de años ha, arribaron a nuestras costas algunos navíos con hombres europeos, los cuales dieron noticia de que sus países en diferentes eras han producido varones dignos de la admiración de la posteridad. Digo que los tales viajeros deben ser despreciados por sospechosos en punto de verdad en lo que contaron de sus patrias y patriotas, pues apenas se habla de ellas ni de sus hijos en esta historia universal, escrita por un europeo, a quien debemos suponer completamente instruido en las letras de toda Europa, pues habla de toda ella».
En efecto, amigo Ben-Beley, no creo que se pueda ver jamás una historia universal completa, mientras se siga el método de escribirla uno solo o muchos de un mismo país.
¿No se juntaron los astrónomos de todos los países para observar el paso de Venus por el disco del sol? ¿No se comunican todas las academias de Europa sus observaciones astronómicas, sus experimentos físicos y sus adelantamientos en todas las ciencias? Pues señale cada nación cuatro o cinco de sus hombres los más ilustrados, menos preocupados, más activos y más laboriosos, trabajen éstos a los anales en lo respectivo a su patria, júntense después las obras que resultan del trabajo de los de cada nación, y de aquí se forma una verdadera historia universal, digna de todo aquel tal cual crédito que merecen las obras de los hombres.
Carta LVII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Si los vicios comunes en el método europeo de escribir la historia son tan capitales como te tengo avisado, te espantará otro mucho mayor y más común en la historia que llaman universal. Apenas hay nación en Europa que no haya producido un escritor, o bien compendioso, o bien extenso, de la historia universal; pero ¿qué trazas de ser universal? A más de las preocupaciones que guían las plumas, y los respetos que atan las manos a estos historiadores generales, comunes con los iguales obstáculos de los historiadores particulares, tienen uno muy singular y peculiar de ellos, y es que cada uno, escribiendo con individualidad los fastos de su nación, los anales gloriosos de sus reyes y generales, los progresos hechos por sus sabios en las ciencias, contando cada cosa de éstas con unas menudencias en realidad despreciables, cree firmemente que cumple para con las demás naciones en referir cuatro o cinco épocas notables, y nombrar cuatro o cinco hombres grandes, aunque sea desfigurando sus nombres. El historiador universal inglés gastará muchas hojas en la noticia de quién fue cualquiera de sus corsarios, y apenas dice que hubo un Turena en el mundo. El francés nos dirá de buena gana con igual exactitud quién fue el primer actor que mudó el sombrero por el morrión en los papeles de su teatro, y por poco se olvida quién fue el duque de Malboroug.
-¡Qué chasco el que acabo de llevar! -díjome Nuño pocos días ha-, ¡qué chasco, cuando, engañado por el título de una obra en que el autor nos prometía la vida de todos los grandes hombres del mundo, voy a buscar unos cuantos amigos de mi mayor estimación, y no me hallé ni siquiera con el nombre de ellos! Voy por el abecedario a encontrar los Ordoños, Sanchos, Fernandos de Castilla, los Jaimes de Aragón, y nada, nada dice de ellos.
Entre tantos hombres grandes como desperdiciaron su sangre durante ocho siglos en ayudar a su patria a sacudir el yugo de tus abuelos, apenas dos o tres han merecido la atención de este historiador. Botánicos insignes, humanistas, estadistas, poetas, oradores anteriores con más de un siglo, y algunos dos, a las academias francesas, quedan sepultados en el olvido si no se leen más historias que éstas. Pilotos vizcaínos, andaluces, portugueses, que navegaron con tanta osadía como pericia, y por consiguiente tan beneméritos de la sociedad, quedan cubiertos con igual velo. Los soldados catalanes y aragoneses, tan ilustres en ambas Sicilias y sus mares por los años 1280, no han parecido dignos de fama póstuma a los tales compositores. Doctores cordobeses de tu religión y descendientes de tu país, que conservaron las ciencias en España mientras ardía la península en guerras sangrientas, tampoco ocupan una llana en la tal obra.
Creo que se quejarán de igual descuido las demás naciones, menos la del autor. ¿Qué mérito, pues, para llamarse universal? Si un sabio de Siam-China se aplicase a entender algún idioma europeo y tuviese encargo de su soberano de leer una historia de éstos, e informarle de su contenido, juzgo que ceñiría su dictamen a estas pocas líneas: «He leído la historia universal cuyo examen se me ha cometido, y de su lectura infiero que en aquella pequeña parte del mundo que llaman Europa no hay más que una nación cultivada, es a saber la patria del autor; y los demás son unos países incultos, o poco menos, pues apenas tiene media docena de hombres ilustres cada una de ellas, por más que nos hayan quedado tradiciones de padres a hijos, por las cuales sabemos que centenares de años ha, arribaron a nuestras costas algunos navíos con hombres europeos, los cuales dieron noticia de que sus países en diferentes eras han producido varones dignos de la admiración de la posteridad. Digo que los tales viajeros deben ser despreciados por sospechosos en punto de verdad en lo que contaron de sus patrias y patriotas, pues apenas se habla de ellas ni de sus hijos en esta historia universal, escrita por un europeo, a quien debemos suponer completamente instruido en las letras de toda Europa, pues habla de toda ella».
En efecto, amigo Ben-Beley, no creo que se pueda ver jamás una historia universal completa, mientras se siga el método de escribirla uno solo o muchos de un mismo país.
¿No se juntaron los astrónomos de todos los países para observar el paso de Venus por el disco del sol? ¿No se comunican todas las academias de Europa sus observaciones astronómicas, sus experimentos físicos y sus adelantamientos en todas las ciencias? Pues señale cada nación cuatro o cinco de sus hombres los más ilustrados, menos preocupados, más activos y más laboriosos, trabajen éstos a los anales en lo respectivo a su patria, júntense después las obras que resultan del trabajo de los de cada nación, y de aquí se forma una verdadera historia universal, digna de todo aquel tal cual crédito que merecen las obras de los hombres.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LVIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Hay una secta de sabios en la república literaria que lo son a poca costa: éstos son los críticos. Años enteros, y muchos, necesita el hombre para saber algo en las ciencias humanas; pero en la crítica, cual se usa, desde el primero día es uno consumado. Sujetarse a los lentos progresos del entendimiento en las especulaciones matemáticas, en las experiencias de la física, en los laberintos de la historia, en las confusiones de la jurisprudencia es no acordarnos de la cortedad de nuestra vida, que por lo regular no pasa de sesenta años, rebajando de éstos lo que ocupa la debilidad de la niñez, el desenfreno de la juventud y las enfermedades de la vejez. Se humilla mucho nuestro orgullo con esta reflexión: el tiempo que he de vivir, comparado con el que necesito para saber, es tal, que apenas merece llamarse tiempo. ¡Cuánto más nos lisonjea esta determinación! Si no puedo por este motivo aprender facultad alguna, persuado al mundo y a mí mismo que las poseo todas, y pronuncio ex tripode sobre cuanto oiga, vea y lea.
Pero no creas que en esta clase se comprende a los verdaderos críticos. Los hay dignísimos de todo respeto. Pues ¿en qué se diferencian y cómo se han de distinguir?, preguntarás. La regla fija para no confundirlos es ésta: los buenos hablan poco sobre asuntos determinados, y con moderación; los otros son como los toros, que forman la intención, cierran los ojos, y arremeten a cuanto encuentran por delante, hombre, caballo, perro, aunque se claven la espada hasta el corazón. Si la comparación te pareciere baja, por ser de un ente racional con un bruto, créeme que no lo es tanto, pues apenas puedo llamar hombres a los que no cultivan su razón, y sólo se valen de una especie de instinto que les queda para hacer daño a todo cuanto se les presente, amigo o enemigo, débil o fuerte, inocente o culpado.
Carta LVIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Hay una secta de sabios en la república literaria que lo son a poca costa: éstos son los críticos. Años enteros, y muchos, necesita el hombre para saber algo en las ciencias humanas; pero en la crítica, cual se usa, desde el primero día es uno consumado. Sujetarse a los lentos progresos del entendimiento en las especulaciones matemáticas, en las experiencias de la física, en los laberintos de la historia, en las confusiones de la jurisprudencia es no acordarnos de la cortedad de nuestra vida, que por lo regular no pasa de sesenta años, rebajando de éstos lo que ocupa la debilidad de la niñez, el desenfreno de la juventud y las enfermedades de la vejez. Se humilla mucho nuestro orgullo con esta reflexión: el tiempo que he de vivir, comparado con el que necesito para saber, es tal, que apenas merece llamarse tiempo. ¡Cuánto más nos lisonjea esta determinación! Si no puedo por este motivo aprender facultad alguna, persuado al mundo y a mí mismo que las poseo todas, y pronuncio ex tripode sobre cuanto oiga, vea y lea.
Pero no creas que en esta clase se comprende a los verdaderos críticos. Los hay dignísimos de todo respeto. Pues ¿en qué se diferencian y cómo se han de distinguir?, preguntarás. La regla fija para no confundirlos es ésta: los buenos hablan poco sobre asuntos determinados, y con moderación; los otros son como los toros, que forman la intención, cierran los ojos, y arremeten a cuanto encuentran por delante, hombre, caballo, perro, aunque se claven la espada hasta el corazón. Si la comparación te pareciere baja, por ser de un ente racional con un bruto, créeme que no lo es tanto, pues apenas puedo llamar hombres a los que no cultivan su razón, y sólo se valen de una especie de instinto que les queda para hacer daño a todo cuanto se les presente, amigo o enemigo, débil o fuerte, inocente o culpado.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LIX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Dicen en Europa que la historia es el libro de los reyes. Si esto es así, y la historia se prosigue escribiendo como hasta ahora, creo firmemente que los reyes están destinados a leer muchas mentiras a más de las que oyen. No dudo que una relación exacta de los hechos principales de los hombres, y una noticia de la formación, auge, decadencia y ruina de los estados, darían en breves hojas a un príncipe lecciones de lo que ha de hacer, sacadas de lo que otros han hecho. Pero ¿dónde se halla esta relación y esta noticia? No la hay, Ben-Beley, no la hay ni la puede haber. Esto último te espantará, pero se te hará muy fácil de creer si lo reflexionas. Un hecho no se puede escribir sino en el tiempo en que sucede, o después de sucedido. En el tiempo del evento, ¿qué pluma se encargará de ello, sin que la detenga la razón de estado, o alguna preocupación? Después del cabo, ¿sobre qué documento ha de trabajar el historiador que lo transmita a la posteridad, sino sobre lo que dejaron escrito las plumas que he referido?
-Yo mandara quemar de buena gana, -decía yo a Nuño en la tertulia, pocos noches ha-, todas las historias menos la del siglo presente. Daría el encargo de escribir ésta a algún hombre lleno de crítica, imparcialidad y juicio. Los meros hechos, sin aquellas reflexiones que comúnmente hacen más importante el mérito del historiador que el peso de la historia en la mente de los lectores, formarían todos la obra.
-¿Y dónde se imprimiría? -dijo Nuño-. ¿Y quién la leería? ¿Y qué efectos produciría? ¿Y qué pago tendría el escritor? Era menester -añadió con gracia-, era menester imprimirla junto al cabo de Hornos o al de Buena Esperanza, y leerla a los hotentotes o a los patagones, y aun así me temo que algunos sabios de los que habrá sin duda a su modo entre aquéllos que nosotros nos servimos llamar salvajes, diría al oír tantos y tales sucesos al que los estuviera leyendo: «Calla, calla, no leas esas fábulas llenas de ridiculeces y barbaridades»; y los mozos proseguirían su danza, caza o pesca, sin creer que hubiese en el mundo conocido parte alguna donde pudiesen suceder tales cosas.
Prosígase, pues, escribiendo la historia como se hace en el día. Déjense a la posteridad noticias de nuestro siglo, de nuestros héroes y de nuestros abuelos, con poco más o menos la misma autoridad que las que nos envió la antigüedad acerca de los trabajos de Hércules y de la conquista del vellocino. Equivóquese la fábula con la historia, sin más diferencia que escribirse ésta en prosa y la otra en verso; sea la armonía diferente, pero la verdad la misma, y queden nuestros hijos tan ignorantes de lo que sucede en nuestro siglo como nosotros lo estamos de lo que sucedió en el de Eneas.
Uno de los tertulianos quiso partir la diferencia entre el proyecto irónico de Nuño y lo anteriormente expuesto, opinando que se escribiesen tres géneros de historias en cada siglo: uno para el pueblo, en la que hubiese efectivamente caballos llenos de hombres y armas, dioses amigos y contrarios, y sucesos maravillosos; otro más auténtico, pero no tan sincero, que descubriese del todo los resortes que mueven las grandes máquinas; éste sería del uso de la gente mediana; y otro cargado de reflexiones políticas y morales, en impresiones poco numerosas, meramente reservadas ad usum Principum.
No me parece mal esta treta en lo político, y creo que algunos historiadores españoles lo han ejecutado, a saber: Garibay con la primera mira, Mariana con la segunda, y Solís con la tercera. Pero yo no soy político ni aspiro a serlo; deseo sólo ser filósofo, y en este ánimo digo que la verdad sola es digna de llenar el tiempo y ocupar la atención de todos los hombres, aunque singularmente a los que mandan a otros.
Carta LIX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Dicen en Europa que la historia es el libro de los reyes. Si esto es así, y la historia se prosigue escribiendo como hasta ahora, creo firmemente que los reyes están destinados a leer muchas mentiras a más de las que oyen. No dudo que una relación exacta de los hechos principales de los hombres, y una noticia de la formación, auge, decadencia y ruina de los estados, darían en breves hojas a un príncipe lecciones de lo que ha de hacer, sacadas de lo que otros han hecho. Pero ¿dónde se halla esta relación y esta noticia? No la hay, Ben-Beley, no la hay ni la puede haber. Esto último te espantará, pero se te hará muy fácil de creer si lo reflexionas. Un hecho no se puede escribir sino en el tiempo en que sucede, o después de sucedido. En el tiempo del evento, ¿qué pluma se encargará de ello, sin que la detenga la razón de estado, o alguna preocupación? Después del cabo, ¿sobre qué documento ha de trabajar el historiador que lo transmita a la posteridad, sino sobre lo que dejaron escrito las plumas que he referido?
-Yo mandara quemar de buena gana, -decía yo a Nuño en la tertulia, pocos noches ha-, todas las historias menos la del siglo presente. Daría el encargo de escribir ésta a algún hombre lleno de crítica, imparcialidad y juicio. Los meros hechos, sin aquellas reflexiones que comúnmente hacen más importante el mérito del historiador que el peso de la historia en la mente de los lectores, formarían todos la obra.
-¿Y dónde se imprimiría? -dijo Nuño-. ¿Y quién la leería? ¿Y qué efectos produciría? ¿Y qué pago tendría el escritor? Era menester -añadió con gracia-, era menester imprimirla junto al cabo de Hornos o al de Buena Esperanza, y leerla a los hotentotes o a los patagones, y aun así me temo que algunos sabios de los que habrá sin duda a su modo entre aquéllos que nosotros nos servimos llamar salvajes, diría al oír tantos y tales sucesos al que los estuviera leyendo: «Calla, calla, no leas esas fábulas llenas de ridiculeces y barbaridades»; y los mozos proseguirían su danza, caza o pesca, sin creer que hubiese en el mundo conocido parte alguna donde pudiesen suceder tales cosas.
Prosígase, pues, escribiendo la historia como se hace en el día. Déjense a la posteridad noticias de nuestro siglo, de nuestros héroes y de nuestros abuelos, con poco más o menos la misma autoridad que las que nos envió la antigüedad acerca de los trabajos de Hércules y de la conquista del vellocino. Equivóquese la fábula con la historia, sin más diferencia que escribirse ésta en prosa y la otra en verso; sea la armonía diferente, pero la verdad la misma, y queden nuestros hijos tan ignorantes de lo que sucede en nuestro siglo como nosotros lo estamos de lo que sucedió en el de Eneas.
Uno de los tertulianos quiso partir la diferencia entre el proyecto irónico de Nuño y lo anteriormente expuesto, opinando que se escribiesen tres géneros de historias en cada siglo: uno para el pueblo, en la que hubiese efectivamente caballos llenos de hombres y armas, dioses amigos y contrarios, y sucesos maravillosos; otro más auténtico, pero no tan sincero, que descubriese del todo los resortes que mueven las grandes máquinas; éste sería del uso de la gente mediana; y otro cargado de reflexiones políticas y morales, en impresiones poco numerosas, meramente reservadas ad usum Principum.
No me parece mal esta treta en lo político, y creo que algunos historiadores españoles lo han ejecutado, a saber: Garibay con la primera mira, Mariana con la segunda, y Solís con la tercera. Pero yo no soy político ni aspiro a serlo; deseo sólo ser filósofo, y en este ánimo digo que la verdad sola es digna de llenar el tiempo y ocupar la atención de todos los hombres, aunque singularmente a los que mandan a otros.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Si los hombres distinguiesen el uso del abuso y el hecho del derecho, no serían tan frecuentes, tercas e insufribles sus controversias en las conversaciones familiares. Lo contrario, que es lo que se practica, causa una continua confusión, que mezcla mucha amargura en lo dulce de la sociedad. Las preocupaciones de cada individuo hacen más densa la tiniebla, y se empeñan los hombres en que ven más claro mientras más cierran los ojos.
Pero donde se palpa más el abuso de esta costumbre es en la conversación de las naciones, o ya cuando se habla de su genio, o ya de sus costumbres, o ya de su idioma. -Me acuerdo de haber oído contar a mi padre -dice Nuño hablando de esto mismo- que a últimos del siglo pasado, tiempo de la enfermedad de Carlos II, cuando Luis XIV tomaba todos los medios de adquirirse el amor de los españoles, como principal escalón para que su nieto subiese al trono de España, todas las escuadras francesas tenían orden de conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres españolas, siempre que arribasen a algún puerto de la península. Éste formaba un punto muy principal de la instrucción que llevaban los comandantes de escuadras, navíos y galeras. Era muy arreglado a la buena política, y podía abrir mucho camino para los proyectos futuros; pero el abuso de esta sabia precaución hubo de tener malos efectos con un lance sucedido en Cartagena. El caso es que llegó a aquel pueblo una corta escuadra francesa. Su comandante destacó un oficial en una lancha para presentarse al gobernador y cumplimentarle de su parte; mandole que antes de desembarcar en el muelle, observase si en el traje de los españoles había alguna particularidad que pudiese imitarse por la oficialidad francesa, en orden a conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres del país, y que le diese parte inmediatamente antes de saltar en tierra. Llegó al muelle el oficial a las dos de la tarde, tiempo el más caluroso de una siesta de julio. Miró qué gentes acudían al desembarcadero; pero el rigor de la estación había despoblado el muelle, y sólo había en él por casualidad un grave religioso con anteojos puestos, y no lejos un caballero anciano, también con anteojos. El oficial francés, mozo intrépido, más apto para llevar un brulote a incendiar una escuadra o para abordar un navío enemigo, que para hacer especulaciones morales sobre las costumbres de los pueblos, infirió que todo vasallo de la Corona de España, de cualquier sexo, edad o clase que fuese, estaba obligado por alguna ley hecha en cortes, o por alguna pragmática sanción en fuerza de ley, a llevar de día y de noche un par de anteojos por lo menos. Volvió a bordo de su comandante, y le dio parte de lo que había observado. Decir cuál fue el apuro de toda la oficialidad para hallar tantos pares de anteojos cuantas narices había, es inexplicable. Quiso la casualidad que un criado de un oficial, que hacía algún género de comercio en los viajes de su amo, llevase unas cuantas docenas de anteojos, y de contado se pusieron los suyos el oficial, algunos que le acompañaron, y la tripulación de la lancha de vuelta para el desembarcadero. Cuando volvieron a él, la noticia de haber llegado la escuadra francesa había llenado el muelle de gente, cuya sorpresa no fue compatible con cosa de este mundo cuando desembarcaron los oficiales franceses, mozos por la mayor parte primorosos en su traje, alegres en su porte y risueños en su conversación, pero cargados con tan importunos muebles. Dos o tres compañías de soldados de galeras, que componían parte de la guarnición, habían acudido con el pueblo; y como aquella especie de tropa anfibia se componía de la gente más desalmada de España, no pudieron contenerse la risa. Los franceses, poco sufridos, preguntaron la causa de aquella mofa con más gana de castigarla que de inquirirla. Los españoles duplicaron las carcajadas, y la cosa paró en lo que se puede creer entre el vulgo soldadesco. Al alboroto acudió el gobernador de la plaza y el comandante de la escuadra. La prudencia de ambos, conociendo la causa de donde dimanaba el desorden y las consecuencias que podía tener, apaciguó con algún trabajo las gentes, no habiendo tenido poco para entenderse los dos jefes, pues ni éste entendía el francés ni aquél el español; y menos se entendían un capellán de la escuadra y un clérigo de la plaza, que con ánimo de ser intérpretes empezaron a hablar latín, y nada comprendieron de las mutuas respuestas y preguntas por la grande variedad de la pronunciación, y el mucho tiempo que el primero gastó en reírse del segundo porque pronunciaba ásperamente la j, y el segundo del primero porque pronunciaba el diptongo au como si fuese o, mientras los soldados y marineros se mataban.
Carta LX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Si los hombres distinguiesen el uso del abuso y el hecho del derecho, no serían tan frecuentes, tercas e insufribles sus controversias en las conversaciones familiares. Lo contrario, que es lo que se practica, causa una continua confusión, que mezcla mucha amargura en lo dulce de la sociedad. Las preocupaciones de cada individuo hacen más densa la tiniebla, y se empeñan los hombres en que ven más claro mientras más cierran los ojos.
Pero donde se palpa más el abuso de esta costumbre es en la conversación de las naciones, o ya cuando se habla de su genio, o ya de sus costumbres, o ya de su idioma. -Me acuerdo de haber oído contar a mi padre -dice Nuño hablando de esto mismo- que a últimos del siglo pasado, tiempo de la enfermedad de Carlos II, cuando Luis XIV tomaba todos los medios de adquirirse el amor de los españoles, como principal escalón para que su nieto subiese al trono de España, todas las escuadras francesas tenían orden de conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres españolas, siempre que arribasen a algún puerto de la península. Éste formaba un punto muy principal de la instrucción que llevaban los comandantes de escuadras, navíos y galeras. Era muy arreglado a la buena política, y podía abrir mucho camino para los proyectos futuros; pero el abuso de esta sabia precaución hubo de tener malos efectos con un lance sucedido en Cartagena. El caso es que llegó a aquel pueblo una corta escuadra francesa. Su comandante destacó un oficial en una lancha para presentarse al gobernador y cumplimentarle de su parte; mandole que antes de desembarcar en el muelle, observase si en el traje de los españoles había alguna particularidad que pudiese imitarse por la oficialidad francesa, en orden a conformarse en cuanto pudiesen con las costumbres del país, y que le diese parte inmediatamente antes de saltar en tierra. Llegó al muelle el oficial a las dos de la tarde, tiempo el más caluroso de una siesta de julio. Miró qué gentes acudían al desembarcadero; pero el rigor de la estación había despoblado el muelle, y sólo había en él por casualidad un grave religioso con anteojos puestos, y no lejos un caballero anciano, también con anteojos. El oficial francés, mozo intrépido, más apto para llevar un brulote a incendiar una escuadra o para abordar un navío enemigo, que para hacer especulaciones morales sobre las costumbres de los pueblos, infirió que todo vasallo de la Corona de España, de cualquier sexo, edad o clase que fuese, estaba obligado por alguna ley hecha en cortes, o por alguna pragmática sanción en fuerza de ley, a llevar de día y de noche un par de anteojos por lo menos. Volvió a bordo de su comandante, y le dio parte de lo que había observado. Decir cuál fue el apuro de toda la oficialidad para hallar tantos pares de anteojos cuantas narices había, es inexplicable. Quiso la casualidad que un criado de un oficial, que hacía algún género de comercio en los viajes de su amo, llevase unas cuantas docenas de anteojos, y de contado se pusieron los suyos el oficial, algunos que le acompañaron, y la tripulación de la lancha de vuelta para el desembarcadero. Cuando volvieron a él, la noticia de haber llegado la escuadra francesa había llenado el muelle de gente, cuya sorpresa no fue compatible con cosa de este mundo cuando desembarcaron los oficiales franceses, mozos por la mayor parte primorosos en su traje, alegres en su porte y risueños en su conversación, pero cargados con tan importunos muebles. Dos o tres compañías de soldados de galeras, que componían parte de la guarnición, habían acudido con el pueblo; y como aquella especie de tropa anfibia se componía de la gente más desalmada de España, no pudieron contenerse la risa. Los franceses, poco sufridos, preguntaron la causa de aquella mofa con más gana de castigarla que de inquirirla. Los españoles duplicaron las carcajadas, y la cosa paró en lo que se puede creer entre el vulgo soldadesco. Al alboroto acudió el gobernador de la plaza y el comandante de la escuadra. La prudencia de ambos, conociendo la causa de donde dimanaba el desorden y las consecuencias que podía tener, apaciguó con algún trabajo las gentes, no habiendo tenido poco para entenderse los dos jefes, pues ni éste entendía el francés ni aquél el español; y menos se entendían un capellán de la escuadra y un clérigo de la plaza, que con ánimo de ser intérpretes empezaron a hablar latín, y nada comprendieron de las mutuas respuestas y preguntas por la grande variedad de la pronunciación, y el mucho tiempo que el primero gastó en reírse del segundo porque pronunciaba ásperamente la j, y el segundo del primero porque pronunciaba el diptongo au como si fuese o, mientras los soldados y marineros se mataban.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
En esta nación hay un libro muy aplaudido por todas las demás. Lo he leído, y me ha gustado sin duda; pero no deja de mortificarme la sospecha de que el sentido literal es uno, y el verdadero es otro muy diferente. Ninguna obra necesita más que ésta el diccionario de Nuño. Lo que se lee es una serie de extravagancias de un loco, que cree que hay gigantes, encantadores, etcétera; algunas sentencias en boca de un necio, y muchas escenas de la vida bien criticada; pero lo que hay debajo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias profundas e importantes.
Creo que el carácter de algunos escritores europeos (hablo de los clásicos de cada nación) es el siguiente: los españoles escriben la mitad de lo que imaginan; los franceses más de lo que piensan, por la calidad de su estilo; los alemanes lo dicen todo, pero de manera que la mitad no se les entiende; los ingleses escriben para sí solos.
Carta LXI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
En esta nación hay un libro muy aplaudido por todas las demás. Lo he leído, y me ha gustado sin duda; pero no deja de mortificarme la sospecha de que el sentido literal es uno, y el verdadero es otro muy diferente. Ninguna obra necesita más que ésta el diccionario de Nuño. Lo que se lee es una serie de extravagancias de un loco, que cree que hay gigantes, encantadores, etcétera; algunas sentencias en boca de un necio, y muchas escenas de la vida bien criticada; pero lo que hay debajo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias profundas e importantes.
Creo que el carácter de algunos escritores europeos (hablo de los clásicos de cada nación) es el siguiente: los españoles escriben la mitad de lo que imaginan; los franceses más de lo que piensan, por la calidad de su estilo; los alemanes lo dicen todo, pero de manera que la mitad no se les entiende; los ingleses escriben para sí solos.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXII
de José Cadalso
De Ben-Beley a Nuño, respuesta de la XLII
El estilo de tu carta, que acabo de recibir, me prueba ser verdad lo que Gazel me ha escrito de ti tan repetidas veces. No dudaba yo que pudiese haber hombres de bien entre vosotros. Jamás creí que la honradez y rectitud fuese peculiar a éste o a otro clima; pero aun así creo que ha sido singular fortuna de Gazel el encontrar contigo. Le encargo que te frecuente, y a ti que me envíes una relación de tu vida, prometiéndote que te enviaré una muy exacta de la mía, pues a lo que veo somos tales los dos, que merecemos mutuamente tener un perfecto conocimiento el uno del otro. Alá te guarde.
Carta LXII
de José Cadalso
De Ben-Beley a Nuño, respuesta de la XLII
El estilo de tu carta, que acabo de recibir, me prueba ser verdad lo que Gazel me ha escrito de ti tan repetidas veces. No dudaba yo que pudiese haber hombres de bien entre vosotros. Jamás creí que la honradez y rectitud fuese peculiar a éste o a otro clima; pero aun así creo que ha sido singular fortuna de Gazel el encontrar contigo. Le encargo que te frecuente, y a ti que me envíes una relación de tu vida, prometiéndote que te enviaré una muy exacta de la mía, pues a lo que veo somos tales los dos, que merecemos mutuamente tener un perfecto conocimiento el uno del otro. Alá te guarde.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Arreglado a la definición de la voz política y su derivado político, según la entiende mi amigo Nuño, veo un número de hombres que desean merecer este nombre. Son tales, que con el mismo tono dicen la verdad y la mentira; no dan sentido alguno a las palabras Dios, padre, madre, hijo, hermano, amigo, verdad, obligación, deber, justicia y otras muchas que miramos con tanto respeto y pronunciamos con tanto cuidado los que no nos tenemos por dignos de aspirar a tan alto timbre con tan elevados competidores. Mudan de rostro mil veces más a menudo que de vestido. Tienen provisión hecha de cumplidos, de enhorabuenas y de pésame. Poseen gran caudal de voces equívocas; saben mil frases de mucho boato y ningún sentido. Han adquirido a costa de inmenso trabajo cantidades innumerables de ceños, sonrisas, carcajadas, lágrimas, sollozos, suspiros y (para que se vea lo que puede el entendimiento humano) hasta desmayos y accidentes. Viven sus almas en unos cuerpos flexibles y manejables que tienen varias docenas de posturas para hablar, escuchar, admirar, despreciar, aprobar y reprobar, extendiéndose esta profunda ciencia teórico-práctica desde la acción más importante hasta el gesto más frívolo. Son, en fin, veletas que siempre señalan el viento que hace, relojes que notan la hora del sol, piedras que manifiestan la ley del metal y una especie de índice general del gran libro de las cortes. ¿Pues cómo estos hombres no hacen fortuna? Porque gastan su vida en ejercicios inútiles y vagos ensayos de su ciencia. ¿De dónde viene que no sacan el fruto de su trabajo? Les falta, dice Nuño, una cosa. ¿Cuál es la cosa que les falta?, pregunto yo. ¡Friolera!, dice Nuño: no les falta más que entendimiento.
Carta LXIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Arreglado a la definición de la voz política y su derivado político, según la entiende mi amigo Nuño, veo un número de hombres que desean merecer este nombre. Son tales, que con el mismo tono dicen la verdad y la mentira; no dan sentido alguno a las palabras Dios, padre, madre, hijo, hermano, amigo, verdad, obligación, deber, justicia y otras muchas que miramos con tanto respeto y pronunciamos con tanto cuidado los que no nos tenemos por dignos de aspirar a tan alto timbre con tan elevados competidores. Mudan de rostro mil veces más a menudo que de vestido. Tienen provisión hecha de cumplidos, de enhorabuenas y de pésame. Poseen gran caudal de voces equívocas; saben mil frases de mucho boato y ningún sentido. Han adquirido a costa de inmenso trabajo cantidades innumerables de ceños, sonrisas, carcajadas, lágrimas, sollozos, suspiros y (para que se vea lo que puede el entendimiento humano) hasta desmayos y accidentes. Viven sus almas en unos cuerpos flexibles y manejables que tienen varias docenas de posturas para hablar, escuchar, admirar, despreciar, aprobar y reprobar, extendiéndose esta profunda ciencia teórico-práctica desde la acción más importante hasta el gesto más frívolo. Son, en fin, veletas que siempre señalan el viento que hace, relojes que notan la hora del sol, piedras que manifiestan la ley del metal y una especie de índice general del gran libro de las cortes. ¿Pues cómo estos hombres no hacen fortuna? Porque gastan su vida en ejercicios inútiles y vagos ensayos de su ciencia. ¿De dónde viene que no sacan el fruto de su trabajo? Les falta, dice Nuño, una cosa. ¿Cuál es la cosa que les falta?, pregunto yo. ¡Friolera!, dice Nuño: no les falta más que entendimiento.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXIV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
A muy pocos días de mi introducción en algunas casas de esta corte me encontré con los tres memoriales siguientes. Como era precisamente entonces la temporada que los cristianos llaman carnaval o carnestolendas, creí que sería chasco de los que acostumbran en semejantes días en estos países, pues no pude jamás creer que se hubiesen escrito de veras semejantes peticiones. Pero Nuño las vio y me dijo que no dudaba de la sinceridad de los que las formaban; y que ya que las remitía a su inspección, no sólo les ponía informe favorable de oficio, sino que como amigo se empeñaba muy eficazmente para que yo admitiese el informe y la súplica.
Si te cogen de tan buen humor como cogieron a Nuño, creo que también las aprobarás. No se te hagan increíbles, pues yo que estoy presenciando los lances aun más ridículos, te aseguro ser muy regulares. Te pondré los tres memoriales por el orden que vinieron a mis manos.
Primer memorial. «Señor Moro: Juana Cordoncillo, Magdalena de la Seda y compañía, apuntadoras y armadoras de sombreros, establecidas en Madrid desde el año de 1748, en el nombre y con poder de todo el gremio, con el mayor respeto decimos a usted: que habiendo desempeñado las comisiones y encargos así para dentro como para fuera de la corte, con general aprobación de todas las cabezas de nuestros parroquianos, en el arte de cortar, apuntar y armar sombreros, según las varias modas que ha habido en el expresado término, están en grave riesgo de perder su caudal, y lo que es más, su honor y fama, por lo escaso que está el tiempo en materia de invención de nueva moda en su facultad, el nobilísimo arte de la sombreripidia.
»Cuando nuestro ejército volvió de Italia, se introdujo el sombrero a la chamberí con la punta del pico delantero tan agudo que a falta de lanceta podría servir para sangrar aunque fuese a una niña de poca edad. Duró esta moda muchos años, sin más innovación que la de algunos indianos que aforraban su sombrero así armado con alguna especie de lanilla del mismo castor.
»El ejercicio a la prusiana fue época de nuestro gremio, porque desde entonces se varió la forma de los sombreros, minorando en mucho lo agudo, lo ancho y lo largo del dicho pico.
»Continuó esto así hasta la guerra de Portugal, de cuya vuelta ya se innovó el sistema, y nuestros militares llevaron e introdujeron otros sombreros armados a la beauvau. Esta mutación dio nuevo fomento a nuestro comercio.
»Estuvimos todas a pique de hacer rogativas porque no se divulgase la moda de llevar los sombreros debajo del brazo, como intentaron algunos de los que en Madrid tienen votos en esta materia.
»Duró poco este susto: volvieron a cubrirse en agravio de los peinados primorosos; volvimos a triunfar de los peluqueros, y volvió nuestra industria a florecer. Quisimos celebrar solemnemente esta victoria conseguida por esta revolución favorable; no se nos permitió; pero nuestro secretario la señaló en los anales de nuestra república sombreril y, señalada que fue, la archivó.
»Cayó esta moda, y se introdujo la de armarse a la suiza, con cuyo producto creímos que en breve circularía tanto dinero físico entre nosotras como puede haber en los catorce cantones; pero los peluqueros franceses acabaron con esta moda con la introducción de otros sombreros casi imperceptibles para quien no tenga buena vista o buen microscopio.
»Los ingleses, eternos émulos de los franceses, no sólo en armas y letras, sino en industria, nos iban a introducir sus gorras de montar a caballo, con lo que éramos perdidas sin remedio; pero Dios mejoró sus horas y quedamos como antes, pues vemos se perpetúa la moda de sombreros armados a la invisible con una continuación y una, digámoslo así, inmutabilidad que no tiene ejemplo, ni lo han visto nuestras antiguas de gremio. Esta constancia será muy buena en lo moral; pero en lo político, y particularmente para nuestro ramo, es muy mala. Ya no contemos con este oficio. Cualquiera ayuda de cámara, lacayo, volante, sabe armarlos, y nos hacemos cada día menos útiles; así llegaremos a ser del todo sobrantes en el número de los artesanos, y tendremos que pedir limosna. En este supuesto, y bien considerado que ya se hacía irremediable nuestra ruina, a no haber usted venido a España, le hacemos presente lo triste de nuestra situación. Por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos un cuadernillo de láminas, en cada una de las cuales esté pintado, dibujado, grabado o impreso uno de los turbantes que se usan en la patria de V., para ver si de la hechura de ella podemos tomar modelo, norma, figura y molde para armar los sombreros de nuestros jóvenes. Estamos muy persuadidas que no les disgustarán sombreros a la marrueca; antes creo que los paisanos de V. serán los que tengan algún sentimiento en ver la menor analogía entre sus cabezas y las de nuestros petimetres. Gracia que esperamos recibir de las relevantes prendas de V., cuya vida guarde Dios los años que necesitamos».
Segundo. «Señor marrueco: los diputados del gremio de sastres con el mayor respeto hacemos a V. presente, que habiendo sido hasta ahora la novedad lo que más nos ha dado de comer; y que habiéndose acabado sin duda la fertilidad del entendimiento humano, pues ya no hay invención de provecho en corte de casacas, chupas y calzones, sobretodos, redingotes, cabriolés y capas, estamos deseosos de hallar quien nos ilumine. Los calzones de la última moda, los de la penúltima y los de la anterior ya son comunes; anchos, estrechos, con muchos botones, con pocos, con botoncillos, con botonazos, han apurado el discurso, y parece haber hallado el entendimiento su non plus ultra en materia de calzones; y por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos varios diseños de calzones, calzoncillos y calzonazos, cuales se usan en África, para que puestos en la mesa de nuestro decano y examinados por los más antiguos y graves de nuestros hermanos, se aprenda algo sobre lo que parezca conveniente introducir en la moda de calzones; pues creemos que volverán a su más elevado auge nuestro crédito e interés si sacamos a la luz algo nuevo que puede acomodarse a los calzones de nuestros europeos, aunque sea sacado de los calzones africanos. Piedad que desean alcanzar de la benevolencia de V., cuya vida guarde Dios muchos años».
Tercero. «Señor Gazel: los siete más antiguos gremios de zapateros catalanes, con el mayor respeto puestos a los pies de V., en nombre de todos sus hermanos, incluso los de viejo, portaleros y remendones, le hacemos presente que vamos a hacer la bancarrota zapateril más escandalosa que puede haber, porque a más del menor consumo de zapatos, nacido de andar en coche tanta gente que andaba poco ha y debiera andar siempre a pie, la poca variedad que cabe en un zapato, así de corte como de costura y color, nos empobrece.
»El tiempo que duró el tacón colorado pasó; también pasó la temporada de llevar la hebilla baja, a gran beneficio nuestro, pues entraba una sexta parte menos de material en un par de zapatos, y se vendían por el mismo precio.
»Todo ha cesado ya, y parece haber fijado, a lo menos para lo que queda del presente siglo, el zapato alto abotinado, que los hay que no parecen sino coturnos o calzado de San Miguel. A mas del daño que nos resulta de no mudarse la moda, subsiste siempre el menoscabo de una séptima parte más de material que entra en ellos, sin aumentar el precio establecido; por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva dirigirnos un juego completo de botas, botines, zapatos, babuchas, chinelas, alpargatas y toda cualesquiera otra especie de calzamenta africana, para saber de ellas las innovaciones que nos parezcan adoptables al piso de las calles de Madrid. Fineza que deseamos deber a V., cuya vida Dios y San Crispín guarde muchos años».
Hasta aquí los memoriales. Nuño, como llevo dicho, los informó y apoyó con toda eficacia, y aun suele leérmelos con comentarios de su propia imaginación cuando conoce que la mía está algo melancólica.
Anoche me decía, acabando de leerlos: -Mira, Gazel, estos pretendientes tienen razón. Las apuntadoras de sombreros, por ejemplo, ¿no forman un gremio muy benemérito del estado? ¿No contribuye a la fama de nuestras armas la noticia de que los sombreros de nuestros militares están cortados, apuntados, armados, galoneados y escarapelados por mano de Fulana, Zutana o Mengana? Los que escriban las historias de nuestro siglo, no recibirán mil gracias de la posteridad por haberla instruido de que en el año de tantos vivía en tal calle, casa número tantos, una persona que apuntó los sombreros a doscientos cadetes de guardias, cuatrocientos de infantería, veintiocho de caballería, ochocientos oficiales subalternos, trescientos capitanes y ciento y cincuenta oficiales superiores. Pues ¡cuánta mayor honra pasa nuestro siglo si alguno escribiera el nombre, edad, ejercicio, vida y costumbres del que introdujo tal o tal innovación en la parte principal de nuestras cabezas modernas; qué repugnancia hallaron en los ya proyectados; qué maniobras se hicieron para vencer este obstáculo; cómo se logró el arrinconar los sombreros que carecían de tal o tal adorno, etc.!
Por lo que toca a los sastres, paréceme muy acertada su solicitud, y no menos justa la pretensión de los zapateros. Aquí donde me ves, yo he tenido algunas temporadas de petimetre; habiéndome hallado en la fuerza de mi tabardillo cuando se usaba la hebilla baja en los zapatos (cosa que ya ha quedado sólo para volantes, cocheros y majos), te aseguro que, o sea mi modo de pisar, o sea que llovía mucho en aquellos años, o sea que yo era algo extremado y rigoroso en la observancia de las leyes de la moda, me acuerdo que llevaba la hebilla tan sumamente baja, que se me solía quedar en la calle; y un día, entre otros, que subí al estribo de un coche a hablar a una dama que venía del Pardo, me bajé de pronto del estribo, quedándome en él el zapato; arrancó el tiro de mulas a un galope de más de tres leguas por hora; y yo me quedé a más de media larga de la puerta de San Vicente, descalzo de un pie, y precisamente una tarde hermosa de invierno en que se había despoblado Madrid para tomar el sol; y yo me vi corrido como una mona, teniendo que atravesar todo el paseo y mucha parte de Madrid con un zapato menos. Caí enfermo del sofocón, y me mantuve en casa hasta que salió la moda de llevar la hebilla alta. Pero como entre aquel extremo y el de la última en que ahora se hallan han pasado años, he estado mucho tiempo observando el lento ascenso de las expresadas hebillas por el pie arriba, con la impaciencia y cuidado que un astrónomo está viendo la subida de un astro por el horizonte, hasta tenerlo en el punto en que lo necesita para su observación.
Dales, pues, a esas gentes modelos que sigan, que tal vez habrá en ellos cosa que me acomode. Sólo para ti será el trabajo: porque si los demás artesanos conocen que tu dirección aprovecha a los gremios que la han solicitado, vendrán todos con igual molestia a pedirte la misma gracia.
Carta LXIV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
A muy pocos días de mi introducción en algunas casas de esta corte me encontré con los tres memoriales siguientes. Como era precisamente entonces la temporada que los cristianos llaman carnaval o carnestolendas, creí que sería chasco de los que acostumbran en semejantes días en estos países, pues no pude jamás creer que se hubiesen escrito de veras semejantes peticiones. Pero Nuño las vio y me dijo que no dudaba de la sinceridad de los que las formaban; y que ya que las remitía a su inspección, no sólo les ponía informe favorable de oficio, sino que como amigo se empeñaba muy eficazmente para que yo admitiese el informe y la súplica.
Si te cogen de tan buen humor como cogieron a Nuño, creo que también las aprobarás. No se te hagan increíbles, pues yo que estoy presenciando los lances aun más ridículos, te aseguro ser muy regulares. Te pondré los tres memoriales por el orden que vinieron a mis manos.
Primer memorial. «Señor Moro: Juana Cordoncillo, Magdalena de la Seda y compañía, apuntadoras y armadoras de sombreros, establecidas en Madrid desde el año de 1748, en el nombre y con poder de todo el gremio, con el mayor respeto decimos a usted: que habiendo desempeñado las comisiones y encargos así para dentro como para fuera de la corte, con general aprobación de todas las cabezas de nuestros parroquianos, en el arte de cortar, apuntar y armar sombreros, según las varias modas que ha habido en el expresado término, están en grave riesgo de perder su caudal, y lo que es más, su honor y fama, por lo escaso que está el tiempo en materia de invención de nueva moda en su facultad, el nobilísimo arte de la sombreripidia.
»Cuando nuestro ejército volvió de Italia, se introdujo el sombrero a la chamberí con la punta del pico delantero tan agudo que a falta de lanceta podría servir para sangrar aunque fuese a una niña de poca edad. Duró esta moda muchos años, sin más innovación que la de algunos indianos que aforraban su sombrero así armado con alguna especie de lanilla del mismo castor.
»El ejercicio a la prusiana fue época de nuestro gremio, porque desde entonces se varió la forma de los sombreros, minorando en mucho lo agudo, lo ancho y lo largo del dicho pico.
»Continuó esto así hasta la guerra de Portugal, de cuya vuelta ya se innovó el sistema, y nuestros militares llevaron e introdujeron otros sombreros armados a la beauvau. Esta mutación dio nuevo fomento a nuestro comercio.
»Estuvimos todas a pique de hacer rogativas porque no se divulgase la moda de llevar los sombreros debajo del brazo, como intentaron algunos de los que en Madrid tienen votos en esta materia.
»Duró poco este susto: volvieron a cubrirse en agravio de los peinados primorosos; volvimos a triunfar de los peluqueros, y volvió nuestra industria a florecer. Quisimos celebrar solemnemente esta victoria conseguida por esta revolución favorable; no se nos permitió; pero nuestro secretario la señaló en los anales de nuestra república sombreril y, señalada que fue, la archivó.
»Cayó esta moda, y se introdujo la de armarse a la suiza, con cuyo producto creímos que en breve circularía tanto dinero físico entre nosotras como puede haber en los catorce cantones; pero los peluqueros franceses acabaron con esta moda con la introducción de otros sombreros casi imperceptibles para quien no tenga buena vista o buen microscopio.
»Los ingleses, eternos émulos de los franceses, no sólo en armas y letras, sino en industria, nos iban a introducir sus gorras de montar a caballo, con lo que éramos perdidas sin remedio; pero Dios mejoró sus horas y quedamos como antes, pues vemos se perpetúa la moda de sombreros armados a la invisible con una continuación y una, digámoslo así, inmutabilidad que no tiene ejemplo, ni lo han visto nuestras antiguas de gremio. Esta constancia será muy buena en lo moral; pero en lo político, y particularmente para nuestro ramo, es muy mala. Ya no contemos con este oficio. Cualquiera ayuda de cámara, lacayo, volante, sabe armarlos, y nos hacemos cada día menos útiles; así llegaremos a ser del todo sobrantes en el número de los artesanos, y tendremos que pedir limosna. En este supuesto, y bien considerado que ya se hacía irremediable nuestra ruina, a no haber usted venido a España, le hacemos presente lo triste de nuestra situación. Por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos un cuadernillo de láminas, en cada una de las cuales esté pintado, dibujado, grabado o impreso uno de los turbantes que se usan en la patria de V., para ver si de la hechura de ella podemos tomar modelo, norma, figura y molde para armar los sombreros de nuestros jóvenes. Estamos muy persuadidas que no les disgustarán sombreros a la marrueca; antes creo que los paisanos de V. serán los que tengan algún sentimiento en ver la menor analogía entre sus cabezas y las de nuestros petimetres. Gracia que esperamos recibir de las relevantes prendas de V., cuya vida guarde Dios los años que necesitamos».
Segundo. «Señor marrueco: los diputados del gremio de sastres con el mayor respeto hacemos a V. presente, que habiendo sido hasta ahora la novedad lo que más nos ha dado de comer; y que habiéndose acabado sin duda la fertilidad del entendimiento humano, pues ya no hay invención de provecho en corte de casacas, chupas y calzones, sobretodos, redingotes, cabriolés y capas, estamos deseosos de hallar quien nos ilumine. Los calzones de la última moda, los de la penúltima y los de la anterior ya son comunes; anchos, estrechos, con muchos botones, con pocos, con botoncillos, con botonazos, han apurado el discurso, y parece haber hallado el entendimiento su non plus ultra en materia de calzones; y por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva darnos varios diseños de calzones, calzoncillos y calzonazos, cuales se usan en África, para que puestos en la mesa de nuestro decano y examinados por los más antiguos y graves de nuestros hermanos, se aprenda algo sobre lo que parezca conveniente introducir en la moda de calzones; pues creemos que volverán a su más elevado auge nuestro crédito e interés si sacamos a la luz algo nuevo que puede acomodarse a los calzones de nuestros europeos, aunque sea sacado de los calzones africanos. Piedad que desean alcanzar de la benevolencia de V., cuya vida guarde Dios muchos años».
Tercero. «Señor Gazel: los siete más antiguos gremios de zapateros catalanes, con el mayor respeto puestos a los pies de V., en nombre de todos sus hermanos, incluso los de viejo, portaleros y remendones, le hacemos presente que vamos a hacer la bancarrota zapateril más escandalosa que puede haber, porque a más del menor consumo de zapatos, nacido de andar en coche tanta gente que andaba poco ha y debiera andar siempre a pie, la poca variedad que cabe en un zapato, así de corte como de costura y color, nos empobrece.
»El tiempo que duró el tacón colorado pasó; también pasó la temporada de llevar la hebilla baja, a gran beneficio nuestro, pues entraba una sexta parte menos de material en un par de zapatos, y se vendían por el mismo precio.
»Todo ha cesado ya, y parece haber fijado, a lo menos para lo que queda del presente siglo, el zapato alto abotinado, que los hay que no parecen sino coturnos o calzado de San Miguel. A mas del daño que nos resulta de no mudarse la moda, subsiste siempre el menoscabo de una séptima parte más de material que entra en ellos, sin aumentar el precio establecido; por tanto:
»Suplicamos a V. se sirva dirigirnos un juego completo de botas, botines, zapatos, babuchas, chinelas, alpargatas y toda cualesquiera otra especie de calzamenta africana, para saber de ellas las innovaciones que nos parezcan adoptables al piso de las calles de Madrid. Fineza que deseamos deber a V., cuya vida Dios y San Crispín guarde muchos años».
Hasta aquí los memoriales. Nuño, como llevo dicho, los informó y apoyó con toda eficacia, y aun suele leérmelos con comentarios de su propia imaginación cuando conoce que la mía está algo melancólica.
Anoche me decía, acabando de leerlos: -Mira, Gazel, estos pretendientes tienen razón. Las apuntadoras de sombreros, por ejemplo, ¿no forman un gremio muy benemérito del estado? ¿No contribuye a la fama de nuestras armas la noticia de que los sombreros de nuestros militares están cortados, apuntados, armados, galoneados y escarapelados por mano de Fulana, Zutana o Mengana? Los que escriban las historias de nuestro siglo, no recibirán mil gracias de la posteridad por haberla instruido de que en el año de tantos vivía en tal calle, casa número tantos, una persona que apuntó los sombreros a doscientos cadetes de guardias, cuatrocientos de infantería, veintiocho de caballería, ochocientos oficiales subalternos, trescientos capitanes y ciento y cincuenta oficiales superiores. Pues ¡cuánta mayor honra pasa nuestro siglo si alguno escribiera el nombre, edad, ejercicio, vida y costumbres del que introdujo tal o tal innovación en la parte principal de nuestras cabezas modernas; qué repugnancia hallaron en los ya proyectados; qué maniobras se hicieron para vencer este obstáculo; cómo se logró el arrinconar los sombreros que carecían de tal o tal adorno, etc.!
Por lo que toca a los sastres, paréceme muy acertada su solicitud, y no menos justa la pretensión de los zapateros. Aquí donde me ves, yo he tenido algunas temporadas de petimetre; habiéndome hallado en la fuerza de mi tabardillo cuando se usaba la hebilla baja en los zapatos (cosa que ya ha quedado sólo para volantes, cocheros y majos), te aseguro que, o sea mi modo de pisar, o sea que llovía mucho en aquellos años, o sea que yo era algo extremado y rigoroso en la observancia de las leyes de la moda, me acuerdo que llevaba la hebilla tan sumamente baja, que se me solía quedar en la calle; y un día, entre otros, que subí al estribo de un coche a hablar a una dama que venía del Pardo, me bajé de pronto del estribo, quedándome en él el zapato; arrancó el tiro de mulas a un galope de más de tres leguas por hora; y yo me quedé a más de media larga de la puerta de San Vicente, descalzo de un pie, y precisamente una tarde hermosa de invierno en que se había despoblado Madrid para tomar el sol; y yo me vi corrido como una mona, teniendo que atravesar todo el paseo y mucha parte de Madrid con un zapato menos. Caí enfermo del sofocón, y me mantuve en casa hasta que salió la moda de llevar la hebilla alta. Pero como entre aquel extremo y el de la última en que ahora se hallan han pasado años, he estado mucho tiempo observando el lento ascenso de las expresadas hebillas por el pie arriba, con la impaciencia y cuidado que un astrónomo está viendo la subida de un astro por el horizonte, hasta tenerlo en el punto en que lo necesita para su observación.
Dales, pues, a esas gentes modelos que sigan, que tal vez habrá en ellos cosa que me acomode. Sólo para ti será el trabajo: porque si los demás artesanos conocen que tu dirección aprovecha a los gremios que la han solicitado, vendrán todos con igual molestia a pedirte la misma gracia.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-Yo me vi una vez, -decíame Nuño no ha mucho-, en la precisión de que me despreciasen por tonto, o me aborreciesen como capaz de vengarme. No tardé en escoger, a pesar de mi amor propio, el concepto que más me abatía. Humilláronme en tanto grado, que nada me podía consolar sino esta reflexión que hice con mucha frecuencia: con abrir yo la boca, me temblarían en lugar de mofarme; pero yo me estimaría menos. La autoridad de ellos puede desvanecerse, pero mi interior testimonio ha de acompañarme más allá de la sepultura. Hagan, pues, ellos lo que quieran; yo haré lo que debo.
Esta doctrina sin duda es excelente, y mi amigo Nuño hace muy bien en observarla, pero es cosa fuerte que los malos abusen de la paciencia y virtud de los buenos. No me parece ésta menor villanía que la del ladrón que roba y asesina al pasajero que halla dormido e indefenso en un bosque. Aun me parece mayor, porque el infeliz asesinado no conoce el mal que se le hace; pero el hombre virtuoso de este caso está viendo continuamente la mano que le hiere mortalmente. Esto, no obstante, dicen que es común en el mundo.
-No tanto -respondió Nuño-; las gentes se cansan de esta superabundancia de honradez y suelen vengarse cuando pueden. Lo que más me lisonjeaba en aquella situación era el conocimiento de ser yo original en mi conducta. Aun les daba yo gracias de haberme precisado a hacer un examen tan riguroso de mi hombría de bien. De su suma crueldad me resultaba el mayor consuelo, y lo que para otros hubiera sido un tormento riguroso, era para mí una nueva especie de delicia. Me tenía yo a mí mismo por un Belisario de segunda clase, y solamente me hubiera yo trocado por aquel general, para serlo en la primera, contemplando que hubiera sido mayor mi satisfacción, cuanto más alta mi elevación y más baja mi caída.
Carta LXV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-Yo me vi una vez, -decíame Nuño no ha mucho-, en la precisión de que me despreciasen por tonto, o me aborreciesen como capaz de vengarme. No tardé en escoger, a pesar de mi amor propio, el concepto que más me abatía. Humilláronme en tanto grado, que nada me podía consolar sino esta reflexión que hice con mucha frecuencia: con abrir yo la boca, me temblarían en lugar de mofarme; pero yo me estimaría menos. La autoridad de ellos puede desvanecerse, pero mi interior testimonio ha de acompañarme más allá de la sepultura. Hagan, pues, ellos lo que quieran; yo haré lo que debo.
Esta doctrina sin duda es excelente, y mi amigo Nuño hace muy bien en observarla, pero es cosa fuerte que los malos abusen de la paciencia y virtud de los buenos. No me parece ésta menor villanía que la del ladrón que roba y asesina al pasajero que halla dormido e indefenso en un bosque. Aun me parece mayor, porque el infeliz asesinado no conoce el mal que se le hace; pero el hombre virtuoso de este caso está viendo continuamente la mano que le hiere mortalmente. Esto, no obstante, dicen que es común en el mundo.
-No tanto -respondió Nuño-; las gentes se cansan de esta superabundancia de honradez y suelen vengarse cuando pueden. Lo que más me lisonjeaba en aquella situación era el conocimiento de ser yo original en mi conducta. Aun les daba yo gracias de haberme precisado a hacer un examen tan riguroso de mi hombría de bien. De su suma crueldad me resultaba el mayor consuelo, y lo que para otros hubiera sido un tormento riguroso, era para mí una nueva especie de delicia. Me tenía yo a mí mismo por un Belisario de segunda clase, y solamente me hubiera yo trocado por aquel general, para serlo en la primera, contemplando que hubiera sido mayor mi satisfacción, cuanto más alta mi elevación y más baja mi caída.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXVI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
En Europa hay varias clases de escritores. Unos escriben cuanto les viene a la pluma; otros, lo que les mandan escribir; otros, todo lo contrario de lo que sienten; otros, lo que agrada al público, con lisonja; otros, lo que les choca, con reprehensiones. Los de la primera clase están expuestos a más gloria y más desastres, porque pueden producir mayores aciertos y desaciertos. Los de la segunda se lisonjean de hallar el premio seguro de su trabajo; pero si, acabado de publicarlo, se muere o se aparta el que se lo mandó y entra a sucederle uno de sistema opuesto, suele encontrar castigo en vez de recompensa. Los de la tercera son mentirosos, como los llama Nuño, y merecen por escrito el odio de todo el público. Los de la cuarta tienen alguna disculpa, como la lisonja no sea muy baja. Los de la última merecen aprecio por el valor, pues no es poco el que se necesita para reprehender a quien se halla bien con sus vicios, o bien cree que el libre ejercicio de ellos es una preeminencia muy apreciable. Cada nación ha tenido alguno o algunos censores más o menos rígidos; pero creo que para ejercer este oficio con algún respeto de parte del vulgo, necesita el que lo emprende hallarse limpio de los defectos que va a censurar. ¿Quién tendría paciencia en la antigua Roma para ver a Séneca escribir contra el lujo y la magnificencia con la mano misma que se ocupaba con notable codicia en atesorar millones? ¿Qué efecto podría producir todo el elogio que hacía de la medianía quien no aspiraba sino a superar a los poderosos en esplendor? El hacer una cosa y escribir otra es el modo más tiránico de burlar la sencillez de la plebe, y es también el medio más poderoso para exasperarla, si llega a comprender este artificio.
Carta LXVI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
En Europa hay varias clases de escritores. Unos escriben cuanto les viene a la pluma; otros, lo que les mandan escribir; otros, todo lo contrario de lo que sienten; otros, lo que agrada al público, con lisonja; otros, lo que les choca, con reprehensiones. Los de la primera clase están expuestos a más gloria y más desastres, porque pueden producir mayores aciertos y desaciertos. Los de la segunda se lisonjean de hallar el premio seguro de su trabajo; pero si, acabado de publicarlo, se muere o se aparta el que se lo mandó y entra a sucederle uno de sistema opuesto, suele encontrar castigo en vez de recompensa. Los de la tercera son mentirosos, como los llama Nuño, y merecen por escrito el odio de todo el público. Los de la cuarta tienen alguna disculpa, como la lisonja no sea muy baja. Los de la última merecen aprecio por el valor, pues no es poco el que se necesita para reprehender a quien se halla bien con sus vicios, o bien cree que el libre ejercicio de ellos es una preeminencia muy apreciable. Cada nación ha tenido alguno o algunos censores más o menos rígidos; pero creo que para ejercer este oficio con algún respeto de parte del vulgo, necesita el que lo emprende hallarse limpio de los defectos que va a censurar. ¿Quién tendría paciencia en la antigua Roma para ver a Séneca escribir contra el lujo y la magnificencia con la mano misma que se ocupaba con notable codicia en atesorar millones? ¿Qué efecto podría producir todo el elogio que hacía de la medianía quien no aspiraba sino a superar a los poderosos en esplendor? El hacer una cosa y escribir otra es el modo más tiránico de burlar la sencillez de la plebe, y es también el medio más poderoso para exasperarla, si llega a comprender este artificio.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXVII
de José Cadalso
De Nuño a Gazel
Desde tu llegada a Bilbao no he tenido carta tuya; la espero con impaciencia, para ver qué concepto formas de esos pueblos en nada parecidos a otro alguno. Aunque en la capital misma la gente se parezca a la de otras capitales, los habitantes del campo y provincias son verdaderamente originales. Idioma, costumbres, trajes son totalmente peculiares, sin la menor conexión con otros.
Noticias de literatura, que tanto solicitas, no tenemos estos días; pero en pago te contaré lo que me pasó poco ha en los jardines del Retiro con un amigo mío (y a fe que dicen es sabio de veras, porque aunque gasta doce horas en cama, cuatro en el tocador, cinco en visitas y tres en el paseo, es fama que ha leído cuantos libros se han escrito, y en profecía cuantos se han de escribir, en hebreo, siriaco, caldeo, egipcio, chino, griego, latino, español, italiano, francés, inglés, alemán, holandés, portugués, suizo, prusiano, dinamarqués, ruso, polaco, húngaro y hasta la gramática vizcaína del padre Larramendi). Este tal, trabando conversación conmigo sobre los libros y papeles dados al público en estos años, me dijo: -He visto varias obrillas modernas así tal cual -y luego tomó un polvo y se sonrió; y prosiguió: -Una cosa les falta, sí, una cosa. -Tantas les faltará y tantas les sobrará... -dije yo. -No, no es eso -replicó el amigo, y tomó otro polvo y se sonrió otra vez, y dio dos o tres pasos, y continuó: -Una sola, que caracterizaría el buen gusto de nuestros escritores. ¿Sabe el señor don Nuño cuál es? -dijo, dando vueltas a la caja entre el dedo pulgar y el índice. -No -respondí yo lacónicamente. -¿No? -instó el otro. -Pues yo se la diré -y volvió a tomar un polvo, y a sonreírse, y a dar otros tres pasos. -Les falta -dijo con magisterio-, les falta en la cabeza de cada párrafo un texto latino sacado de algún autor clásico, con su cita y hasta la noticia de la edición con aquello de mihi entre paréntesis; con esto el escrito da a entender al vulgo, que se halla dueño de todo el siglo de Augusto materialiter et formaliter. ¿Qué tal? Y tomó doble dosis de tabaco, sonriose y paseó, me miró, y me dejó para ir a dar su voto sobre una bata nueva que se presentó en el paseo.
Quedé solo, raciocinando así: este hombre, tal cual Dios lo crió, es tenido por un pozo de ciencia, golfo de erudición y piélago de literatura; ¡luego haré bien si sigo sus instrucciones! Adiós, dije yo para mí; adiós, sabios españoles de 1500, sabios franceses de 1600, sabios ingleses de 1700; se trata de buscar retazos sentenciosos del tiempo de Augusto, y gracias a que no nos envían algunos siglos más atrás en busca de renglones que poner a la cabeza de lo que se ha de escribir en el año que, si no miente el calendario, es el de 1774 de la era cristiana, 1187 de la Hégira de los árabes, 6973 de la creación del mundo, 4731 del diluvio universal, 4018 de la fundación de España, 3943 de la de Madrid, 2549 de la era de las Olimpiadas, 192 de la corrección gregoriana, 16 del reinado de nuestro religioso y piadoso monarca Carlos III, que Dios guarde.
Fuime a casa, y sin abrir más que una obra encontré una colección completa de estos epígrafes. Extractélos, y los apunté con toda formalidad; llamé a mi copiante (que ya conoces, hombre asaz extraño) y le dije: -Mire Vm., don Joaquín, Vm. es mi archivero, y digno depositario de todos mis papeles, papelillos y papelones en prosa y en verso. En este supuesto, tome Vm. esta lista, que no parece sino de motes para galanes y damas; y advierta Vm. que si en adelante caigo en la tentación de escribir algo para el público, debe Vm. poner un renglón de éstos en cada una de mis obras, según y conforme venga más al caso, aunque sea estirando el sentido. -Está muy bien -dijo mi don Joaquín (que a estas horas ya había sacado los anteojos, cortado una pluma nueva y probado en el sobrescrito de una carta con un Muy Señor mío muy hermoso, y muchos rasgos). -De este modo los ha de emplear Vm. -proseguí yo.
Si se me ofrece, que creo se me ofrecerá, alguna disertación sobre lo mucho superficial que hay en las cosas, ponga Vm. aquello de Persio:
Oh curas hominum! quantum est in rebus inane!
Cuando publique endechas muy tristes sobre la muerte de algún personaje célebre, cuya pérdida sea sensible, vea Vm. cuán al caso vendrá la conocida dureza de algunos soldados de los que tomaron a Troya, diciendo con Virgilio:
...quis talia fando
Myrmidonum, Dolopumve, aut duri miles Ulyssei
temperet a lacrymis!
Dios me libre de escribir de amor, pero si tropiezo en esta flaqueza humana, y ando por estos montes y valles, bosques y peños, fatigando a la ninfa Eco con los nombres de Amarilis, Aminta, Servia, Nise, Corina, Delia, Galatea y otras, por mucha prisa que yo le dé a Vm., no hay que olvidar lo de Ovidio:
scribere jussit Amor.
Si me pongo alguno vez muy despacio a consolar algún amigo, o a mí mismo, sobre alguna de las infinitas desgracias que nos pueden acontecer a todos los herederos de Adán, sírvase Vm. poner de muy bonita letra lo de Horacio:
aequam memento rebus in arduis
servare mentem.
Cuando yo declame por escrito contra las riquezas, porque no la tengo, como hacen otros (y hacen menos mal que los que declaman contra ellas y no piensan sino en adquirirlas), ¡qué mal hará Vm. si no pone, hurtándoselo a Virgilio, que lo dijo en una ocasión harto serio, grave y estupendamente:
quid non mortalia pectora cogis,
auri sacra fames!
Sentiré muy mucho que la depravación de costumbres me haga caer en la torpeza de celebrar los desórdenes; pero como es tan frágil esta nuestra máquina, ¿qué sé yo si algún día me echaré a aplaudir lo que siempre he reprehendido, y cante que es inútil trabajo el de guardar mujeres, hijas y hermanas? A esta piadosa producción, hágame Vm. el corto agasajo de poner en boca de Horacio:
inclusam Danaen turris ahenea,
robur atque fores, et vigilum canum
tristes excubiae, munierant satis
nocturnis ab adulteris.
si non...
Si algún día llego a profanar tanto mi pluma, que escriba contra lo que pienso, y digo entre otras cosas que este siglo es peor que otro alguno, con ánimo de congraciarme con los viejos del siglo pasado, lo puedo hacer a muy poca costa, sólo con que Vm. se sirva poner en la cabeza lo que el mismo dijo del suyo:
clamant periisse pudorem
cuncti pene Patres.
Si el cielo de Madrid no fuese tan claro y hermoso y se convirtiese en triste, opaco y caliginoso como el de Londres (cuya triste opacidad y caliginosidad depende, según geógrafo-físicos, de los vapores del Támesis, del humo del carbón de piedra y otras causas), me atrevería yo a publicar las Noches lúgubres que he compuesto a la muerte de un amigo mío, por el estilo de las que escribió el doctor Young. La impresión sería en papel negro con letras amarillas, y el epígrafe, a mi ver muy oportuno aunque se deba traer de la catástrofe de Troya a un caso particular, sería el de
crudelis ubique
luctus, ubique pavor, et plurima noctis imago.
Cuando publiquemos, mi don Joaquín, la colección de cartas que algunos amigos me han escrito en varias ocasiones (porque hoy de todo se hace dinero), Horacio tendrá que hacer también esta vez el gasto y diremos con él:
nil ego praetulerim jucundo sanus amico.
A fuerza de llamarse poetas muchos tunantes, ridículos, necios, bufones, truhanes y otros, ha caído mucho la poesía del antiguo aprecio con que se trataba marras a los buenos poetas. Ya ve Vm., mi don Joaquín, cuán al caso vendrá una disertación, volviendo por el honor de la poesía verdadera, diciendo su origen, aumento, decadencia, ruina y resurrección, y también ve Vm., mi don Joaquín, cuán del caso sería pedir otra vez a Horacio un poquito de latín por amor de Dios, y decir:
sic honor, et nomen divinis vatibus, atque
carminibus venit.
Al ver tanto papel como hace gemir la prensa en nuestros días, ¿quién podrá detener la pluma, por poco satírico que sea, y dejar de repetir con el nada lisonjero Juvenal
tenet insanabiles multos scribendi cacoethes?
Paréceme que por punto general debo yo, y debe todo escritor, o bien de papeles como éste, pequeños, o bien de tomazos grandes, como algunos que yo sé, escribir ante todas cosas después de cruz y margen lo que Marcial:
sunt bona sunt quaedam mediocria, sunt mala plura,
quae legis hic: aliter non fit, Avite, liber.
Siempre que yo vea salir al público un libro escrito en nuestros días en castellano puro, fluido, natural, corriente y genuino, cual se escribía en tiempo de mi señora abuela, prometo darle gracias al autor en nombre de los difuntos señores Garcilaso, Cervantes, Mariana, Mendoza, Solís y otros (que Dios haya perdonado), y el epígrafe de mi carta será:
...aevo rarissima nostro
simplicitas.
Tengo, como vuestra merced sabe, don Joaquín, un tratado en vísperas de concluirle contra el archicrítico maestro Feijoo, con que pruebo contra el sistema de su reverendísima ilustrísima que son muy comunes, y por legítima consecuencia no tan raros, los casos de duendes, brujas, vampiros, brucolacos, trasgos y fantasmas, todo ello auténtico por disposición de personas fidedignas, como amas de niños, abuelas, viejos de lugar y otros de igual autoridad. Hago ánimo de publicarlo en breve con láminas finas y exactos mapas; singularmente la estampa del frontispicio, que representa el campo de Barahona con una asamblea general de toda la nobleza y plebe de la brujería; a cuyo fin volveremos a llamar a la puerta de Horacio, aunque sea a media noche, y, pidiéndole otro texto para una necesidad, tomaremos de su mano lo de
somnia, terrores magicos, miracula, sagas,
nocturnos lemures, portentaque tesala rides.
El primer soberano que muera en el mundo, aunque sea un cacique de indios entre los apaches, como su muerte llegue a mis oídos, me dará motivo para una arenga oratoria sobre la igualdad de las condiciones humanas respecto a la muerte, y vuelta en casa de Horacio en busca de:
pallida mors aequo pulsat pede
pauperum tabernas, regumque turres.
Por nada quisiera yo ser hombre de entradas y salidas, negocios graves, secretos importantes y ocupaciones misteriosas, sino para volverme loco un día, apuntar cuanto supiera y enviar mi manuscrito a imprimirse en Holanda, sólo para aprovechar lo que dijo Virgilio a los dioses del infierno:
sit mihi fas audita loqui.
Supongamos que algún día sea yo académico, aunque indigno, de cualquiera de las academias o academías (escríbalo Vm. como quiera, mi don Joaquín, largo o breve, que sobre eso no hemos de reñir); si, como digo de mi asunto, algún día soy individuo de alguna de ellas, aunque sea la famosa de Argamasilla que hubo en tiempo del muy valiente señor Don Quijote de andante memoria, el día que tome asiento entre tanta gente honrada he de pronunciar un largo y patético discurso sobre lo útil de las ciencias, sobre todo en la particularidad de ablandar los genios y suavizar las costumbres; y molidos que estén mis compañeros con lo pesado de mi oratoria, les resarciré el perjuicio padecido en su paciencia acabando de decir cual Ovidio:
ingenuas didicisse fideliter artes,
emollit mores, nec sinit esse ferox.
Mire Vm., don Joaquín, por ahí anda una cuadrilla de muchachos que no hay quien los aguante. Si uno habla con un poco de método escolástico, se echan a reír, y de cuatro tajos o reveses lo hacen a uno callar. Esto ya ve Vm. cuán insufrible ha de ser por fuerza a los que hemos estudiado cuarenta años a Aristóteles, Galeno, Vinio y otros, en cuya lectura se nos han caído los dientes, salido las canas, quemado las cejas, lastimado el pecho y acortado la vista, ¿no es verdad, don Joaquín? Pues mire Vm., los tengo entre manos, y los he de poner como nuevos. Diré lo mismo que dijo Juvenal de otros perillanes de su tiempo, arguyéndoles del respeto con que en otros tiempos se miraban las canas, pues dice que
credebant hoc grande nefas, et morte piandum,
si juvenis vetulo non adsurrexerit.
Me alegrara tener mucho dinero para muchas cosas, y, entre otras, para hacer una nueva edición de nuestros dramáticos del siglo pasado, con notas, ya críticas, ya apologéticas, y bajo el retrato de don Frey Lope de Vega Carpio (que los franceses han dado en llamar López y decir que fue hijo de un cómico), aquello de Ovidio:
video meliora, proboque;
deteriora sequor.
Cuando nos vayamos a la aldea que Vm. sabe, y escribamos a los amigos de Madrid, aunque no sea más que pidiéndoles las gacetas o encargándoles alguna friolera, no se olvide Vm. de poner la que puso Horacio, diciendo:
scriptorum chorus omnis amat nemus, et fugit urbes.
Sobre el rumbo que ha tomado la crítica en nuestros días, no fuera malo tampoco el dar a luz un discurso que señalase el verdadero método que ha de seguir para ser útil en la república literaria; en este caso el mote será de Juvenal:
dat veniam corvis, vexat censura
columbas...
Alguna vez me he puesto a considerar cuán digno asunto para un poema épico es la venida de Felipe V a España, cuánto adorno se podría sacar de los lances que le acaecieron en su reinado, cuánto pronóstico feliz para España la amable descendencia que dejó. Ya había yo formado el plan de mi obra, la división de cantos, los caracteres de los principales héroes, la colocación de algunos episodios, la imitación de Homero y Virgilio, varias descripciones, la introducción de lo sublime y maravilloso, la descripción de algunas batallas; y aun había empezado la versificación, cuidando mucho de poner r r r, en los versos duros, l l l, en los blandos, evitando los consonantes vulgares de ible, able, ente, eso y otros tales; en fin, la cosa iba de veras, cuando conocí que la epopeya es para los modernos el ave fénix de quien todos hablan y a quien nadie ha visto. Fue preciso dejarlo, y a fe que le tenía buscado un epigrama muy correspondiente al asunto, y era de Virgilio, cuando metiéndose a profeta dijo en voz hinchada y enfática:
jam nova progenies coelo demittitur alto.
No fuera malo dedicarnos un poco de tiempo a buscar faltas, errores, equivocaciones, yerros y lugares oscuros en los más clásicos autores nuestros o ajenos, y luego salir con una crítica de ellos muy humilde al parecer, pero en la realidad muy soberbia (especie de humildad muy a la moda), y poner en el frontispicio, como por vía de obsequio al autor criticado, lo de Horacio, a saber:
quandoque bonus dormitat Homerus.
Y así de todos los demás asuntos que puedan ofrecerse. Te estoy viendo reír de este método, amigo Gazel, que sin duda te parecerá pura pedantería; pero vemos mil libros modernos que no tienen nada de bueno sino el epígrafe.
Carta LXVII
de José Cadalso
De Nuño a Gazel
Desde tu llegada a Bilbao no he tenido carta tuya; la espero con impaciencia, para ver qué concepto formas de esos pueblos en nada parecidos a otro alguno. Aunque en la capital misma la gente se parezca a la de otras capitales, los habitantes del campo y provincias son verdaderamente originales. Idioma, costumbres, trajes son totalmente peculiares, sin la menor conexión con otros.
Noticias de literatura, que tanto solicitas, no tenemos estos días; pero en pago te contaré lo que me pasó poco ha en los jardines del Retiro con un amigo mío (y a fe que dicen es sabio de veras, porque aunque gasta doce horas en cama, cuatro en el tocador, cinco en visitas y tres en el paseo, es fama que ha leído cuantos libros se han escrito, y en profecía cuantos se han de escribir, en hebreo, siriaco, caldeo, egipcio, chino, griego, latino, español, italiano, francés, inglés, alemán, holandés, portugués, suizo, prusiano, dinamarqués, ruso, polaco, húngaro y hasta la gramática vizcaína del padre Larramendi). Este tal, trabando conversación conmigo sobre los libros y papeles dados al público en estos años, me dijo: -He visto varias obrillas modernas así tal cual -y luego tomó un polvo y se sonrió; y prosiguió: -Una cosa les falta, sí, una cosa. -Tantas les faltará y tantas les sobrará... -dije yo. -No, no es eso -replicó el amigo, y tomó otro polvo y se sonrió otra vez, y dio dos o tres pasos, y continuó: -Una sola, que caracterizaría el buen gusto de nuestros escritores. ¿Sabe el señor don Nuño cuál es? -dijo, dando vueltas a la caja entre el dedo pulgar y el índice. -No -respondí yo lacónicamente. -¿No? -instó el otro. -Pues yo se la diré -y volvió a tomar un polvo, y a sonreírse, y a dar otros tres pasos. -Les falta -dijo con magisterio-, les falta en la cabeza de cada párrafo un texto latino sacado de algún autor clásico, con su cita y hasta la noticia de la edición con aquello de mihi entre paréntesis; con esto el escrito da a entender al vulgo, que se halla dueño de todo el siglo de Augusto materialiter et formaliter. ¿Qué tal? Y tomó doble dosis de tabaco, sonriose y paseó, me miró, y me dejó para ir a dar su voto sobre una bata nueva que se presentó en el paseo.
Quedé solo, raciocinando así: este hombre, tal cual Dios lo crió, es tenido por un pozo de ciencia, golfo de erudición y piélago de literatura; ¡luego haré bien si sigo sus instrucciones! Adiós, dije yo para mí; adiós, sabios españoles de 1500, sabios franceses de 1600, sabios ingleses de 1700; se trata de buscar retazos sentenciosos del tiempo de Augusto, y gracias a que no nos envían algunos siglos más atrás en busca de renglones que poner a la cabeza de lo que se ha de escribir en el año que, si no miente el calendario, es el de 1774 de la era cristiana, 1187 de la Hégira de los árabes, 6973 de la creación del mundo, 4731 del diluvio universal, 4018 de la fundación de España, 3943 de la de Madrid, 2549 de la era de las Olimpiadas, 192 de la corrección gregoriana, 16 del reinado de nuestro religioso y piadoso monarca Carlos III, que Dios guarde.
Fuime a casa, y sin abrir más que una obra encontré una colección completa de estos epígrafes. Extractélos, y los apunté con toda formalidad; llamé a mi copiante (que ya conoces, hombre asaz extraño) y le dije: -Mire Vm., don Joaquín, Vm. es mi archivero, y digno depositario de todos mis papeles, papelillos y papelones en prosa y en verso. En este supuesto, tome Vm. esta lista, que no parece sino de motes para galanes y damas; y advierta Vm. que si en adelante caigo en la tentación de escribir algo para el público, debe Vm. poner un renglón de éstos en cada una de mis obras, según y conforme venga más al caso, aunque sea estirando el sentido. -Está muy bien -dijo mi don Joaquín (que a estas horas ya había sacado los anteojos, cortado una pluma nueva y probado en el sobrescrito de una carta con un Muy Señor mío muy hermoso, y muchos rasgos). -De este modo los ha de emplear Vm. -proseguí yo.
Si se me ofrece, que creo se me ofrecerá, alguna disertación sobre lo mucho superficial que hay en las cosas, ponga Vm. aquello de Persio:
Oh curas hominum! quantum est in rebus inane!
Cuando publique endechas muy tristes sobre la muerte de algún personaje célebre, cuya pérdida sea sensible, vea Vm. cuán al caso vendrá la conocida dureza de algunos soldados de los que tomaron a Troya, diciendo con Virgilio:
...quis talia fando
Myrmidonum, Dolopumve, aut duri miles Ulyssei
temperet a lacrymis!
Dios me libre de escribir de amor, pero si tropiezo en esta flaqueza humana, y ando por estos montes y valles, bosques y peños, fatigando a la ninfa Eco con los nombres de Amarilis, Aminta, Servia, Nise, Corina, Delia, Galatea y otras, por mucha prisa que yo le dé a Vm., no hay que olvidar lo de Ovidio:
scribere jussit Amor.
Si me pongo alguno vez muy despacio a consolar algún amigo, o a mí mismo, sobre alguna de las infinitas desgracias que nos pueden acontecer a todos los herederos de Adán, sírvase Vm. poner de muy bonita letra lo de Horacio:
aequam memento rebus in arduis
servare mentem.
Cuando yo declame por escrito contra las riquezas, porque no la tengo, como hacen otros (y hacen menos mal que los que declaman contra ellas y no piensan sino en adquirirlas), ¡qué mal hará Vm. si no pone, hurtándoselo a Virgilio, que lo dijo en una ocasión harto serio, grave y estupendamente:
quid non mortalia pectora cogis,
auri sacra fames!
Sentiré muy mucho que la depravación de costumbres me haga caer en la torpeza de celebrar los desórdenes; pero como es tan frágil esta nuestra máquina, ¿qué sé yo si algún día me echaré a aplaudir lo que siempre he reprehendido, y cante que es inútil trabajo el de guardar mujeres, hijas y hermanas? A esta piadosa producción, hágame Vm. el corto agasajo de poner en boca de Horacio:
inclusam Danaen turris ahenea,
robur atque fores, et vigilum canum
tristes excubiae, munierant satis
nocturnis ab adulteris.
si non...
Si algún día llego a profanar tanto mi pluma, que escriba contra lo que pienso, y digo entre otras cosas que este siglo es peor que otro alguno, con ánimo de congraciarme con los viejos del siglo pasado, lo puedo hacer a muy poca costa, sólo con que Vm. se sirva poner en la cabeza lo que el mismo dijo del suyo:
clamant periisse pudorem
cuncti pene Patres.
Si el cielo de Madrid no fuese tan claro y hermoso y se convirtiese en triste, opaco y caliginoso como el de Londres (cuya triste opacidad y caliginosidad depende, según geógrafo-físicos, de los vapores del Támesis, del humo del carbón de piedra y otras causas), me atrevería yo a publicar las Noches lúgubres que he compuesto a la muerte de un amigo mío, por el estilo de las que escribió el doctor Young. La impresión sería en papel negro con letras amarillas, y el epígrafe, a mi ver muy oportuno aunque se deba traer de la catástrofe de Troya a un caso particular, sería el de
crudelis ubique
luctus, ubique pavor, et plurima noctis imago.
Cuando publiquemos, mi don Joaquín, la colección de cartas que algunos amigos me han escrito en varias ocasiones (porque hoy de todo se hace dinero), Horacio tendrá que hacer también esta vez el gasto y diremos con él:
nil ego praetulerim jucundo sanus amico.
A fuerza de llamarse poetas muchos tunantes, ridículos, necios, bufones, truhanes y otros, ha caído mucho la poesía del antiguo aprecio con que se trataba marras a los buenos poetas. Ya ve Vm., mi don Joaquín, cuán al caso vendrá una disertación, volviendo por el honor de la poesía verdadera, diciendo su origen, aumento, decadencia, ruina y resurrección, y también ve Vm., mi don Joaquín, cuán del caso sería pedir otra vez a Horacio un poquito de latín por amor de Dios, y decir:
sic honor, et nomen divinis vatibus, atque
carminibus venit.
Al ver tanto papel como hace gemir la prensa en nuestros días, ¿quién podrá detener la pluma, por poco satírico que sea, y dejar de repetir con el nada lisonjero Juvenal
tenet insanabiles multos scribendi cacoethes?
Paréceme que por punto general debo yo, y debe todo escritor, o bien de papeles como éste, pequeños, o bien de tomazos grandes, como algunos que yo sé, escribir ante todas cosas después de cruz y margen lo que Marcial:
sunt bona sunt quaedam mediocria, sunt mala plura,
quae legis hic: aliter non fit, Avite, liber.
Siempre que yo vea salir al público un libro escrito en nuestros días en castellano puro, fluido, natural, corriente y genuino, cual se escribía en tiempo de mi señora abuela, prometo darle gracias al autor en nombre de los difuntos señores Garcilaso, Cervantes, Mariana, Mendoza, Solís y otros (que Dios haya perdonado), y el epígrafe de mi carta será:
...aevo rarissima nostro
simplicitas.
Tengo, como vuestra merced sabe, don Joaquín, un tratado en vísperas de concluirle contra el archicrítico maestro Feijoo, con que pruebo contra el sistema de su reverendísima ilustrísima que son muy comunes, y por legítima consecuencia no tan raros, los casos de duendes, brujas, vampiros, brucolacos, trasgos y fantasmas, todo ello auténtico por disposición de personas fidedignas, como amas de niños, abuelas, viejos de lugar y otros de igual autoridad. Hago ánimo de publicarlo en breve con láminas finas y exactos mapas; singularmente la estampa del frontispicio, que representa el campo de Barahona con una asamblea general de toda la nobleza y plebe de la brujería; a cuyo fin volveremos a llamar a la puerta de Horacio, aunque sea a media noche, y, pidiéndole otro texto para una necesidad, tomaremos de su mano lo de
somnia, terrores magicos, miracula, sagas,
nocturnos lemures, portentaque tesala rides.
El primer soberano que muera en el mundo, aunque sea un cacique de indios entre los apaches, como su muerte llegue a mis oídos, me dará motivo para una arenga oratoria sobre la igualdad de las condiciones humanas respecto a la muerte, y vuelta en casa de Horacio en busca de:
pallida mors aequo pulsat pede
pauperum tabernas, regumque turres.
Por nada quisiera yo ser hombre de entradas y salidas, negocios graves, secretos importantes y ocupaciones misteriosas, sino para volverme loco un día, apuntar cuanto supiera y enviar mi manuscrito a imprimirse en Holanda, sólo para aprovechar lo que dijo Virgilio a los dioses del infierno:
sit mihi fas audita loqui.
Supongamos que algún día sea yo académico, aunque indigno, de cualquiera de las academias o academías (escríbalo Vm. como quiera, mi don Joaquín, largo o breve, que sobre eso no hemos de reñir); si, como digo de mi asunto, algún día soy individuo de alguna de ellas, aunque sea la famosa de Argamasilla que hubo en tiempo del muy valiente señor Don Quijote de andante memoria, el día que tome asiento entre tanta gente honrada he de pronunciar un largo y patético discurso sobre lo útil de las ciencias, sobre todo en la particularidad de ablandar los genios y suavizar las costumbres; y molidos que estén mis compañeros con lo pesado de mi oratoria, les resarciré el perjuicio padecido en su paciencia acabando de decir cual Ovidio:
ingenuas didicisse fideliter artes,
emollit mores, nec sinit esse ferox.
Mire Vm., don Joaquín, por ahí anda una cuadrilla de muchachos que no hay quien los aguante. Si uno habla con un poco de método escolástico, se echan a reír, y de cuatro tajos o reveses lo hacen a uno callar. Esto ya ve Vm. cuán insufrible ha de ser por fuerza a los que hemos estudiado cuarenta años a Aristóteles, Galeno, Vinio y otros, en cuya lectura se nos han caído los dientes, salido las canas, quemado las cejas, lastimado el pecho y acortado la vista, ¿no es verdad, don Joaquín? Pues mire Vm., los tengo entre manos, y los he de poner como nuevos. Diré lo mismo que dijo Juvenal de otros perillanes de su tiempo, arguyéndoles del respeto con que en otros tiempos se miraban las canas, pues dice que
credebant hoc grande nefas, et morte piandum,
si juvenis vetulo non adsurrexerit.
Me alegrara tener mucho dinero para muchas cosas, y, entre otras, para hacer una nueva edición de nuestros dramáticos del siglo pasado, con notas, ya críticas, ya apologéticas, y bajo el retrato de don Frey Lope de Vega Carpio (que los franceses han dado en llamar López y decir que fue hijo de un cómico), aquello de Ovidio:
video meliora, proboque;
deteriora sequor.
Cuando nos vayamos a la aldea que Vm. sabe, y escribamos a los amigos de Madrid, aunque no sea más que pidiéndoles las gacetas o encargándoles alguna friolera, no se olvide Vm. de poner la que puso Horacio, diciendo:
scriptorum chorus omnis amat nemus, et fugit urbes.
Sobre el rumbo que ha tomado la crítica en nuestros días, no fuera malo tampoco el dar a luz un discurso que señalase el verdadero método que ha de seguir para ser útil en la república literaria; en este caso el mote será de Juvenal:
dat veniam corvis, vexat censura
columbas...
Alguna vez me he puesto a considerar cuán digno asunto para un poema épico es la venida de Felipe V a España, cuánto adorno se podría sacar de los lances que le acaecieron en su reinado, cuánto pronóstico feliz para España la amable descendencia que dejó. Ya había yo formado el plan de mi obra, la división de cantos, los caracteres de los principales héroes, la colocación de algunos episodios, la imitación de Homero y Virgilio, varias descripciones, la introducción de lo sublime y maravilloso, la descripción de algunas batallas; y aun había empezado la versificación, cuidando mucho de poner r r r, en los versos duros, l l l, en los blandos, evitando los consonantes vulgares de ible, able, ente, eso y otros tales; en fin, la cosa iba de veras, cuando conocí que la epopeya es para los modernos el ave fénix de quien todos hablan y a quien nadie ha visto. Fue preciso dejarlo, y a fe que le tenía buscado un epigrama muy correspondiente al asunto, y era de Virgilio, cuando metiéndose a profeta dijo en voz hinchada y enfática:
jam nova progenies coelo demittitur alto.
No fuera malo dedicarnos un poco de tiempo a buscar faltas, errores, equivocaciones, yerros y lugares oscuros en los más clásicos autores nuestros o ajenos, y luego salir con una crítica de ellos muy humilde al parecer, pero en la realidad muy soberbia (especie de humildad muy a la moda), y poner en el frontispicio, como por vía de obsequio al autor criticado, lo de Horacio, a saber:
quandoque bonus dormitat Homerus.
Y así de todos los demás asuntos que puedan ofrecerse. Te estoy viendo reír de este método, amigo Gazel, que sin duda te parecerá pura pedantería; pero vemos mil libros modernos que no tienen nada de bueno sino el epígrafe.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXVIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Examina la historia de todos los pueblos, y sacarás que toda nación se ha establecido por la austeridad de costumbres. En este estado de fuerza se ha aumentado, de este aumento ha venido la abundancia, de esta abundancia se ha producido el lujo, de este lujo se ha seguido afeminación, de esta afeminación ha nacido la flaqueza, de la flaqueza ha dimanado su ruina. Otros lo han dicho antes que yo; pero no por eso deja de ser verdad y verdad útil, y las verdades útiles están tan lejos de ser repetidas con sobrada frecuencia, que pocas veces llegan a repetirse con la suficiente.
Carta LXVIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Examina la historia de todos los pueblos, y sacarás que toda nación se ha establecido por la austeridad de costumbres. En este estado de fuerza se ha aumentado, de este aumento ha venido la abundancia, de esta abundancia se ha producido el lujo, de este lujo se ha seguido afeminación, de esta afeminación ha nacido la flaqueza, de la flaqueza ha dimanado su ruina. Otros lo han dicho antes que yo; pero no por eso deja de ser verdad y verdad útil, y las verdades útiles están tan lejos de ser repetidas con sobrada frecuencia, que pocas veces llegan a repetirse con la suficiente.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXIX
de José Cadalso
De Gazel a Nuño
Como los caminos son tan malos en la mayor parte de las provincias de tu país, no es de extrañar que se rompan con frecuencia los carruajes, se despeñen las mulas y los viajantes pierdan las jornadas. El coche que saqué de Madrid ha pasado varios trabajos; pero el de quebrarse uno de sus ejes, pudiendo serme muy sensible, no sólo no me causó desgracia alguna, sino que me procuró uno de los mayores gustos que pude haber en la vida, a saber: la satisfacción de tratar, aunque no tanto tiempo como quisiera, con un hombre distinto de cuantos hasta ahora he visto y pienso ver. El caso fue al pie de la letra como sigue, porque lo apunté muy individualmente en el diario de mi viaje.
A pocas leguas de esta ciudad, bajando una cuesta muy pendiente, se disparó el tiro de mulas, volcose el coche, rompiose el eje delantero y una de las varas. Luego que volvimos del susto y salimos todos como pudimos por la puertecilla que quedó en alto, me dijeron los cocheros que necesitaban muchas horas para reparar este daño, pues era preciso ir a un lugar que estaba a una legua del paraje en que nos hallábamos para traer quien lo remediase. Viendo que iba anocheciendo, me pareció mejor irme a pie con un criado, y cada uno su escopeta, al lugar, y pasar la noche en él, durante la cual se remediaría el fracaso y descansaríamos los maltratados. Así lo hice, y empecé a seguir una vereda que el mismo cochero me señaló, por un terreno despoblado y nada seguro al parecer por lo áspero del monte. A cosa de un cuarto de legua me hallé en un paraje menos desagradable, y en una peña de la orilla de un arroyo vi un hombre de buen porte en acción de meterse un libro en el bolsillo, levantarse, acariciar un perro y ponerse un sombrero de campo, tomando un bastón más robusto que primoroso. Su edad sería de cuarenta años y su semblante era apacible, el vestido sencillo, pero aseado, y sus ademanes llenos de aquel desembarazo que da el trato frecuente de las gentes principales, sin aquella afectación que inspira la arrogancia y vanidad. Volvió la cara de pronto al oír mi voz, y saludome. Le correspondí, adelantéme hacia él y, diciéndole que no me tuviese por sospechoso por el paraje, compañía y armas, pues el motivo era lo que me acababa de pasar (lo que le conté brevemente), preguntele si iba bien para tal pueblo. El desconocido volvió a saludarme segunda vez, y me dijo que sentía mi desgracia, que eran frecuentes en aquel puesto; que varias veces lo había hecho presente a las justicias de aquellas cercanías y aun a otras superiores; que no diese un paso más hacia donde había determinado, porque estaba a un tiro de bala de allí la casa en que residía; que desde allí despacharía un criado suyo a caballo al lugar para que el alcalde enviase el auxilio competente.
Acordeme entonces de tu encuentro con el caballero ahijado del tío Gregorio; pero ¡cuán otro era éste! Obligome a seguirle, y después de haber andado algunos pasos sin hablar cosa que importase, prorrumpió diciendo: «Habrá extrañado el señor forastero el encuentro de un hombre como yo a estas horas y en este paraje; más extraño le parecerá lo que oiga y vea de aquí en adelante, mientras se sirva permanecer en mi compañía y casa, que es ésta», señalando una que ya tocábamos. En esto llamó a una puerta grande de la tapia de un huerto contiguo a ella. Ladró un perro disforme, acudieron dos mozos del campo que abrieron luego, y entrando por un hermoso plantío de toda especie de árboles frutales al lado de un estanque muy capaz, cubierto de patos y ánades, llegamos a un corral lleno de toda especie de aves, y de allí a un patio pequeño. Salieron de la casa dos niños hermosos, que se arrodillaron y le besaron la mano; uno le tomó el bastón, otro el sombrero, y se adelantaron corriendo y diciendo: «Madre, ahí viene padre». Salió al umbral de la puerta una matrona, llena de aquella hermosura majestuosa que inspira más respeto que pasión, y al ir a echar los brazos a su esposo reparó la compañía de los que íbamos con él. Detuvo el ímpetu de su ternura, y la limitó a preguntarle si había tenido alguna novedad, pues tanto había tardado en volver; a lo cual éste le respondió con estilo amoroso, pero decente. Presentome a su mujer, diciéndola el motivo de llevarme a su casa, y dio orden de que se ejecutase lo ofrecido para que pudiese venir el coche. Entramos juntos por varias piezas pequeñas, pero cómodas, alhajadas con gracia y sin lujo, y nos sentamos en la que se preparó para mi hospedaje.
A nuestra vista te referiré más despacio la cena, la conversación que en ella hubo, las disposiciones caseras que dio mi huésped delante de mí, el modo cariñoso y bien ordenado con que se apartaron los hijos, mujer y criados a recogerse, y las expresiones de atractivo con que me ofreció su casa, me suplicó usase de ella, y se retiró para dejarme descansar. Quería también ejecutar lo mismo un criado anciano, que parecía de toda su confianza y que había quedado esperando que yo me acostase para llevarme la luz; pero me había movido demasiado la curiosidad toda aquella escena, y me parecían muy misteriosos sus personajes para no indagar el carácter de cada uno. Detúvele, pues, y con vivas instancias le pedí una y mil veces me declarase tan largo enigma. Resistiose con igual eficacia, hasta que al cabo de algunas suspensiones puso sobre la mesa la bujía que había tomado para irse, entornó la puerta, se sentó y me dijo que no dudaba los deseos que yo tendría de enterarme en el genio y condición de su amo; y prosiguió poco más o menos en estas voces:
«Si el cariño de una esposa amable, la hermosura del fruto del matrimonio, una posesión pingüe y honorífica, una robusta salud y una biblioteca selecta con que pulir un talento claro por naturaleza, pueden hacer feliz a un hombre que no conoce la ambición, no hay en el mundo quien pueda jactarse de serlo más que mi amo, o por mejor decir, mi padre, pues tal es para todos sus criados. Su niñez se pasó en esta aldea, su primera juventud en la universidad; luego siguió el ejército; después vivió en la corte y ahora se ha retirado a este descanso. Esta variedad de vidas le ha hecho mirar con indiferencia cualquiera especie de ellas, y aun con odio la mayor parte de todas. Siempre le he seguido y siempre le seguiré, aun más allá de la sepultura, pues poco podré vivir después de su muerte. El mérito oculto en el mundo es despreciado y, si se manifiesta, atrae contra sí la envidia y sus secuaces. ¿Qué ha de hacer, pues, el hombre que lo tiene? Retirarse a donde pueda ser útil sin peligro propio. Llamo mérito el conjunto de un buen talento y buen corazón. De éste usa mi amo en beneficio de sus dependientes.
»Los labradores a quienes arrienda sus campos lo miran como a un ángel tutelar de sus casas. Jamás entra en ellas sino para llenarlas de beneficios, y los visita con frecuencia. Los años medianos les perdona parte del tributo y el total en los malos. No se sabe lo que son pleitos entre ellos. El padre amenaza al hijo malo con nombrar a su amo, y halaga al hijo bueno con su nombre. La mitad de su caudal se emplea en colocar las hijas huérfanas de estos contornos con mozos honrados y pobres de las mismas aldeas. Ha fundado una escuela en un lugar inmediato, y suele por su misma mano distribuir un premio cada sábado al niño que ha empleado mejor la semana. De lejanos países ha hecho traer instrumentos de agricultura y libros de su uso que él mismo traduce de extrañas lenguas, repartiendo unos y otros de balde a los labradores. Todo forastero que pasa por este puesto halla en él la hospitalidad cual se ejercitaba en Roma en sus más felices tiempos. Una parte de su casa está destinada para recoger los enfermos de estas cercanías, en las cuales no se halla proporción de cuidarlos. Ni por esta tierra suele haber gente vaga: es tal su atractivo, que hace vasallos industriosos y útiles a los que hubieran sido inútiles, cuando menos, si hubieran seguido en un ocio acostumbrado. En fin, en los pocos años que vive aquí, ha mudado este país de semblante. Su ejemplo, generosidad y discreción ha hecho de un terreno áspero e inculto una provincia deliciosa y feliz.
»La educación de sus hijos ocupa mucha parte de su tiempo. Diez años tiene el uno y nueve el otro; los he visto nacer y criarse; cada vez que los oigo o veo, me encanta tanta virtud e ingenio en tan pocos años. Éstos sí que heredan de su padre un caudal superior a todos los bienes de fortuna. En éstos sí que se verifica ser la prole hermosa y virtuosa el primer premio de un matrimonio perfecto. ¿Qué no se puede esperar con el tiempo de unos niños que en tan tierna edad manifiestan una alegría inocente, un estudio voluntario, una inclinación a todo lo bueno, un respeto filial a sus padres y un porte benigno y decoroso para con sus criados?
»Mi ama, la digna esposa de mi señor, el honor de su sexo, es una mujer dotada de singulares prendas. Vamos claros, señor forastero: la mujer por sí sola es una criatura dócil y flexible. Por más que el desenfreno de los jóvenes se empeña en pintarla como un dechado de flaqueza, yo veo lo contrario: veo que es un fiel traslado del hombre con quien vive. Si una mujer joven, poderosa y con mérito halla en su marido una pasión de razón de estado, un trato desabrido y un mal concepto de su sexo en lo restante de los hombres, ¿qué mucho que proceda mal? Mi ama tiene pocos años, más que mediana hermosura, suma viveza y lo que llaman mucho mundo. Cuando se desposó con mi amo, halló en su esposo un hombre amable, juicioso, lleno de virtudes; halló un compañero, un amante, un maestro; todo en un solo hombre, igual a ella hasta en las accidentales circunstancias de lo que llaman nacimiento; por todo había de ser y continuar siendo buena. No es tan mala la naturaleza que pueda resistirse a tanto ejemplo de bondad. No he olvidado, ni creo que jamás pueda olvidar un lance en que acabó de acreditarse en mi concepto de mujer singular o única. Pasaba por estos países parte del ejército que iba a Portugal. Mi amo hospedó en casa algunos señores a quienes había conocido en la corte. Uno de ellos se detuvo algún tiempo más para convalecer de una enfermedad que le sobrevino. Gallarda presencia, conversación graciosa, nombre ilustre, equipaje magnífico, desembarazo cortesano y edad propia a las empresas amorosas le dieron algunas alas para tocar un día delante de mi ama especies al parecer poco ajustadas al decoro que siempre ha reinado en esta casa. ¡Cuán discreta anduvo mi señora! El joven se avergonzó de su misma confianza; mi amo no pudo entender el asunto de que se trataba, y con todo esto la oí llorar en su cuarto y quejarse del desenfreno del joven».
Contándome otras cosas de este tenor de la vida de sus amos, me detuvo el buen criado toda la noche y, por no molestar a mis huéspedes, me puse en viaje al amanecer, dejando dicho que a mi regreso para Madrid me detendría una semana en su casa.
¿Qué te parece de la vida de este hombre? Es de las pocas que pueden ser apetecidas. Es la única que me parece envidiable.
Carta LXIX
de José Cadalso
De Gazel a Nuño
Como los caminos son tan malos en la mayor parte de las provincias de tu país, no es de extrañar que se rompan con frecuencia los carruajes, se despeñen las mulas y los viajantes pierdan las jornadas. El coche que saqué de Madrid ha pasado varios trabajos; pero el de quebrarse uno de sus ejes, pudiendo serme muy sensible, no sólo no me causó desgracia alguna, sino que me procuró uno de los mayores gustos que pude haber en la vida, a saber: la satisfacción de tratar, aunque no tanto tiempo como quisiera, con un hombre distinto de cuantos hasta ahora he visto y pienso ver. El caso fue al pie de la letra como sigue, porque lo apunté muy individualmente en el diario de mi viaje.
A pocas leguas de esta ciudad, bajando una cuesta muy pendiente, se disparó el tiro de mulas, volcose el coche, rompiose el eje delantero y una de las varas. Luego que volvimos del susto y salimos todos como pudimos por la puertecilla que quedó en alto, me dijeron los cocheros que necesitaban muchas horas para reparar este daño, pues era preciso ir a un lugar que estaba a una legua del paraje en que nos hallábamos para traer quien lo remediase. Viendo que iba anocheciendo, me pareció mejor irme a pie con un criado, y cada uno su escopeta, al lugar, y pasar la noche en él, durante la cual se remediaría el fracaso y descansaríamos los maltratados. Así lo hice, y empecé a seguir una vereda que el mismo cochero me señaló, por un terreno despoblado y nada seguro al parecer por lo áspero del monte. A cosa de un cuarto de legua me hallé en un paraje menos desagradable, y en una peña de la orilla de un arroyo vi un hombre de buen porte en acción de meterse un libro en el bolsillo, levantarse, acariciar un perro y ponerse un sombrero de campo, tomando un bastón más robusto que primoroso. Su edad sería de cuarenta años y su semblante era apacible, el vestido sencillo, pero aseado, y sus ademanes llenos de aquel desembarazo que da el trato frecuente de las gentes principales, sin aquella afectación que inspira la arrogancia y vanidad. Volvió la cara de pronto al oír mi voz, y saludome. Le correspondí, adelantéme hacia él y, diciéndole que no me tuviese por sospechoso por el paraje, compañía y armas, pues el motivo era lo que me acababa de pasar (lo que le conté brevemente), preguntele si iba bien para tal pueblo. El desconocido volvió a saludarme segunda vez, y me dijo que sentía mi desgracia, que eran frecuentes en aquel puesto; que varias veces lo había hecho presente a las justicias de aquellas cercanías y aun a otras superiores; que no diese un paso más hacia donde había determinado, porque estaba a un tiro de bala de allí la casa en que residía; que desde allí despacharía un criado suyo a caballo al lugar para que el alcalde enviase el auxilio competente.
Acordeme entonces de tu encuentro con el caballero ahijado del tío Gregorio; pero ¡cuán otro era éste! Obligome a seguirle, y después de haber andado algunos pasos sin hablar cosa que importase, prorrumpió diciendo: «Habrá extrañado el señor forastero el encuentro de un hombre como yo a estas horas y en este paraje; más extraño le parecerá lo que oiga y vea de aquí en adelante, mientras se sirva permanecer en mi compañía y casa, que es ésta», señalando una que ya tocábamos. En esto llamó a una puerta grande de la tapia de un huerto contiguo a ella. Ladró un perro disforme, acudieron dos mozos del campo que abrieron luego, y entrando por un hermoso plantío de toda especie de árboles frutales al lado de un estanque muy capaz, cubierto de patos y ánades, llegamos a un corral lleno de toda especie de aves, y de allí a un patio pequeño. Salieron de la casa dos niños hermosos, que se arrodillaron y le besaron la mano; uno le tomó el bastón, otro el sombrero, y se adelantaron corriendo y diciendo: «Madre, ahí viene padre». Salió al umbral de la puerta una matrona, llena de aquella hermosura majestuosa que inspira más respeto que pasión, y al ir a echar los brazos a su esposo reparó la compañía de los que íbamos con él. Detuvo el ímpetu de su ternura, y la limitó a preguntarle si había tenido alguna novedad, pues tanto había tardado en volver; a lo cual éste le respondió con estilo amoroso, pero decente. Presentome a su mujer, diciéndola el motivo de llevarme a su casa, y dio orden de que se ejecutase lo ofrecido para que pudiese venir el coche. Entramos juntos por varias piezas pequeñas, pero cómodas, alhajadas con gracia y sin lujo, y nos sentamos en la que se preparó para mi hospedaje.
A nuestra vista te referiré más despacio la cena, la conversación que en ella hubo, las disposiciones caseras que dio mi huésped delante de mí, el modo cariñoso y bien ordenado con que se apartaron los hijos, mujer y criados a recogerse, y las expresiones de atractivo con que me ofreció su casa, me suplicó usase de ella, y se retiró para dejarme descansar. Quería también ejecutar lo mismo un criado anciano, que parecía de toda su confianza y que había quedado esperando que yo me acostase para llevarme la luz; pero me había movido demasiado la curiosidad toda aquella escena, y me parecían muy misteriosos sus personajes para no indagar el carácter de cada uno. Detúvele, pues, y con vivas instancias le pedí una y mil veces me declarase tan largo enigma. Resistiose con igual eficacia, hasta que al cabo de algunas suspensiones puso sobre la mesa la bujía que había tomado para irse, entornó la puerta, se sentó y me dijo que no dudaba los deseos que yo tendría de enterarme en el genio y condición de su amo; y prosiguió poco más o menos en estas voces:
«Si el cariño de una esposa amable, la hermosura del fruto del matrimonio, una posesión pingüe y honorífica, una robusta salud y una biblioteca selecta con que pulir un talento claro por naturaleza, pueden hacer feliz a un hombre que no conoce la ambición, no hay en el mundo quien pueda jactarse de serlo más que mi amo, o por mejor decir, mi padre, pues tal es para todos sus criados. Su niñez se pasó en esta aldea, su primera juventud en la universidad; luego siguió el ejército; después vivió en la corte y ahora se ha retirado a este descanso. Esta variedad de vidas le ha hecho mirar con indiferencia cualquiera especie de ellas, y aun con odio la mayor parte de todas. Siempre le he seguido y siempre le seguiré, aun más allá de la sepultura, pues poco podré vivir después de su muerte. El mérito oculto en el mundo es despreciado y, si se manifiesta, atrae contra sí la envidia y sus secuaces. ¿Qué ha de hacer, pues, el hombre que lo tiene? Retirarse a donde pueda ser útil sin peligro propio. Llamo mérito el conjunto de un buen talento y buen corazón. De éste usa mi amo en beneficio de sus dependientes.
»Los labradores a quienes arrienda sus campos lo miran como a un ángel tutelar de sus casas. Jamás entra en ellas sino para llenarlas de beneficios, y los visita con frecuencia. Los años medianos les perdona parte del tributo y el total en los malos. No se sabe lo que son pleitos entre ellos. El padre amenaza al hijo malo con nombrar a su amo, y halaga al hijo bueno con su nombre. La mitad de su caudal se emplea en colocar las hijas huérfanas de estos contornos con mozos honrados y pobres de las mismas aldeas. Ha fundado una escuela en un lugar inmediato, y suele por su misma mano distribuir un premio cada sábado al niño que ha empleado mejor la semana. De lejanos países ha hecho traer instrumentos de agricultura y libros de su uso que él mismo traduce de extrañas lenguas, repartiendo unos y otros de balde a los labradores. Todo forastero que pasa por este puesto halla en él la hospitalidad cual se ejercitaba en Roma en sus más felices tiempos. Una parte de su casa está destinada para recoger los enfermos de estas cercanías, en las cuales no se halla proporción de cuidarlos. Ni por esta tierra suele haber gente vaga: es tal su atractivo, que hace vasallos industriosos y útiles a los que hubieran sido inútiles, cuando menos, si hubieran seguido en un ocio acostumbrado. En fin, en los pocos años que vive aquí, ha mudado este país de semblante. Su ejemplo, generosidad y discreción ha hecho de un terreno áspero e inculto una provincia deliciosa y feliz.
»La educación de sus hijos ocupa mucha parte de su tiempo. Diez años tiene el uno y nueve el otro; los he visto nacer y criarse; cada vez que los oigo o veo, me encanta tanta virtud e ingenio en tan pocos años. Éstos sí que heredan de su padre un caudal superior a todos los bienes de fortuna. En éstos sí que se verifica ser la prole hermosa y virtuosa el primer premio de un matrimonio perfecto. ¿Qué no se puede esperar con el tiempo de unos niños que en tan tierna edad manifiestan una alegría inocente, un estudio voluntario, una inclinación a todo lo bueno, un respeto filial a sus padres y un porte benigno y decoroso para con sus criados?
»Mi ama, la digna esposa de mi señor, el honor de su sexo, es una mujer dotada de singulares prendas. Vamos claros, señor forastero: la mujer por sí sola es una criatura dócil y flexible. Por más que el desenfreno de los jóvenes se empeña en pintarla como un dechado de flaqueza, yo veo lo contrario: veo que es un fiel traslado del hombre con quien vive. Si una mujer joven, poderosa y con mérito halla en su marido una pasión de razón de estado, un trato desabrido y un mal concepto de su sexo en lo restante de los hombres, ¿qué mucho que proceda mal? Mi ama tiene pocos años, más que mediana hermosura, suma viveza y lo que llaman mucho mundo. Cuando se desposó con mi amo, halló en su esposo un hombre amable, juicioso, lleno de virtudes; halló un compañero, un amante, un maestro; todo en un solo hombre, igual a ella hasta en las accidentales circunstancias de lo que llaman nacimiento; por todo había de ser y continuar siendo buena. No es tan mala la naturaleza que pueda resistirse a tanto ejemplo de bondad. No he olvidado, ni creo que jamás pueda olvidar un lance en que acabó de acreditarse en mi concepto de mujer singular o única. Pasaba por estos países parte del ejército que iba a Portugal. Mi amo hospedó en casa algunos señores a quienes había conocido en la corte. Uno de ellos se detuvo algún tiempo más para convalecer de una enfermedad que le sobrevino. Gallarda presencia, conversación graciosa, nombre ilustre, equipaje magnífico, desembarazo cortesano y edad propia a las empresas amorosas le dieron algunas alas para tocar un día delante de mi ama especies al parecer poco ajustadas al decoro que siempre ha reinado en esta casa. ¡Cuán discreta anduvo mi señora! El joven se avergonzó de su misma confianza; mi amo no pudo entender el asunto de que se trataba, y con todo esto la oí llorar en su cuarto y quejarse del desenfreno del joven».
Contándome otras cosas de este tenor de la vida de sus amos, me detuvo el buen criado toda la noche y, por no molestar a mis huéspedes, me puse en viaje al amanecer, dejando dicho que a mi regreso para Madrid me detendría una semana en su casa.
¿Qué te parece de la vida de este hombre? Es de las pocas que pueden ser apetecidas. Es la única que me parece envidiable.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXX
de José Cadalso
De Nuño a Gazel, respuesta de la anterior
Veo la relación que me haces de la vida del huésped que tuviste, por la casualidad, tan común en España, de romperse un coche de camino. Conozco que ha congeniado contigo aquel carácter y retiro. La enumeración que me haces de las virtudes y prendas de aquella familia, sin duda ha de tener mucha simpatía con tu buen corazón. El gustar de su semejante es calidad que días ha se ha descubierto propia de nuestra naturaleza, pero con más fuerza entre los buenos que entre los malvados; o, por mejor decir, sólo entre los buenos se halla esta simpatía, pues los malos se miran siempre unos a otros con notable recelo, y si se tratan con aparente intimidad, sus corazones están siempre tan separados como estrechados sus brazos y apretadas sus manos; doctrina en que me confirma tu amigo Ben-Beley. Pero, Gazel, volviendo a tu huésped y otros de su carácter, que no faltan en las provincias y de los cuales conozco no pequeño número, ¿no te parece lastimosa para el estado la pérdida de unos hombres de talento y mérito que se apartan de las carreras útiles a la república? ¿No crees que todo individuo está obligado a contribuir al bien de su patria con todo esmero? Apártense del bullicio los inútiles y decrépitos: son de más estorbo que servicio; pero tu huésped y sus semejantes están en la edad de servirla, y deben buscar las ocasiones de ello aun a costa de toda especie de disgustos. No basta ser buenos para sí y para otros pocos; es preciso serlo o procurar serlo para el total de la nación. Es verdad que no hay carrera en el estado que no esté sembrada de abrojos; pero no deben espantar al hombre que camina con firmeza y valor.
La milicia estriba toda en una áspera subordinación, poco menos rígida que la esclavitud que hubo entre los romanos. No ofrece sino trabajo de cuerpo a los bisoños y de espíritu a los veteranos; no promete jamás premio que pueda así llamarse, respecto de las penas con que amenaza continuamente. Heridas y pobreza forman la vejez del soldado que no muere en el polvo de algún campo de batalla o entre las tablas de algún navío de guerra. Son además tenidos en su misma patria por ciudadanos despegados del gremio; no falta filósofo que los llame verdugos. ¿Y qué, Gazel, por eso no ha de haber soldados? ¿No han de entrar en la milicia los mayores próceres de cada pueblo? ¿No ha de mirarse esta carrera como la cuna de la nobleza?
La toga es ejercicio no menos duro. Largos estudios, áridos y desabridos, consumen la juventud del juez; a ésta suceden un continuo afán y retiro de las diversiones, y luego, hasta morir, una obligación diaria de juzgar de vidas y haciendas ajenas, arreglado a una oscura letra de dudoso sentido y de escrupulosa interpretación, adquiriéndose continuamente la malevolencia de tantos como caen bajo la vara de la justicia. ¿Y no ha de haber por eso jueces, ni quien siga la carrera que tanto se parece a la esencia divina en premiar el bueno y castigar el malo?
Lo mismo puede ofrecer para espantarnos la vida de palacio, y aun mucho más, mostrándonos la precisión de vivir con un perpetuo ardid que muchas veces aun no basta para mantenerse el palaciego. Mil acasos no previstos deshacen los mayores esfuerzos de la prudencia humana. Edificios de muchos años se arruinan en un instante. Mas no por eso han de faltar hombres que se dediquen a aquel método de vivir.
Las ciencias, que parecen influir dulzura y bondad, y llenar de satisfacción a quien las cultiva, no ofrecen sino pesares. ¡A cuánto se expone el que de ellas saca razones para dar a los hombres algún desengaño, o enseñarles alguna verdad nueva! ¡Cuántas pesadumbres le acarrea! ¡Cuántas y cuán siniestras interpretaciones suscitan la envidia o la ignorancia, o ambas juntas, o la tiranía valiéndose de ellas! ¡Cuánto pasa el sabio que no supo lisonjear al vulgo! ¿Y por eso se ha de dejar a las ciencias? ¿Y por el miedo a tales peligros han de abandonar los hombres lo que tanto pule su racionalidad y la distingue del instinto de los brutos?
El hombre que conoce la fuerza de los vínculos que le ligan a la patria, desprecia todos los fantasmas producidos por una mal colocada filosofía que le procura espantar, y dice: Patria, voy a sacrificarte mi quietud, mis bienes y vida. Corto sería este sacrificio si se redujera a morir: voy a exponerme a los caprichos de la fortuna y a los de los hombres, aun más caprichosos que ella. Voy a sufrir el desprecio, la tiranía, el odio, la envidia, la traición, la inconstancia y las infinitas y crueles combinaciones que nacen del conjunto de muchas de ellas o de todas.
No me dilato más, aunque fuera muy fácil, sobre esta materia. Creo que lo dicho baste para que formes de tu huésped un concepto menos favorable. Conocerás que aunque sea hombre bueno será mal ciudadano; y que el ser buen ciudadano es una verdadera obligación de las que contrae el hombre al entrar en la república, si quiere que ésta le estime, y aun más si quiere que no lo mire como a extraño. El patriotismo es de los entusiasmos más nobles que se han conocido para llevar al hombre a despreciar y emprender cosas grandes, y para conservar los estados.
Carta LXX
de José Cadalso
De Nuño a Gazel, respuesta de la anterior
Veo la relación que me haces de la vida del huésped que tuviste, por la casualidad, tan común en España, de romperse un coche de camino. Conozco que ha congeniado contigo aquel carácter y retiro. La enumeración que me haces de las virtudes y prendas de aquella familia, sin duda ha de tener mucha simpatía con tu buen corazón. El gustar de su semejante es calidad que días ha se ha descubierto propia de nuestra naturaleza, pero con más fuerza entre los buenos que entre los malvados; o, por mejor decir, sólo entre los buenos se halla esta simpatía, pues los malos se miran siempre unos a otros con notable recelo, y si se tratan con aparente intimidad, sus corazones están siempre tan separados como estrechados sus brazos y apretadas sus manos; doctrina en que me confirma tu amigo Ben-Beley. Pero, Gazel, volviendo a tu huésped y otros de su carácter, que no faltan en las provincias y de los cuales conozco no pequeño número, ¿no te parece lastimosa para el estado la pérdida de unos hombres de talento y mérito que se apartan de las carreras útiles a la república? ¿No crees que todo individuo está obligado a contribuir al bien de su patria con todo esmero? Apártense del bullicio los inútiles y decrépitos: son de más estorbo que servicio; pero tu huésped y sus semejantes están en la edad de servirla, y deben buscar las ocasiones de ello aun a costa de toda especie de disgustos. No basta ser buenos para sí y para otros pocos; es preciso serlo o procurar serlo para el total de la nación. Es verdad que no hay carrera en el estado que no esté sembrada de abrojos; pero no deben espantar al hombre que camina con firmeza y valor.
La milicia estriba toda en una áspera subordinación, poco menos rígida que la esclavitud que hubo entre los romanos. No ofrece sino trabajo de cuerpo a los bisoños y de espíritu a los veteranos; no promete jamás premio que pueda así llamarse, respecto de las penas con que amenaza continuamente. Heridas y pobreza forman la vejez del soldado que no muere en el polvo de algún campo de batalla o entre las tablas de algún navío de guerra. Son además tenidos en su misma patria por ciudadanos despegados del gremio; no falta filósofo que los llame verdugos. ¿Y qué, Gazel, por eso no ha de haber soldados? ¿No han de entrar en la milicia los mayores próceres de cada pueblo? ¿No ha de mirarse esta carrera como la cuna de la nobleza?
La toga es ejercicio no menos duro. Largos estudios, áridos y desabridos, consumen la juventud del juez; a ésta suceden un continuo afán y retiro de las diversiones, y luego, hasta morir, una obligación diaria de juzgar de vidas y haciendas ajenas, arreglado a una oscura letra de dudoso sentido y de escrupulosa interpretación, adquiriéndose continuamente la malevolencia de tantos como caen bajo la vara de la justicia. ¿Y no ha de haber por eso jueces, ni quien siga la carrera que tanto se parece a la esencia divina en premiar el bueno y castigar el malo?
Lo mismo puede ofrecer para espantarnos la vida de palacio, y aun mucho más, mostrándonos la precisión de vivir con un perpetuo ardid que muchas veces aun no basta para mantenerse el palaciego. Mil acasos no previstos deshacen los mayores esfuerzos de la prudencia humana. Edificios de muchos años se arruinan en un instante. Mas no por eso han de faltar hombres que se dediquen a aquel método de vivir.
Las ciencias, que parecen influir dulzura y bondad, y llenar de satisfacción a quien las cultiva, no ofrecen sino pesares. ¡A cuánto se expone el que de ellas saca razones para dar a los hombres algún desengaño, o enseñarles alguna verdad nueva! ¡Cuántas pesadumbres le acarrea! ¡Cuántas y cuán siniestras interpretaciones suscitan la envidia o la ignorancia, o ambas juntas, o la tiranía valiéndose de ellas! ¡Cuánto pasa el sabio que no supo lisonjear al vulgo! ¿Y por eso se ha de dejar a las ciencias? ¿Y por el miedo a tales peligros han de abandonar los hombres lo que tanto pule su racionalidad y la distingue del instinto de los brutos?
El hombre que conoce la fuerza de los vínculos que le ligan a la patria, desprecia todos los fantasmas producidos por una mal colocada filosofía que le procura espantar, y dice: Patria, voy a sacrificarte mi quietud, mis bienes y vida. Corto sería este sacrificio si se redujera a morir: voy a exponerme a los caprichos de la fortuna y a los de los hombres, aun más caprichosos que ella. Voy a sufrir el desprecio, la tiranía, el odio, la envidia, la traición, la inconstancia y las infinitas y crueles combinaciones que nacen del conjunto de muchas de ellas o de todas.
No me dilato más, aunque fuera muy fácil, sobre esta materia. Creo que lo dicho baste para que formes de tu huésped un concepto menos favorable. Conocerás que aunque sea hombre bueno será mal ciudadano; y que el ser buen ciudadano es una verdadera obligación de las que contrae el hombre al entrar en la república, si quiere que ésta le estime, y aun más si quiere que no lo mire como a extraño. El patriotismo es de los entusiasmos más nobles que se han conocido para llevar al hombre a despreciar y emprender cosas grandes, y para conservar los estados.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXI
de José Cadalso
Nuño a Gazel
A estas horas ya habrás leído mi última contra la quietud particular y a favor del entusiasmo; aunque sea molestar tu espíritu filosófico y retirado, he de continuar en ésta por donde dejé aquélla.
La conservación propia del individuo es tan opuesta al bien común de la sociedad, que una nación compuesta toda de filósofos no tardaría en ser esclavizada por otra. El noble entusiasmo del patriotismo es el que ha guardado los estados, detenido las invasiones, asegurado las vidas y producido aquellos hombres que son el verdadero honor del género humano. De él han dimanado las acciones heroicas imposibles de entenderse por quien no esté poseído del mismo ardor, y fáciles de imitar por quien se halla dominado de él.
(Aquí estaba roto el manuscrito, con lo que se priva al público de la continuación de un asunto tan plausible.)
Carta LXXI
de José Cadalso
Nuño a Gazel
A estas horas ya habrás leído mi última contra la quietud particular y a favor del entusiasmo; aunque sea molestar tu espíritu filosófico y retirado, he de continuar en ésta por donde dejé aquélla.
La conservación propia del individuo es tan opuesta al bien común de la sociedad, que una nación compuesta toda de filósofos no tardaría en ser esclavizada por otra. El noble entusiasmo del patriotismo es el que ha guardado los estados, detenido las invasiones, asegurado las vidas y producido aquellos hombres que son el verdadero honor del género humano. De él han dimanado las acciones heroicas imposibles de entenderse por quien no esté poseído del mismo ardor, y fáciles de imitar por quien se halla dominado de él.
(Aquí estaba roto el manuscrito, con lo que se priva al público de la continuación de un asunto tan plausible.)
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Hoy he asistido por mañana y tarde a una diversión propiamente nacional de los españoles, que es lo que ellos llaman fiesta o corrida de toros. Ha sido este día asunto de tanta especulación para mí, y tanto el tropel de ideas que me asaltaron a un tiempo, que no sé por cuál empezar a hacerte la relación de ellas. Nuño aumenta más mi confusión sobre este particular, asegurándome que no hay un autor extranjero que hable de este espectáculo, que no llame bárbara a la nación que aún se complace en asistir a él. Cuando esté mi mente más en su equilibrio, sin la agitación que ahora experimento, te escribiré largamente sobre este asunto; sólo te diré que ya no me parecen extrañas las mortandades que sus historias dicen de abuelos nuestros en la batalla de Clavijo, Salado, Navas y otras, si las excitaron hombres ajenos de todo el lujo moderno, austeros en sus costumbres, y que pagan dinero por ver derramar sangre, teniendo esto por diversión dignísima de los primeros nobles. Esta especie de barbaridad los hacía sin duda feroces, pues desde niños se divertían con lo que suelen causar desmayos a hombres de mucho valor la primera vez que asisten a este espectáculo.
Carta LXXII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Hoy he asistido por mañana y tarde a una diversión propiamente nacional de los españoles, que es lo que ellos llaman fiesta o corrida de toros. Ha sido este día asunto de tanta especulación para mí, y tanto el tropel de ideas que me asaltaron a un tiempo, que no sé por cuál empezar a hacerte la relación de ellas. Nuño aumenta más mi confusión sobre este particular, asegurándome que no hay un autor extranjero que hable de este espectáculo, que no llame bárbara a la nación que aún se complace en asistir a él. Cuando esté mi mente más en su equilibrio, sin la agitación que ahora experimento, te escribiré largamente sobre este asunto; sólo te diré que ya no me parecen extrañas las mortandades que sus historias dicen de abuelos nuestros en la batalla de Clavijo, Salado, Navas y otras, si las excitaron hombres ajenos de todo el lujo moderno, austeros en sus costumbres, y que pagan dinero por ver derramar sangre, teniendo esto por diversión dignísima de los primeros nobles. Esta especie de barbaridad los hacía sin duda feroces, pues desde niños se divertían con lo que suelen causar desmayos a hombres de mucho valor la primera vez que asisten a este espectáculo.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Cada día admiro más y más el número de varones grandes que se leen en genealogías de los reyes de la casa que actualmente ocupa el trono de España. El presente empezó su reinado perdonando las deudas que habían contraído provincias enteras por los años infelices, y pagando las que tenían sus antecesores para con sus vasallos. Con haber dejado la deudas en el estado que las halló, sin cobrar ni pagar, cualquiera le hubiera tenido por equitativo, y todos hubieran alabado su benignidad, pues teniendo en su mano el arbitrio de ser juez y parte, parecería suficiente moderación la de no cobrar lo que podía; pero se condenó a sí mismo y absolvió a los otros. Y dio por este medio un ejemplo de justificación más estimable que un código entero que hubiese publicado sobre la justicia y el modo de administrarla. Se olvidó que era rey, y sólo se acordó que era padre.
Su hermano y predecesor, Fernando, en su reinado pacífico confirmó a su pueblo en la idea de que el nombre de Fernando había de ser siempre de buen agüero para España.
Su otro hermano, Luis, duró poco, pero lo bastante para que se llorase mucho su muerte.
Su padre, Felipe, fue héroe y fue rey, sin que sepa la posteridad en cuál clase colocarle sin agraviar a la otra. Vivo retrato de su progenitor Enrique IV, tuvo al principio de su reinado una mano levantada para vencer y otra para aliviar a los vencidos. Su pueblo se dividió en dos, y él también dividió en dos su corazón, para premiar a unos y perdonar a otros. Los pueblos que le siguieron fieles hallaron un padre que los halagaba, y los que se apartaron encontraron un maestro que los corregía. Tenían que admirarle los que no le amaban; y si los leales le hallaban bueno, los otros le hallaban grande. Como la naturaleza humana es tal que no puede tardar en querer al mismo a quien admira, murió reinando sobre todas las provincias, pero sin haber logrado una paz estable que le hiciese gozar los frutos de sus fatigas.
Sus ascendientes reinaron en Francia. Léanse sus historias con reflexión, y se verá qué era la Francia antes de Enrique IV, y qué papel tan diferente ha hecho aquella monarquía desde que la mandan los descendientes de aquel gran príncipe.
Carta LXXIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Cada día admiro más y más el número de varones grandes que se leen en genealogías de los reyes de la casa que actualmente ocupa el trono de España. El presente empezó su reinado perdonando las deudas que habían contraído provincias enteras por los años infelices, y pagando las que tenían sus antecesores para con sus vasallos. Con haber dejado la deudas en el estado que las halló, sin cobrar ni pagar, cualquiera le hubiera tenido por equitativo, y todos hubieran alabado su benignidad, pues teniendo en su mano el arbitrio de ser juez y parte, parecería suficiente moderación la de no cobrar lo que podía; pero se condenó a sí mismo y absolvió a los otros. Y dio por este medio un ejemplo de justificación más estimable que un código entero que hubiese publicado sobre la justicia y el modo de administrarla. Se olvidó que era rey, y sólo se acordó que era padre.
Su hermano y predecesor, Fernando, en su reinado pacífico confirmó a su pueblo en la idea de que el nombre de Fernando había de ser siempre de buen agüero para España.
Su otro hermano, Luis, duró poco, pero lo bastante para que se llorase mucho su muerte.
Su padre, Felipe, fue héroe y fue rey, sin que sepa la posteridad en cuál clase colocarle sin agraviar a la otra. Vivo retrato de su progenitor Enrique IV, tuvo al principio de su reinado una mano levantada para vencer y otra para aliviar a los vencidos. Su pueblo se dividió en dos, y él también dividió en dos su corazón, para premiar a unos y perdonar a otros. Los pueblos que le siguieron fieles hallaron un padre que los halagaba, y los que se apartaron encontraron un maestro que los corregía. Tenían que admirarle los que no le amaban; y si los leales le hallaban bueno, los otros le hallaban grande. Como la naturaleza humana es tal que no puede tardar en querer al mismo a quien admira, murió reinando sobre todas las provincias, pero sin haber logrado una paz estable que le hiciese gozar los frutos de sus fatigas.
Sus ascendientes reinaron en Francia. Léanse sus historias con reflexión, y se verá qué era la Francia antes de Enrique IV, y qué papel tan diferente ha hecho aquella monarquía desde que la mandan los descendientes de aquel gran príncipe.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXIV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Ayer me hallé en una concurrencia en que se hablaba de España, de su estado, de su religión, de su gobierno, de lo que es, de lo que ha sido, de lo que pudiera ser, etc. Admirome la elocuencia, la eficacia y el amor con que se hablaba, tanto más cuanto noté que excepto Nuño, que era el que menos se explicaba, ninguno de los concurrentes era español. Unos daban al público los hermosos efectos de sus especulaciones para que esta monarquía tuviese cien navíos de línea en poco más de seis meses; otros, para que la población de estas provincias se duplicase en menos de quince años; otros, para que todo el oro y plata de ambas Américas queden en la península; otros, para que las fábricas de España desbancasen todas las de Europa; y así de lo demás.
Muchos apoyaban sus discursos con pariedades sacadas de lo que sucede en otro país. Algunos pretendían que no les movía más objeto que el hacer bien a esta nación, contemplándola con dolor atrasada en más de siglo y medio respecto de las otras, y no faltaban algunos que ostentaban su profunda ciencia en estas materias para demostrar con más evidencia la inutilidad de los genios o ingenios españoles, y otros, en fin, por otros varios motivos.
-Harto se hizo en tiempo de Felipe V, no obstante sus largas y sangrientas guerras -dijo uno.
-Tal quedó ello en la muerte de Carlos II -dijo otro.
-Fue muy desidioso -añadió un tercero-, Felipe IV, y muy desgraciado su ministro el conde-duque de Olivares.
-¡Ay, caballeros! -dijo Nuño-; aunque todos ustedes tengan la mejor intención cuando hablan de remediar los atrasos de España, aunque todos tengan el mayor interés en trabajar a restablecerla, por más que la miren con el amor de patria, digámoslo así, adoptiva, es imposible que acierten. Para curar a un enfermo, no bastan las noticias generales de la facultad ni el buen deseo del profesor; es preciso que éste tenga un conocimiento particular del temperamento del paciente, del origen de la enfermedad, de sus incrementos y de sus complicaciones si las hay. Quieren curar toda especie de enfermos y de enfermedades con un mismo medicamento: no es medicina, sino lo que llaman charlatanería, no sólo ridícula en quien la profesa, sino dañosa para quien la usa. En lugar de todas estas especulaciones y proyectos, me parece mucho más sencillo otro sistema nacido del conocimiento que ustedes no tienen, y se reduce a esto poco: la monarquía española nunca fue tan feliz por dentro, ni tan respetada por fuera, como en la época de morir Fernando el Católico; véase, pues, qué máximas entre las que formaron juntas aquella excelente política han decaído de su antiguo vigor; vuélvase a dar el vigor antiguo, y tendremos la monarquía en el mismo pie en que la halló la casa de Austria. Cortas variaciones respecto el sistema actual de Europa bastan, en vez de todas esas que ustedes han amontonado.
-¿Quién fue ese Fernando el Católico? -preguntó uno de los que habían perorado. -¿Quién fue ése? -preguntó otro. -¿Quién, quién? -preguntaron todos los demás estadistas.
-¡Ay, necio de mí! -exclamó Nuño, perdiendo algo de su natural quietud-; ¡necio de mí! que he gastado tiempo en hablar de España con gentes que no saben quién fue Fernando el Católico. Vámonos, Gazel.
Carta LXXIV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Ayer me hallé en una concurrencia en que se hablaba de España, de su estado, de su religión, de su gobierno, de lo que es, de lo que ha sido, de lo que pudiera ser, etc. Admirome la elocuencia, la eficacia y el amor con que se hablaba, tanto más cuanto noté que excepto Nuño, que era el que menos se explicaba, ninguno de los concurrentes era español. Unos daban al público los hermosos efectos de sus especulaciones para que esta monarquía tuviese cien navíos de línea en poco más de seis meses; otros, para que la población de estas provincias se duplicase en menos de quince años; otros, para que todo el oro y plata de ambas Américas queden en la península; otros, para que las fábricas de España desbancasen todas las de Europa; y así de lo demás.
Muchos apoyaban sus discursos con pariedades sacadas de lo que sucede en otro país. Algunos pretendían que no les movía más objeto que el hacer bien a esta nación, contemplándola con dolor atrasada en más de siglo y medio respecto de las otras, y no faltaban algunos que ostentaban su profunda ciencia en estas materias para demostrar con más evidencia la inutilidad de los genios o ingenios españoles, y otros, en fin, por otros varios motivos.
-Harto se hizo en tiempo de Felipe V, no obstante sus largas y sangrientas guerras -dijo uno.
-Tal quedó ello en la muerte de Carlos II -dijo otro.
-Fue muy desidioso -añadió un tercero-, Felipe IV, y muy desgraciado su ministro el conde-duque de Olivares.
-¡Ay, caballeros! -dijo Nuño-; aunque todos ustedes tengan la mejor intención cuando hablan de remediar los atrasos de España, aunque todos tengan el mayor interés en trabajar a restablecerla, por más que la miren con el amor de patria, digámoslo así, adoptiva, es imposible que acierten. Para curar a un enfermo, no bastan las noticias generales de la facultad ni el buen deseo del profesor; es preciso que éste tenga un conocimiento particular del temperamento del paciente, del origen de la enfermedad, de sus incrementos y de sus complicaciones si las hay. Quieren curar toda especie de enfermos y de enfermedades con un mismo medicamento: no es medicina, sino lo que llaman charlatanería, no sólo ridícula en quien la profesa, sino dañosa para quien la usa. En lugar de todas estas especulaciones y proyectos, me parece mucho más sencillo otro sistema nacido del conocimiento que ustedes no tienen, y se reduce a esto poco: la monarquía española nunca fue tan feliz por dentro, ni tan respetada por fuera, como en la época de morir Fernando el Católico; véase, pues, qué máximas entre las que formaron juntas aquella excelente política han decaído de su antiguo vigor; vuélvase a dar el vigor antiguo, y tendremos la monarquía en el mismo pie en que la halló la casa de Austria. Cortas variaciones respecto el sistema actual de Europa bastan, en vez de todas esas que ustedes han amontonado.
-¿Quién fue ese Fernando el Católico? -preguntó uno de los que habían perorado. -¿Quién fue ése? -preguntó otro. -¿Quién, quién? -preguntaron todos los demás estadistas.
-¡Ay, necio de mí! -exclamó Nuño, perdiendo algo de su natural quietud-; ¡necio de mí! que he gastado tiempo en hablar de España con gentes que no saben quién fue Fernando el Católico. Vámonos, Gazel.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Al entrar anoche en mi posada, me hallé con una carta cuya copia te remito. Es de una cristiana a quien apenas conozco. Te parecerá muy extraño su contenido, que dice así:
«Acabo de cumplir veinticuatro años, y de enterrar a mi último esposo de seis que he tenido en otros tantos matrimonios, en espacio de poquísimos años. El primero fue un mozo de poca más edad que la mía, bella presencia, buen mayorazgo, gran nacimiento, pero ninguna salud. Había vivido tanto en sus pocos años, que cuando llegó a mis brazos ya era cadáver. Aún estaban por estrenar muchas galas de mi boda, cuando tuve que ponerme luto. El segundo fue un viejo que había observado siempre el más rígido celibatismo; pero heredando por muertes y pleitos unos bienes copiosos y honoríficos, su abogado le aconsejó que se casase; su médico hubiera sido de otro dictamen. Murió de allí a poco, llamándome hija suya, y juró que como a tal me trató desde el primer día hasta el último. El tercero fue un capitán de granaderos, más hombre, al parecer, que todos los de su compañía. La boda se hizo por poderes desde Barcelona; pero picándose con un compañero suyo en la luneta de la ópera, se fueron a tomar el aire juntos a la explanada y volvió solo el compañero, quedando mi marido por allá. El cuarto fue un hombre ilustre y rico, robusto y joven, pero jugador tan de corazón, que ni aun la noche de la boda durmió conmigo porque la pasó en una partida de banca. Diome esta primera noche tan mala idea de las otras, que lo miré siempre como huésped en mi casa, más que como precisa mitad mía en el nuevo estado. Pagome en la misma moneda, y murió de allí a poco de resulta de haberle tirado un amigo suyo un candelero a la cabeza, sobre no sé qué equivocación de poner a la derecha una carta que había de caer a la izquierda. No obstante todo esto, fue el marido que más me ha divertido, a lo menos por su conversación que era chistosa y siempre en estilo de juego. Me acuerdo que, estando un día comiendo con bastantes gentes en casa de una dama algo corta de vista, le pidió de un plato que tenía cerca y él la dijo: -Señora, la talla anterior, pudo cualquiera haber apuntado, que había bastante fondo; pero aquel caballero que come y calla acaba de hacer a este plato una doble paz de paroli con tanto acierto, que nos ha desbancado. -Es un apunte temible a este juego.
»El quinto que me llamó suya era de tan corto entendimiento, que nunca me habló sino de una prima que él tenía y que quería mucho. La prima se murió de viruelas a pocos días de mi casamiento, y el primo se fue tras ella. Mi sexto y último marido fue un sabio. Estos hombres no suelen ser buenos muebles para maridos. Quiso mi mala suerte que en la noche de mi casamiento se apareciese una cometa, o especie de cometa. Si algún fenómeno de éstos ha sido jamás cosa de mal agüero, ninguno lo fue tanto como éste. Mi esposo calculó que el dormir con su mujer sería cosa periódica de cada veinticuatro horas, pero que si el cometa volvía, tardaría tanto en dar la vuelta, que él no le podría observar; y así, dejó esto por aquello, y se salió al campo a hacer sus observaciones. La noche era fría, y lo bastante para darle un dolor de costado, del que murió.
»Todo esto se hubiera remediado si yo me hubiera casado una vez a mi gusto, en lugar de sujetarlo seis veces al de un padre que cree la voluntad de la hija una cosa que no debe entrar en cuenta para el casamiento. La persona que me pretendía es un mozo que me parece muy igual a mí en todas calidades, y que ha redoblado sus instancias cada una de las cinco primeras veces que yo he enviudado; pero en obsequio de sus padres, tuvo que casarse también contra su gusto, el mismo día que yo contraje matrimonio con mi astrónomo.
»Estimaré al señor Gazel me diga qué uso o costumbre se sigue allá en su tierra en esto de casarse las hijas de familia, porque aunque he oído muchas cosas que espantan de lo poco favorable que nos son las leyes mahometanas, no hallo distinción alguna entre ser esclava de un marido o de un padre, y más cuando de ser esclava de un padre resulta el parar en tener marido, como en el caso presente».
Carta LXXV
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Al entrar anoche en mi posada, me hallé con una carta cuya copia te remito. Es de una cristiana a quien apenas conozco. Te parecerá muy extraño su contenido, que dice así:
«Acabo de cumplir veinticuatro años, y de enterrar a mi último esposo de seis que he tenido en otros tantos matrimonios, en espacio de poquísimos años. El primero fue un mozo de poca más edad que la mía, bella presencia, buen mayorazgo, gran nacimiento, pero ninguna salud. Había vivido tanto en sus pocos años, que cuando llegó a mis brazos ya era cadáver. Aún estaban por estrenar muchas galas de mi boda, cuando tuve que ponerme luto. El segundo fue un viejo que había observado siempre el más rígido celibatismo; pero heredando por muertes y pleitos unos bienes copiosos y honoríficos, su abogado le aconsejó que se casase; su médico hubiera sido de otro dictamen. Murió de allí a poco, llamándome hija suya, y juró que como a tal me trató desde el primer día hasta el último. El tercero fue un capitán de granaderos, más hombre, al parecer, que todos los de su compañía. La boda se hizo por poderes desde Barcelona; pero picándose con un compañero suyo en la luneta de la ópera, se fueron a tomar el aire juntos a la explanada y volvió solo el compañero, quedando mi marido por allá. El cuarto fue un hombre ilustre y rico, robusto y joven, pero jugador tan de corazón, que ni aun la noche de la boda durmió conmigo porque la pasó en una partida de banca. Diome esta primera noche tan mala idea de las otras, que lo miré siempre como huésped en mi casa, más que como precisa mitad mía en el nuevo estado. Pagome en la misma moneda, y murió de allí a poco de resulta de haberle tirado un amigo suyo un candelero a la cabeza, sobre no sé qué equivocación de poner a la derecha una carta que había de caer a la izquierda. No obstante todo esto, fue el marido que más me ha divertido, a lo menos por su conversación que era chistosa y siempre en estilo de juego. Me acuerdo que, estando un día comiendo con bastantes gentes en casa de una dama algo corta de vista, le pidió de un plato que tenía cerca y él la dijo: -Señora, la talla anterior, pudo cualquiera haber apuntado, que había bastante fondo; pero aquel caballero que come y calla acaba de hacer a este plato una doble paz de paroli con tanto acierto, que nos ha desbancado. -Es un apunte temible a este juego.
»El quinto que me llamó suya era de tan corto entendimiento, que nunca me habló sino de una prima que él tenía y que quería mucho. La prima se murió de viruelas a pocos días de mi casamiento, y el primo se fue tras ella. Mi sexto y último marido fue un sabio. Estos hombres no suelen ser buenos muebles para maridos. Quiso mi mala suerte que en la noche de mi casamiento se apareciese una cometa, o especie de cometa. Si algún fenómeno de éstos ha sido jamás cosa de mal agüero, ninguno lo fue tanto como éste. Mi esposo calculó que el dormir con su mujer sería cosa periódica de cada veinticuatro horas, pero que si el cometa volvía, tardaría tanto en dar la vuelta, que él no le podría observar; y así, dejó esto por aquello, y se salió al campo a hacer sus observaciones. La noche era fría, y lo bastante para darle un dolor de costado, del que murió.
»Todo esto se hubiera remediado si yo me hubiera casado una vez a mi gusto, en lugar de sujetarlo seis veces al de un padre que cree la voluntad de la hija una cosa que no debe entrar en cuenta para el casamiento. La persona que me pretendía es un mozo que me parece muy igual a mí en todas calidades, y que ha redoblado sus instancias cada una de las cinco primeras veces que yo he enviudado; pero en obsequio de sus padres, tuvo que casarse también contra su gusto, el mismo día que yo contraje matrimonio con mi astrónomo.
»Estimaré al señor Gazel me diga qué uso o costumbre se sigue allá en su tierra en esto de casarse las hijas de familia, porque aunque he oído muchas cosas que espantan de lo poco favorable que nos son las leyes mahometanas, no hallo distinción alguna entre ser esclava de un marido o de un padre, y más cuando de ser esclava de un padre resulta el parar en tener marido, como en el caso presente».
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXVI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Son infinitos los caprichos de la moda. Uno de los actuales es escribirme cartas algunas mujeres que no me conocen sino de nombre, o por oírme, o por hablarme, o por ambos casos. Se han puesto muchas en este pie desde que se divulgó la esquela que me escribió la primera y yo te remití. Lo mismo ejecutaré con las que me parezcan dignas de pasar el mar para divertir a un sabio africano con extravagancias europeas; y sin perder correo, allá va esa copia. Depón por un rato, oh mi venerable Ben-Beley, el serio aspecto de tu edad y carácter. Te he oído mil veces que algún rato empleado en pasatiempo suele dejar el espíritu más descansado para dedicarse a sublimes especulaciones. Me acuerdo haberte visto cuidar de un pájaro en la jaula y de una flor en el jardín: nunca me pareciste más sabio. El hombre grande nunca es mayor que cuando se baja al nivel de los demás hombres, sin que esto le quite el remontarse después a donde le encumbre el rayo de la esencia suprema que nos anima. Dice, pues, así la carta:
«Señor moro: Las francesas tienen cierto pasatiempo que llaman coquetería, y es engaño que hace la mujer a cuantos hombres se presentan. La coqueta lo pasa muy bien, porque tiene a su disposición todos los jóvenes de algún mérito, y se lisonjea mucho del amor propio con tanto incienso. Pero como los franceses toman y dejan con bastante ligereza algunas cosas, y entre ellas las de amor, las consecuencias de mil coquetinas en perjuicio de un mozo se reducen a que el tal lo reflexiona un minuto, y se va con su incensario a otro altar. Los españoles son más formales en esto de enamorarse; y como ya todo aquel antiguo aparato de galanteo, obstáculos que vencer, dificultades que prevenir, criados que cohechar, como todo esto se ha desvanecido, empiezan a padecer desde el instante que se enamoraron de una coqueta española, y suele parar la cosa en que el amante que conoce la burla que le han hecho se muere, se vuelve loco, o a mejor librar, piensa en ausentarse desesperado. Yo soy una de las más famosas en esta secta, y no puedo menos de acordarme con satisfacción propia de las víctimas que se han sacrificado en mi templo y por mi culto. Si en Marruecos nos dan algún día semejante despotismo, que será en el mismo instante que se anulen las austeras leyes de los serrallos, y si las señoras marruecas quisiesen admitir unas cuantas españolas para catedráticas de esta nueva ciencia hasta ahora desconocida en África, prometo en breve tiempo sacar, entre mis lecciones y la de otra media docena de amigas, suficiente número de discípulas para que paguen los musulmanes a pocas semanas todas las tiranías que han ejercido sobre nosotras desde el mismo Mahoma hasta el día de la fecha; pues aumentando el dominio de mi sexo sobre el masculino en proporción del calor del clima como se ha experimentado en la corta distancia del paso de los Pirineos, deben esperar las coquetas marruecas un despotismo que apenas cabe en la imaginación humana, sobre todo en las provincias meridionales de ese imperio».
Carta LXXVI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Son infinitos los caprichos de la moda. Uno de los actuales es escribirme cartas algunas mujeres que no me conocen sino de nombre, o por oírme, o por hablarme, o por ambos casos. Se han puesto muchas en este pie desde que se divulgó la esquela que me escribió la primera y yo te remití. Lo mismo ejecutaré con las que me parezcan dignas de pasar el mar para divertir a un sabio africano con extravagancias europeas; y sin perder correo, allá va esa copia. Depón por un rato, oh mi venerable Ben-Beley, el serio aspecto de tu edad y carácter. Te he oído mil veces que algún rato empleado en pasatiempo suele dejar el espíritu más descansado para dedicarse a sublimes especulaciones. Me acuerdo haberte visto cuidar de un pájaro en la jaula y de una flor en el jardín: nunca me pareciste más sabio. El hombre grande nunca es mayor que cuando se baja al nivel de los demás hombres, sin que esto le quite el remontarse después a donde le encumbre el rayo de la esencia suprema que nos anima. Dice, pues, así la carta:
«Señor moro: Las francesas tienen cierto pasatiempo que llaman coquetería, y es engaño que hace la mujer a cuantos hombres se presentan. La coqueta lo pasa muy bien, porque tiene a su disposición todos los jóvenes de algún mérito, y se lisonjea mucho del amor propio con tanto incienso. Pero como los franceses toman y dejan con bastante ligereza algunas cosas, y entre ellas las de amor, las consecuencias de mil coquetinas en perjuicio de un mozo se reducen a que el tal lo reflexiona un minuto, y se va con su incensario a otro altar. Los españoles son más formales en esto de enamorarse; y como ya todo aquel antiguo aparato de galanteo, obstáculos que vencer, dificultades que prevenir, criados que cohechar, como todo esto se ha desvanecido, empiezan a padecer desde el instante que se enamoraron de una coqueta española, y suele parar la cosa en que el amante que conoce la burla que le han hecho se muere, se vuelve loco, o a mejor librar, piensa en ausentarse desesperado. Yo soy una de las más famosas en esta secta, y no puedo menos de acordarme con satisfacción propia de las víctimas que se han sacrificado en mi templo y por mi culto. Si en Marruecos nos dan algún día semejante despotismo, que será en el mismo instante que se anulen las austeras leyes de los serrallos, y si las señoras marruecas quisiesen admitir unas cuantas españolas para catedráticas de esta nueva ciencia hasta ahora desconocida en África, prometo en breve tiempo sacar, entre mis lecciones y la de otra media docena de amigas, suficiente número de discípulas para que paguen los musulmanes a pocas semanas todas las tiranías que han ejercido sobre nosotras desde el mismo Mahoma hasta el día de la fecha; pues aumentando el dominio de mi sexo sobre el masculino en proporción del calor del clima como se ha experimentado en la corta distancia del paso de los Pirineos, deben esperar las coquetas marruecas un despotismo que apenas cabe en la imaginación humana, sobre todo en las provincias meridionales de ese imperio».
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXVII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Los trámites del nacimiento, aumento, decadencia, pérdida y resurrección del buen gusto en la transmigración de las ciencias y artes dejan tal serie de efectos, que se ven en cada periodo de éstos los influjos del anterior. Pero cuando se hacen más notables es cuando, después de la era del mal gusto, al tocar ya en la del bueno, se conocen los efectos del antecedente; y si esto se advierte con lástima en las ciencias positivas y artes serias, se echa de ver con risa en las facultades de puro adorno, como elocuencia y poesía.
Ambas decayeron a la mitad del siglo pasado en España, como todo lo restante de la monarquía. Intentan volver ambas a levantarse en el actual; pero no obstante el fomento dado a las ciencias, a pesar de la resurrección de los autores buenos españoles del siglo XVI, sin embargo de la traducción de los extranjeros modernos, aun después del establecimiento de las Academias, y en medio de la mofa con que algunos españoles han ridiculizado la hinchazón y todos los vicios del mal lenguaje, se ven de cuando en cuando algunos efectos de la falsa retórica y poesía de la última mitad del siglo pasado. Algunos ingenios mueren todavía, digámoslo así, de la misma peste de que pocos escaparon entonces. Varios oradores y poetas de estos días parece no ser sino sombra o almas de los que murieron cien años ha, y volver al mundo, ya para seguir los discursos que dejaron pendientes cuando expiraron, ya para espantar a los vivos.
Nuño me decía esto mismo anoche, y añadió: -Ésta es una verdad patente, pero con particularidad en los títulos de los libros, papeles y comedias. Aquí tengo una lista de títulos extraordinarios de obras que han salido al público con toda solemnidad de veinte años a esta parte, haciendo poco honor a nuestra literatura, aunque su contenido no deje de tener muchas cosas buenas, de lo que prescindo.
Sacó su cartera, aquella cartera de que te he hablado tantas veces, y después de papelear, me dijo: «Toma y lee». Tomé y leí, y decía de este modo:
«Lista de algunos títulos de libros, papeles y comedias, que me han dado golpe, publicados desde el año de 1757, cuando ya era creíble que se hubiese acabado toda hinchazón y pedantería».
1. Los celos hacen estrellas, y el amor hace prodigios. Decía al margen de letra de Nuño: «No entiendo la primera parte de este título».
2. Medula eutropólica que enseña a jugar a las damas con espada y broquel, añadida y aumentada. Y la nota marginal decía: «Estábamos todos en que el juego de las damas, así como el del ajedrez, era juego de mucha cachaza, excelentes para una aldea tranquila, propios de un capitán de caballos que está dando verde a su compañía, con el boticario o fiel de fechos de su lugar, mientras dan las doce para ir a comer el puchero; pero el autor medular eutropólico nos da una idea tan honrosa de este pasatiempo, que me alegró mucho no ser aficionado a tal juego; porque esto de ir un hombre armado con espada y broquel, cuando sólo creí que se trataba de un poco de diversión mansueta, sosegada y flemática, es chasco temible».
3. Arte de bien hablar, freno de lenguas, modelo de hacer personas, entretenimiento útil y camino para vivir en paz. Al margen se leían los siguientes renglones: «Éste es mucho título, y lo de hacer personas es mucha obra».
4. Nueva mágica experimental y permitida. Ramillete de selectas flores, así aritméticas como físicas, astronómicas, astrológicas, graciosos juegos repartidos en un manual calendario para el presente año de 1761. Sin duda enfadó mucho este título a mi amigo, pues al margen había puesto de malísima letra, como temblándole el pulso de pura cólera: «Si se lee este título dos veces seguidas a cualquiera estatua de bronce, y no se hace pedazos de risa o rabia, digo que hay bronces más duros que los mismos bronces».
5. Zumba de pronósticos y pronóstico de zumbas. «Zumbando me quedan los oídos con el retruécano», decía la nota marginal.
6. Manojito de diversas flores, cuya fragancia descifra los misterios de la Misa y Oficio Divino, da esfuerzos a los moribundos y ahuyenta las tempestades.
7. Eternidad de diversas eternidades.
8. Arco iris de paz, cuya cuerda es la consideración y meditación para rezar el Santísimo Rosario de Nuestra Señora. Su aljaba ocupa 560 consideraciones, que tira el Amor Divino a todas sus almas.
9. Sacratísimo antídoto el nombre inefable de Dios contra el abuso de agur. Al margen de este título y los tres antecedentes, había: «Siento mucho que para hablar de los asuntos sagrados de una religión verdaderamente divina, y por consiguiente digna de que se trate con la más profunda circunspección, se usen expresiones tan extravagantes y metáforas tan ridículas. Si semejantes locuciones fuesen sobre materias menos respetables, se pudiera hacer buena mofa de ellas».
10. Historia de lo futuro. Prologómeno a toda la historia de lo futuro, en que se declara el fin y se prueban los fundamentos de ella, traducida del portugués. Y la nota decía: «Alabo la diligencia del traductor. Como si no tuviésemos bastante copia de hinchazón, pedantería y delirio, sembrada, cultivada, cogida y almacenada de nuestra propia cosecha, el buen traductor quiere introducirnos los productos de la misma especie de los extranjeros, por si nos viene algún año malo de este fruto».
11. Antorchas para solteros, de chispas para casados. Y al margen había puesto mi amigo: «Este título es más que todos los anteriores juntos. No hay hombre en España que lo entienda, como no lea la obra, y no es obra que convide mucho a los lectores por el título».
12. Ingeniosa y literal competencia entre Musa, rey de los nombres, y Amo, rey de los verbos, a la que dio fin una campal y sangrienta batalla que se dieron los vasallos de uno y otro monarca; compuesta en forma de coloquio. La nota marginal decía: «Por el honor literario de mi patria sentiré mucho que pase los Pirineos semejante título, aunque para mi uso particular no puedo menos de aplaudirlo, pues cada vez que lo leo me quita dos o tres grados de mi natural hipocondría. Si todos estos títulos fuesen de obras jocosas o satíricas, pudiera tolerarse, aunque no tanto; pero es insufrible este estilo cuando los asuntos de las obras son serios, y mucho más cuando son sagrados. Es sensible que aún permanezca semejante abuso en nuestro siglo en España, cuando ya se ha desterrado de todo lo restante del mundo, y más cuando en España misma se ha hecho por varios autores tan repetida y graciosa crítica de ello, y más severa que en parte alguna de Europa, respecto de que el genio español en las materias de entendimiento es como la gruesa artillería, que es difícil de transportarse y manejarse a mudar de dirección, pero, mudada una vez, hace más efecto dondequiera que la apuntan».
Carta LXXVII
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Los trámites del nacimiento, aumento, decadencia, pérdida y resurrección del buen gusto en la transmigración de las ciencias y artes dejan tal serie de efectos, que se ven en cada periodo de éstos los influjos del anterior. Pero cuando se hacen más notables es cuando, después de la era del mal gusto, al tocar ya en la del bueno, se conocen los efectos del antecedente; y si esto se advierte con lástima en las ciencias positivas y artes serias, se echa de ver con risa en las facultades de puro adorno, como elocuencia y poesía.
Ambas decayeron a la mitad del siglo pasado en España, como todo lo restante de la monarquía. Intentan volver ambas a levantarse en el actual; pero no obstante el fomento dado a las ciencias, a pesar de la resurrección de los autores buenos españoles del siglo XVI, sin embargo de la traducción de los extranjeros modernos, aun después del establecimiento de las Academias, y en medio de la mofa con que algunos españoles han ridiculizado la hinchazón y todos los vicios del mal lenguaje, se ven de cuando en cuando algunos efectos de la falsa retórica y poesía de la última mitad del siglo pasado. Algunos ingenios mueren todavía, digámoslo así, de la misma peste de que pocos escaparon entonces. Varios oradores y poetas de estos días parece no ser sino sombra o almas de los que murieron cien años ha, y volver al mundo, ya para seguir los discursos que dejaron pendientes cuando expiraron, ya para espantar a los vivos.
Nuño me decía esto mismo anoche, y añadió: -Ésta es una verdad patente, pero con particularidad en los títulos de los libros, papeles y comedias. Aquí tengo una lista de títulos extraordinarios de obras que han salido al público con toda solemnidad de veinte años a esta parte, haciendo poco honor a nuestra literatura, aunque su contenido no deje de tener muchas cosas buenas, de lo que prescindo.
Sacó su cartera, aquella cartera de que te he hablado tantas veces, y después de papelear, me dijo: «Toma y lee». Tomé y leí, y decía de este modo:
«Lista de algunos títulos de libros, papeles y comedias, que me han dado golpe, publicados desde el año de 1757, cuando ya era creíble que se hubiese acabado toda hinchazón y pedantería».
1. Los celos hacen estrellas, y el amor hace prodigios. Decía al margen de letra de Nuño: «No entiendo la primera parte de este título».
2. Medula eutropólica que enseña a jugar a las damas con espada y broquel, añadida y aumentada. Y la nota marginal decía: «Estábamos todos en que el juego de las damas, así como el del ajedrez, era juego de mucha cachaza, excelentes para una aldea tranquila, propios de un capitán de caballos que está dando verde a su compañía, con el boticario o fiel de fechos de su lugar, mientras dan las doce para ir a comer el puchero; pero el autor medular eutropólico nos da una idea tan honrosa de este pasatiempo, que me alegró mucho no ser aficionado a tal juego; porque esto de ir un hombre armado con espada y broquel, cuando sólo creí que se trataba de un poco de diversión mansueta, sosegada y flemática, es chasco temible».
3. Arte de bien hablar, freno de lenguas, modelo de hacer personas, entretenimiento útil y camino para vivir en paz. Al margen se leían los siguientes renglones: «Éste es mucho título, y lo de hacer personas es mucha obra».
4. Nueva mágica experimental y permitida. Ramillete de selectas flores, así aritméticas como físicas, astronómicas, astrológicas, graciosos juegos repartidos en un manual calendario para el presente año de 1761. Sin duda enfadó mucho este título a mi amigo, pues al margen había puesto de malísima letra, como temblándole el pulso de pura cólera: «Si se lee este título dos veces seguidas a cualquiera estatua de bronce, y no se hace pedazos de risa o rabia, digo que hay bronces más duros que los mismos bronces».
5. Zumba de pronósticos y pronóstico de zumbas. «Zumbando me quedan los oídos con el retruécano», decía la nota marginal.
6. Manojito de diversas flores, cuya fragancia descifra los misterios de la Misa y Oficio Divino, da esfuerzos a los moribundos y ahuyenta las tempestades.
7. Eternidad de diversas eternidades.
8. Arco iris de paz, cuya cuerda es la consideración y meditación para rezar el Santísimo Rosario de Nuestra Señora. Su aljaba ocupa 560 consideraciones, que tira el Amor Divino a todas sus almas.
9. Sacratísimo antídoto el nombre inefable de Dios contra el abuso de agur. Al margen de este título y los tres antecedentes, había: «Siento mucho que para hablar de los asuntos sagrados de una religión verdaderamente divina, y por consiguiente digna de que se trate con la más profunda circunspección, se usen expresiones tan extravagantes y metáforas tan ridículas. Si semejantes locuciones fuesen sobre materias menos respetables, se pudiera hacer buena mofa de ellas».
10. Historia de lo futuro. Prologómeno a toda la historia de lo futuro, en que se declara el fin y se prueban los fundamentos de ella, traducida del portugués. Y la nota decía: «Alabo la diligencia del traductor. Como si no tuviésemos bastante copia de hinchazón, pedantería y delirio, sembrada, cultivada, cogida y almacenada de nuestra propia cosecha, el buen traductor quiere introducirnos los productos de la misma especie de los extranjeros, por si nos viene algún año malo de este fruto».
11. Antorchas para solteros, de chispas para casados. Y al margen había puesto mi amigo: «Este título es más que todos los anteriores juntos. No hay hombre en España que lo entienda, como no lea la obra, y no es obra que convide mucho a los lectores por el título».
12. Ingeniosa y literal competencia entre Musa, rey de los nombres, y Amo, rey de los verbos, a la que dio fin una campal y sangrienta batalla que se dieron los vasallos de uno y otro monarca; compuesta en forma de coloquio. La nota marginal decía: «Por el honor literario de mi patria sentiré mucho que pase los Pirineos semejante título, aunque para mi uso particular no puedo menos de aplaudirlo, pues cada vez que lo leo me quita dos o tres grados de mi natural hipocondría. Si todos estos títulos fuesen de obras jocosas o satíricas, pudiera tolerarse, aunque no tanto; pero es insufrible este estilo cuando los asuntos de las obras son serios, y mucho más cuando son sagrados. Es sensible que aún permanezca semejante abuso en nuestro siglo en España, cuando ya se ha desterrado de todo lo restante del mundo, y más cuando en España misma se ha hecho por varios autores tan repetida y graciosa crítica de ello, y más severa que en parte alguna de Europa, respecto de que el genio español en las materias de entendimiento es como la gruesa artillería, que es difícil de transportarse y manejarse a mudar de dirección, pero, mudada una vez, hace más efecto dondequiera que la apuntan».
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXVIII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
¿Sabes tú lo que es un verdadero sabio escolástico? No digo de aquellos que, siguiendo por carrera o razón de estado el método común, se instruyen plenamente a sus solas de las verdaderas ciencias positivas, estudian a Newtón en su cuarto y explican a Aristóteles en su cátedra -de los cuales hay muchos en España-, sino de los que creen en su fuero interno que es desatino físico y ateísmo puro todo lo que ellos mismos no enseñan a sus discípulos y no aprendieron de sus maestros. Pues mira, hazte cuenta que vas a oírle hablar. Figúrate antes que ves un hombre muy seco, muy alto, muy lleno de tabaco, muy cargado de anteojos, muy incapaz de bajar la cabeza ni saludar a alma viviente, y muy adornado de otros requisitos semejantes. Ésta es la pintura que Nuño me hizo de ellos, y que yo verifiqué ser muy conforme al original cuando anduve por sus universidades. Te dirán, pues, de este modo, si le vas insinuando alguna afición tuya a otras ciencias que las que él sabe:
«Para nada se necesitan dos años, ni uno siquiera, de retórica. Con saber unas cuantas docenas de voces largas de catorce o quince sílabas cada una, y repetirlas con frecuencia y estrépito, se compone una oración o bien fúnebre o bien gratulatoria». Si le dices las ventajas de la buena oratoria, su uso, sus reglas, los ejemplos de Solís, Mendoza, Mariana u otros, se echará a reír y te volverá la espalda.
«La poesía es un pasatiempo frívolo. ¿Quién no sabe hacer una décima o glosar una cuarteta de repente a una dama, a un viejo, contra un médico o una vieja, en memoria de tal santo o en reverenda de tal Misterio?». Si le dices que esto no es poesía, que la poesía es una cosa inexplicable y que sólo se aprende y se conoce leyendo los poetas griegos y latinos y tal cual moderno; que la religión misma usa de la poesía en las alabanzas al Criador; que la buena poesía es la piedra de toque del buen gusto de una nación o siglo; que, despreciando las producciones ridículas de equivoquistas, truhanes y bufones, las poesías heroicas y satíricas son las obras tal vez más útiles a la república literaria, pues sirven para perpetuar la memoria de los héroes y corregir las costumbres de nuestros contemporáneos, no harían caso de ti.
«La física moderna es un juego de títeres. He visto esas que llaman máquinas de física experimental: juego de títeres, vuelvo a decir, agua que sube, fuego que baja, hilos, alambres, cartones, puro juguete de niños». Si le instas que a lo que él llama juego de títeres deben todas las naciones los adelantamientos en la vida civil, y aun de la vida física, pues estarían algunas provincias debajo del agua sin el uso de los diques y máquinas construidas por buenos principios de la tal ciencia; si les dices que no hay arte mecánica que no necesite de dicha física para subsistir y adelantar; si les dices, en fin, que en todo el universo culto se hace mucho caso de esta ciencia y de sus profesores, te llamará hereje.
Pobre de ti si le hablas de matemáticas. «Embuste y pasatiempo -dirá él muy grave-. Aquí tuvimos a don Diego de Torres, repetirá con mucha solemnidad y orgullo, y nunca estimamos su facultad, aunque mucho su persona por las sales y conceptos de sus obras». Si le dices: yo no sé nada de don Diego de Torres, sobre si fue o no gran matemático, pero las matemáticas son y han sido siempre tenidas por un conjunto de conocimientos que forman la única ciencia que así puede llamarse entre los hombres. Decir si ha de llover por marzo, ha de hacer frío por diciembre, si han de morir algunas personas en este año y nacer otras en el que viene, decir que tal planeta tiene tal influjo, que el comer melones ha de dar tercianas, que el nacer en tal día, a tal hora, significa tal o tal serie de acontecimientos, es, sin duda, un despreciable delirio; y si ustedes han llamado a esto matemática, y si creen que la matemática no es otra cosa diversa, no lo digan donde lo oigan gentes. La física, la navegación, la construcción de los navíos, la fortificación de las plazas, la arquitectura civil, los acampamentos de los ejércitos, la fundición, manejo y suceso de la artillería, la formación de los caminos, el adelantamiento de todas las artes mecánicas, y otras partes más sublimes, son ramos de esta facultad, y vean ustedes si estos ramos son útiles en la vida humana.
«La medicina que basta -dirá el mismo- es lo extractado de Galeno e Hipócrates. Aforismos racionales, ayudados de buenos silogismos, bastan para constituir un buen médico». Si le dices que, sin despreciar el mérito de aquellos dos sabios, los modernos han adelantado en esta facultad por el mayor conocimiento de la anatomía y botánica, que no tuvieron en tanto grado los antiguos, a más de muchos medicamentos, como la quina y mercurio, que no se usó hasta ahora poco, también se reirá de ti.
Así de las demás facultades. Pues ¿cómo hemos de vivir con estas gentes?, preguntará cualquiera. Muy fácilmente, responde Nuño. Dejémoslos gritar continuamente sobre la famosa cuestión que propone un satírico moderno, utrum chimera, bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones. Trabajemos nosotros a las ciencias positivas, para que no nos llamen bárbaros los extranjeros; haga nuestra juventud los progresos que pueda; procure dar obras al público sobre materias útiles, deje morir a los viejos como han vivido, y cuando los que ahora son mozos lleguen a edad madura, podrán enseñar públicamente lo que ahora aprenden ocultos. Dentro de veinte años se ha de haber mudado todo el sistema científico de España insensiblemente, sin estrépito, y entonces verán las academias extranjeras si tienen motivo para tratarnos con desprecio. Si nuestros sabios tardan algún tiempo en igualarse con los suyos, tendrán la excusa de decirles: -Señores, cuando éramos jóvenes, tuvimos unos maestros que nos decían: «Hijos míos, vamos a enseñaros todo cuanto hay que saber en el mundo; cuidado no toméis otras lecciones, porque de ellas no aprenderéis sino cosas frívolas, inútiles, despreciables y tal vez dañosas». Nosotros no teníamos gana de gastar el tiempo sino en lo que nos pudiese dar conocimientos útiles y seguros, con que nos aplicamos a lo que oíamos. Pero a poco fuimos oyendo otras voces y leyendo otros libros, que, si nos espantaron al principio, después nos gustaron. Los empezamos a leer con aplicación, y como vimos que en ellos se contenían mil verdades en nada opuestas a la religión ni a la patria, pero sí a la desidia y preocupación, fuimos dando varios usos a unos y a otros cartapacios y libros escolásticos, hasta que no quedó uno. De esto ya ha pasado algún tiempo, y en él nos hemos igualado con ustedes, aunque nos llevaban siglo y cerca de medio de delantera. Cuéntese por nada lo dicho, y pongamos la fecha desde hoy, suponiendo que la península se hundió a mediados del siglo XVII y ha vuelto a salir de la mar a últimos del de XVIII.
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¿Sabes tú lo que es un verdadero sabio escolástico? No digo de aquellos que, siguiendo por carrera o razón de estado el método común, se instruyen plenamente a sus solas de las verdaderas ciencias positivas, estudian a Newtón en su cuarto y explican a Aristóteles en su cátedra -de los cuales hay muchos en España-, sino de los que creen en su fuero interno que es desatino físico y ateísmo puro todo lo que ellos mismos no enseñan a sus discípulos y no aprendieron de sus maestros. Pues mira, hazte cuenta que vas a oírle hablar. Figúrate antes que ves un hombre muy seco, muy alto, muy lleno de tabaco, muy cargado de anteojos, muy incapaz de bajar la cabeza ni saludar a alma viviente, y muy adornado de otros requisitos semejantes. Ésta es la pintura que Nuño me hizo de ellos, y que yo verifiqué ser muy conforme al original cuando anduve por sus universidades. Te dirán, pues, de este modo, si le vas insinuando alguna afición tuya a otras ciencias que las que él sabe:
«Para nada se necesitan dos años, ni uno siquiera, de retórica. Con saber unas cuantas docenas de voces largas de catorce o quince sílabas cada una, y repetirlas con frecuencia y estrépito, se compone una oración o bien fúnebre o bien gratulatoria». Si le dices las ventajas de la buena oratoria, su uso, sus reglas, los ejemplos de Solís, Mendoza, Mariana u otros, se echará a reír y te volverá la espalda.
«La poesía es un pasatiempo frívolo. ¿Quién no sabe hacer una décima o glosar una cuarteta de repente a una dama, a un viejo, contra un médico o una vieja, en memoria de tal santo o en reverenda de tal Misterio?». Si le dices que esto no es poesía, que la poesía es una cosa inexplicable y que sólo se aprende y se conoce leyendo los poetas griegos y latinos y tal cual moderno; que la religión misma usa de la poesía en las alabanzas al Criador; que la buena poesía es la piedra de toque del buen gusto de una nación o siglo; que, despreciando las producciones ridículas de equivoquistas, truhanes y bufones, las poesías heroicas y satíricas son las obras tal vez más útiles a la república literaria, pues sirven para perpetuar la memoria de los héroes y corregir las costumbres de nuestros contemporáneos, no harían caso de ti.
«La física moderna es un juego de títeres. He visto esas que llaman máquinas de física experimental: juego de títeres, vuelvo a decir, agua que sube, fuego que baja, hilos, alambres, cartones, puro juguete de niños». Si le instas que a lo que él llama juego de títeres deben todas las naciones los adelantamientos en la vida civil, y aun de la vida física, pues estarían algunas provincias debajo del agua sin el uso de los diques y máquinas construidas por buenos principios de la tal ciencia; si les dices que no hay arte mecánica que no necesite de dicha física para subsistir y adelantar; si les dices, en fin, que en todo el universo culto se hace mucho caso de esta ciencia y de sus profesores, te llamará hereje.
Pobre de ti si le hablas de matemáticas. «Embuste y pasatiempo -dirá él muy grave-. Aquí tuvimos a don Diego de Torres, repetirá con mucha solemnidad y orgullo, y nunca estimamos su facultad, aunque mucho su persona por las sales y conceptos de sus obras». Si le dices: yo no sé nada de don Diego de Torres, sobre si fue o no gran matemático, pero las matemáticas son y han sido siempre tenidas por un conjunto de conocimientos que forman la única ciencia que así puede llamarse entre los hombres. Decir si ha de llover por marzo, ha de hacer frío por diciembre, si han de morir algunas personas en este año y nacer otras en el que viene, decir que tal planeta tiene tal influjo, que el comer melones ha de dar tercianas, que el nacer en tal día, a tal hora, significa tal o tal serie de acontecimientos, es, sin duda, un despreciable delirio; y si ustedes han llamado a esto matemática, y si creen que la matemática no es otra cosa diversa, no lo digan donde lo oigan gentes. La física, la navegación, la construcción de los navíos, la fortificación de las plazas, la arquitectura civil, los acampamentos de los ejércitos, la fundición, manejo y suceso de la artillería, la formación de los caminos, el adelantamiento de todas las artes mecánicas, y otras partes más sublimes, son ramos de esta facultad, y vean ustedes si estos ramos son útiles en la vida humana.
«La medicina que basta -dirá el mismo- es lo extractado de Galeno e Hipócrates. Aforismos racionales, ayudados de buenos silogismos, bastan para constituir un buen médico». Si le dices que, sin despreciar el mérito de aquellos dos sabios, los modernos han adelantado en esta facultad por el mayor conocimiento de la anatomía y botánica, que no tuvieron en tanto grado los antiguos, a más de muchos medicamentos, como la quina y mercurio, que no se usó hasta ahora poco, también se reirá de ti.
Así de las demás facultades. Pues ¿cómo hemos de vivir con estas gentes?, preguntará cualquiera. Muy fácilmente, responde Nuño. Dejémoslos gritar continuamente sobre la famosa cuestión que propone un satírico moderno, utrum chimera, bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones. Trabajemos nosotros a las ciencias positivas, para que no nos llamen bárbaros los extranjeros; haga nuestra juventud los progresos que pueda; procure dar obras al público sobre materias útiles, deje morir a los viejos como han vivido, y cuando los que ahora son mozos lleguen a edad madura, podrán enseñar públicamente lo que ahora aprenden ocultos. Dentro de veinte años se ha de haber mudado todo el sistema científico de España insensiblemente, sin estrépito, y entonces verán las academias extranjeras si tienen motivo para tratarnos con desprecio. Si nuestros sabios tardan algún tiempo en igualarse con los suyos, tendrán la excusa de decirles: -Señores, cuando éramos jóvenes, tuvimos unos maestros que nos decían: «Hijos míos, vamos a enseñaros todo cuanto hay que saber en el mundo; cuidado no toméis otras lecciones, porque de ellas no aprenderéis sino cosas frívolas, inútiles, despreciables y tal vez dañosas». Nosotros no teníamos gana de gastar el tiempo sino en lo que nos pudiese dar conocimientos útiles y seguros, con que nos aplicamos a lo que oíamos. Pero a poco fuimos oyendo otras voces y leyendo otros libros, que, si nos espantaron al principio, después nos gustaron. Los empezamos a leer con aplicación, y como vimos que en ellos se contenían mil verdades en nada opuestas a la religión ni a la patria, pero sí a la desidia y preocupación, fuimos dando varios usos a unos y a otros cartapacios y libros escolásticos, hasta que no quedó uno. De esto ya ha pasado algún tiempo, y en él nos hemos igualado con ustedes, aunque nos llevaban siglo y cerca de medio de delantera. Cuéntese por nada lo dicho, y pongamos la fecha desde hoy, suponiendo que la península se hundió a mediados del siglo XVII y ha vuelto a salir de la mar a últimos del de XVIII.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXIX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Dicen los jóvenes: esta pesadez de los viejos es insufrible. Dicen los viejos: este desenfreno de los jóvenes es inaguantable. Unos y otros tienen razón, dice Nuño; la demasiada prudencia de los ancianos hace imposibles las cosas más fáciles, y el sobrado ardor de los mozos finge fáciles las cosas imposibles. En este caso no debe interesarse el prudente, añade Nuño, ni por uno ni por otro bando; sino dejar a los unos con su cólera y a los otros con su flema; tomar el medio justo y burlarse de ambos extremos.
Carta LXXIX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Dicen los jóvenes: esta pesadez de los viejos es insufrible. Dicen los viejos: este desenfreno de los jóvenes es inaguantable. Unos y otros tienen razón, dice Nuño; la demasiada prudencia de los ancianos hace imposibles las cosas más fáciles, y el sobrado ardor de los mozos finge fáciles las cosas imposibles. En este caso no debe interesarse el prudente, añade Nuño, ni por uno ni por otro bando; sino dejar a los unos con su cólera y a los otros con su flema; tomar el medio justo y burlarse de ambos extremos.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Pocos días ha presencié una exquisita chanza que dieron a Nuño varios amigos suyos extranjeros; pero no de aquéllos que para desdoro de su respectiva patria andan vagando el mundo, llenos de los vicios de todos los países que han corrido por Europa, y traen todo el conjunto de todo lo malo a este rincón de ella, sino de los que procuran imitar y estimar lo bueno de todas partes y que, por tanto, deben ser muy bien admitidos en cualquiera. De éstos trata Nuño algunos de los que residen en Madrid, y los quiere como paisanos suyos, pues tales le parecen todos los hombres de bien del mundo, siendo para con ellos un verdadero cosmopolita, o sea ciudadano universal. Zumbábanle, pues, sobre la facilidad con que los españoles de cualquiera condición y clase toma el tratamiento de don. Como el asunto es digno de crítica, y los concurrentes eran personas de talento y buen humor, se les ofreció una infinidad de ideas y de expresiones a cual más chistosas, sin el empeño enfático de las disputas de escuela, sino con el donaire de las conversaciones de corte.
Un caballero flamenco, que se halla en Madrid siguiendo no sé qué pleito, dimanado de cierta conexión de su familia con otra de este país y tronco de aquélla, le decía lo absurdo que le parecía este abuso, y lo amplificaba, añadía y repetía: -Don es el amo de una casa; don, cada uno de sus hijos; don, el dómine que enseña gramática al mayor; don, el que enseña a leer al chico; don, el mayordomo; don, el ayuda de cámara; doña, el ama de llaves; doña, la lavandera. Amigo, vamos claros: son más dones los de cualquiera casa que los del Espíritu Santo.
Un oficial reformado francés, ayudante de campo del marqués de Lede, hombre sumamente amable que ha llegado a formar un excelente medio entre la gravedad española y la ligereza francesa, tomó la mano y dijo mil cosas chistosas sobre el mismo abuso.
A éste siguió un italiano, de familia muy ilustre, que había venido viajando por su gusto, y se detenía en España, aficionado de la lengua castellana, haciendo una colección de los autores españoles, criticando con tanto rigor a los malos como aplaudiendo con desinterés a los buenos.
A todo callaba Nuño, y su silencio aun me daba más curiosidad que la crítica de los otros; pero él no les interrumpió mientras tuvieron que decir y aun repetir lo dicho; ni aun mudaba de semblante. Al contrario, parecía aprobar con su dictamen el de sus amigos: con la cabeza, que movía de arriba abajo, con las cejas que arqueaba, con los hombros que encogía algunas veces; y con la alternativa de poner de cuando en cuando ya el muslo derecho sobre la rodilla izquierda, ya el muslo izquierdo sobre la rodilla derecha, significaba, a mi ver, que no tenía cosa que decir en contra; hasta que, cansados ya de hablar todos los concurrentes, les dijo poco más o menos:
-No hay duda que es extravagante el número de los que usurpan el tratamiento de don; abuso general en estos años, introducido en el siglo pasado, y prohibido expresamente en los anteriores. Don significa señor, como que es derivado de la voz latina Dominus. Sin pasar a los godos, y sin fijar la vista en más objetos que en los posteriores a la invasión de los moros, vemos que solamente los soberanos, y aun no todos, ponían don antes de su nombre. Los duques y grandes señores lo tomaron después con condescendencia de los reyes. Después quedó en todos aquellos en quienes parecía bien, a saber, en todo señor de vasallos. Siguiose esta práctica con tanto rigor, que un hijo segundo del mayor señor, no siéndolo él mismo, no se ponía tal distintivo. Ni los empleos honoríficos de la Iglesia, toga y ejército daban semejante adorno, aun cuando recaían en las personas de la más ilustre cuna. Se firmaban con todos sus títulos, por grandes que fueran; se les escribía con todos sus apellidos, aunque fuesen los primeros de la monarquía, como Cerdas, Guzmanes, Pimenteles, sin poner el don; pero no se olvidaba al caballero particular más pobre, como tuviese efectivamente algún señorío, por pequeño que fuese. En cuántos monumentos, y no muy antiguos, leemos inscripciones de este o semejante tenor: Aquí yace Juan Fernández de Córdoba, Pimentel, Hurtado de Mendoza y Pacheco, comendador de Mayorga en la Orden de Alcántara, maestre de campo del tercio viejo de Salamanca; nació, etc., etc. Aquí yace el licenciado Diego de Girón y Velasco, del Consejo de S. M. en el Supremo de Castilla, Embajador que fue en la Corte del Santo Padre, etc., etc.
Pero ninguno de éstos ponía el don, aunque les sobrasen tantos títulos sobre que recaer. Después pareció conveniente tolerar que la personas condecoradas con empleos de consideración en el Estado se llamasen así. Y esto, que pareció justo, demostró cuánto más lo era el rigor antiguo, pues en pocos años ya se propagó la donimanía (perdonen ustedes la voz nueva), de modo que en nuestro siglo todo el que no lleva librea se llama don Fulano; cosa que no consiguieron in illo tempore ni Hernán Cortés, ni Sancho Dávila, ni Antonio de Leiva, ni Simón Abril, ni Luis Vives, ni Francisco Sánchez, ni los otros varones insignes en armas y letras. Más es, que la multitud del don lo ha hecho despreciable entre la gente de primorosa educación. Llamarle a uno don Juan, don Pedro, don Diego a secas, es tratarle de criado; es preciso llamarle señor don, que quiere decir dos veces don. Si el señor don llega también a multiplicarse en el siglo que viene como el don en el nuestro, ya no bastará el señor don para llamar a un hombre de forma sin agraviarle, y será preciso decir don señor don; y temiéndose igual inconveniente en lo futuro, irá creciendo el número de los dones y señores en el de los siglos, de modo que dentro de algunos se pondrán las gentes en el pie de no llamarse las unas a las otras, por el tiempo que se ha de perder miserablemente en repetir el señor don tantas y tan inútiles veces. Las gentes de corte, que sin duda son las que menos tiempo tienen que perder, ya han conocido este daño y para ponerle competente remedio, si tratan a uno con alguna familiaridad, le llaman por el apellido a secas; y si no se hallan todavía en este pie, le añaden el señor de su apellido sin el nombre de bautismo. Pero aun de aquí nace otro embarazo: si nos hallamos en una sala muchos hermanos, o primos, o parientes del mismo apellido, ¿cómo nos han de distinguir, sino por las letras del abecedario, como los matemáticos distinguen las partes de sus figuras, o por números, como los ingleses sus regimientos de infantería?
A esto añadió Nuño otras mil reflexiones chistosas, y acabó levantándose con los demás para dar un paseo, diciendo: -Señores, ¿qué le hemos de hacer? Esto prueba lo que mucho tiempo se ha demostrado, a saber, que los hombres corrompen todo lo bueno. Yo lo confieso en este particular, y digo lisa y llanamente que hay tantos dones superfluos en España como marqueses en Francia, barones en Alemania y príncipes en Italia; esto es, que en todas partes hay hombres que toman posesión de lo que no es suyo, y lo ostentan con más pompa que aquellos a quienes toca legítimamente; y si en francés hay un adagio que dice, aludiendo a esto mismo, Baron allemand, marquis français et prince d'Italie, mauvaise compagnie, así también ha pasado a proverbio castellano el dicho de Quevedo:
Don Turuleque me llaman,
pero pienso que es adrede,
porque no sienta muy bien
el don con el Turuleque.
Carta LXXX
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Pocos días ha presencié una exquisita chanza que dieron a Nuño varios amigos suyos extranjeros; pero no de aquéllos que para desdoro de su respectiva patria andan vagando el mundo, llenos de los vicios de todos los países que han corrido por Europa, y traen todo el conjunto de todo lo malo a este rincón de ella, sino de los que procuran imitar y estimar lo bueno de todas partes y que, por tanto, deben ser muy bien admitidos en cualquiera. De éstos trata Nuño algunos de los que residen en Madrid, y los quiere como paisanos suyos, pues tales le parecen todos los hombres de bien del mundo, siendo para con ellos un verdadero cosmopolita, o sea ciudadano universal. Zumbábanle, pues, sobre la facilidad con que los españoles de cualquiera condición y clase toma el tratamiento de don. Como el asunto es digno de crítica, y los concurrentes eran personas de talento y buen humor, se les ofreció una infinidad de ideas y de expresiones a cual más chistosas, sin el empeño enfático de las disputas de escuela, sino con el donaire de las conversaciones de corte.
Un caballero flamenco, que se halla en Madrid siguiendo no sé qué pleito, dimanado de cierta conexión de su familia con otra de este país y tronco de aquélla, le decía lo absurdo que le parecía este abuso, y lo amplificaba, añadía y repetía: -Don es el amo de una casa; don, cada uno de sus hijos; don, el dómine que enseña gramática al mayor; don, el que enseña a leer al chico; don, el mayordomo; don, el ayuda de cámara; doña, el ama de llaves; doña, la lavandera. Amigo, vamos claros: son más dones los de cualquiera casa que los del Espíritu Santo.
Un oficial reformado francés, ayudante de campo del marqués de Lede, hombre sumamente amable que ha llegado a formar un excelente medio entre la gravedad española y la ligereza francesa, tomó la mano y dijo mil cosas chistosas sobre el mismo abuso.
A éste siguió un italiano, de familia muy ilustre, que había venido viajando por su gusto, y se detenía en España, aficionado de la lengua castellana, haciendo una colección de los autores españoles, criticando con tanto rigor a los malos como aplaudiendo con desinterés a los buenos.
A todo callaba Nuño, y su silencio aun me daba más curiosidad que la crítica de los otros; pero él no les interrumpió mientras tuvieron que decir y aun repetir lo dicho; ni aun mudaba de semblante. Al contrario, parecía aprobar con su dictamen el de sus amigos: con la cabeza, que movía de arriba abajo, con las cejas que arqueaba, con los hombros que encogía algunas veces; y con la alternativa de poner de cuando en cuando ya el muslo derecho sobre la rodilla izquierda, ya el muslo izquierdo sobre la rodilla derecha, significaba, a mi ver, que no tenía cosa que decir en contra; hasta que, cansados ya de hablar todos los concurrentes, les dijo poco más o menos:
-No hay duda que es extravagante el número de los que usurpan el tratamiento de don; abuso general en estos años, introducido en el siglo pasado, y prohibido expresamente en los anteriores. Don significa señor, como que es derivado de la voz latina Dominus. Sin pasar a los godos, y sin fijar la vista en más objetos que en los posteriores a la invasión de los moros, vemos que solamente los soberanos, y aun no todos, ponían don antes de su nombre. Los duques y grandes señores lo tomaron después con condescendencia de los reyes. Después quedó en todos aquellos en quienes parecía bien, a saber, en todo señor de vasallos. Siguiose esta práctica con tanto rigor, que un hijo segundo del mayor señor, no siéndolo él mismo, no se ponía tal distintivo. Ni los empleos honoríficos de la Iglesia, toga y ejército daban semejante adorno, aun cuando recaían en las personas de la más ilustre cuna. Se firmaban con todos sus títulos, por grandes que fueran; se les escribía con todos sus apellidos, aunque fuesen los primeros de la monarquía, como Cerdas, Guzmanes, Pimenteles, sin poner el don; pero no se olvidaba al caballero particular más pobre, como tuviese efectivamente algún señorío, por pequeño que fuese. En cuántos monumentos, y no muy antiguos, leemos inscripciones de este o semejante tenor: Aquí yace Juan Fernández de Córdoba, Pimentel, Hurtado de Mendoza y Pacheco, comendador de Mayorga en la Orden de Alcántara, maestre de campo del tercio viejo de Salamanca; nació, etc., etc. Aquí yace el licenciado Diego de Girón y Velasco, del Consejo de S. M. en el Supremo de Castilla, Embajador que fue en la Corte del Santo Padre, etc., etc.
Pero ninguno de éstos ponía el don, aunque les sobrasen tantos títulos sobre que recaer. Después pareció conveniente tolerar que la personas condecoradas con empleos de consideración en el Estado se llamasen así. Y esto, que pareció justo, demostró cuánto más lo era el rigor antiguo, pues en pocos años ya se propagó la donimanía (perdonen ustedes la voz nueva), de modo que en nuestro siglo todo el que no lleva librea se llama don Fulano; cosa que no consiguieron in illo tempore ni Hernán Cortés, ni Sancho Dávila, ni Antonio de Leiva, ni Simón Abril, ni Luis Vives, ni Francisco Sánchez, ni los otros varones insignes en armas y letras. Más es, que la multitud del don lo ha hecho despreciable entre la gente de primorosa educación. Llamarle a uno don Juan, don Pedro, don Diego a secas, es tratarle de criado; es preciso llamarle señor don, que quiere decir dos veces don. Si el señor don llega también a multiplicarse en el siglo que viene como el don en el nuestro, ya no bastará el señor don para llamar a un hombre de forma sin agraviarle, y será preciso decir don señor don; y temiéndose igual inconveniente en lo futuro, irá creciendo el número de los dones y señores en el de los siglos, de modo que dentro de algunos se pondrán las gentes en el pie de no llamarse las unas a las otras, por el tiempo que se ha de perder miserablemente en repetir el señor don tantas y tan inútiles veces. Las gentes de corte, que sin duda son las que menos tiempo tienen que perder, ya han conocido este daño y para ponerle competente remedio, si tratan a uno con alguna familiaridad, le llaman por el apellido a secas; y si no se hallan todavía en este pie, le añaden el señor de su apellido sin el nombre de bautismo. Pero aun de aquí nace otro embarazo: si nos hallamos en una sala muchos hermanos, o primos, o parientes del mismo apellido, ¿cómo nos han de distinguir, sino por las letras del abecedario, como los matemáticos distinguen las partes de sus figuras, o por números, como los ingleses sus regimientos de infantería?
A esto añadió Nuño otras mil reflexiones chistosas, y acabó levantándose con los demás para dar un paseo, diciendo: -Señores, ¿qué le hemos de hacer? Esto prueba lo que mucho tiempo se ha demostrado, a saber, que los hombres corrompen todo lo bueno. Yo lo confieso en este particular, y digo lisa y llanamente que hay tantos dones superfluos en España como marqueses en Francia, barones en Alemania y príncipes en Italia; esto es, que en todas partes hay hombres que toman posesión de lo que no es suyo, y lo ostentan con más pompa que aquellos a quienes toca legítimamente; y si en francés hay un adagio que dice, aludiendo a esto mismo, Baron allemand, marquis français et prince d'Italie, mauvaise compagnie, así también ha pasado a proverbio castellano el dicho de Quevedo:
Don Turuleque me llaman,
pero pienso que es adrede,
porque no sienta muy bien
el don con el Turuleque.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXXI
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
No es fácil saber cómo ha de portarse un hombre para hacerse un mediano lugar en el mundo. Si uno aparenta talento o instrucción, se adquiere el odio de las gentes, porque le tienen por soberbio, osado y capaz de cosas grandes. Si, al contrario, uno es humilde y comedido, le desprecian por inútil y necio. Si ven que uno es algo cauto, prudente y detenido, le tienen por vengativo y traidor. Si es uno sincero, humano y fácil de reconciliarse con el que le ha agraviado, le llaman cobarde y pusilánime; si procura elevarse, ambicioso; si se contenta con la medianía, desidioso; si sigue la corriente del mundo, adquiere nota de adulador; si se opone a los delirios de los hombres, sienta plaza de extravagante. Estas consideraciones, pesadas con madurez y confirmadas con tantos ejemplos como abundan, le dan al hombre gana de retirarse a lo más desierto de nuestra África, huir de sus semejantes y escoger la morada de los desiertos o montes entre fieras y brutos.
Carta LXXXI
de José Cadalso
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No es fácil saber cómo ha de portarse un hombre para hacerse un mediano lugar en el mundo. Si uno aparenta talento o instrucción, se adquiere el odio de las gentes, porque le tienen por soberbio, osado y capaz de cosas grandes. Si, al contrario, uno es humilde y comedido, le desprecian por inútil y necio. Si ven que uno es algo cauto, prudente y detenido, le tienen por vengativo y traidor. Si es uno sincero, humano y fácil de reconciliarse con el que le ha agraviado, le llaman cobarde y pusilánime; si procura elevarse, ambicioso; si se contenta con la medianía, desidioso; si sigue la corriente del mundo, adquiere nota de adulador; si se opone a los delirios de los hombres, sienta plaza de extravagante. Estas consideraciones, pesadas con madurez y confirmadas con tantos ejemplos como abundan, le dan al hombre gana de retirarse a lo más desierto de nuestra África, huir de sus semejantes y escoger la morada de los desiertos o montes entre fieras y brutos.
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Re: Cartas marruecas de José Cadalso
Cartas marruecas
Carta LXXXII
de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Yo me guardaré de creer que haya habido siglo en que los hombres hayan sido cuerdos. Las extravagancias humanas son tan antiguas como ridículas, y cada era ha tenido su locura favorita. Pero así como el que entra en un hospital de locos se admira del que ve en cada jaula hasta que pasa a otra en que halla otro loco más frenético, así el siglo que ahora vemos merece la primacía hasta que venga otro que lo supere. El inmediato será, sin duda, el superior, pero aprovechemos los pocos años que quedan de éste para divertirnos, por si no llegamos a entrar en el siguiente; y vamos claros: son muy exquisitos sus delirios, singularmente el de haber llegado a dar por falsos unos cuantos axiomas o proposiciones que se tenían por principios sentados e indubitables.
-Yo tengo -díjome Nuño- dos amigos que, a fuerza de estudiar las costumbres actuales y blasfemar de las antiguas, y a fuerza de querer sacar la quinta esencia del modernismo, han llegado a perder la cabeza, como puede acontecer a los que se empeñen mucho en el hallazgo de la piedra filosofal; pero lo más singular de su desgracia es la manía que han tomado, a saber: examinarse el uno al otro sobre ciertas máximas que tienen por indubitables. Para esto le hace hacer ciertas protestaciones de su manía, que todas estriban sobre las máximas comunes de nuestros infatuados hombres de moda. Visitándolos muchas veces, por si puedo contribuir a su restablecimiento, he llegado a aprender de memoria varios de sus artículos, a más de que he encargado al criado que les asiste de que apunte todo lo que oiga gracioso en este particular, y todas las mañanas me presente la lista. Óyelo por preguntas y respuestas, según suelen repetirlas.
P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un excelente soldado sin haber visto más fuego que el de una chimenea; y que sólo baste llevar la vuelta de la manga muy estrecha, hablar mal de cuantos generales no dan buena mesa, decir que desde Felipe II acá no han hecho nada nuestros ejércitos, asegurar que de veinte años de edad se pueden mandar cien mil hombres, mejor que con cuarenta años de experiencia, quince funciones generales, cuatro heridas y conocimiento del arte?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un pasmoso sabio sin haber leído dos minutos al día, sin tener un libro, sin haber tenido maestros, sin ser bastante humilde para preguntar, y sin tener más talento que para bailar un minuet?
R. Tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen patriota baste hablar mal de la patria, hacer burla de nuestros abuelos, y escuchar con resignación a nuestros peluqueros, maestros de baile, operistas, cocineros, y sátiras despreciables contra la nación; hacer como que habéis olvidado vuestra lengua paterna, hablar ridículamente mal varios trozos de las extranjeras, y hacer ascos de todo lo que pasa y ha pasado desde los principios por acá?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para juzgar de un libro no se necesita verlo, y basta verlo por el forro o algo del índice y prólogo?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para mantener el cuerpo físico humano son indispensables cuatro horas de mesa con variedad de platos exquisitos y mal sanos, café que debilita los nervios, licores que privan la cabeza, y después un juego que arruina los bolsillos, contrayendo deudas vergonzosas para pagar?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser ciudadano útil baste dormir doce horas, gastar tres en el teatro, seis en la mesa y tres en el juego?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen padre de familia baste no ver meses enteros a vuestra mujer, sino a las ajenas, arruinar vuestros mayorazgos, entregar vuestros hijos a un maestro alquilado, o a vuestros lacayos, cocheros y mozos de mulas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser grande hombre baste negaros al trato civil, arquear las cejas, tener grandes equipajes, grandes casas y grandes vicios?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para contribuir de vuestra parte al adelantamiento de las ciencias, baste perseguir a los que las cultivan o con desprecio a los que se dedican a cultivarlas; y mirar a un filósofo, a un poeta, a un matemático, a un orador, como a un papagayo, a un mico, a un enano y a un bufón?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que todo hombre taciturno, especulativo y modesto en proferir su dictamen, merece desprecio y mofa, y hasta golpes y palos si los aguantara, y que, al contrario, para ser digno de atención es menester hablar como una cotorra, dar vueltas como mariposa y hacer más gestos que un mico?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que la suma y final bienaventuranza del hombre consiste en tener un tiro de caballos frisones muy gordos, o de potros cordobeses muy finos, o de mulas manchegas muy altas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que si el siglo que viene abre los ojos sobre las ridiculeces del actual, será vuestro nombre y el de vuestros semejantes el objeto de la risa y mofa, y tal vez de odio y execración?; y no obstante esto, ¿vienes a prometer vivir en una extravagancia?
R. Sí tengo y prometo.
Y luego suele callar el preguntante, y el otro le hace otras tantas preguntas, añadió Nuño. Lo sensible es que no hagan todo un catecismo completo análogo a este especie de símbolo de sus extravagancias. Muy curioso estoy de saber qué mandamientos pondrían, qué obras de misericordia, qué pecados, qué virtudes opuestas a ellos, qué oraciones. Los que han profesado esta religión, venerado sus misterios, asistido a sus ritos y procurado propagar su doctrina, suelen pasar alegremente los años agradables de su vida. El alto concepto en que se tienen a sí mismos; el sumo desprecio con que tratan a los otros; la admiración que les atrae el mundo femenino; su parte extravagante; y, en fin, la ninguna reflexión seria que pueda detener un punto su continuo movimiento, les da sin duda una juventud muy gustosa. Pero cuando van llegando a la edad madura, y ven que van a caer en el mayor desaire, creo que se han de hallar en muy triste situación. Se desvanece todo aquel torbellino de superficialidades, y se hallan en otra esfera. Los hombres serios, formales e importantes no los admiten, porque nunca los han tratado; las mujeres los desconocen, porque los ven despojados de todas las prendas que los hacían apreciables en el estrado, y se me figura cada uno de ellos como el murciélago, que ni es ratón ni pájaro.
¿En qué clase, pues, de estado se han de colocar uno de éstos cuando llega a la edad menos ligera y deliciosa? ¡Cuán amargos instantes tendrá cuando se vea en la imposibilidad de ser ni hombre ni niño! Le darán envidia los hombres que van entrando en la edad que él ha pasado, y le extrañarán los hombres que van entrando con las canas que ya le asoman. Si hubiese contraído la naturaleza, al tiempo de producirle, alguna obligación de mantenerle siempre en la edad florida, moriría sin haber usado de su razón, embobado en los aparentes placeres y felicidades. Si conociendo lo corto de la juventud, hubiese mirado las cosas sólidas, se hallaría a cierto tiempo colocado en alguna clase de la república, más o menos feliz a la verdad, pero siempre con algún establecimiento; cuando en el caso del petimetre, éste no tiene que esperar más que mortificaciones y desaires desde el día que se le arrugó la cara, se le pobló la barba, se le embasteció el cuerpo y se le ahuecó la voz; esto es, desde el día que pudiera haber empezado a ser algo en el mundo.
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De Gazel a Ben-Beley
Yo me guardaré de creer que haya habido siglo en que los hombres hayan sido cuerdos. Las extravagancias humanas son tan antiguas como ridículas, y cada era ha tenido su locura favorita. Pero así como el que entra en un hospital de locos se admira del que ve en cada jaula hasta que pasa a otra en que halla otro loco más frenético, así el siglo que ahora vemos merece la primacía hasta que venga otro que lo supere. El inmediato será, sin duda, el superior, pero aprovechemos los pocos años que quedan de éste para divertirnos, por si no llegamos a entrar en el siguiente; y vamos claros: son muy exquisitos sus delirios, singularmente el de haber llegado a dar por falsos unos cuantos axiomas o proposiciones que se tenían por principios sentados e indubitables.
-Yo tengo -díjome Nuño- dos amigos que, a fuerza de estudiar las costumbres actuales y blasfemar de las antiguas, y a fuerza de querer sacar la quinta esencia del modernismo, han llegado a perder la cabeza, como puede acontecer a los que se empeñen mucho en el hallazgo de la piedra filosofal; pero lo más singular de su desgracia es la manía que han tomado, a saber: examinarse el uno al otro sobre ciertas máximas que tienen por indubitables. Para esto le hace hacer ciertas protestaciones de su manía, que todas estriban sobre las máximas comunes de nuestros infatuados hombres de moda. Visitándolos muchas veces, por si puedo contribuir a su restablecimiento, he llegado a aprender de memoria varios de sus artículos, a más de que he encargado al criado que les asiste de que apunte todo lo que oiga gracioso en este particular, y todas las mañanas me presente la lista. Óyelo por preguntas y respuestas, según suelen repetirlas.
P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un excelente soldado sin haber visto más fuego que el de una chimenea; y que sólo baste llevar la vuelta de la manga muy estrecha, hablar mal de cuantos generales no dan buena mesa, decir que desde Felipe II acá no han hecho nada nuestros ejércitos, asegurar que de veinte años de edad se pueden mandar cien mil hombres, mejor que con cuarenta años de experiencia, quince funciones generales, cuatro heridas y conocimiento del arte?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un pasmoso sabio sin haber leído dos minutos al día, sin tener un libro, sin haber tenido maestros, sin ser bastante humilde para preguntar, y sin tener más talento que para bailar un minuet?
R. Tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen patriota baste hablar mal de la patria, hacer burla de nuestros abuelos, y escuchar con resignación a nuestros peluqueros, maestros de baile, operistas, cocineros, y sátiras despreciables contra la nación; hacer como que habéis olvidado vuestra lengua paterna, hablar ridículamente mal varios trozos de las extranjeras, y hacer ascos de todo lo que pasa y ha pasado desde los principios por acá?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para juzgar de un libro no se necesita verlo, y basta verlo por el forro o algo del índice y prólogo?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para mantener el cuerpo físico humano son indispensables cuatro horas de mesa con variedad de platos exquisitos y mal sanos, café que debilita los nervios, licores que privan la cabeza, y después un juego que arruina los bolsillos, contrayendo deudas vergonzosas para pagar?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser ciudadano útil baste dormir doce horas, gastar tres en el teatro, seis en la mesa y tres en el juego?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen padre de familia baste no ver meses enteros a vuestra mujer, sino a las ajenas, arruinar vuestros mayorazgos, entregar vuestros hijos a un maestro alquilado, o a vuestros lacayos, cocheros y mozos de mulas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para ser grande hombre baste negaros al trato civil, arquear las cejas, tener grandes equipajes, grandes casas y grandes vicios?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que para contribuir de vuestra parte al adelantamiento de las ciencias, baste perseguir a los que las cultivan o con desprecio a los que se dedican a cultivarlas; y mirar a un filósofo, a un poeta, a un matemático, a un orador, como a un papagayo, a un mico, a un enano y a un bufón?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que todo hombre taciturno, especulativo y modesto en proferir su dictamen, merece desprecio y mofa, y hasta golpes y palos si los aguantara, y que, al contrario, para ser digno de atención es menester hablar como una cotorra, dar vueltas como mariposa y hacer más gestos que un mico?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que la suma y final bienaventuranza del hombre consiste en tener un tiro de caballos frisones muy gordos, o de potros cordobeses muy finos, o de mulas manchegas muy altas?
R. Sí tengo.
P. ¿Tenéis por cierto que si el siglo que viene abre los ojos sobre las ridiculeces del actual, será vuestro nombre y el de vuestros semejantes el objeto de la risa y mofa, y tal vez de odio y execración?; y no obstante esto, ¿vienes a prometer vivir en una extravagancia?
R. Sí tengo y prometo.
Y luego suele callar el preguntante, y el otro le hace otras tantas preguntas, añadió Nuño. Lo sensible es que no hagan todo un catecismo completo análogo a este especie de símbolo de sus extravagancias. Muy curioso estoy de saber qué mandamientos pondrían, qué obras de misericordia, qué pecados, qué virtudes opuestas a ellos, qué oraciones. Los que han profesado esta religión, venerado sus misterios, asistido a sus ritos y procurado propagar su doctrina, suelen pasar alegremente los años agradables de su vida. El alto concepto en que se tienen a sí mismos; el sumo desprecio con que tratan a los otros; la admiración que les atrae el mundo femenino; su parte extravagante; y, en fin, la ninguna reflexión seria que pueda detener un punto su continuo movimiento, les da sin duda una juventud muy gustosa. Pero cuando van llegando a la edad madura, y ven que van a caer en el mayor desaire, creo que se han de hallar en muy triste situación. Se desvanece todo aquel torbellino de superficialidades, y se hallan en otra esfera. Los hombres serios, formales e importantes no los admiten, porque nunca los han tratado; las mujeres los desconocen, porque los ven despojados de todas las prendas que los hacían apreciables en el estrado, y se me figura cada uno de ellos como el murciélago, que ni es ratón ni pájaro.
¿En qué clase, pues, de estado se han de colocar uno de éstos cuando llega a la edad menos ligera y deliciosa? ¡Cuán amargos instantes tendrá cuando se vea en la imposibilidad de ser ni hombre ni niño! Le darán envidia los hombres que van entrando en la edad que él ha pasado, y le extrañarán los hombres que van entrando con las canas que ya le asoman. Si hubiese contraído la naturaleza, al tiempo de producirle, alguna obligación de mantenerle siempre en la edad florida, moriría sin haber usado de su razón, embobado en los aparentes placeres y felicidades. Si conociendo lo corto de la juventud, hubiese mirado las cosas sólidas, se hallaría a cierto tiempo colocado en alguna clase de la república, más o menos feliz a la verdad, pero siempre con algún establecimiento; cuando en el caso del petimetre, éste no tiene que esperar más que mortificaciones y desaires desde el día que se le arrugó la cara, se le pobló la barba, se le embasteció el cuerpo y se le ahuecó la voz; esto es, desde el día que pudiera haber empezado a ser algo en el mundo.
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