La Fortuna De Un Estudiante De Charles Dickens
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La Fortuna De Un Estudiante De Charles Dickens
La Fortuna De Un Estudiante De Charles Dickens
I
Aunque se ha hablado mucho de la sobriedad de los estómagos lacedemonios, de seguro que no hubieran podido resistir el sistema de alimentacion á que nos sujetaba el respetable doctor Glumpler en su colegio; de seguro que se hubieran insurreccionado.
Los vencedores de los persas requerian una comida, algo más nutritiva que los resíduos de grasa que se desprendian de los huesos de ternera con que nos obsequiaba el doctor; y por otra parte, si Jerges se hubiera limitado á alimentar á sus innumerables huestes con un poco de arroz hervido, como nos sucedía á nosotros, los vasallos que en sus extensos dominios contaba, no lo hubieran ensalzado hasta considerarle como un Dios.
Sin embargo, importa decir que bajo este punto de vista el colegio del doctor Glumper no se diferenciaba de otros muchos colegios, en donde los escolares de mi tiempo, hijos todos de muy buenas casas, seguían sus estudios, pero muriéndose de hambre. Es verdad que con lo que nos daban teníamos, á no dudarlo, lo suficiente para vivir, mas en comerlo estaba la dificultad. La comida, que nada tenía de buena al comienzo de la semana, al final de ésta se hacia irresistible; de modo que cuando llegaba el domingo, nos parecíamos á un grupo de jóvenes viajeros perdidos en las soledades del mar á quienes salva de una muerte próxima el feliz encuentro de un buque cargado de rosbeaf y de pudding: este buque era para nosotros lo que llamábamos la banasta de Hannah.
Hannah nos lavaba la ropa, y el sábado por la tarde, despues de la entrega de las prendas, iba invariablemente al jardin y allí, descubriendo su providencial banasta, sacaba á la luz una infinidad de golosinas que nos parecían excelentes; por su calidad y por lo módico de su precio.
Entonces no se habia llegado, como ahora, á tanta elegancia ni á tanto refinamiento en el servicio de las mesas. Un alumno que se hubiese permitido el uso de un tenedor de plata, hubiera sido considerado como un ser estrambótico, y en cuanto á la cuchara y seis servilletas que segun los reglamentos del colegio Glumper debían formar parte inexcusable de una buena educacion clásica, la primera quedaba almacenada en una especie de depósito, donde la señora Glumper tenia todos los despojos de sus imberbes colegiales, así como juguetes prohibidos, libros confiscados y demás, y las servilletas iban destinadas al servicio de todos sin distincion, en aquella república comunista, hasta que no quedaba de ellas nada: en definitiva no teníamos por qué hablar contra la tenedores de hierro, pues de otra manera hubiera sido imposible hacer presa la carne con otro metal menos duro.
La comida de los lunes se reducía á un guisado de ternera, á pedazo por persona, y aunque no estaba prohibido pedir otro, esta solicitud era acogida con tan mal disimulada contrariedad, que nos llegamos á contentar con uno solo. Como justa compensancion de nuestra discreta conducta, recibíamos al siguiente día, los trozos que habían sobrado en el anterior, pero frios y contraidos, ligeramente recubiertos de sangre y bajo una montaña de coles mal cortadas, aunque sobremanera interesantes para hacer un estudio de insectos, en vista de las muchas orugas que, en ordenadas filas mostraban sus cadáveres color verde claro en círculo de los platos.
Tres veces por semana se nos servia arroz hervido, alimento que por una reunion de infelices coincidencia, no he podido tragar desde mis primeros años. Mas no era esto solo. La gran mortificacion de nuestros estómagos se quedaba para el sábado, cuando nos ponian delante lo que fastuosa y calumniosamente llamaban pastel de beefsteack.
Un alma bien atravesada debia ser la del buey que se vanagloriase de reclamar como de su pertenencia aquel producto. En mi concepto, la composicion de aquel comistrajo, tenia tanta carne de buey, como de unicornio el puré de guisantes. Respecto al verdadero origen de aquella carne, corrian las noticias más singulares, lo cual demostraba lo difícil y peliagudo de la disquisicion. Segun los recuerdos y memorias antiguas del colegio, en el consabido pastel se habian encontrado elementos más inconexos y más absurdos, así es que los discípulos, amedrentados, apartaban de sí aquellas sustancias que por su aspecto y su sabor no tenian ninguna relacion con la raza bovina, prefiriendo ¡tan poco mérito les concedian! pasar hambre que comer el pastel.
Mas prescindiendo del elemento principal y constitutivo del plato, habia otros con respecto á los cuales sabíamos á qué atenernos, por más que no formaran parte de ninguna receta culinaria.
Sholto Shillito, por ejemplo, que era un tragon de primer órden, embauló un dia valientemente la parte que le habia tocado, pero tuvo que separar antes con mucha pulcritud tres dedo y un pedazo de pulgar de guante viejo.
Durante las primeras semanas de cada semestre, esto es, mientras nos duraba el dinero recogido en nuestras casas, podíamos, merced á la banasta de Hannag, remediarnos en algo; pero en cuanto se acababa el dinero, el hambre se enseñoreaba de nosotros.
Los jóvenes actuales preguntarán, á no dudarlo, por qué no nos atrevíamos á formular una reclamacion respetuosa, pero ya he dicho que los tiempos eran muy otros, y además los jóvenes del día no han conocido á la señora Glumper, que si bien estaba lejos de ser una fiera y que no se portaba de un modo que contradijese los usos de la civilizacion, era una mujer fria, soberbia, penetrada de su potier, como un elefante que se recrease en hollar cno suavidad el terreno, con sus anchas patas, en demostracion de lo fácil que le seria aniquilaros bajo sus plantas.
Nada tengo que manifestar contra el doctor. Ya en aquel tiempo comprendia yo que era un excelente maestro, y aun ahora, al recordar su carácter, estoy convencido de que era uno de los mejores que se han visto. A la ciencia del sabio unia la sencillez del niño, y mediante ésta se pudo explicar bien el por qué de su matrimonio, segun el público; motivo del todo inocente, porque siendo la señora Glumper, Miss Kittie Winkle, directora de una escuela elemental, el buen doctor, por pura compasion hácia las desventuradas víctimas del yugo tiránico de la miss, se decidió á tomar la escuela á su cuidado, merced á lo que ésta se convirtió en un gran establecimiento de setenta alumnos donde sólo las más niños estaban al cuidado de la señora Glumper.
Llegó un medio semestre en que las cosas se presentaron muy mal para nosotros. Nunca como entonces vimos escasear el dinero, y aunque existia la banasta de Hannah, como ella era demasiado lista para cambiar golosinas por prendas, no nos servia.
Nos reunimos en consejo, y como para tales casos nos juntábamos en el prado donde pacia la vaca del doctor, mansa y reposadamente, la vimos y á su aspecto la indignacion se apoderó de todos.
—¡Robémosle el pienso! gritó una voz chillona, salida de los últimos bancos.
—El distinguido tunante que se halla en los últimos escaños, puede darse por feliz con no estar al alcance de mi mano, dijo Jacobo Rogers que nos presidía y á quien agradaba imprimir una gran importancia y solemnidad á estos consejos. El pienso indicado sólo debe servir para la señora Glimper que podrá dividirlo con su marido, y... no digo más. Por esto la Asamblea deliberante no puede tomar en consideracion el consejo de ese digno ladron, y creo que debe ser rechazado con el más profundo desprecio.
Aprobado lo dicho por el presidente, todos quedaron en libertad de exponer sus opiniones.
Augusto Halfaere hizo presente que las plumas quemadas son comestibles, y se le olvidó decir que agradables al gusto.
Pongo mi bota izquierda á disposicion de ustedes, dijo Franck Lightfoot, porque la derecha tiene un enorme clavo en la suela, cosa que advierto de paso, á fin de que se sepa, pues la reservo para la última extremidad.
—Si nos comemos los zapatos será como comernos el pastel de beefsteak; pero no estamos para bromas. ¿Quién propone algo?
—Aun tenemos á mano á Murell Robinson, dijo Shillito con aire tan feroz, que el aludido, niño de ocho años, novato y por lo mismo sonrosado y gordo aún, se llenó de terror.
—Sí, sí, dijo el presidente reflexionando; sería un gran golpe político. Si la señora Glumper perdiese uno ó dos discípulos, por lo que acaba de indicar el ilustre orador de pantalon manchado de tinta, tal vez le entrase la compasion. Con todo, lo propuesto por mi estimable colega, me ha inspirado una idea que nos puede producir el mismo resultado sin las dificultades que envuelve: que se escape uno de nosotros y propale las causas.
La proposicion fué aceptada; pero ¿quién sería el fugitivo? Porque de serlo furtivamente era como renunciar á la causa paterna. Todos se miraron: ninguno se ofreció al sacrificio.
El presidente los miró con severidad.
—Todos sabeis, exceptuando los nuevos, que en la antigüedad muchos se sacrificaron por el bienestar público generosamente. ¿Faltará un corazon magnánimo entre setenta estómagos desfallecidos? Me parece que Shillito, hambriento como se halla, no titubeará.
El interpelado, llamando encarecidamente al cielo en su ayuda, protestó contra la eleccion.
—Percival Pobjoy, continuó el presidente, la fortuna no os sonríe, sois un pobrete sin un cuarto ni medio. Estais empeñado lo menos para un mes; en el peor predicamento con la señora Glumper, y sin aficion de ninguna clase al arroz ni á la col. Percival, ilustre jóven; tres egregias mujeres cuyos nombres figuran en vuestro diccionario histórico, os enseñan que debeis rendir este servicio á la república.
Pobjoy, protestando de su cortesía hácia dichas señoras cuyo nombre era inútil saber, repuso que tenía una abuela á quien adoraba más que á aquéllas, y que por eso no podia tomar sobre sí el honor con que se le brindaba.
—Entonces, añadió el presidente con aire de satisfaccion, cual si hubiese encontrado lo que deseaba, me dirijo al distinguido miembro que se halla sobre el maceton; él, vencedor del hijo del hortelano, es el señalado: á Joles le toca.
Pero Joles, no encontrando relacion alguna entre su victoria y su fuga, contestó que sólo estando loco adoptaría semejante determinacion.
Otros padres conscriptos á quienes se habló, alegaron razones tan poco demostrativas como las anteriores, y ya se vió claro que no habia más que acudir á la suerte, y así se hizo despuse de haber pronunciado diferentes discursos. Se acordó que el indicado por la suerte, se escaparía al siguiente dia, y despues de verse en seguridad lo participaria á sus compañeros, ó mejor aún, a su familia, diciendo que lo habia hecho por no morir de hambre.
Se le marcó un plazo de una semana para que intentase un llamamiento enternecedor á su familia, declarando lo que pasaba en el colegio. Si esto produce afecto, añadió el presidente, tanto mejor; y de lo contrario, al espirar el término fatal, el compañero designado huirá.
Procedióse solemnemente al sorteo. Nuestros nombres, excepto los de los alumnos de la última clase, fueron escritos en papeles y éstos echados en un sombrero. Algunos querian eliminar el de nuestro presidente, el más antiguo de la escuela, jóven de 17 años, y próximo á salir, y dispuesto á padecer al frente de nosotros toda el hambre del mundo; pero se negó valientemente, despreciando la indicacion como un insulto y puso su nombre en el sombrero. Todos le imitamos. Se convino en que el primer papel que cayese al suelo, despues de agitar el sombrero, zanjaria el asunto. Dos revolotearon por el aire, pero uno de ellos no se contó, por haber caido sobre la manga del alumno que agitaba el sombrero; el otro cayó al suelo y nadie se levantaba á cogerlo: parecia que todos habian aguardado á aquel momento para calcular las consecuencias de la escapatoria.
Confieso que sentí una emocion grandísima cuando Rogers se bajó á coger el papel, pero de seguida se me agolpó toda la sangre á la cabeza cuando oí que leía pesadamente: Carlos Stuart Trelacony.
—No lo tomeis á broma, exclamó riéndose. Espero que no os acobardareis. Escribid , continuó gravemente, y si quereis creerme dirigid la carta á vuestro padre. Tratad el asunto con formalidad y vereis cómo interviene vuestra madre.
Y escribí:
«Querido papá: Me figuro que todos seguireis buenos, cosa que conmigo no ocurre. Ya sabeis que no soy comilón, ni tan tonto que me figure que en el colegio me han de dar tantas golosinas como en casa. Así pues dispensadme, si forzado por las circunstancias, os declaro que no podemos comer lo que la señora Glumper llama nuestra parte, que como se compone de agua y pan seco, nos hace morir de hambre. Vuestro respetuoso hijo S. A. Trelacony.—P.D. Si huís de hablarle de esto á la señora Glumper, hazme el favor de decirle á mamá y á Ana, dándoles á la vez mis recuerdos, que me envien un pan bien cosido y á ser posible con mucha corteza para que dure toda la semana. Sr. Teniente general Trelacony C.B.K.H. Peurhyn-Court.»
Esta carta me parecía que revistía un carácter oficial bien marcado, así es que esperé sus efectos con alguna ansiedad. ¡Si mi padre adivinase lo que resultaria de su decisión!
Debe, pensaba yo, dar crédito á mis palabras, porque no lo ha visto nunca y sabe que positivamente no soy tragon.
Creo que al cuarto dia de estas dudas, me entregaron, durante las horas de descanso una gran cesta que venía escoltada por gran número de estudiantes. La tal cesta contenia en su cavidad, porque aunque grande tenía una cavidad limitada, un pastel de beefsteak, pero de verdadera carne de ternera con huevos duros y otros alicientes; una sorprendente coleccion de golosinas; un monumental volteado, llamado así porque un niño dando cien vueltas en torno del pastel no sabia decir cuál de los lados era el más apetitoso; si el de azúcar ó el de la manteca, y por último, una empanada que por su fenomenal tamaño no vacilo en decir que me asustó.
Carta ninguna, pero las señales eran buenas: los embajadores aquellos decian elocuentemente que no se queria dejarnos morir de hambre. Como á nadie se le ocurrió la idea de guardar los presentes, se echaron suertes y un grupo de diez escolares, del que formábamos parte Rogers y yo, por mi carácter de anfitrion, acabó muy luego con el contenido de la cesta.
A los dias buenos sucedieron los malos. La comida no mejoró nada absolutamente. El aspecto de la señora Glumper indicaba algo que Rogers, conocedor profundo de la naturaleza humana, explicó favorablemente, en el sentido de resistirse á las dispendiosas exigencias que se le imponían.
¡Ah! Rogers se equivocaba. La alimentacion no varió. Hasta mucho tiempo despues no supe las cartas oficiales que habian mediado con ocasion de la mia. Mi madre, por ocupaciones de mi padre, habia escrito la siguiente: «La señora Carolina Trelacony, a la señora Glumper. Estimada señora: confio en que la adjunta cesta para mi hijo no os chocará, Carlos crece mucho, de tal modo, que á su padre le ha llamado la atencion, porque teme que la salud de nuestro hijo se resienta. Bien sabeis lo que es esto y la necesidad de que los niños se alimenten bien, en cuyo caso está mi hijo, y aunque no es muy comilon, deseo obsequiarle, convencida de que no os ofendereis, interesada por salud tanto como yo. Mis recuerdos al doctor Glumper. Vuestra etc.
«La señora Glumper, á la señora Trelacony. Querida amiga: no puedo contestar mejor á vuestra atenta carta que manifestándoos que el doctor Glumper, yo, nuesta familia y los demás profesores (excepto el señor Legourmet, que desea comer en su casa), todos comemos en compañía de nuestros discípulos, los cuales, en mi concepto no pueden quejarse ni de la parquedad ni del condimiento de los manjares: Recibid etc.»
Desgraciadamente habia algo de verdad en esto, que puediera tranquilizar á las dos señoras. Los profesores comian con nosotros, pero los primeros y apartándose los mejores trozos y alicientes. El doctor, bondadoso como lo era, se sometia sin murmurar á las disposiciones de su mujer.
Cuando ví disipada toda esperanza de que nuestros males tuvieran remedio, me pareció que no habia más recurso que proceder á mi evasion, porque nadie se había olvidado de esto y todos me daban bromas acerca de ella; tanto que Percival, mi deudor en 18 peniques desde inmemorial, los pidió prestados para devolvérmelos, y otro compañero con quien reñí solicitó mi perdon, y todo porque aguardaban mi escapatoria.
El temible sábado llegó. No quedaban más que una comida, último aplazamiento otorgado á la señora Glumper y á mí.
—Si hoy nos da una comida tolerable, dijo Rogers, te juro por Júpiter que renunciarás á tus proyectos.
Tambien salimos chasqueados. Hubo abundante arroz, muy abundante, para que no probáramos del siguiente plato, y despues del arroz el horripilante pastel de aspecto pretencioso, como el de los charlatanes, pastel que contrastaba extraordinariamente con el de mi madre.
Mientras mis compañeros se entregaban á las minuciosas pesquisas acostumbradas, la señora Glumper gritó con campanuda voz:
—-El señor Trelacony no probará nada hasta que se haya comido hasta el último grano de arroz.
Se oyeron risas comprimidas, pero yo me mantuve inflexible, y así terminó mi última comida en el colegio Glumper.
—Lo deploro por vos, me dijo Rogers.
—Y yo, contesté sonriendo, por...
—Pensaba en mi madre, pero no me atreví á declararlo y callé.
—Por lo que pueda ser, voy á consultar al consejo.
—A poco estaba reunida la asamblea. Rogers habló con su acostumbraba elocuencia, diciendo que no podia haber sido confiada á persona más digna la suerte del colegio; que era un acontecimiento tal, que todos los ojos en Glumper-House: después me preguntó de cuánto dinero disponía, y le contesté llanamente:
—Dieciocho peniques.
—Precisamente esa cantidad ha sido base de considerables fortunas, observó Rogers enfáticamente. Comenzó á trabajar con media corona: ó, los principios de este gran ciudadano fueron de los más humildes, con dos chelines y seis peniques llegó á hacer un capital de dos millones de libras.
Hice presente á Rogers que no me encontraba en posesion de la cantidad que se suponia como principio de una fortuna.
—Es verdad, pero la tendreis. Aquí van seis peniques; y si, como confío, os haceis rico, acordaos de vuestro antiguo compañero Rogers, y regaladle una pierna de ciervo cogido en cualquiera de vuestras posesiones, por ejemplo, la de Escocia. ¿Quién se suscribe á favor de Trelacony?
A pesar de que el dinero no abundaba, mis compañeros reunieron generosamente nueve chelines y seis peniques. Las palabras de Rogers me habian enardecido: me encontraba dispuesto á imitar los ejemplos por él citados. Dí las gracias más expresivas á mis condiscípulos, y considerando que segun lo manifestado, en media corona existia una encanto mágico que debía proporcionarme una fortuna, no quise aceptar más. Reuní todos mis vestidos y efectos y traté de llevarme una macera de judías que me gustaba mucho, pero Rogers se opuso á ello, porque no sabia de ningun dichoso aventurero que se hubiese hecho rico con media corona y una maceta de judías. El argumento me convenció, y así sólo pensé en la manera de fugarme, hecho que cumplí muy fácilmente por una parte del jardin, invisible desde la casa, y ayudado por el vigilante mismo que debía haberme denunciado, como á cualquiera que se dirigiera á aquel lado.
—Mañana mismo, dijo Rogers, escribireis la carta desde... desde... desde donde sea. ¿No es cierto?
—Sí, contesté; pues no faltaba más, y salté afuera.
I
Aunque se ha hablado mucho de la sobriedad de los estómagos lacedemonios, de seguro que no hubieran podido resistir el sistema de alimentacion á que nos sujetaba el respetable doctor Glumpler en su colegio; de seguro que se hubieran insurreccionado.
Los vencedores de los persas requerian una comida, algo más nutritiva que los resíduos de grasa que se desprendian de los huesos de ternera con que nos obsequiaba el doctor; y por otra parte, si Jerges se hubiera limitado á alimentar á sus innumerables huestes con un poco de arroz hervido, como nos sucedía á nosotros, los vasallos que en sus extensos dominios contaba, no lo hubieran ensalzado hasta considerarle como un Dios.
Sin embargo, importa decir que bajo este punto de vista el colegio del doctor Glumper no se diferenciaba de otros muchos colegios, en donde los escolares de mi tiempo, hijos todos de muy buenas casas, seguían sus estudios, pero muriéndose de hambre. Es verdad que con lo que nos daban teníamos, á no dudarlo, lo suficiente para vivir, mas en comerlo estaba la dificultad. La comida, que nada tenía de buena al comienzo de la semana, al final de ésta se hacia irresistible; de modo que cuando llegaba el domingo, nos parecíamos á un grupo de jóvenes viajeros perdidos en las soledades del mar á quienes salva de una muerte próxima el feliz encuentro de un buque cargado de rosbeaf y de pudding: este buque era para nosotros lo que llamábamos la banasta de Hannah.
Hannah nos lavaba la ropa, y el sábado por la tarde, despues de la entrega de las prendas, iba invariablemente al jardin y allí, descubriendo su providencial banasta, sacaba á la luz una infinidad de golosinas que nos parecían excelentes; por su calidad y por lo módico de su precio.
Entonces no se habia llegado, como ahora, á tanta elegancia ni á tanto refinamiento en el servicio de las mesas. Un alumno que se hubiese permitido el uso de un tenedor de plata, hubiera sido considerado como un ser estrambótico, y en cuanto á la cuchara y seis servilletas que segun los reglamentos del colegio Glumper debían formar parte inexcusable de una buena educacion clásica, la primera quedaba almacenada en una especie de depósito, donde la señora Glumper tenia todos los despojos de sus imberbes colegiales, así como juguetes prohibidos, libros confiscados y demás, y las servilletas iban destinadas al servicio de todos sin distincion, en aquella república comunista, hasta que no quedaba de ellas nada: en definitiva no teníamos por qué hablar contra la tenedores de hierro, pues de otra manera hubiera sido imposible hacer presa la carne con otro metal menos duro.
La comida de los lunes se reducía á un guisado de ternera, á pedazo por persona, y aunque no estaba prohibido pedir otro, esta solicitud era acogida con tan mal disimulada contrariedad, que nos llegamos á contentar con uno solo. Como justa compensancion de nuestra discreta conducta, recibíamos al siguiente día, los trozos que habían sobrado en el anterior, pero frios y contraidos, ligeramente recubiertos de sangre y bajo una montaña de coles mal cortadas, aunque sobremanera interesantes para hacer un estudio de insectos, en vista de las muchas orugas que, en ordenadas filas mostraban sus cadáveres color verde claro en círculo de los platos.
Tres veces por semana se nos servia arroz hervido, alimento que por una reunion de infelices coincidencia, no he podido tragar desde mis primeros años. Mas no era esto solo. La gran mortificacion de nuestros estómagos se quedaba para el sábado, cuando nos ponian delante lo que fastuosa y calumniosamente llamaban pastel de beefsteack.
Un alma bien atravesada debia ser la del buey que se vanagloriase de reclamar como de su pertenencia aquel producto. En mi concepto, la composicion de aquel comistrajo, tenia tanta carne de buey, como de unicornio el puré de guisantes. Respecto al verdadero origen de aquella carne, corrian las noticias más singulares, lo cual demostraba lo difícil y peliagudo de la disquisicion. Segun los recuerdos y memorias antiguas del colegio, en el consabido pastel se habian encontrado elementos más inconexos y más absurdos, así es que los discípulos, amedrentados, apartaban de sí aquellas sustancias que por su aspecto y su sabor no tenian ninguna relacion con la raza bovina, prefiriendo ¡tan poco mérito les concedian! pasar hambre que comer el pastel.
Mas prescindiendo del elemento principal y constitutivo del plato, habia otros con respecto á los cuales sabíamos á qué atenernos, por más que no formaran parte de ninguna receta culinaria.
Sholto Shillito, por ejemplo, que era un tragon de primer órden, embauló un dia valientemente la parte que le habia tocado, pero tuvo que separar antes con mucha pulcritud tres dedo y un pedazo de pulgar de guante viejo.
Durante las primeras semanas de cada semestre, esto es, mientras nos duraba el dinero recogido en nuestras casas, podíamos, merced á la banasta de Hannag, remediarnos en algo; pero en cuanto se acababa el dinero, el hambre se enseñoreaba de nosotros.
Los jóvenes actuales preguntarán, á no dudarlo, por qué no nos atrevíamos á formular una reclamacion respetuosa, pero ya he dicho que los tiempos eran muy otros, y además los jóvenes del día no han conocido á la señora Glumper, que si bien estaba lejos de ser una fiera y que no se portaba de un modo que contradijese los usos de la civilizacion, era una mujer fria, soberbia, penetrada de su potier, como un elefante que se recrease en hollar cno suavidad el terreno, con sus anchas patas, en demostracion de lo fácil que le seria aniquilaros bajo sus plantas.
Nada tengo que manifestar contra el doctor. Ya en aquel tiempo comprendia yo que era un excelente maestro, y aun ahora, al recordar su carácter, estoy convencido de que era uno de los mejores que se han visto. A la ciencia del sabio unia la sencillez del niño, y mediante ésta se pudo explicar bien el por qué de su matrimonio, segun el público; motivo del todo inocente, porque siendo la señora Glumper, Miss Kittie Winkle, directora de una escuela elemental, el buen doctor, por pura compasion hácia las desventuradas víctimas del yugo tiránico de la miss, se decidió á tomar la escuela á su cuidado, merced á lo que ésta se convirtió en un gran establecimiento de setenta alumnos donde sólo las más niños estaban al cuidado de la señora Glumper.
Llegó un medio semestre en que las cosas se presentaron muy mal para nosotros. Nunca como entonces vimos escasear el dinero, y aunque existia la banasta de Hannah, como ella era demasiado lista para cambiar golosinas por prendas, no nos servia.
Nos reunimos en consejo, y como para tales casos nos juntábamos en el prado donde pacia la vaca del doctor, mansa y reposadamente, la vimos y á su aspecto la indignacion se apoderó de todos.
—¡Robémosle el pienso! gritó una voz chillona, salida de los últimos bancos.
—El distinguido tunante que se halla en los últimos escaños, puede darse por feliz con no estar al alcance de mi mano, dijo Jacobo Rogers que nos presidía y á quien agradaba imprimir una gran importancia y solemnidad á estos consejos. El pienso indicado sólo debe servir para la señora Glimper que podrá dividirlo con su marido, y... no digo más. Por esto la Asamblea deliberante no puede tomar en consideracion el consejo de ese digno ladron, y creo que debe ser rechazado con el más profundo desprecio.
Aprobado lo dicho por el presidente, todos quedaron en libertad de exponer sus opiniones.
Augusto Halfaere hizo presente que las plumas quemadas son comestibles, y se le olvidó decir que agradables al gusto.
Pongo mi bota izquierda á disposicion de ustedes, dijo Franck Lightfoot, porque la derecha tiene un enorme clavo en la suela, cosa que advierto de paso, á fin de que se sepa, pues la reservo para la última extremidad.
—Si nos comemos los zapatos será como comernos el pastel de beefsteak; pero no estamos para bromas. ¿Quién propone algo?
—Aun tenemos á mano á Murell Robinson, dijo Shillito con aire tan feroz, que el aludido, niño de ocho años, novato y por lo mismo sonrosado y gordo aún, se llenó de terror.
—Sí, sí, dijo el presidente reflexionando; sería un gran golpe político. Si la señora Glumper perdiese uno ó dos discípulos, por lo que acaba de indicar el ilustre orador de pantalon manchado de tinta, tal vez le entrase la compasion. Con todo, lo propuesto por mi estimable colega, me ha inspirado una idea que nos puede producir el mismo resultado sin las dificultades que envuelve: que se escape uno de nosotros y propale las causas.
La proposicion fué aceptada; pero ¿quién sería el fugitivo? Porque de serlo furtivamente era como renunciar á la causa paterna. Todos se miraron: ninguno se ofreció al sacrificio.
El presidente los miró con severidad.
—Todos sabeis, exceptuando los nuevos, que en la antigüedad muchos se sacrificaron por el bienestar público generosamente. ¿Faltará un corazon magnánimo entre setenta estómagos desfallecidos? Me parece que Shillito, hambriento como se halla, no titubeará.
El interpelado, llamando encarecidamente al cielo en su ayuda, protestó contra la eleccion.
—Percival Pobjoy, continuó el presidente, la fortuna no os sonríe, sois un pobrete sin un cuarto ni medio. Estais empeñado lo menos para un mes; en el peor predicamento con la señora Glumper, y sin aficion de ninguna clase al arroz ni á la col. Percival, ilustre jóven; tres egregias mujeres cuyos nombres figuran en vuestro diccionario histórico, os enseñan que debeis rendir este servicio á la república.
Pobjoy, protestando de su cortesía hácia dichas señoras cuyo nombre era inútil saber, repuso que tenía una abuela á quien adoraba más que á aquéllas, y que por eso no podia tomar sobre sí el honor con que se le brindaba.
—Entonces, añadió el presidente con aire de satisfaccion, cual si hubiese encontrado lo que deseaba, me dirijo al distinguido miembro que se halla sobre el maceton; él, vencedor del hijo del hortelano, es el señalado: á Joles le toca.
Pero Joles, no encontrando relacion alguna entre su victoria y su fuga, contestó que sólo estando loco adoptaría semejante determinacion.
Otros padres conscriptos á quienes se habló, alegaron razones tan poco demostrativas como las anteriores, y ya se vió claro que no habia más que acudir á la suerte, y así se hizo despuse de haber pronunciado diferentes discursos. Se acordó que el indicado por la suerte, se escaparía al siguiente dia, y despues de verse en seguridad lo participaria á sus compañeros, ó mejor aún, a su familia, diciendo que lo habia hecho por no morir de hambre.
Se le marcó un plazo de una semana para que intentase un llamamiento enternecedor á su familia, declarando lo que pasaba en el colegio. Si esto produce afecto, añadió el presidente, tanto mejor; y de lo contrario, al espirar el término fatal, el compañero designado huirá.
Procedióse solemnemente al sorteo. Nuestros nombres, excepto los de los alumnos de la última clase, fueron escritos en papeles y éstos echados en un sombrero. Algunos querian eliminar el de nuestro presidente, el más antiguo de la escuela, jóven de 17 años, y próximo á salir, y dispuesto á padecer al frente de nosotros toda el hambre del mundo; pero se negó valientemente, despreciando la indicacion como un insulto y puso su nombre en el sombrero. Todos le imitamos. Se convino en que el primer papel que cayese al suelo, despues de agitar el sombrero, zanjaria el asunto. Dos revolotearon por el aire, pero uno de ellos no se contó, por haber caido sobre la manga del alumno que agitaba el sombrero; el otro cayó al suelo y nadie se levantaba á cogerlo: parecia que todos habian aguardado á aquel momento para calcular las consecuencias de la escapatoria.
Confieso que sentí una emocion grandísima cuando Rogers se bajó á coger el papel, pero de seguida se me agolpó toda la sangre á la cabeza cuando oí que leía pesadamente: Carlos Stuart Trelacony.
—No lo tomeis á broma, exclamó riéndose. Espero que no os acobardareis. Escribid , continuó gravemente, y si quereis creerme dirigid la carta á vuestro padre. Tratad el asunto con formalidad y vereis cómo interviene vuestra madre.
Y escribí:
«Querido papá: Me figuro que todos seguireis buenos, cosa que conmigo no ocurre. Ya sabeis que no soy comilón, ni tan tonto que me figure que en el colegio me han de dar tantas golosinas como en casa. Así pues dispensadme, si forzado por las circunstancias, os declaro que no podemos comer lo que la señora Glumper llama nuestra parte, que como se compone de agua y pan seco, nos hace morir de hambre. Vuestro respetuoso hijo S. A. Trelacony.—P.D. Si huís de hablarle de esto á la señora Glumper, hazme el favor de decirle á mamá y á Ana, dándoles á la vez mis recuerdos, que me envien un pan bien cosido y á ser posible con mucha corteza para que dure toda la semana. Sr. Teniente general Trelacony C.B.K.H. Peurhyn-Court.»
Esta carta me parecía que revistía un carácter oficial bien marcado, así es que esperé sus efectos con alguna ansiedad. ¡Si mi padre adivinase lo que resultaria de su decisión!
Debe, pensaba yo, dar crédito á mis palabras, porque no lo ha visto nunca y sabe que positivamente no soy tragon.
Creo que al cuarto dia de estas dudas, me entregaron, durante las horas de descanso una gran cesta que venía escoltada por gran número de estudiantes. La tal cesta contenia en su cavidad, porque aunque grande tenía una cavidad limitada, un pastel de beefsteak, pero de verdadera carne de ternera con huevos duros y otros alicientes; una sorprendente coleccion de golosinas; un monumental volteado, llamado así porque un niño dando cien vueltas en torno del pastel no sabia decir cuál de los lados era el más apetitoso; si el de azúcar ó el de la manteca, y por último, una empanada que por su fenomenal tamaño no vacilo en decir que me asustó.
Carta ninguna, pero las señales eran buenas: los embajadores aquellos decian elocuentemente que no se queria dejarnos morir de hambre. Como á nadie se le ocurrió la idea de guardar los presentes, se echaron suertes y un grupo de diez escolares, del que formábamos parte Rogers y yo, por mi carácter de anfitrion, acabó muy luego con el contenido de la cesta.
A los dias buenos sucedieron los malos. La comida no mejoró nada absolutamente. El aspecto de la señora Glumper indicaba algo que Rogers, conocedor profundo de la naturaleza humana, explicó favorablemente, en el sentido de resistirse á las dispendiosas exigencias que se le imponían.
¡Ah! Rogers se equivocaba. La alimentacion no varió. Hasta mucho tiempo despues no supe las cartas oficiales que habian mediado con ocasion de la mia. Mi madre, por ocupaciones de mi padre, habia escrito la siguiente: «La señora Carolina Trelacony, a la señora Glumper. Estimada señora: confio en que la adjunta cesta para mi hijo no os chocará, Carlos crece mucho, de tal modo, que á su padre le ha llamado la atencion, porque teme que la salud de nuestro hijo se resienta. Bien sabeis lo que es esto y la necesidad de que los niños se alimenten bien, en cuyo caso está mi hijo, y aunque no es muy comilon, deseo obsequiarle, convencida de que no os ofendereis, interesada por salud tanto como yo. Mis recuerdos al doctor Glumper. Vuestra etc.
«La señora Glumper, á la señora Trelacony. Querida amiga: no puedo contestar mejor á vuestra atenta carta que manifestándoos que el doctor Glumper, yo, nuesta familia y los demás profesores (excepto el señor Legourmet, que desea comer en su casa), todos comemos en compañía de nuestros discípulos, los cuales, en mi concepto no pueden quejarse ni de la parquedad ni del condimiento de los manjares: Recibid etc.»
Desgraciadamente habia algo de verdad en esto, que puediera tranquilizar á las dos señoras. Los profesores comian con nosotros, pero los primeros y apartándose los mejores trozos y alicientes. El doctor, bondadoso como lo era, se sometia sin murmurar á las disposiciones de su mujer.
Cuando ví disipada toda esperanza de que nuestros males tuvieran remedio, me pareció que no habia más recurso que proceder á mi evasion, porque nadie se había olvidado de esto y todos me daban bromas acerca de ella; tanto que Percival, mi deudor en 18 peniques desde inmemorial, los pidió prestados para devolvérmelos, y otro compañero con quien reñí solicitó mi perdon, y todo porque aguardaban mi escapatoria.
El temible sábado llegó. No quedaban más que una comida, último aplazamiento otorgado á la señora Glumper y á mí.
—Si hoy nos da una comida tolerable, dijo Rogers, te juro por Júpiter que renunciarás á tus proyectos.
Tambien salimos chasqueados. Hubo abundante arroz, muy abundante, para que no probáramos del siguiente plato, y despues del arroz el horripilante pastel de aspecto pretencioso, como el de los charlatanes, pastel que contrastaba extraordinariamente con el de mi madre.
Mientras mis compañeros se entregaban á las minuciosas pesquisas acostumbradas, la señora Glumper gritó con campanuda voz:
—-El señor Trelacony no probará nada hasta que se haya comido hasta el último grano de arroz.
Se oyeron risas comprimidas, pero yo me mantuve inflexible, y así terminó mi última comida en el colegio Glumper.
—Lo deploro por vos, me dijo Rogers.
—Y yo, contesté sonriendo, por...
—Pensaba en mi madre, pero no me atreví á declararlo y callé.
—Por lo que pueda ser, voy á consultar al consejo.
—A poco estaba reunida la asamblea. Rogers habló con su acostumbraba elocuencia, diciendo que no podia haber sido confiada á persona más digna la suerte del colegio; que era un acontecimiento tal, que todos los ojos en Glumper-House: después me preguntó de cuánto dinero disponía, y le contesté llanamente:
—Dieciocho peniques.
—Precisamente esa cantidad ha sido base de considerables fortunas, observó Rogers enfáticamente. Comenzó á trabajar con media corona: ó, los principios de este gran ciudadano fueron de los más humildes, con dos chelines y seis peniques llegó á hacer un capital de dos millones de libras.
Hice presente á Rogers que no me encontraba en posesion de la cantidad que se suponia como principio de una fortuna.
—Es verdad, pero la tendreis. Aquí van seis peniques; y si, como confío, os haceis rico, acordaos de vuestro antiguo compañero Rogers, y regaladle una pierna de ciervo cogido en cualquiera de vuestras posesiones, por ejemplo, la de Escocia. ¿Quién se suscribe á favor de Trelacony?
A pesar de que el dinero no abundaba, mis compañeros reunieron generosamente nueve chelines y seis peniques. Las palabras de Rogers me habian enardecido: me encontraba dispuesto á imitar los ejemplos por él citados. Dí las gracias más expresivas á mis condiscípulos, y considerando que segun lo manifestado, en media corona existia una encanto mágico que debía proporcionarme una fortuna, no quise aceptar más. Reuní todos mis vestidos y efectos y traté de llevarme una macera de judías que me gustaba mucho, pero Rogers se opuso á ello, porque no sabia de ningun dichoso aventurero que se hubiese hecho rico con media corona y una maceta de judías. El argumento me convenció, y así sólo pensé en la manera de fugarme, hecho que cumplí muy fácilmente por una parte del jardin, invisible desde la casa, y ayudado por el vigilante mismo que debía haberme denunciado, como á cualquiera que se dirigiera á aquel lado.
—Mañana mismo, dijo Rogers, escribireis la carta desde... desde... desde donde sea. ¿No es cierto?
—Sí, contesté; pues no faltaba más, y salté afuera.
Galius- Moderador General
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Re: La Fortuna De Un Estudiante De Charles Dickens
II.
Con sólo esto habia pasado mi Rubicon, pero declaro que hasta que me encontré en el campo de Mr. Tur Vitt, no me tuve por un fugitivo; esto no me acobardó ni me hizo retroceder, ni concebir la idea de refugiarme bajo el techo paterno. Sentí dolor en el corazon al pensar en el disgusto de mis padres, pero me tranquilicé considerando que los calmaría con una carta, y como no era prudente permanecer allí me puse en marcha.
Glumper House estaba situado en la parte Norte de Lóndres, próximo al barrio de las grandes fortunas. Dirigí mis pasos hácia donde me figuraba que debia estar la Cité, y meditando acerca de mi albergue para aquella noche, recordé á un antiguo amigo del Colegio, Felipe Concanen, del cual se conservaba memoria entre nosotros, y que á la sazon residía en Chelsea, á unas siete millas. Confiando en un buen consejo suyo y en que me guardaría el secreto fuí á verle.
Estaba asociado con su padre y su tio, ricos cerveceros. Al entrar en la gran fábrica que explotaban, me halló con que mi amigo dirigia por entonces en jefe el establecimiento, Concanen, hermano y Concanen. Recibí de él una favorable acogida y oyó mi relato con la mayor benevolencia, pero al mismo tiempo con mucha formalidad. La fabricacion de la cerveza había hecho de él una persona grave y séria, al revés de lo que sucede con el manejo de la harina, que crea personas muy sentimentales y románticas.
Felipe desaprobó lo hecho, severamente, así como las ilusiones de Rogers; sobre todo que la media corona fuese camino seguro para la fortuna, y me aconsejó que renunciase á mis proyectos y que me sometiera á mi familia; pero como yo, poseido de la mayor entereza, me negué á ello, tuvo que ceder y trazamos el siguiente plan. Una vieja criada llamada Siwgsby quedó enterada en parte de mi secreto, y me arregló una habitacion para que la ocupase hasta el lunes por la mañana, sin que nadie supiese de mi; tenía salida al callejón de los Judios. En ella viviria hasta que encontrase manera de hacerme hombre, pero si se sospechaba algo yo saldria de allí para no comprometer á mi amigo. Para la criada era yo sobrino de Mr. Thislewood, comprometido en una terrible conspiracion descubierta en Cato Street. Hecho esto escribí lo siguiente á mis padres.
«Querido padre: Me alegraré de que esteis buenos. En cuando se acabó el pastel y los demás adminículos que nos enviásteis tan amablemente, el hambre comenzó de nuevo con el arroz, la col, las orugas y el pastel de beefsteak. Yo esperaba que escribiríais á la señora Glumper, pero sospecho que no habeis tenido valor. Congregados todos los condiscípulos, hemos resuelto huir unos despues de otros, hasta que mejoren los alimentos, y á mi me ha tocado la suerte de ser el primero. Creo que aprobareis mi fuga, pues os he oido decir á propósito del capitan Shurker que no es digno retroceder. Llevo un traje completo, alguna ropa blanca, la Biblia, mi cuaderno de traducciones altinas, y el dinero bastante para dar principio á mi fortuna; conozco el camino que he emprendido... ó por mejor decir lo conoceré mañana, y espero que no os incomodareis. Abrazo á mamá y á Ana. Vuestro hijo que os quiere, S. Trelacony.»
Mi amigo me condujo por un sombrío corredor hasta la portezuela de escape, y dándome la llave, me advirtió que todos los dias se presentaria á hablar conmigo, á traerme la cena y á saber si habia encontrado modo de hacerme hombre. Salí al callejon de los Judios, é irguiendo la cabeza reflexioné valientemente que ni me pertenecia ni pertenecia á nadie: me pareció que con esto solo tenía bastante para salir del atolladero.
¿Cómo empiezan casi todos? Por una dichosa casualidad. Un hijo de buena familia que se cae del caballo y á quien se socorre. Una cartera con valores importantes que se pierde y que se puede devolver. Pero la fortuna no se repite. En mi niñez habia leido que un grande tuvo su principio en una barbería. ¿En dónde tropezar con mi barbero?
SE NECESITA UN MUCHACHO.
Este anuncio colocado en el cristal de una tienda era como la respuesta á mi pregunta, sólo que en la tienda se vendian patas de cerdo. Sin embargo entré.
—¿Qué os ocurre caballerito? me dijo el dueño, hombre robusto, de delantal blanco y de cuchillo en mano.
—¿No es aquí donde hace falta un muchacho?
El hombre me miró de piés á cabeza.
—Efectivamente, pero no necesitábamos mas que seis apendices y el marqués del Alfeñique acaba de reclamar la plaza vacante para su hijo, número 17.
—Deseo entrar de aprendiz... dijo tímidamente.
—Escuchadme caballerito: si no quereis comprarme patas de cerdo, tened la bondad de ejercitar las vuestras antes de que me sulfure. ¡Largo de aquí!
—Lo mismo me ocurrió en otros dos sitios. Iba yo demasiado bien vestido para lo que allí se necesitaba. A la noche me aconsejó mi amigo que mirase más alto, donde mi vestido de señorito no fuese un obstáculo para la admision.
El tiempo corria, la vieja Swigsby, que desde su principio recelaba algo, aumentaba sus sospechas, así es que decidí seguir el consejo de mi amigo.
—Valor, me dijo al desearme buenas noches: id al manantial. ¿Sabeis?
Sabeis. Ciertamente que yo no sabia con exactitud adonde iba.
—A nuestros grandes banqueros, dijo mi amigo, preguntad siempre por los jefes.
Penetrado del pensamiento de mi amigo, busqué al dia siguiente en el Almanaque del Comercio los nombres y señas de los banqueros más famosos y me encaminé á la Cité, donde ví unos cincuenta empleados absorbidos en su trabajo.
Nadie se fijó en mí, y por eso, á lo último, me dirigí á uno de ellos y le dije.
—Perdonadme, pero quisiera hablar á vuestro....
—¿A quién? preguntó con viveza.
—Al principal.
—El Sr. Lesigot se halla ahora en Goldborough Park, me contestó sonriendo con aire chuzon. Si se trata del empréstito otomano, le telegrafiaré y vendrá mañana.
Repuse que nada tenía que ver con el empréstito otomano y que cualquiera de los asociados de la casa sería bueno para mi objeto.
El empleado se inclinó; habló al oido del otro, y éste, rogándome que le acompañase, me guió, á través de un sin fin de mesas, á donde estaba un caballero anciano leyendo un periódico.
—¿Qué quereis, hijo mio? me preguntó.
—Perdonad, contestó algo aturdido ¿pero si necesitábais un muchacho de confianza?
Al empleado le costó trabajo reprimir una carcajada, pero el anciano la contuvo y añadió.
—¿Quién os manda, hijo mio, y qué quereis decir?
Animado por su bondad, le dije francamente que habia ido allí por mi cuenta; que queria trabajar y hacerme rico; que no estaba bien con mis padres, por cuyo motivo ocultaba la residencia de éstos, y que en caso de necesidad estaba dispuesto, para acreditar mi honradez y responder de mi inexperiencia, á depositar una suma.
—¿Y á cuánto asciende?
—A dos chelines y seis peniques.
Advertí que se le habia ocurrido una idea, porque me hizo volver cara á la ventana y me miró fijamente.
Me lo figuraba, murmuró. Sabed, me dijo en alto, que yo no puedo contraer semejantes responsabilidades sin consultar con mis asociados. Aguardadme en esa antesala, que os contestaré pronto.
En la antesala vi á un muchacho que me brindó con pan y queso, pero no acepté. La conducta del banquero se me habia hecho sospechosa, á pesar de su amabilidad.
—Quién es ese anciano que necesita consultar con sus asociados, pregunté al muchacho.
—Sir Eduardo Golshore, que vive cerca de Penrhyn.
—¿La residencia del general Thelacony?
—Cabalmente. El general almuerza aquí cuando viene á Londres; y en cuanto á los asociados me choca, porque todos están ausentes.
—Me parece que aquí hace mucho calor, dije casi sin aliento. Voy... voy á dar un paseo y vuelvo en seguida.
Y antes de que el portero me pusiese ningun inconveniente me marché.
Al verme con Concanen, advertí que su fisonomía no me anunciaba nada bueno.
—La vieja Swigsby sospecha. Si no regresais á casa de vuestros padres, teneis que iros á otro lado.
No habia otro remedio. Salí de aquella casa y me instalé en un cuartito próximo á la de mi amigo, para poder vernos con facilidad. Quiso pagarme el hospedaje de una semana, pero cuando le dije que de aceptar su ofrecimiento comprometía mi porvenir, consintió en comprarme algunas prendas y así conservé intacta mi media corona. Y me encontré segunda vez lanzando á la ventura. Nada se me proporcionó: en todas partes me miraban con curiosidad y recelo. Por más que hice no podia aparentar un punto medio entre el hijo de buena familia y un vagabundo.
No quiero describir mi existencia en tan amargos días. Mis esperanzas y mis recursos menguaban. No veia á Felipe ni queria verle por evitarle compromisos; habia renunciado á buscar empleo, y estaba decidido á no volver á mi casa.
Una mañana en que me paseaba desfallecido de hambre, aunque con mis seis peniques en el bolsillo, temeroso de que la vista de una pastelería los hiciese saltar, ví á un anciano judío que no tenía nada de elegante ni de limpio, acurrucado en el primer peldaño de una escalera. ¿Habrá muerto ese viejo? dijo el mozo de una taberna al pasar yo.
El anciano judío levantó los desmayados ojos y entonces observé que su rostro no tenía nada de innoble. Me puse a mirarle y ví que era de avanzada edad, que estaba escuálido, hambriente y cubierto de andrajos. Me tendió la mano, aunque sin demandar limosma, y seguí adelante, pero me ocurrió en el acto la idea de si iba á morirse.
Los seis peniques me saltaron en el bolsillo. Luché entre darlos al viejo y quedarme como él ó distribuirlos, pero ¿cómo si no tenía cambio que devolverme? ¿Fué una alucinacion ó fué verdad? Me pareció que los seis peniques, saltando en el bolsillo, me habian dado un golpe en el costado reprochándome mi dureza. ¡Mi única esperanza! ¡La base de mi fortuna! Una mirada enérgica me decidió: mis millones pasaron á poder del anciano.
Con sólo esto habia pasado mi Rubicon, pero declaro que hasta que me encontré en el campo de Mr. Tur Vitt, no me tuve por un fugitivo; esto no me acobardó ni me hizo retroceder, ni concebir la idea de refugiarme bajo el techo paterno. Sentí dolor en el corazon al pensar en el disgusto de mis padres, pero me tranquilicé considerando que los calmaría con una carta, y como no era prudente permanecer allí me puse en marcha.
Glumper House estaba situado en la parte Norte de Lóndres, próximo al barrio de las grandes fortunas. Dirigí mis pasos hácia donde me figuraba que debia estar la Cité, y meditando acerca de mi albergue para aquella noche, recordé á un antiguo amigo del Colegio, Felipe Concanen, del cual se conservaba memoria entre nosotros, y que á la sazon residía en Chelsea, á unas siete millas. Confiando en un buen consejo suyo y en que me guardaría el secreto fuí á verle.
Estaba asociado con su padre y su tio, ricos cerveceros. Al entrar en la gran fábrica que explotaban, me halló con que mi amigo dirigia por entonces en jefe el establecimiento, Concanen, hermano y Concanen. Recibí de él una favorable acogida y oyó mi relato con la mayor benevolencia, pero al mismo tiempo con mucha formalidad. La fabricacion de la cerveza había hecho de él una persona grave y séria, al revés de lo que sucede con el manejo de la harina, que crea personas muy sentimentales y románticas.
Felipe desaprobó lo hecho, severamente, así como las ilusiones de Rogers; sobre todo que la media corona fuese camino seguro para la fortuna, y me aconsejó que renunciase á mis proyectos y que me sometiera á mi familia; pero como yo, poseido de la mayor entereza, me negué á ello, tuvo que ceder y trazamos el siguiente plan. Una vieja criada llamada Siwgsby quedó enterada en parte de mi secreto, y me arregló una habitacion para que la ocupase hasta el lunes por la mañana, sin que nadie supiese de mi; tenía salida al callejón de los Judios. En ella viviria hasta que encontrase manera de hacerme hombre, pero si se sospechaba algo yo saldria de allí para no comprometer á mi amigo. Para la criada era yo sobrino de Mr. Thislewood, comprometido en una terrible conspiracion descubierta en Cato Street. Hecho esto escribí lo siguiente á mis padres.
«Querido padre: Me alegraré de que esteis buenos. En cuando se acabó el pastel y los demás adminículos que nos enviásteis tan amablemente, el hambre comenzó de nuevo con el arroz, la col, las orugas y el pastel de beefsteak. Yo esperaba que escribiríais á la señora Glumper, pero sospecho que no habeis tenido valor. Congregados todos los condiscípulos, hemos resuelto huir unos despues de otros, hasta que mejoren los alimentos, y á mi me ha tocado la suerte de ser el primero. Creo que aprobareis mi fuga, pues os he oido decir á propósito del capitan Shurker que no es digno retroceder. Llevo un traje completo, alguna ropa blanca, la Biblia, mi cuaderno de traducciones altinas, y el dinero bastante para dar principio á mi fortuna; conozco el camino que he emprendido... ó por mejor decir lo conoceré mañana, y espero que no os incomodareis. Abrazo á mamá y á Ana. Vuestro hijo que os quiere, S. Trelacony.»
Mi amigo me condujo por un sombrío corredor hasta la portezuela de escape, y dándome la llave, me advirtió que todos los dias se presentaria á hablar conmigo, á traerme la cena y á saber si habia encontrado modo de hacerme hombre. Salí al callejon de los Judios, é irguiendo la cabeza reflexioné valientemente que ni me pertenecia ni pertenecia á nadie: me pareció que con esto solo tenía bastante para salir del atolladero.
¿Cómo empiezan casi todos? Por una dichosa casualidad. Un hijo de buena familia que se cae del caballo y á quien se socorre. Una cartera con valores importantes que se pierde y que se puede devolver. Pero la fortuna no se repite. En mi niñez habia leido que un grande tuvo su principio en una barbería. ¿En dónde tropezar con mi barbero?
SE NECESITA UN MUCHACHO.
Este anuncio colocado en el cristal de una tienda era como la respuesta á mi pregunta, sólo que en la tienda se vendian patas de cerdo. Sin embargo entré.
—¿Qué os ocurre caballerito? me dijo el dueño, hombre robusto, de delantal blanco y de cuchillo en mano.
—¿No es aquí donde hace falta un muchacho?
El hombre me miró de piés á cabeza.
—Efectivamente, pero no necesitábamos mas que seis apendices y el marqués del Alfeñique acaba de reclamar la plaza vacante para su hijo, número 17.
—Deseo entrar de aprendiz... dijo tímidamente.
—Escuchadme caballerito: si no quereis comprarme patas de cerdo, tened la bondad de ejercitar las vuestras antes de que me sulfure. ¡Largo de aquí!
—Lo mismo me ocurrió en otros dos sitios. Iba yo demasiado bien vestido para lo que allí se necesitaba. A la noche me aconsejó mi amigo que mirase más alto, donde mi vestido de señorito no fuese un obstáculo para la admision.
El tiempo corria, la vieja Swigsby, que desde su principio recelaba algo, aumentaba sus sospechas, así es que decidí seguir el consejo de mi amigo.
—Valor, me dijo al desearme buenas noches: id al manantial. ¿Sabeis?
Sabeis. Ciertamente que yo no sabia con exactitud adonde iba.
—A nuestros grandes banqueros, dijo mi amigo, preguntad siempre por los jefes.
Penetrado del pensamiento de mi amigo, busqué al dia siguiente en el Almanaque del Comercio los nombres y señas de los banqueros más famosos y me encaminé á la Cité, donde ví unos cincuenta empleados absorbidos en su trabajo.
Nadie se fijó en mí, y por eso, á lo último, me dirigí á uno de ellos y le dije.
—Perdonadme, pero quisiera hablar á vuestro....
—¿A quién? preguntó con viveza.
—Al principal.
—El Sr. Lesigot se halla ahora en Goldborough Park, me contestó sonriendo con aire chuzon. Si se trata del empréstito otomano, le telegrafiaré y vendrá mañana.
Repuse que nada tenía que ver con el empréstito otomano y que cualquiera de los asociados de la casa sería bueno para mi objeto.
El empleado se inclinó; habló al oido del otro, y éste, rogándome que le acompañase, me guió, á través de un sin fin de mesas, á donde estaba un caballero anciano leyendo un periódico.
—¿Qué quereis, hijo mio? me preguntó.
—Perdonad, contestó algo aturdido ¿pero si necesitábais un muchacho de confianza?
Al empleado le costó trabajo reprimir una carcajada, pero el anciano la contuvo y añadió.
—¿Quién os manda, hijo mio, y qué quereis decir?
Animado por su bondad, le dije francamente que habia ido allí por mi cuenta; que queria trabajar y hacerme rico; que no estaba bien con mis padres, por cuyo motivo ocultaba la residencia de éstos, y que en caso de necesidad estaba dispuesto, para acreditar mi honradez y responder de mi inexperiencia, á depositar una suma.
—¿Y á cuánto asciende?
—A dos chelines y seis peniques.
Advertí que se le habia ocurrido una idea, porque me hizo volver cara á la ventana y me miró fijamente.
Me lo figuraba, murmuró. Sabed, me dijo en alto, que yo no puedo contraer semejantes responsabilidades sin consultar con mis asociados. Aguardadme en esa antesala, que os contestaré pronto.
En la antesala vi á un muchacho que me brindó con pan y queso, pero no acepté. La conducta del banquero se me habia hecho sospechosa, á pesar de su amabilidad.
—Quién es ese anciano que necesita consultar con sus asociados, pregunté al muchacho.
—Sir Eduardo Golshore, que vive cerca de Penrhyn.
—¿La residencia del general Thelacony?
—Cabalmente. El general almuerza aquí cuando viene á Londres; y en cuanto á los asociados me choca, porque todos están ausentes.
—Me parece que aquí hace mucho calor, dije casi sin aliento. Voy... voy á dar un paseo y vuelvo en seguida.
Y antes de que el portero me pusiese ningun inconveniente me marché.
Al verme con Concanen, advertí que su fisonomía no me anunciaba nada bueno.
—La vieja Swigsby sospecha. Si no regresais á casa de vuestros padres, teneis que iros á otro lado.
No habia otro remedio. Salí de aquella casa y me instalé en un cuartito próximo á la de mi amigo, para poder vernos con facilidad. Quiso pagarme el hospedaje de una semana, pero cuando le dije que de aceptar su ofrecimiento comprometía mi porvenir, consintió en comprarme algunas prendas y así conservé intacta mi media corona. Y me encontré segunda vez lanzando á la ventura. Nada se me proporcionó: en todas partes me miraban con curiosidad y recelo. Por más que hice no podia aparentar un punto medio entre el hijo de buena familia y un vagabundo.
No quiero describir mi existencia en tan amargos días. Mis esperanzas y mis recursos menguaban. No veia á Felipe ni queria verle por evitarle compromisos; habia renunciado á buscar empleo, y estaba decidido á no volver á mi casa.
Una mañana en que me paseaba desfallecido de hambre, aunque con mis seis peniques en el bolsillo, temeroso de que la vista de una pastelería los hiciese saltar, ví á un anciano judío que no tenía nada de elegante ni de limpio, acurrucado en el primer peldaño de una escalera. ¿Habrá muerto ese viejo? dijo el mozo de una taberna al pasar yo.
El anciano judío levantó los desmayados ojos y entonces observé que su rostro no tenía nada de innoble. Me puse a mirarle y ví que era de avanzada edad, que estaba escuálido, hambriente y cubierto de andrajos. Me tendió la mano, aunque sin demandar limosma, y seguí adelante, pero me ocurrió en el acto la idea de si iba á morirse.
Los seis peniques me saltaron en el bolsillo. Luché entre darlos al viejo y quedarme como él ó distribuirlos, pero ¿cómo si no tenía cambio que devolverme? ¿Fué una alucinacion ó fué verdad? Me pareció que los seis peniques, saltando en el bolsillo, me habian dado un golpe en el costado reprochándome mi dureza. ¡Mi única esperanza! ¡La base de mi fortuna! Una mirada enérgica me decidió: mis millones pasaron á poder del anciano.
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Re: La Fortuna De Un Estudiante De Charles Dickens
III
No puedo darme cuenta de lo que hice en el resto del dia. Al retirarme extenuado de hambre á mi domicilio, me detuve maquinalmente ante una panadería. Sentí que me tocaban en el hombro: era el judío, pero ¡qué cambiado de aspecto!
—Qué hermosos panes, ¿es verdad? me dijo.
De debilidad no pude contestarle.
—¿Y no tenéis dinero? preguntó admirado.
Hice señal de que no.
—Yo... he gastado vuestra moneda, añadió; pero venid y no desdeñeis mi pobre hospitalidad.
Quedé asombrado y le seguí. El tomó su aspecto de mendigo y cautelosamente me fué llevando hasta una casa situada en una callejuela estrecha y sombría.
—Agarraos á mi vestido, dijo.
Efectivamente aquello estaba tan oscuro que no pude ver á quien nos abrió, pero oí su argentina voz saludándonos, y tras ella subimos á un piso superior.
Entonces ví á la débil luz de una bujía á una joven de quince años, vestida con un ámplio traje blanco, única ropa que en la apariencia llevaba, enseñando sus torneados brazos hasta el codo por las anchas mangas, con los negros cabellos encerrados en una redecilla blanca y con los piés descalzos. A pesar de mi desfallecimiento, me quedé admirado. ¿Es eso una mujer? me pregunté al verla tan hermosa, interrogando con la mirada al anciano judío: aquel sér parecía más del cielo que de la tierra.
—Zell, sirve la cena, dijo el viejo.
Aquella noche pasó para mí como en ensueños mágicos. El cansancio y la debilidad de estómago me impedían comer. Alucinado creí estar á la mesa con la reina de las hadas y el viejo judío que le contaba una historia de seis peniques. A lo último la reina de las hadas dijo:
—Pobrecito: será preciso acostarle, y sin más cumplimiento me acostó ella misma en una cama improvisada sobre el suelo. Ví tan cerca de mí el lindo y blanco pié de la hada, que de buena gana lo hubiera besado, pero me rindió el sueño.
Cuando me desperté, Zell y su abuelo acababan de almorzar. El contraste de ella y el de él á la luz de dia, era mayor que por la noche; ella se me apareció más espléndida y arrebatadora en toda la belleza del tipo judío. El amor, si es posible en un niño de doce años, se reveló en mí con fuerza que no se ha extinguido.
Zell me sirvió una taza de thé, y el viejo me hizo varias preguntas, relativas á mi familia, á las que contesté francamente que no podia contestarle, y que deseaba hacer fortuna por mí mismo.
—Tambien voy á ser franco contigo. No soy tan pobre como crees. Mi nieta Zell no tiene á nadie más que á mi, y por razones especiales, nunca sale de casa. Me asusta su aislamiento. Si quieres quedarte con nosotros, comerás hasta que los tiempos mejoren y harás los encargos de Zell. ¿Aceptas?
Aunque me hubieran ofrecido hacerme protentado, admití aquella proposicion. ¡Vivir con Zell! ¡Ser su esclavo!
No sé lo que dije, pero á poco se marchó el viejo y yo me quedé con Zell limpiando las tazas de thé: por haber roto una me propinó un soberbio bofeton, valida de la superioridad que le concedían los cuatro años que me llevaba: me miraba con el mismo interés que á su gato.
La sala donde generalmente habitábamos estaba muy limpia, pero lo demás de la casa lleno de polvo. Con cuatro peniques y medio que le daba el viejo, atendía Zell á las necesidades de la casa: yo era el encargado de la compra, segun las instrucciones de la jóven, la cual ó me recompensaba con una sonrisa ó me castigaba con un bofeton.
A duras penas pude saber por Zell que mi hospedero Moisés, Jeremías Abraham, era un avaro como se ven pocos. A ella la llevaba vestida de aquel modo para que no pudiera salir de casa y gastar; pero al verla tan hermosa, no pude por menos de pensar que había otro motivo más poderoso. Me dijo tambien que el viejo estaba ausente casi siempre hasta el crepúsculo y algunas veces hasta más tarde, por lo que si ciertas noches oía sus señales en la ventana, sin oir sus pasos en la escalera, debia callarme: «desgraciado de tí, añadió amenazándome con su manita, si descubres nuestro secreto.»
¡Nuestro secreto! El corazon se me oprimió y comprendí los celos. Zell amaba.
—¿Por qué te sonrojas, niño estúpido? exclamó entre risueña y enojada. ¿Eres de fiar ó no?
No sé lo que repuse, pero no era, de seguro, la expresion de mi pensamiento. No pasó mucho tiempo sin que me pusieran á prueba. Una de las noches en que Abraham regresaba tarde, se oyó su señal, y yo siguiendo á Zell, por mandato suyo, ví que esta abria la ventaba y que penetraba por ella un desconocido de miserable aspecto. Zell se dejó acariciar y aun besar. Hablaron en voz baja, y por lo que pude comprender, de mí. En esto, oyóse la señal del viejo y el desconocido desapareció.
Al día siguiente Zell me dió una carta para llevarla á una tienda y á un desconocido que me la pediria. No ví ninguno en este caso, y haciendo tiempo por no volver á Zell sin haber ejecutado la comisión, se presentó un carruaje del cual bajó un caballero guapo, de retorcidos bigotes y con aspecto militar. Tenía mucha confianza con la dueña de la tienda, porque se estuvo bromeando con ella. Por si acaso era aquel mi desconocido, pasé por delante llevando la carta en la mano, y los dos salimos.
—Dádmela, me dijo: tomad esto y esto, añadió entregándome otra carta y media corona: volved mañana por la mañana.
Rechacé su dinero, diciendo que no me hacía falta, asegurándole del cumplimiento de su mensaje, y mirándome sorprendido, se alejó.
La alegria de Zell fué extremada: me recompensó acariciando con su sedosa mano mi cabellera. Díjome que aquel era Jhon Leveless, hijo del orgulloso conde San Buryan, y que estaba reñido con su padre porque no le quería dejar casar con una jóven sin dinero é hija de judío: de esto procedia el secreto de las entrevistas.
Al dia siguiente Sir Jhon fué exacto á la cita. Como no estábamos lejos del rio y necesitaba hablar conmigo, segun manifestó, nos metimos en una lancha.
—Estoy seguro, dijo, de que el judío os tendrá bien enseñado. Sed franco. ¿No le habeis visto manejar sus guineas?
Lo negué formalmente, asegurándole con tan buenas razones que Abraham estaba pobre, que se quedó pensativo y mal humorado: al marcharse reveló gran contrariedad.
Nada le dije á Zell por no entristecerla; pero desde entonces las visitas de Sir Jhon fueron escaseando con gran sentimiento de Zell, que llegó á preocuparse de tal modo que parecia como muerta.
Un triste suceso vino á sacarla de su abatimiento. Un día trajeron moribundo al anciano judío. Habiendo sido robado en medio de la calle, la conmocion que esto le produjo fué tan grande, que apenas vivió algunas horas. Zell, que no le había abandonado un solo momento, se sobrepuso al golpe con extraña resignacion, pero su palidez y la extraña expresion de sus miradas me asustaron. En el testamento que se encontró la dejaba heredera de todo y por tutor á un tal Lemuel Samuelson. Nunca se supo la cantidad robada. Con lo que habia en caso, de valor de unas veinte ó trienta libras esterlinas, hubo para pagar al médico, enterrar al viejo, vestir decentemente á Zell y atender á nuestras más perentorias necesidades. Entretanto mi pobre Zell sufria horriblemente por la indiferencia de Jhon.
Un día en que ignoraba cómo consolarla, me preguntó:
—¿Tambien, tú, Cárlos, quieres abandonarme?
—¡Zell... yo abandonaros!
Y desesperado me puse á llorar.
—Os ruego mi querido... mi buen Car...
Y no pudo seguir, deshaciéndose en lágrimas.
Al mismo tiempo me llamó la atencion un niño que desde la calle me hacia señas de bajar.
—Un caballero, dijo, me ha dado un chelin para que os avisara de que os esperaba al final de la calle.
Fuí allí y me encontré á Jhon Loveless detrás de la esquina.
—Decidme pronto, porque me expongo á compromisos: ¿Cómo está Zell? ¿Su padre ha muerto como pordiosero?
Le manifesté que el padre nunca habia sido mendigo, pero que no teníamos dinero y que nos disponíamos á buscar trabajo en cuando Zell recibiese los vestidos de luto.
Pareció conmoverse é hizo un movimiento como en direccion á la casa.
—No... no puedo. Un asunto de mucho interés me llama á otro lado. Dále esto y díle que no he venido á verla porque he estado ausente con mi regimiento.
Y echo á correr como alma que lleva el diablo. Casi de rodillas á los piés de Zell le conté lo ocurrido, y ella sin apartar sus ojos de los mios dijo:
—Pon... pon esa despreciable limosna en un sobre y llévala adonde te diré. Y así lo hice al pié de la letra.
Llegada la noche, estábamos hablando de nuestros proyectos, cuando se presentó un desconocido pidiendo entrar con altanera voz; era el casero é iba acompañado de otra persona. Como hacia muchos tiempos que no se le pagaban los alquileres, y las intimaciones y las amenazas habian sido infructuosas para el viejo Abraham, se presentaba entonces aprovechando la ocacion para ejercitar su derecho.
Toda reclamacion hubiera sido inútil: no teníamos con que responder.
—Pero á lo menos, dijo Zell, no cometereis la crueldad de echarnos á estas horas.
—No, ciertamente, repuso el propietario; pero como no quiero gastar contemplaciones os dejaré sin camas y sin puertas en las ventanas. Bill Blosam, apoderaos pronto de todo.
—Os suplico, exclamó Zell, en nombre del cielo que dejeis las ventanas: pronto cerrará la noche.
Y al arrancar con fuerza los carcomidos postigos, estos estallaron con estruendo terrible, abriéndose y dejando la sala cubierta de una verdadera lluvia de monedas de oro.
—Diablo, exclamó el casero cegado por el polvo.
—Zell fué la primera que recobró la serenidad. Viendo á un individuo de policía, que se presentó alli atraido por el estrépito, le hizo entrar, y tranquilizando al propietario, ya más humano, pidió la proteccion de la autoridad por aquella noche.
Dos mil setecientas guineas habia en el suelo; pero empotrados en diferentes puntos de la casa, se encontraron valores hasta doscientas noventa mil libras esterlinas.
—Hacednos el favor á mí y á mi mujer, dijo Samuelson, así que terminaron todas las investigaciones posibles, de aceptar nuestra hospitalidad hasta que tomeis una resolucion.
Zell aceptó, pero desde el descubrimiento del tesoro apenas la dejaba la melancolía. ¿Pensaba en lo que habria podido suceder si su abuelo hubiera sido menos sagaz? No me dirigió la palabra, y al subir al coche llamado por Samuelson, temí que ni aun me dijese adios. El mismo tutor fué quien se lo recordó, preguntándole si tenía algo que ordenar al muchacho.
—¿Al muchacho? repitió distraidamente.
—Id á mi despecho, me dijo Samuelson, que deseaba marcharse. ¿Cómo os llamais?
No contesté, porque no pensaba ni miraba más que á Zell.
—¿Estas de mal humor? Lo siento, añadió Samuelson: venid, hija mia.
—Cárlos, Cárlos, exclamó Zell.
Me quedé sin fuerzas. Ella me hizo un saludo y el tutor se la llevó consigo.
Permanecí todo el dia frente á la ventana como si hubiese de venir Zell, aunque no la esperaba. Se habia llevado toda mi felicidad y mi ansia de vivir. Cuando el hambre se presentó no tuve ánimo para ir en busca de alimento, y á la hora que en los dias anteriores habia sido tan feliz para mí porque cenaba con Zell, me acosté en su lecho, rindiéndome al abatimiento y á la desesperacion. Mis ideas se confundieron, mí pulso emepezó á latir con fuerza y dolorosamente, oí que me llamaban y despues me desvanecí.
Desperté en casa de mi padre despues de tres semanas de enfermedad. Pronto estuve en disposicion de volver al colegio, mas no á Glumper House. Durante mi delirio habia revelado el nombre de mi familia y algunos más, porque el de Zell era familiar para mi madre y Anita.
Años adelante se dió un gran baile en el palacio del virey de Irlanda, y yo fuí invitado en mi calidad de teniente de dragones. La fiesta era brillantísima porque se trataba de despedir á un virey muy popular. Este en un círculo de oficiales decia:
—Señores: tan buena conquista no se debe escapar. Admirable belleza, gracia, talento y doce mil libras de renta. ¡Qué vergüenza para los irlandeses sí se les escapa! Dicen que regresa de Méjico sin haber encontrado á su prometido.
—Se quedará entre nosotros milord, dijo el coronel Walsingham.
—¿Quién se la llevará? preguntó el virey.
—Hay varios candidatos, dijo lord Gornig, y entre ellos yo; pero hasta ahora San Buryan es el preferido.
—¿Por qué? preguntó el virey.
—Porque la jóven ha estado sentada toda la noche al lado de la madre de San Buryan, y dicen que ésta entiende mucho de arreglos matrimoniales.
—¿Se decidirá esta noche?
—Sí; la jóven no bailará más que la última contradanza, y se reserva la elección de pareja: los demás tendremos que someternos.
Instantes despues se advirtió algo de movimiento. Todas las miradas se dirigieron al mismo sitio. En medio del salon, y apoyada en el brazo de lord Jhon Loveless, ahora conde de San Buryan, ví á la hermosa Zell, Zell..... más alta, más desarrollada, aunque no más preciosa porque no cabia. Me miró frente á frente y me pareció que se fijaba mucho; mas no, apartó sus lindos ojos con tristeza como si no me conociera; ¡habian pasado diez años!
La orquesta preludió la postrer contradanza. Como arrastrado mágicamente, fuí á colocarme enfrente de la encantadora mejicana, aunque muy separado. Ví á todos los candidatos, dando muestras de su exquisita educacion, que solicitaban el honor de bailar con ella. A todos les fué negado. No quedaba más que San Buryan. Acercóse lleno de confianza, y animado por la triunfante sonrisa de su madre. Zell se puso de pié antes de que desplegase los labios.
—Dadme el brazo porque deseo atravesar el salon, le dijo en alta voz.
Acercáronse á mí, y soltándose de lord San Buryan, tendióme sus preciosas manos, exclamando:
—Cárlos, Cárlos; ¿no me conoces? Vengo á rogarte que..... que me hagas el favor de bailar con tu antigua amiga Zell.
Hoy poseemos más de un parque poblado de ciervos; pero sólo del de Escocia, segun el dictamen de Zell (que quiere siempre ser mayor y más sesuda que yo), le envié á mi amigo Roger una pierna de venado digna de la mesa de un rey.
No puedo darme cuenta de lo que hice en el resto del dia. Al retirarme extenuado de hambre á mi domicilio, me detuve maquinalmente ante una panadería. Sentí que me tocaban en el hombro: era el judío, pero ¡qué cambiado de aspecto!
—Qué hermosos panes, ¿es verdad? me dijo.
De debilidad no pude contestarle.
—¿Y no tenéis dinero? preguntó admirado.
Hice señal de que no.
—Yo... he gastado vuestra moneda, añadió; pero venid y no desdeñeis mi pobre hospitalidad.
Quedé asombrado y le seguí. El tomó su aspecto de mendigo y cautelosamente me fué llevando hasta una casa situada en una callejuela estrecha y sombría.
—Agarraos á mi vestido, dijo.
Efectivamente aquello estaba tan oscuro que no pude ver á quien nos abrió, pero oí su argentina voz saludándonos, y tras ella subimos á un piso superior.
Entonces ví á la débil luz de una bujía á una joven de quince años, vestida con un ámplio traje blanco, única ropa que en la apariencia llevaba, enseñando sus torneados brazos hasta el codo por las anchas mangas, con los negros cabellos encerrados en una redecilla blanca y con los piés descalzos. A pesar de mi desfallecimiento, me quedé admirado. ¿Es eso una mujer? me pregunté al verla tan hermosa, interrogando con la mirada al anciano judío: aquel sér parecía más del cielo que de la tierra.
—Zell, sirve la cena, dijo el viejo.
Aquella noche pasó para mí como en ensueños mágicos. El cansancio y la debilidad de estómago me impedían comer. Alucinado creí estar á la mesa con la reina de las hadas y el viejo judío que le contaba una historia de seis peniques. A lo último la reina de las hadas dijo:
—Pobrecito: será preciso acostarle, y sin más cumplimiento me acostó ella misma en una cama improvisada sobre el suelo. Ví tan cerca de mí el lindo y blanco pié de la hada, que de buena gana lo hubiera besado, pero me rindió el sueño.
Cuando me desperté, Zell y su abuelo acababan de almorzar. El contraste de ella y el de él á la luz de dia, era mayor que por la noche; ella se me apareció más espléndida y arrebatadora en toda la belleza del tipo judío. El amor, si es posible en un niño de doce años, se reveló en mí con fuerza que no se ha extinguido.
Zell me sirvió una taza de thé, y el viejo me hizo varias preguntas, relativas á mi familia, á las que contesté francamente que no podia contestarle, y que deseaba hacer fortuna por mí mismo.
—Tambien voy á ser franco contigo. No soy tan pobre como crees. Mi nieta Zell no tiene á nadie más que á mi, y por razones especiales, nunca sale de casa. Me asusta su aislamiento. Si quieres quedarte con nosotros, comerás hasta que los tiempos mejoren y harás los encargos de Zell. ¿Aceptas?
Aunque me hubieran ofrecido hacerme protentado, admití aquella proposicion. ¡Vivir con Zell! ¡Ser su esclavo!
No sé lo que dije, pero á poco se marchó el viejo y yo me quedé con Zell limpiando las tazas de thé: por haber roto una me propinó un soberbio bofeton, valida de la superioridad que le concedían los cuatro años que me llevaba: me miraba con el mismo interés que á su gato.
La sala donde generalmente habitábamos estaba muy limpia, pero lo demás de la casa lleno de polvo. Con cuatro peniques y medio que le daba el viejo, atendía Zell á las necesidades de la casa: yo era el encargado de la compra, segun las instrucciones de la jóven, la cual ó me recompensaba con una sonrisa ó me castigaba con un bofeton.
A duras penas pude saber por Zell que mi hospedero Moisés, Jeremías Abraham, era un avaro como se ven pocos. A ella la llevaba vestida de aquel modo para que no pudiera salir de casa y gastar; pero al verla tan hermosa, no pude por menos de pensar que había otro motivo más poderoso. Me dijo tambien que el viejo estaba ausente casi siempre hasta el crepúsculo y algunas veces hasta más tarde, por lo que si ciertas noches oía sus señales en la ventana, sin oir sus pasos en la escalera, debia callarme: «desgraciado de tí, añadió amenazándome con su manita, si descubres nuestro secreto.»
¡Nuestro secreto! El corazon se me oprimió y comprendí los celos. Zell amaba.
—¿Por qué te sonrojas, niño estúpido? exclamó entre risueña y enojada. ¿Eres de fiar ó no?
No sé lo que repuse, pero no era, de seguro, la expresion de mi pensamiento. No pasó mucho tiempo sin que me pusieran á prueba. Una de las noches en que Abraham regresaba tarde, se oyó su señal, y yo siguiendo á Zell, por mandato suyo, ví que esta abria la ventaba y que penetraba por ella un desconocido de miserable aspecto. Zell se dejó acariciar y aun besar. Hablaron en voz baja, y por lo que pude comprender, de mí. En esto, oyóse la señal del viejo y el desconocido desapareció.
Al día siguiente Zell me dió una carta para llevarla á una tienda y á un desconocido que me la pediria. No ví ninguno en este caso, y haciendo tiempo por no volver á Zell sin haber ejecutado la comisión, se presentó un carruaje del cual bajó un caballero guapo, de retorcidos bigotes y con aspecto militar. Tenía mucha confianza con la dueña de la tienda, porque se estuvo bromeando con ella. Por si acaso era aquel mi desconocido, pasé por delante llevando la carta en la mano, y los dos salimos.
—Dádmela, me dijo: tomad esto y esto, añadió entregándome otra carta y media corona: volved mañana por la mañana.
Rechacé su dinero, diciendo que no me hacía falta, asegurándole del cumplimiento de su mensaje, y mirándome sorprendido, se alejó.
La alegria de Zell fué extremada: me recompensó acariciando con su sedosa mano mi cabellera. Díjome que aquel era Jhon Leveless, hijo del orgulloso conde San Buryan, y que estaba reñido con su padre porque no le quería dejar casar con una jóven sin dinero é hija de judío: de esto procedia el secreto de las entrevistas.
Al dia siguiente Sir Jhon fué exacto á la cita. Como no estábamos lejos del rio y necesitaba hablar conmigo, segun manifestó, nos metimos en una lancha.
—Estoy seguro, dijo, de que el judío os tendrá bien enseñado. Sed franco. ¿No le habeis visto manejar sus guineas?
Lo negué formalmente, asegurándole con tan buenas razones que Abraham estaba pobre, que se quedó pensativo y mal humorado: al marcharse reveló gran contrariedad.
Nada le dije á Zell por no entristecerla; pero desde entonces las visitas de Sir Jhon fueron escaseando con gran sentimiento de Zell, que llegó á preocuparse de tal modo que parecia como muerta.
Un triste suceso vino á sacarla de su abatimiento. Un día trajeron moribundo al anciano judío. Habiendo sido robado en medio de la calle, la conmocion que esto le produjo fué tan grande, que apenas vivió algunas horas. Zell, que no le había abandonado un solo momento, se sobrepuso al golpe con extraña resignacion, pero su palidez y la extraña expresion de sus miradas me asustaron. En el testamento que se encontró la dejaba heredera de todo y por tutor á un tal Lemuel Samuelson. Nunca se supo la cantidad robada. Con lo que habia en caso, de valor de unas veinte ó trienta libras esterlinas, hubo para pagar al médico, enterrar al viejo, vestir decentemente á Zell y atender á nuestras más perentorias necesidades. Entretanto mi pobre Zell sufria horriblemente por la indiferencia de Jhon.
Un día en que ignoraba cómo consolarla, me preguntó:
—¿Tambien, tú, Cárlos, quieres abandonarme?
—¡Zell... yo abandonaros!
Y desesperado me puse á llorar.
—Os ruego mi querido... mi buen Car...
Y no pudo seguir, deshaciéndose en lágrimas.
Al mismo tiempo me llamó la atencion un niño que desde la calle me hacia señas de bajar.
—Un caballero, dijo, me ha dado un chelin para que os avisara de que os esperaba al final de la calle.
Fuí allí y me encontré á Jhon Loveless detrás de la esquina.
—Decidme pronto, porque me expongo á compromisos: ¿Cómo está Zell? ¿Su padre ha muerto como pordiosero?
Le manifesté que el padre nunca habia sido mendigo, pero que no teníamos dinero y que nos disponíamos á buscar trabajo en cuando Zell recibiese los vestidos de luto.
Pareció conmoverse é hizo un movimiento como en direccion á la casa.
—No... no puedo. Un asunto de mucho interés me llama á otro lado. Dále esto y díle que no he venido á verla porque he estado ausente con mi regimiento.
Y echo á correr como alma que lleva el diablo. Casi de rodillas á los piés de Zell le conté lo ocurrido, y ella sin apartar sus ojos de los mios dijo:
—Pon... pon esa despreciable limosna en un sobre y llévala adonde te diré. Y así lo hice al pié de la letra.
Llegada la noche, estábamos hablando de nuestros proyectos, cuando se presentó un desconocido pidiendo entrar con altanera voz; era el casero é iba acompañado de otra persona. Como hacia muchos tiempos que no se le pagaban los alquileres, y las intimaciones y las amenazas habian sido infructuosas para el viejo Abraham, se presentaba entonces aprovechando la ocacion para ejercitar su derecho.
Toda reclamacion hubiera sido inútil: no teníamos con que responder.
—Pero á lo menos, dijo Zell, no cometereis la crueldad de echarnos á estas horas.
—No, ciertamente, repuso el propietario; pero como no quiero gastar contemplaciones os dejaré sin camas y sin puertas en las ventanas. Bill Blosam, apoderaos pronto de todo.
—Os suplico, exclamó Zell, en nombre del cielo que dejeis las ventanas: pronto cerrará la noche.
Y al arrancar con fuerza los carcomidos postigos, estos estallaron con estruendo terrible, abriéndose y dejando la sala cubierta de una verdadera lluvia de monedas de oro.
—Diablo, exclamó el casero cegado por el polvo.
—Zell fué la primera que recobró la serenidad. Viendo á un individuo de policía, que se presentó alli atraido por el estrépito, le hizo entrar, y tranquilizando al propietario, ya más humano, pidió la proteccion de la autoridad por aquella noche.
Dos mil setecientas guineas habia en el suelo; pero empotrados en diferentes puntos de la casa, se encontraron valores hasta doscientas noventa mil libras esterlinas.
—Hacednos el favor á mí y á mi mujer, dijo Samuelson, así que terminaron todas las investigaciones posibles, de aceptar nuestra hospitalidad hasta que tomeis una resolucion.
Zell aceptó, pero desde el descubrimiento del tesoro apenas la dejaba la melancolía. ¿Pensaba en lo que habria podido suceder si su abuelo hubiera sido menos sagaz? No me dirigió la palabra, y al subir al coche llamado por Samuelson, temí que ni aun me dijese adios. El mismo tutor fué quien se lo recordó, preguntándole si tenía algo que ordenar al muchacho.
—¿Al muchacho? repitió distraidamente.
—Id á mi despecho, me dijo Samuelson, que deseaba marcharse. ¿Cómo os llamais?
No contesté, porque no pensaba ni miraba más que á Zell.
—¿Estas de mal humor? Lo siento, añadió Samuelson: venid, hija mia.
—Cárlos, Cárlos, exclamó Zell.
Me quedé sin fuerzas. Ella me hizo un saludo y el tutor se la llevó consigo.
Permanecí todo el dia frente á la ventana como si hubiese de venir Zell, aunque no la esperaba. Se habia llevado toda mi felicidad y mi ansia de vivir. Cuando el hambre se presentó no tuve ánimo para ir en busca de alimento, y á la hora que en los dias anteriores habia sido tan feliz para mí porque cenaba con Zell, me acosté en su lecho, rindiéndome al abatimiento y á la desesperacion. Mis ideas se confundieron, mí pulso emepezó á latir con fuerza y dolorosamente, oí que me llamaban y despues me desvanecí.
Desperté en casa de mi padre despues de tres semanas de enfermedad. Pronto estuve en disposicion de volver al colegio, mas no á Glumper House. Durante mi delirio habia revelado el nombre de mi familia y algunos más, porque el de Zell era familiar para mi madre y Anita.
Años adelante se dió un gran baile en el palacio del virey de Irlanda, y yo fuí invitado en mi calidad de teniente de dragones. La fiesta era brillantísima porque se trataba de despedir á un virey muy popular. Este en un círculo de oficiales decia:
—Señores: tan buena conquista no se debe escapar. Admirable belleza, gracia, talento y doce mil libras de renta. ¡Qué vergüenza para los irlandeses sí se les escapa! Dicen que regresa de Méjico sin haber encontrado á su prometido.
—Se quedará entre nosotros milord, dijo el coronel Walsingham.
—¿Quién se la llevará? preguntó el virey.
—Hay varios candidatos, dijo lord Gornig, y entre ellos yo; pero hasta ahora San Buryan es el preferido.
—¿Por qué? preguntó el virey.
—Porque la jóven ha estado sentada toda la noche al lado de la madre de San Buryan, y dicen que ésta entiende mucho de arreglos matrimoniales.
—¿Se decidirá esta noche?
—Sí; la jóven no bailará más que la última contradanza, y se reserva la elección de pareja: los demás tendremos que someternos.
Instantes despues se advirtió algo de movimiento. Todas las miradas se dirigieron al mismo sitio. En medio del salon, y apoyada en el brazo de lord Jhon Loveless, ahora conde de San Buryan, ví á la hermosa Zell, Zell..... más alta, más desarrollada, aunque no más preciosa porque no cabia. Me miró frente á frente y me pareció que se fijaba mucho; mas no, apartó sus lindos ojos con tristeza como si no me conociera; ¡habian pasado diez años!
La orquesta preludió la postrer contradanza. Como arrastrado mágicamente, fuí á colocarme enfrente de la encantadora mejicana, aunque muy separado. Ví á todos los candidatos, dando muestras de su exquisita educacion, que solicitaban el honor de bailar con ella. A todos les fué negado. No quedaba más que San Buryan. Acercóse lleno de confianza, y animado por la triunfante sonrisa de su madre. Zell se puso de pié antes de que desplegase los labios.
—Dadme el brazo porque deseo atravesar el salon, le dijo en alta voz.
Acercáronse á mí, y soltándose de lord San Buryan, tendióme sus preciosas manos, exclamando:
—Cárlos, Cárlos; ¿no me conoces? Vengo á rogarte que..... que me hagas el favor de bailar con tu antigua amiga Zell.
Hoy poseemos más de un parque poblado de ciervos; pero sólo del de Escocia, segun el dictamen de Zell (que quiere siempre ser mayor y más sesuda que yo), le envié á mi amigo Roger una pierna de venado digna de la mesa de un rey.
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