MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Novelas y Libros -E-Boock-PDF
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Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
Recuerdo del primer mensaje :
Madame Bovary
de Gustave Flaubert
Primera parte
CAPÍTULO I.
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un «novato» con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
‑Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad. El «novato», que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía de molestarle en las sisas, y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.
Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, y a las dos, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila. Teníamos costumbre al entrar en clase de tirar las gorras al suelo para tener después las manos libres; había que echarlas desde el umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared levantando mucho polvo; era nuestro estilo.
Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el «novato» aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, del chapskal, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado en trencilla complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera relucía.
‑Levántese ‑le dijo el profesor.
El «novato» se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la clase se echó a reír. Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado se la volvió a tirar de un codazo, él volvió a recogerla.
‑Deje ya en paz su gorra ‑dijo el profesor, que era hombre de chispa.
Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso sobre las rodillas.
‑Levántese ‑le ordenó el profesor`, y dígame su nombre.
El «novato», tartajeando, articuló un nombre ininteligible:
‑¡Repita!
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase. «¡Más alto!», gritó el profesor, «¡más alto!».
El «novato», tomando entonces una resolución extrema, abrió una boca desmesurada, y a pleno pulmón, como para llamar a alguien, soltó esta palabra: Charbovari.
Súbitamente se armó un jaleo, que fue in crescendo, con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovari, Charbovari!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.
Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.
El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a andar, vaciló.
‑¿Qué busca? ‑le preguntó el profesor.
‑Mi go... ‑repuso tímidamente el «novato», dirigiendo miradas inquietas a su alrededor.
‑¡Quinientos versos a toda la clase! ‑pronunciado con voz furiosa, abortó, como el Quos ego una nueva borrasca. ¡A ver si se callan de una vez! ‑continuó indignado el profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de su gorro‑: y usted, «el nuevo», me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.
Luego, en tono más suave:
‑Ya encontrará su gorra: no se la han robado.
Todo volvió a la calma. Las cabezas se inclinaron sobre las carpetas, y el «novato» permaneció durante dos horas en una compostura ejemplar, aunque, de vez en cuando, alguna bolita de papel lanzada desde la punta de una pluma iba a estrellarse en su cara. Pero se limpiaba con la mano y permanecía inmóvil con la vista baja.
Por la tarde, en el estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas, rayó cuidadosamente el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y haciendo un gran esfuerzo. Gracias, sin duda, a la aplicación que demostró, no bajó a la clase inferior, pues, si sabía bastante bien las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura de su pueblo, pues sus padres, por razones de economía, habían retrasado todo lo posible su entrada en el colegio. Su padre, el señor Charles‑Denis‑Bartholomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, comprometido hacia l8l2 en asuntos de reclutamiento y obligado por aquella época a dejar el servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al vuelo una dote de setenta mil francos que se le presentaba en la hija de un comerciante de géneros de punto, enamorada de su tipo. Hombre guapo, fanfarrón, que hacía sonar fuerte sus espuelas, con unas patillas unidas al bigote, los dedos llenos de sortijas, tenía el sire de un valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio. Ya casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a casa hasta después de haber asistido a los espectáculos y frecuentado los cafés. Murió su suegro y dejó poca cosa; el yerno se indignó y se metió a fabricante, perdió algún dinero, y luego se retiró al campo donde quiso explotar sus tierras. Pero, como entendía de agricultura tanto como de fabricante de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de enviarlos a labrar, bebía la sidra de su cosecha en botellas en vez de venderla por barricas, se comía las más hermosas aves de su corral y engrasaba sus botas de caza con tocino de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que era mejor abandonar toda especulación.
Por doscientos francos al año, encontró en un pueblo, en los confines del País de Caux, y de la Picardía, para alquilar una especie de vivienda, mitad granja, mitad casa señorial; y despechado, consumido de pena, envidiando a todo el mundo, se encerró a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido a vivir en paz.
Su mujer, en otro tiempo, había estado loca por él; lo había amado con mil servilismos, que le apartaron todavía más de ella.
En otra época jovial, expansiva y tan enamorada, se había vuelto, al envejecer, como el vino destapado que se convierte en vinagre, de humor difícil, chillona y nerviosa. ¡Había sufrido tanto, sin quejarse, al principio, cuando le veía correr detrás de todas las mozas del pueblo y regresar de noche de veinte lugares de perdición, hastiado y apestando a vino! Después, su orgullo se había rebelado. Entonces se calló tragándose la rabia en un estoicismo mudo que guardó hasta su muerte.
Siempre andaba de compras y de negocios. Iba a visitar a los procuradores, al presidente de la audiencia, recordaba el vencimiento de las letras, obtenía aplazamientos, y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba los obreros, pagaba las cuentas, mientras que, sin preocuparse de nada, el señor, continuamente embotado en una somnolencia gruñona de la que no se despertaba más que para decirle cosas desagradables, permanecía fumando al lado del fuego, escupiendo en las cenizas.
Cuando tuvo un niño, hubo que buscarle una nodriza. Vuelto a casa, el crío fue mimado como un príncipe. Su madre lo alimentaba con golosinas; su padre le dejaba corretear descalzo, y para dárselas de filósofo, decía que incluso podía muy bien ir completamente desnudo, como las crías de los animales. Contrariamente a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza un cierto ideal viril de la infancia según el cual trataba de formar a su hijo, deseando que se educase duramente, a la espartana4, para que adquiriese una buena constitución. Le hacía acostarse en una cama sin calentar, le daba a beber grandes tragos de ron y le enseñaba a hacer burla de las procesiones. Pero de naturaleza apacible, el niño respondía mal a los esfuerzos paternos. Su madre le llevaba siempre pegado a sus faldas, le recortaba figuras de cartón, le contaba cuentos, conversaba con él en monólogos interminables, llenos de alegrías melancólicas y de zalamerías parlanchinas. En la soledad de su vida, trasplantó a aquella cabeza infantil todas sus frustraciones. Soñaba con posiciones elevadas, le veía ya alto, guapo, inteligente, situado, ingeniero de caminos, canales y puertos o magistrado. Le enseñó a leer a incluso, con un viejo piano que tenía, aprendió a cantar dos o tres pequeñas romanzas. Pero a todo esto el señor Bovary, poco interesado por las letras, decía que todo aquello no valía la pena.
¿Tendrían algún. día con qué mantenerle en las escuelas del estado, comprarle un cargo o un traspaso de una tienda? Por otra parte, un hombre con tupé5 triunfa siempre en el mundo. La señora Bovary se mordía los labios mientras que el niño andaba suelto por el pueblo.
Se iba con los labradores y espantaba a terronazos los cuervos que volaban. Comía moras a lo largo de las cunetas, guardaba los pavos con una vara, segaba las mieses, corría por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia y en las grandes fiestas pedía al sacristán que le dejase tocar las campanas, para colgarse con todo su peso de la cuerda grande y sentirse transportado por ella en su vaivén.
Así creció como un roble, adquiriendo fuertes manos y bellos colores.
A los doce años, su madre consiguió que comenzara sus estudios. Encargaron de ellos al cura. Pero las lecciones eran tan cortas y tan mal aprovechadas, que no podían servir de gran cosa. Era en los momentos perdidos cuando se las daba, en la sacristía, de pie, deprisa, entre un bautizo y un entierro; o bien el cura mandaba buscar a su alumno después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto, se instalaban los dos juntos: los moscardones y las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la luz. Hacía calor, el chico se dormía, y el bueno del preceptor, amodorrado, con las manos sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, al regresar de llevar el Viático a un enfermo de los alrededores, veía a Carlos vagando por el campo, le llamaba, le sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerle conjugar un verbo al pie de un árbol. Hasta que venía a interrumpirles la lluvia o un conocido que pasaba. Por lo demás, el cura estaba contento de su discípulo e incluso decía que tenía buena memoria.
Carlos no podía quedarse así. La señora Bovary tomó una decisión. Avergonzado, o más bien cansado, su marido cedió sin resistencia y se aguardó un año más hasta que el chico hiciera la Primera Comunión. Pasaron otros seis meses, y al año siguiente, por fin, mandaron a Carlos al Colegio de Rouen, adonde le llevó su padre en persona, a finales de octubre, por la feria de San Román.
Hoy ninguno de nosotros podría recordar nada de él. Era un chico de temperamento moderado, que jugaba en los recreos, trabajaba en las horas de estudio, estaba atento en clase, dormía bien en el dormitorio general, comía bien en el refectorio. Tenía por tutor a un ferretero mayorista de la calle Ganterie, que le sacaba una vez al mes, los domingos, después de cerrar su tienda, le hacía pasearse por el puerto para ver los barcos y después le volvía a acompañar al colegio, antes de la cena. Todos los jueves por la noche escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres lacres; después repasaba sus apuntes de historia, o bien un viejo tomo de Anacharsis6 que andaba por la sala de estudios. En el paseo charlaba con el criado, que era del campo como él.
A fuerza de aplicación, se mantuvo siempre hacia la mitad de la clase; una vez incluso ganó un primer accéssit de historia natural. Pero, al terminar el tercer año, sus padres le retiraron del colegio para hacerle estudiar medicina, convencidos de que podía por sí solo terminar el bachillerato.
Su madre le buscó una habitación en un cuarto piso, que daba a l'Eau‑de‑Robec, en casa de un tintorero conocido. Ultimó los detalles de la pensión, se procuró unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó buscar a su casa una vieja cama de cerezo silvestre y compró además una pequeña estufa de hierro junto con la leña necesaria para que su pobre hijo se calentara. Al cabo de una semana se marchó, después de hacer mil recomendaciones a su hijo para que se comportase bien, ahora que iba a «quedarse solo».
El programa de asignaturas que leyó en el tablón de anuncios le hizo el efecto de un mazazo: clases de anatomía, patología, fisiología, farmacia, química, y botánica, y de clínica y terapéutica, sin contar la higiene y la materia médica, nombres todos cuyas etimologías ignoraba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.
No se enteró de nada de todo aquello por más que escuchaba, no captaba nada. Sin embargo, trabajaba, tenía los cuadernos forrados, seguía todas las clases, no perdía una sola visita. Cumplía con su tarea cotidiana como un caballo de noria que da vueltas con los ojos vendados sin saber lo que hace.
Para evitarle gastos, su madre le mandaba cada semana, por el recadero, un trozo de ternera asada al horno, con lo que comía a mediodía cuando volvía del hospital dando patadas a la pared. Después había que salir corriendo para las lecciones, al anfiteatro, al hospicio, y volver a casa recorriendo todas las calles. Por la noche, después de la frugal cena de su patrón, volvía a su habitación y reanudaba su trabajo con las ropas mojadas que humeaban sobre su cuerpo delante de la estufa al rojo.
En las hermosas tardes de verano, a la hora en que las calles tibias están vacías, cuando las criadas juegan al volante7 en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba. El río que hace de este barrio de Rouen como una innoble pequeña Venecia, corría allá abajo, amarillo, violeta, o azul, entre puentes, y algunos obreros agachados a la orilla se lavaban los brazos en el agua.
Madame Bovary
de Gustave Flaubert
Primera parte
CAPÍTULO I.
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un «novato» con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
‑Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad. El «novato», que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía de molestarle en las sisas, y por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.
Comenzaron a recitar las lecciones. El muchacho las escuchó con toda atención, como si estuviera en el sermón, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas ni apoyarse en el codo, y a las dos, cuando sonó la campana, el prefecto de estudios tuvo que avisarle para que se pusiera con nosotros en la fila. Teníamos costumbre al entrar en clase de tirar las gorras al suelo para tener después las manos libres; había que echarlas desde el umbral para que cayeran debajo del banco, de manera que pegasen contra la pared levantando mucho polvo; era nuestro estilo.
Pero, bien porque no se hubiera fijado en aquella maniobra o porque no quisiera someterse a ella, ya se había terminado el rezo y el «novato» aún seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos tocados de orden compuesto, en el que se encuentran reunidos los elementos de la gorra de granadero, del chapskal, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de dormir; en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y armada de ballenas, comenzaba por tres molduras circulares; después se alternaban, separados por una banda roja, unos rombos de terciopelo con otros de pelo de conejo; venía después una especie de saco que terminaba en un polígono acartonado, guarnecido de un bordado en trencilla complicada, y de la que pendía, al cabo de un largo cordón muy fino, un pequeño colgante de hilos de oro, como una bellota. Era una gorra nueva y la visera relucía.
‑Levántese ‑le dijo el profesor.
El «novato» se levantó; la gorra cayó al suelo. Toda la clase se echó a reír. Se inclinó para recogerla. El compañero que tenía al lado se la volvió a tirar de un codazo, él volvió a recogerla.
‑Deje ya en paz su gorra ‑dijo el profesor, que era hombre de chispa.
Los colegiales estallaron en una carcajada que desconcertó al pobre muchacho, de tal modo que no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la puso sobre las rodillas.
‑Levántese ‑le ordenó el profesor`, y dígame su nombre.
El «novato», tartajeando, articuló un nombre ininteligible:
‑¡Repita!
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, ahogado por los abucheos de la clase. «¡Más alto!», gritó el profesor, «¡más alto!».
El «novato», tomando entonces una resolución extrema, abrió una boca desmesurada, y a pleno pulmón, como para llamar a alguien, soltó esta palabra: Charbovari.
Súbitamente se armó un jaleo, que fue in crescendo, con gritos agudos (aullaban, ladraban, pataleaban, repetían a coro: ¡Charbovari, Charbovari!) que luego fue rodando en notas aisladas, y calmándose a duras penas, resurgiendo a veces de pronto en algún banco donde estallaba aisladamente, como un petardo mal apagado, alguna risa ahogada.
Sin embargo, bajo la lluvia de amenazas, poco a poco se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, que por fin logró captar el nombre de Charles Bovary, después de que éste se lo dictó, deletreó y releyó, ordenó inmediatamente al pobre diablo que fuera a sentarse en el banco de los desaplicados al pie de la tarima del profesor.
El muchacho se puso en movimiento, pero antes de echar a andar, vaciló.
‑¿Qué busca? ‑le preguntó el profesor.
‑Mi go... ‑repuso tímidamente el «novato», dirigiendo miradas inquietas a su alrededor.
‑¡Quinientos versos a toda la clase! ‑pronunciado con voz furiosa, abortó, como el Quos ego una nueva borrasca. ¡A ver si se callan de una vez! ‑continuó indignado el profesor, mientras se enjugaba la frente con un pañuelo que se había sacado de su gorro‑: y usted, «el nuevo», me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.
Luego, en tono más suave:
‑Ya encontrará su gorra: no se la han robado.
Todo volvió a la calma. Las cabezas se inclinaron sobre las carpetas, y el «novato» permaneció durante dos horas en una compostura ejemplar, aunque, de vez en cuando, alguna bolita de papel lanzada desde la punta de una pluma iba a estrellarse en su cara. Pero se limpiaba con la mano y permanecía inmóvil con la vista baja.
Por la tarde, en el estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas, rayó cuidadosamente el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y haciendo un gran esfuerzo. Gracias, sin duda, a la aplicación que demostró, no bajó a la clase inferior, pues, si sabía bastante bien las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura de su pueblo, pues sus padres, por razones de economía, habían retrasado todo lo posible su entrada en el colegio. Su padre, el señor Charles‑Denis‑Bartholomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, comprometido hacia l8l2 en asuntos de reclutamiento y obligado por aquella época a dejar el servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al vuelo una dote de setenta mil francos que se le presentaba en la hija de un comerciante de géneros de punto, enamorada de su tipo. Hombre guapo, fanfarrón, que hacía sonar fuerte sus espuelas, con unas patillas unidas al bigote, los dedos llenos de sortijas, tenía el sire de un valentón y la vivacidad desenvuelta de un viajante de comercio. Ya casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, y por la noche no regresaba a casa hasta después de haber asistido a los espectáculos y frecuentado los cafés. Murió su suegro y dejó poca cosa; el yerno se indignó y se metió a fabricante, perdió algún dinero, y luego se retiró al campo donde quiso explotar sus tierras. Pero, como entendía de agricultura tanto como de fabricante de telas de algodón, montaba sus caballos en lugar de enviarlos a labrar, bebía la sidra de su cosecha en botellas en vez de venderla por barricas, se comía las más hermosas aves de su corral y engrasaba sus botas de caza con tocino de sus cerdos, no tardó nada en darse cuenta de que era mejor abandonar toda especulación.
Por doscientos francos al año, encontró en un pueblo, en los confines del País de Caux, y de la Picardía, para alquilar una especie de vivienda, mitad granja, mitad casa señorial; y despechado, consumido de pena, envidiando a todo el mundo, se encerró a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido a vivir en paz.
Su mujer, en otro tiempo, había estado loca por él; lo había amado con mil servilismos, que le apartaron todavía más de ella.
En otra época jovial, expansiva y tan enamorada, se había vuelto, al envejecer, como el vino destapado que se convierte en vinagre, de humor difícil, chillona y nerviosa. ¡Había sufrido tanto, sin quejarse, al principio, cuando le veía correr detrás de todas las mozas del pueblo y regresar de noche de veinte lugares de perdición, hastiado y apestando a vino! Después, su orgullo se había rebelado. Entonces se calló tragándose la rabia en un estoicismo mudo que guardó hasta su muerte.
Siempre andaba de compras y de negocios. Iba a visitar a los procuradores, al presidente de la audiencia, recordaba el vencimiento de las letras, obtenía aplazamientos, y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba los obreros, pagaba las cuentas, mientras que, sin preocuparse de nada, el señor, continuamente embotado en una somnolencia gruñona de la que no se despertaba más que para decirle cosas desagradables, permanecía fumando al lado del fuego, escupiendo en las cenizas.
Cuando tuvo un niño, hubo que buscarle una nodriza. Vuelto a casa, el crío fue mimado como un príncipe. Su madre lo alimentaba con golosinas; su padre le dejaba corretear descalzo, y para dárselas de filósofo, decía que incluso podía muy bien ir completamente desnudo, como las crías de los animales. Contrariamente a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza un cierto ideal viril de la infancia según el cual trataba de formar a su hijo, deseando que se educase duramente, a la espartana4, para que adquiriese una buena constitución. Le hacía acostarse en una cama sin calentar, le daba a beber grandes tragos de ron y le enseñaba a hacer burla de las procesiones. Pero de naturaleza apacible, el niño respondía mal a los esfuerzos paternos. Su madre le llevaba siempre pegado a sus faldas, le recortaba figuras de cartón, le contaba cuentos, conversaba con él en monólogos interminables, llenos de alegrías melancólicas y de zalamerías parlanchinas. En la soledad de su vida, trasplantó a aquella cabeza infantil todas sus frustraciones. Soñaba con posiciones elevadas, le veía ya alto, guapo, inteligente, situado, ingeniero de caminos, canales y puertos o magistrado. Le enseñó a leer a incluso, con un viejo piano que tenía, aprendió a cantar dos o tres pequeñas romanzas. Pero a todo esto el señor Bovary, poco interesado por las letras, decía que todo aquello no valía la pena.
¿Tendrían algún. día con qué mantenerle en las escuelas del estado, comprarle un cargo o un traspaso de una tienda? Por otra parte, un hombre con tupé5 triunfa siempre en el mundo. La señora Bovary se mordía los labios mientras que el niño andaba suelto por el pueblo.
Se iba con los labradores y espantaba a terronazos los cuervos que volaban. Comía moras a lo largo de las cunetas, guardaba los pavos con una vara, segaba las mieses, corría por el bosque, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia y en las grandes fiestas pedía al sacristán que le dejase tocar las campanas, para colgarse con todo su peso de la cuerda grande y sentirse transportado por ella en su vaivén.
Así creció como un roble, adquiriendo fuertes manos y bellos colores.
A los doce años, su madre consiguió que comenzara sus estudios. Encargaron de ellos al cura. Pero las lecciones eran tan cortas y tan mal aprovechadas, que no podían servir de gran cosa. Era en los momentos perdidos cuando se las daba, en la sacristía, de pie, deprisa, entre un bautizo y un entierro; o bien el cura mandaba buscar a su alumno después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a su cuarto, se instalaban los dos juntos: los moscardones y las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la luz. Hacía calor, el chico se dormía, y el bueno del preceptor, amodorrado, con las manos sobre el vientre, no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, al regresar de llevar el Viático a un enfermo de los alrededores, veía a Carlos vagando por el campo, le llamaba, le sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerle conjugar un verbo al pie de un árbol. Hasta que venía a interrumpirles la lluvia o un conocido que pasaba. Por lo demás, el cura estaba contento de su discípulo e incluso decía que tenía buena memoria.
Carlos no podía quedarse así. La señora Bovary tomó una decisión. Avergonzado, o más bien cansado, su marido cedió sin resistencia y se aguardó un año más hasta que el chico hiciera la Primera Comunión. Pasaron otros seis meses, y al año siguiente, por fin, mandaron a Carlos al Colegio de Rouen, adonde le llevó su padre en persona, a finales de octubre, por la feria de San Román.
Hoy ninguno de nosotros podría recordar nada de él. Era un chico de temperamento moderado, que jugaba en los recreos, trabajaba en las horas de estudio, estaba atento en clase, dormía bien en el dormitorio general, comía bien en el refectorio. Tenía por tutor a un ferretero mayorista de la calle Ganterie, que le sacaba una vez al mes, los domingos, después de cerrar su tienda, le hacía pasearse por el puerto para ver los barcos y después le volvía a acompañar al colegio, antes de la cena. Todos los jueves por la noche escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y tres lacres; después repasaba sus apuntes de historia, o bien un viejo tomo de Anacharsis6 que andaba por la sala de estudios. En el paseo charlaba con el criado, que era del campo como él.
A fuerza de aplicación, se mantuvo siempre hacia la mitad de la clase; una vez incluso ganó un primer accéssit de historia natural. Pero, al terminar el tercer año, sus padres le retiraron del colegio para hacerle estudiar medicina, convencidos de que podía por sí solo terminar el bachillerato.
Su madre le buscó una habitación en un cuarto piso, que daba a l'Eau‑de‑Robec, en casa de un tintorero conocido. Ultimó los detalles de la pensión, se procuró unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó buscar a su casa una vieja cama de cerezo silvestre y compró además una pequeña estufa de hierro junto con la leña necesaria para que su pobre hijo se calentara. Al cabo de una semana se marchó, después de hacer mil recomendaciones a su hijo para que se comportase bien, ahora que iba a «quedarse solo».
El programa de asignaturas que leyó en el tablón de anuncios le hizo el efecto de un mazazo: clases de anatomía, patología, fisiología, farmacia, química, y botánica, y de clínica y terapéutica, sin contar la higiene y la materia médica, nombres todos cuyas etimologías ignoraba y que eran otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.
No se enteró de nada de todo aquello por más que escuchaba, no captaba nada. Sin embargo, trabajaba, tenía los cuadernos forrados, seguía todas las clases, no perdía una sola visita. Cumplía con su tarea cotidiana como un caballo de noria que da vueltas con los ojos vendados sin saber lo que hace.
Para evitarle gastos, su madre le mandaba cada semana, por el recadero, un trozo de ternera asada al horno, con lo que comía a mediodía cuando volvía del hospital dando patadas a la pared. Después había que salir corriendo para las lecciones, al anfiteatro, al hospicio, y volver a casa recorriendo todas las calles. Por la noche, después de la frugal cena de su patrón, volvía a su habitación y reanudaba su trabajo con las ropas mojadas que humeaban sobre su cuerpo delante de la estufa al rojo.
En las hermosas tardes de verano, a la hora en que las calles tibias están vacías, cuando las criadas juegan al volante7 en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba. El río que hace de este barrio de Rouen como una innoble pequeña Venecia, corría allá abajo, amarillo, violeta, o azul, entre puentes, y algunos obreros agachados a la orilla se lavaban los brazos en el agua.
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
CAPÍTULO V
Era los jueves. Emma se levantaba y se vestía en silencio para no despertar a Carlos, quien la hubiera reprendido cariñosamente por arreglarse tan temprano. Después caminaba de un lado para otro; se ponía delante de las ventanas, miraba la plaza. La primera claridad circulaba entre los pilares del mercado, y la casa del farmacéutico, cuyos postigos estaban cerrados, dejaba ver en el color pálido del amanecer las mayúsculas de su rótulo.
Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto se iba al «León de Oro», cuya puerta venía a abrirle Artemisa medio dormida. Removía para la señora las brasas escondidas bajo las cenizas. Emma se quedaba sola en la cocina. De vez en cuando salía. Hivert enganchaba los caballos sin prisa a la vez que escuchaba a la tía Lefrançois que, sacando por una ventanilla la cabeza tocada con gorro de algodón, le hacía muchos encargos y le daba explicaciones como para volver loco a cualquier otro hombre. Emma se calentaba los pies pateando con sus botines los adoquines del patio.
Por fin, después de haber tomado la sopa, puesto su capote, encendido la pipa y empuñado la fusta, Hivert se instalaba tranquilamente en el pescante.
«La Golondrina» arrancaba a trote corto, y durante tres cuartos de legua se paraba de trecho en trecho para tomar viajeros que la aguardaban de pie, a orilla del camino, delante de la tapia de los corrales. Los que habían avisado la víspera se hacían esperar; algunos incluso estaban todavía en cama en sus casas; Hivert llamaba, gritaba, juraba, luego se apeaba a iba a golpear fuertemente a las puertas. El viento soplaba por las rendijas de las ventanillas.
Entretanto, las cuatro banquetas se llenaban, el coche rodaba, los manzanos en fila se sucedían; y la carretera, entre sus dos largas cunetas llenas de agua amarillenta, iba estrechándose continuamente hacia el horizonte.
Emma la conocía de punta a cabo, sabía que después de un pastizal había un poste, después un olmo, un granero o una casilla de caminero; a veces, incluso, para darse sorpresas, cerraba los ojos. Pero no perdía nunca el sentido claro de la distancia que faltaba por recorrer.
Por fin, se acercaban las casas de ladrillos, la tierra resonaba bajo las ruedas. «La Golondrina» se deslizaba entre jardines donde se percibían por una empalizada estatuas, una parra, unos tejos recortados y un columpio. Luego, en un solo golpe de vista, aparecía la ciudad.
Situada por completo en el anfiteatro y envuelta en la niebla, se ensanchaba más allá de los puentes, confusamente. Luego la campiña volvía a subir con una ondulación monótona, hasta tocar en la lejanía la base indecisa del cielo pálido. Visto así desde arriba, todo el paisaje tenía el aire inmóvil de una pintura; los barcos anclados se amontonaban en un rincón; el río redondeaba su curva al pie de las colinas verdes, y las islas, de forma oblonga, parecían sobre el agua grandes peces negros parados. Las chimeneas de las fábricas lanzaban inmensos penachos oscuros que levantaban el vuelo por su extremo. Se oía el ronquido de las fundiciones con el carillón claro de las iglesias que se alzaban en la bruma. Los árboles de los bulevares, sin hojas, formaban como una maraña color violeta en medio de las casas, y los tejados, todos relucientes de lluvia, reflejaban de modo desigual según la altura de los barrios. A veces un golpe de viento llevaba las nubes hacia la costa de Santa Catalina, como olas aéreas que se rompían en silencio contra un acantilado.
Algo vertiginoso se desprendía para ella de estas existencias amontonadas, y su corazón se ensanchaba ampliamente como si las ciento veinte mil almas que palpitaban allí le hubiesen enviado todas a la vez el vapor de las pasiones que ella les suponía. Su amor crecía ante el espacio y se llenaba de tumulto con los zumbidos vagos que subían. Ella to volvía a derramar fuera, en las plazas, en los paseos, en las calles, y la vieja ciudad normanda aparecía ante sus ojos como una capital desmesurada, como una Babilonia en la que ella entraba. Se asomaba con las dos manos por la ventanilla, aspirando la brisa; los tres caballos galopaban, las piedras rechinaban en el barro, la diligencia se balanceaba, a Hivert, de lejos, daba voces a los carricoches en la carretera, mientras que los burgueses que habían pasado la noche en el bosque Guillaume bajaban la cuesta tranquilamente en su cochecito familiar.
Se paraban en la barrera; Emma se desataba los chanclos, cambiaba de guantes, se ponía bien el chal, y veinte pasos más lejos se apeaba de «La Golondrina».
La ciudad se despertaba entonces. Los dependientes, con gorro griego, frotaban el escaparate de las tiendas, y unas mujeres con cestos apoyados en la cadera lanzaban a intervalos un grito sonoro en las esquinas de las calles. Ella caminaba con los ojos fijos en el suelo, rozando las paredes y sonriendo de placer bajo su velo negro que le cubría la cara.
Por miedo a que la vieran, no tomaba ordinariamente el camino más corto. Se metía por las calles oscuras y llegaba toda sudorosa hacia la parte baja de la calle Nationale, cerca de la fuente que hay allí. Es el barrio del teatro, de las tabernas y de las prostitutas. A menudo pasaba al lado de ella una carreta que llevaba algún decorado que se movía. Unos chicos con delantal echaban arena sobre las losas entre arbustos verdes. Olía a ajenjo, a tabaco y a ostras.
Emma torcía por una calle, reconocía a León por su pelo rizado que se salía de su sombrero.
León continuaba caminando por la acera. Ella le seguía hasta el hotel, él abría la puerta, entraba... ¡Qué apretón, qué abrazo!
Después se precipitaban las palabras, los besos. Se contaban las penas de la semana, los presentimientos, las inquietudes por las cartas; pero ahora se olvidaba todo y se miraban frente a frente con risas de voluptuosidad y palabras de ternura.
La cama era un gran lecho de caoba en forma de barquilla. Las cortinas de seda roja lisa, que bajaban del techo, se recogían muy abajo, hacia la cabecera que se ensanchaba; y nada en el mundo era tan bello como su cabeza morena y su piel blanca que se destacaban sobre aquel color púrpura, cuando con un gesto de pudor cerraba los brazos desnudos, tapándose la cara con las manos.
El tibio aposento con su alfombra discreta, sus adornos juguetones y su luz tranquila parecía muy a propósito para las intimidades de la pasión. Las barras terminaban en punta de flecha, los alzapaños de cobre y las gruesas bolas de los morillos relucían de pronto cuando entraba el sol. Sobre la chimenea, entre los candelabros, había dos de esas grandes caracolas rosadas en las que se oye el ruido del mar cuando se las acerca al oído.
¡Cuánto les gustaba aquel cómodo aposento, lleno de alegría, a pesar de su esplendor un poco marchito! Siempre encontraban los muebles en su sitio, y a veces unas horquillas que Emma había olvidado el jueves anterior bajo el soporte del reloj. Comían al lado del fuego, en un pequeño velador con incrustaciones de palisandro. Emma trinchaba, le ponía los trozos en su plato diciéndole toda clase de zalamerías; y se reía con una risa sonora y libertina cuando la espuma del champán desbordaba el vaso ligero sobre las sortijas de sus dedos. Estaban tan completamente locos en la posesión de sí mismos que se creían allí en su propia casa, y como si fueran a vivir allí hasta la muerte como dos eternos recién casados. Decían nuestra habitación, nuestra alfombra, nuestras butacas, incluso ella decía mis pantuflas, un regalo de León, un capricho que ella había tenido. Eran unas pantuflas de raso color rosa ribeteadas de plumón de cisne. Cuando se sentaba sobre las rodillas de León, su pierna, entonces demasiado corta, colgaba en el aire, y el gracioso calzado, que no tenía contrafuerte, se sostenía sólo por los dedos de su pie desnudo.
Él saboreaba por primera vez la indecible delicadeza de las elegancias femeninas. Nunca había conocido aquella gracia de lenguaje, aquel pudor en el vestido, aquellas posturas de paloma adormilada. Admiraba la exaltación de su alma y los encajes de su falda. Además, ¿no era «una mujer de mundo» y una mujer casada, en fin, una verdadera amante?
Por la diversidad de su humor, alternativamente místico o alegre, charlatán, taciturno, exaltado o indolente, ella iba despertando en él mil deseos evocando instintos o reminiscencias. Era la enamorada de todas las novelas, la heroína de todos los dramas, la vaga «ella» de todos los libros de versos. Encontraba en sus hombros el color ámbar de la Odalisca en el baño(l); tenía el largo corpiño de bas castellanas feudales; se parecía también a la Mujer pálida de Barcelona(2), pero por encima de todo era un ángel.
l. Es un cuadro muy famoso del pintor francés Ingres (l780 l867). Sus retratos de mujer se caracterizan por el color ámbar de su pintura.
2. Cuadro de Courbet (l8l9 l877), pintor contemporáneo de Flaubert. Este cuadro fue pintado en Lyon en l854. Se llama también Retrato de una española. Figura en la portada de Madame Bovary, ed. de Poche.
A menudo, al mirarla, le parecía a León que su alma, escapándose hacia ella, se esparcía como una onda sobre el contorno de su cabeza y descendía arrastrada hacia la blancura de su seno.
Se ponía en el suelo delante de ella, y con los codos sobre las rodillas la contemplaba sonriendo y con la frente tensa.
Ella se inclinaba sobre él y murmuraba como sofocada de embriaguez:
iOh!, ¡no te muevas!, ¡no hables!, ¡mírame! ¡De tus ojos sale algo tan dulce, que me hace tanto bien!
Le llamaba niño:
Niño, ¿me quieres?
Y apenas oía su respuesta, en la precipitación con que aquellos labios subían para dársela en la boca.
Había encima del reloj de péndulo un pequeño Cupido de bronce que hacía melindres redondeando los brazos bajo una guirnalda dorada. Muchas veces se rieron de él, pero cuando había que separarse todo les parecía serio.
Inmóviles el uno frente al otro, se repetían:
¡Hasta el jueves!..., ¡hasta el jueves!
De pronto ella le cogía la cabeza entre las dos manos, le besaba rápido en la frente, exclamando: «¡Adiós!», y se precipitaba por la escalera.
Iba a la calle de la Comedia, a una peluquería, a arreglarse sus bandós. Llegaba la noche; encendían el gas en la tienda.
Oía la campanilla del teatro que llamaba a los cómicos a la representación, y veía, enfrente, pasar hombres con la cara blanca y mujeres con vestidos ajados que entraban por la puerta de los bastidores.
Hacía calor en aquella pequeña peluquería demasiado baja, donde la estufa zumbaba en medio de las pelucas y de las pomadas. El olor de las tenacillas, con aquellas manos grasientas que le tocaban la cabeza, no tardaba en dejarla sin sentido y se quedaba un poco dormida bajo el peinador. A veces el chico, mientras la peinaba, le ofrecía entradas para el baile de disfraces.
Después se marchaba. Subía de nuevo las calles, llegaba a la «Croix Rouge»; recogía sus zuecos que había escondido por la mañana debajo de un banco y se acomodaba en su sitio entre los viajeros impacientes. Algunos se apeaban al pie de la cuesta. Ella se quedaba sola en la diligencia.
A cada vuelta se veían cada vez mejor todas las luces de la ciudad que formaban un amplio vapor luminoso por encima de las casas amontonadas. Emma se ponía de rodillas sobre los cojines y se le perdía la mirada en aquel deslumbramiento. Sollozaba, llamaba a León, y le enviaba palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.
Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su bastón por en medio de las diligencias. Un montón de harapos cubría sus hombros y un viejo sombrero desfondado que se había redondeado como una palangana le tapaba la cara; pero cuando se lo quitaba descubría, en lugar de párpados, dos órbitas abiertas todas ensangrentadas. La carne se deshilachaba en jirones rojos, y de allí corrían líquidos que se coagulaban en costras verdes hasta la nariz cuyas aletas negras sorbían convulsivamente. Para hablar echaba hacia atrás la cabeza con una risa idiota; entonces sus pupilas azuladas, girando con un movimiento continuo, iban a estrellarse hacia las sienes, al borde de la llaga viva.
Cantaba una pequeña canción siguiendo los coches:
Souvent la chaleur d'un beau jour
Fait rêver fillette á l'amour.
Y en todo lo que seguía se hablaba de pájaros, sol y follaje.
A veces, aparecía de pronto detrás de Emma, con la cabeza descubierta. Ella se apartaba con un grito. Hivert venía a hacerle bromas. Le decía que debía poner una barraca en la feria de San Román, o bien le preguntaba en tono de broma por su amiguita.
Con frecuencia estaban en marcha cuando su sombrero, con un movimiento brusco, entraba en la diligencia por la ventanilla, mientras él se agarraba con el otro brazo sobre el estribo entre las salpicaduras de las ruedas. Su voz, al principio débil como un vagido, se volvía aguda. Se arrastraba en la noche, como el confuso lamento de una indefinida angustia; y, a través del tintineo de los cascabeles, del murmullo de los árboles y del zumbido de la caja hueca, tenía algo de lejano que
Era los jueves. Emma se levantaba y se vestía en silencio para no despertar a Carlos, quien la hubiera reprendido cariñosamente por arreglarse tan temprano. Después caminaba de un lado para otro; se ponía delante de las ventanas, miraba la plaza. La primera claridad circulaba entre los pilares del mercado, y la casa del farmacéutico, cuyos postigos estaban cerrados, dejaba ver en el color pálido del amanecer las mayúsculas de su rótulo.
Cuando el reloj marcaba las siete y cuarto se iba al «León de Oro», cuya puerta venía a abrirle Artemisa medio dormida. Removía para la señora las brasas escondidas bajo las cenizas. Emma se quedaba sola en la cocina. De vez en cuando salía. Hivert enganchaba los caballos sin prisa a la vez que escuchaba a la tía Lefrançois que, sacando por una ventanilla la cabeza tocada con gorro de algodón, le hacía muchos encargos y le daba explicaciones como para volver loco a cualquier otro hombre. Emma se calentaba los pies pateando con sus botines los adoquines del patio.
Por fin, después de haber tomado la sopa, puesto su capote, encendido la pipa y empuñado la fusta, Hivert se instalaba tranquilamente en el pescante.
«La Golondrina» arrancaba a trote corto, y durante tres cuartos de legua se paraba de trecho en trecho para tomar viajeros que la aguardaban de pie, a orilla del camino, delante de la tapia de los corrales. Los que habían avisado la víspera se hacían esperar; algunos incluso estaban todavía en cama en sus casas; Hivert llamaba, gritaba, juraba, luego se apeaba a iba a golpear fuertemente a las puertas. El viento soplaba por las rendijas de las ventanillas.
Entretanto, las cuatro banquetas se llenaban, el coche rodaba, los manzanos en fila se sucedían; y la carretera, entre sus dos largas cunetas llenas de agua amarillenta, iba estrechándose continuamente hacia el horizonte.
Emma la conocía de punta a cabo, sabía que después de un pastizal había un poste, después un olmo, un granero o una casilla de caminero; a veces, incluso, para darse sorpresas, cerraba los ojos. Pero no perdía nunca el sentido claro de la distancia que faltaba por recorrer.
Por fin, se acercaban las casas de ladrillos, la tierra resonaba bajo las ruedas. «La Golondrina» se deslizaba entre jardines donde se percibían por una empalizada estatuas, una parra, unos tejos recortados y un columpio. Luego, en un solo golpe de vista, aparecía la ciudad.
Situada por completo en el anfiteatro y envuelta en la niebla, se ensanchaba más allá de los puentes, confusamente. Luego la campiña volvía a subir con una ondulación monótona, hasta tocar en la lejanía la base indecisa del cielo pálido. Visto así desde arriba, todo el paisaje tenía el aire inmóvil de una pintura; los barcos anclados se amontonaban en un rincón; el río redondeaba su curva al pie de las colinas verdes, y las islas, de forma oblonga, parecían sobre el agua grandes peces negros parados. Las chimeneas de las fábricas lanzaban inmensos penachos oscuros que levantaban el vuelo por su extremo. Se oía el ronquido de las fundiciones con el carillón claro de las iglesias que se alzaban en la bruma. Los árboles de los bulevares, sin hojas, formaban como una maraña color violeta en medio de las casas, y los tejados, todos relucientes de lluvia, reflejaban de modo desigual según la altura de los barrios. A veces un golpe de viento llevaba las nubes hacia la costa de Santa Catalina, como olas aéreas que se rompían en silencio contra un acantilado.
Algo vertiginoso se desprendía para ella de estas existencias amontonadas, y su corazón se ensanchaba ampliamente como si las ciento veinte mil almas que palpitaban allí le hubiesen enviado todas a la vez el vapor de las pasiones que ella les suponía. Su amor crecía ante el espacio y se llenaba de tumulto con los zumbidos vagos que subían. Ella to volvía a derramar fuera, en las plazas, en los paseos, en las calles, y la vieja ciudad normanda aparecía ante sus ojos como una capital desmesurada, como una Babilonia en la que ella entraba. Se asomaba con las dos manos por la ventanilla, aspirando la brisa; los tres caballos galopaban, las piedras rechinaban en el barro, la diligencia se balanceaba, a Hivert, de lejos, daba voces a los carricoches en la carretera, mientras que los burgueses que habían pasado la noche en el bosque Guillaume bajaban la cuesta tranquilamente en su cochecito familiar.
Se paraban en la barrera; Emma se desataba los chanclos, cambiaba de guantes, se ponía bien el chal, y veinte pasos más lejos se apeaba de «La Golondrina».
La ciudad se despertaba entonces. Los dependientes, con gorro griego, frotaban el escaparate de las tiendas, y unas mujeres con cestos apoyados en la cadera lanzaban a intervalos un grito sonoro en las esquinas de las calles. Ella caminaba con los ojos fijos en el suelo, rozando las paredes y sonriendo de placer bajo su velo negro que le cubría la cara.
Por miedo a que la vieran, no tomaba ordinariamente el camino más corto. Se metía por las calles oscuras y llegaba toda sudorosa hacia la parte baja de la calle Nationale, cerca de la fuente que hay allí. Es el barrio del teatro, de las tabernas y de las prostitutas. A menudo pasaba al lado de ella una carreta que llevaba algún decorado que se movía. Unos chicos con delantal echaban arena sobre las losas entre arbustos verdes. Olía a ajenjo, a tabaco y a ostras.
Emma torcía por una calle, reconocía a León por su pelo rizado que se salía de su sombrero.
León continuaba caminando por la acera. Ella le seguía hasta el hotel, él abría la puerta, entraba... ¡Qué apretón, qué abrazo!
Después se precipitaban las palabras, los besos. Se contaban las penas de la semana, los presentimientos, las inquietudes por las cartas; pero ahora se olvidaba todo y se miraban frente a frente con risas de voluptuosidad y palabras de ternura.
La cama era un gran lecho de caoba en forma de barquilla. Las cortinas de seda roja lisa, que bajaban del techo, se recogían muy abajo, hacia la cabecera que se ensanchaba; y nada en el mundo era tan bello como su cabeza morena y su piel blanca que se destacaban sobre aquel color púrpura, cuando con un gesto de pudor cerraba los brazos desnudos, tapándose la cara con las manos.
El tibio aposento con su alfombra discreta, sus adornos juguetones y su luz tranquila parecía muy a propósito para las intimidades de la pasión. Las barras terminaban en punta de flecha, los alzapaños de cobre y las gruesas bolas de los morillos relucían de pronto cuando entraba el sol. Sobre la chimenea, entre los candelabros, había dos de esas grandes caracolas rosadas en las que se oye el ruido del mar cuando se las acerca al oído.
¡Cuánto les gustaba aquel cómodo aposento, lleno de alegría, a pesar de su esplendor un poco marchito! Siempre encontraban los muebles en su sitio, y a veces unas horquillas que Emma había olvidado el jueves anterior bajo el soporte del reloj. Comían al lado del fuego, en un pequeño velador con incrustaciones de palisandro. Emma trinchaba, le ponía los trozos en su plato diciéndole toda clase de zalamerías; y se reía con una risa sonora y libertina cuando la espuma del champán desbordaba el vaso ligero sobre las sortijas de sus dedos. Estaban tan completamente locos en la posesión de sí mismos que se creían allí en su propia casa, y como si fueran a vivir allí hasta la muerte como dos eternos recién casados. Decían nuestra habitación, nuestra alfombra, nuestras butacas, incluso ella decía mis pantuflas, un regalo de León, un capricho que ella había tenido. Eran unas pantuflas de raso color rosa ribeteadas de plumón de cisne. Cuando se sentaba sobre las rodillas de León, su pierna, entonces demasiado corta, colgaba en el aire, y el gracioso calzado, que no tenía contrafuerte, se sostenía sólo por los dedos de su pie desnudo.
Él saboreaba por primera vez la indecible delicadeza de las elegancias femeninas. Nunca había conocido aquella gracia de lenguaje, aquel pudor en el vestido, aquellas posturas de paloma adormilada. Admiraba la exaltación de su alma y los encajes de su falda. Además, ¿no era «una mujer de mundo» y una mujer casada, en fin, una verdadera amante?
Por la diversidad de su humor, alternativamente místico o alegre, charlatán, taciturno, exaltado o indolente, ella iba despertando en él mil deseos evocando instintos o reminiscencias. Era la enamorada de todas las novelas, la heroína de todos los dramas, la vaga «ella» de todos los libros de versos. Encontraba en sus hombros el color ámbar de la Odalisca en el baño(l); tenía el largo corpiño de bas castellanas feudales; se parecía también a la Mujer pálida de Barcelona(2), pero por encima de todo era un ángel.
l. Es un cuadro muy famoso del pintor francés Ingres (l780 l867). Sus retratos de mujer se caracterizan por el color ámbar de su pintura.
2. Cuadro de Courbet (l8l9 l877), pintor contemporáneo de Flaubert. Este cuadro fue pintado en Lyon en l854. Se llama también Retrato de una española. Figura en la portada de Madame Bovary, ed. de Poche.
A menudo, al mirarla, le parecía a León que su alma, escapándose hacia ella, se esparcía como una onda sobre el contorno de su cabeza y descendía arrastrada hacia la blancura de su seno.
Se ponía en el suelo delante de ella, y con los codos sobre las rodillas la contemplaba sonriendo y con la frente tensa.
Ella se inclinaba sobre él y murmuraba como sofocada de embriaguez:
iOh!, ¡no te muevas!, ¡no hables!, ¡mírame! ¡De tus ojos sale algo tan dulce, que me hace tanto bien!
Le llamaba niño:
Niño, ¿me quieres?
Y apenas oía su respuesta, en la precipitación con que aquellos labios subían para dársela en la boca.
Había encima del reloj de péndulo un pequeño Cupido de bronce que hacía melindres redondeando los brazos bajo una guirnalda dorada. Muchas veces se rieron de él, pero cuando había que separarse todo les parecía serio.
Inmóviles el uno frente al otro, se repetían:
¡Hasta el jueves!..., ¡hasta el jueves!
De pronto ella le cogía la cabeza entre las dos manos, le besaba rápido en la frente, exclamando: «¡Adiós!», y se precipitaba por la escalera.
Iba a la calle de la Comedia, a una peluquería, a arreglarse sus bandós. Llegaba la noche; encendían el gas en la tienda.
Oía la campanilla del teatro que llamaba a los cómicos a la representación, y veía, enfrente, pasar hombres con la cara blanca y mujeres con vestidos ajados que entraban por la puerta de los bastidores.
Hacía calor en aquella pequeña peluquería demasiado baja, donde la estufa zumbaba en medio de las pelucas y de las pomadas. El olor de las tenacillas, con aquellas manos grasientas que le tocaban la cabeza, no tardaba en dejarla sin sentido y se quedaba un poco dormida bajo el peinador. A veces el chico, mientras la peinaba, le ofrecía entradas para el baile de disfraces.
Después se marchaba. Subía de nuevo las calles, llegaba a la «Croix Rouge»; recogía sus zuecos que había escondido por la mañana debajo de un banco y se acomodaba en su sitio entre los viajeros impacientes. Algunos se apeaban al pie de la cuesta. Ella se quedaba sola en la diligencia.
A cada vuelta se veían cada vez mejor todas las luces de la ciudad que formaban un amplio vapor luminoso por encima de las casas amontonadas. Emma se ponía de rodillas sobre los cojines y se le perdía la mirada en aquel deslumbramiento. Sollozaba, llamaba a León, y le enviaba palabras tiernas y besos que se perdían en el viento.
Había en la cuesta un pobre diablo que vagabundeaba con su bastón por en medio de las diligencias. Un montón de harapos cubría sus hombros y un viejo sombrero desfondado que se había redondeado como una palangana le tapaba la cara; pero cuando se lo quitaba descubría, en lugar de párpados, dos órbitas abiertas todas ensangrentadas. La carne se deshilachaba en jirones rojos, y de allí corrían líquidos que se coagulaban en costras verdes hasta la nariz cuyas aletas negras sorbían convulsivamente. Para hablar echaba hacia atrás la cabeza con una risa idiota; entonces sus pupilas azuladas, girando con un movimiento continuo, iban a estrellarse hacia las sienes, al borde de la llaga viva.
Cantaba una pequeña canción siguiendo los coches:
Souvent la chaleur d'un beau jour
Fait rêver fillette á l'amour.
Y en todo lo que seguía se hablaba de pájaros, sol y follaje.
A veces, aparecía de pronto detrás de Emma, con la cabeza descubierta. Ella se apartaba con un grito. Hivert venía a hacerle bromas. Le decía que debía poner una barraca en la feria de San Román, o bien le preguntaba en tono de broma por su amiguita.
Con frecuencia estaban en marcha cuando su sombrero, con un movimiento brusco, entraba en la diligencia por la ventanilla, mientras él se agarraba con el otro brazo sobre el estribo entre las salpicaduras de las ruedas. Su voz, al principio débil como un vagido, se volvía aguda. Se arrastraba en la noche, como el confuso lamento de una indefinida angustia; y, a través del tintineo de los cascabeles, del murmullo de los árboles y del zumbido de la caja hueca, tenía algo de lejano que
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
trastornaba a Emma. Aquello le llegaba al fondo del alma como un torbellino que se precipita en el abismo y la arrastraba por los espacios de una melancolía sin límites. Pero Hivert, que se daba cuenta de un contrapeso, largaba grandes latigazos a ciegas. La tralla le pegaba en las llagas y él caía en el fango dando un gran alarido.
Después, los viajeros de «La Golondrina» acababan por dormirse, unos con la boca abierta, otros con la barbilla sobre el pecho, apoyándose en el hombro de su vecino, o bien con el brazo pasado sobre la correa, meciéndose al compás del bamboleo del coche; y el reflejo de la linterna que se balanceaba fuera, sobre la grupa de los caballos de tiro, penetrando en el interior por las cortinas de percal color chocolate, ponía sombras sanguinolentas sobre todos aquellos individuos inmóviles. Emma, transida de tristeza, tiritaba bajo sus vestidos, y sentía cada vez más frío en los pies, con la muerte en el alma.
Carlos, en casa, la esperaba; «La Golondrina» siempre llegaba tarde los jueves. Por fin, llegaba la señora y apenas besaba a la niña. La cena no estaba preparada, pero no importaba, ella disculpaba a la cocinera. Ahora parecía que todo le estaba permitido a aquella chica.
A menudo, su marido, viéndola tan pálida, le preguntaba si no se encontraba mal.
No decía Emma.
Pero replicaba él estás muy rara esta noche.
¡Bah!, no es nada, no es nada.
Había incluso días en que, apenas llegaba a casa, subía a su habitación; y Justino, que se encontraba allí, circulaba silenciosamente, esmerándose en servirla más que una excelente doncella. Colocaba las cerillas, la palmatoria, un libro, disponía su camisón, abría las sábanas.
Vamos decía ella , está bien, ¡vete!
Pero él se quedaba de pie, con las manos colgando y los ojos abiertos como prendido entre los hilos innumerables de un súbito ensueño.
La jornada del día siguiente era espantosa, y las que seguían eran más intolerables todavía por la impaciencia que tenía Emma de recobrar su felicidad, codicia áspera, inflamada de imágenes conocidas, y que, al séptimo día, resplandecía sin trabas en las caricias de León. Los ardores de éste se ocultaban bajo expansiones de asombro y de reconocimiento. Emma saboreaba aquel amor de una manera discreta y absorta, lo cuidaba por medio de todos los artificios de su ternura y temblaba un poco ante el miedo de perderlo más adelante.
A menudo ella le decía, con dulce voz melancólica:
¡Ah!, tú me dejarás..., te cansarás..., serás como los otros.
Él preguntaba:
¿Qué otros?
Pues los hombres, en fin respondía ella.
Después añadía rechazándole con un gesto lánguido:
Sois todos unos infames.
Un día que filosofaban sobre desilusiones terrestres, ella llegó a decir, para poner a prueba sus celos o quizás cediendo a una necesidad de expansión demasiado fuerte, que en otro tiempo, antes de él, ella había amado a alguien, «no como a ti», replicó rápidamente, jurando por su hija «que no había pasado nada».
El joven la creyó y, sin embargo, la interrogó para saber lo que hacía aquel hombre.
Era capitán de barco, querido.
¿No era esto prevenir toda averiguación y, al mismo tiempo, situarse muy alto, por esta pretendida fascinación ejercida sobre un hombre que debía ser de naturaleza belicosa y acostumbrado a hacerse obedecer?
El pasante sintió entonces lo ínfimo de su posición; tuvo envidia de las charreteras, de las cruces, de los títulos. Todo esto debía de gustarle a ella, él lo sospechaba por su modo de gastar.
Sin embargo, Emma callaba una multitud de extravagancias, tales como el deseo de tener, para llevarla a Rouen, un tílburi azul, tirado por un caballo inglés, y conducido por un cochero, calzado de botas con vueltas. Era Justino quien le había inspirado ese capricho, suplicándole que lo tomase en su casa como criado; y si esta privación no atenuaba en cada cita el placer de la llegada, aumentaba ciertamente la amargura del regreso.
A menudo, cuando hablaban juntos de París, ella terminaba murmurando:
¡Ah!, ¡qué bien viviríamos allí!
¿No somos felices? replicaba dulcemente el joven pasándole la mano por sus bandós.
Sí, es cierto decía ella , estoy loca; ¡bésame!
Estaba con su marido más encantadora que nunca, le hacía natillas de pistache y tocaba valses después de cenar. Así que él se sentía entonces el más afortunado de los mortales, y Emma vivía sin preocupación, cuando una noche, de pronto:
¿Es la señorita Lempereur, verdad, quien te da lecciones?
Sí.
Bueno, la he visto hace poco, en casa de la señora Liégeard. Le hable de ti; no te conoce.
Fue como un rayo. Sin embargo, ella replicó con naturalidad:
¡Ah!, ¿sin duda, había olvidado mi nombre?
¿Pero quizás hay en Rouen dijo el médico varias señoritas Lempereur que son profesoras de piano?
¡Es posible!
Después, vivamente:
Sin embargo, tengo sus recibos, ¡toma, mira!
Y se fue al secreter, buscó en todos los cajones, confundió los papeles y acabó perdiendo la cabeza de tal modo que Carlos la animó a que no se preocupase tanto por aquellos miserables recibos.
iOh!, los encontraré dijo ella.
En efecto, el viernes siguiente, Carlos, al poner una de sus botas en el cuarto oscuro donde guardaba su ropa, notó una hoja de papel entre el cuero y su calcetín, la cogió y leyó:
«Recibido, por tres meses de clase y material diverso, la cantidad de sesenta y cinco francos. FÉLICIE LEMPEREUR, profesora de música.»
¿Cómo diablos está esto en mis botas?
Sin duda respondió ella , se habrá caído de la vieja caja de las facturas que está a la orilla de la tabla.
A partir de este momento, su existencia no fue más que una sarta de mentiras en las que envolvía su amor como en velos para ocultarlo.
Era una necesidad, una manía, un placer, hasta tal punto que, si decía que ayer había pasado por el lado derecho de una calle, había que creer que había sido por el lado izquierdo.
Una mañana que acababa de salir, según su costumbre, bastante ligera de ropa, empezó a nevar de pronto; Carlos, que observaba el tiempo desde la ventana, vio al abate Bournisien que iba para Rouen en el cochecito del señor Tuvache. Entonces bajó para confiar al eclesiástico un grueso chal para que se lo entregara a Madame nada más llegar a la «Croix Rouge». Apenas llegó a la hospedería, Bournisien preguntó por la señora del médico de Yonville. La hostelera contestó que frecuentaba muy poco su establecimiento. Por eso, aquella misma noche, al encontrar a Madame Bovary en «La Golondrina», el cura le contó lo ocurrido, sin al parecer darle importancia, pues se puso a hacer el elogio de un predicador que por entonces hacía maravillas en la catedral y al que iban a oír todas las señoras.
Pero si el cura no había pedido explicaciones, otros podrían después mostrarse menos discretos. Por lo cual Emma creyó conveniente alojarse siempre en la «Croix Rouge», de modo que las buenas gentes de su pueblo que la veían en la escalera no pudieran sospechar nada.
Un día, sin embargo, el señor Lheureux la vio salir del «Hôtel de Boulogne» del brazo de León; y Emma tuvo miedo, pensando que el comerciante se iría de la lengua. No era tan tonto como para eso.
Pero tres días después entró en el cuarto de Emma, cerró la puerta y dijo:
Necesito dinero.
Ella declaró que no podía dárselo. Lheureux se deshizo en lamentaciones y le recordó todas las atenciones que había tenido con ella.
En efecto, de los dos pagarés firmados por Carlos, Emma, hasta entonces, sólo había pagado uno. En cuanto al segundo, el comerciante, a instancias de ella, había accedido a sustituirlo por otros dos, que a su vez fueron renovados aplazando mucho la fecha de su vencimiento. Después, sacó del bolsillo una lista de artículos no pagados aún, a saber: las cortinas, la alfombra, la tela para las butacas, varios vestidos y varios artículos de tocador, cuyo valor ascendía a unos dos mil francos.
Emma bajó la cabeza; Lheureux añadió:
Pero si usted no dispone de dinero, tiene «bienes».
Y le indicó una pobre casucha sita en Barneville, cerca de Aumale, que no rentaba gran cosa. Antaño pertenecía a una pequeña granja vendida por el señor Bovary, pues Lheureux lo sabía todo, hasta las hectáreas que medía y el nombre de los colindantes.
Yo, en su lugar, me desprendería de ella, y aún me sobraría dinero.
Emma señaló la dificultad de encontrar comprador; Lheureux le dio esperanzas de encontrarlo; pero ella le preguntó cómo se las arreglaría para poder vender.
¿No tiene usted el poder? le replicó él.
Aquella palabra le llegó como una bocanada de aire fresco.
Déjeme la cuenta dijo Emma.
¡Oh!, no vale la pena replicó Lheureux.
Volvió a la semana siguiente, y presumió de haber conseguido encontrar, después de muchas gestiones, a un tal Langlois, que desde hacía mucho tiempo codiciaba la finca sin ofrecer precio por ella.
¡El precio es lo de menos! exclamó Emma.
Había que esperar, por el contrario, a tantear a aquel mozo. La cosa valía la pena de un viaje, y como ella no podía hacerlo, él se ofreció para desplazarse hasta allí y ponerse al habla con Langlois. Una vez de vuelta, dijo que el comprador ofrecía cuatro mil francos.
Emma se regocijó al conocer esta noticia.
Francamente añadió él , está bien pagada.
Emma cobró la mitad del dinero inmediatamente, y cuando fue a liquidar su cuenta, el comerciante le dijo:
Me apena, palabra de honor, verla deshacerse de golpe y porrazo de una cantidad tan importante como ésta.
Entonces ella miró los billetes de banco, y pensando en el número ilimitado de citas que representaban aquellos dos mil francos:
¡Cómo!, ¡cómo! balbució.
¡Oh! replicó Lheureux, en tono bonachón , en las facturas se puede meter lo que se quiera. ¿Acaso no sé yo lo que es gobernar una casa?
Y la miraba fijamente mientras sostenía en la mano dos largos papeles que hacía resbalar entre sus uñas. Por fin, abriendo su cartera, extendió sobre la mesa cuatro letras de cambio de mil francos cada una.
Firme esto le dijo , y quédese con todo.
Ella protestó escandalizada.
Pero si yo le doy el sobrante dijo descaradamente el señor Lheureux , ¿no le hago un favor?
Y tomando una pluma, escribió al pie de la cuenta: «Recibido de Madame Bovary cuatro mil francos.»
¿Qué le preocupa si va a cobrar dentro de seis meses el resto de la venta de su barraca, y yo le aplazo el vencimiento de la última letra para después del pago?
Emma se embrollaba un poco en sus cálculos, le tintineaban los oídos como si alrededor de ella sonaran sobre el suelo monedas de oro que caían de sacos rotos. Finalmente, Lheureux le explicó que un amigo suyo, Vinçart, banquero en Rouen, iba a descontar aquellas cuatro letras y luego él mismo entregaría a Madame el sobrante de la deuda real.
Pero en lugar de dos mil francos, no le trajo más que mil ochocientos, pues el amigo Vinçart, como es lógico, se había quedado con doscientos por gastos de comisión y de descuento.
Después le reclamó un recibo con un gesto de indiferencia.
Usted comprende..., en el comercio..., a veces..., y con la fecha, por favor, la fecha.
Ante Emma se abrió un horizonte de fantasías realizables. Tuvo la suficiente prudencia para guardar mil escudos, con los que pagó a su vencimiento las tres primeras letras; pero la cuarta, por casualidad, cayó en casa un jueves, y Carlos, trastornado, aguardó pacientemente a que regresara su mujer para pedirle explicaciones.
Si no le había hablado de aquella letra era para evitarle preocupaciones domésticas; se sentó sobre sus rodillas, le acarició, le arrulló, hizo una larga enumeración de todas las cosas indispensables compradas a crédito.
En fin, reconocerás que, para tanta cosa, no resulta demasiado caro.
Carlos, sin saber qué hacer, recurrió inmediatamente al eterno Lheureux, quien le juró que arreglaría las cosas, si el señor le firmaba dos letras, una de ellas de setecientos francos, pagadera a los tres meses. Para hacer frente a la situación, escribió a su madre una carta patética. En vez de enviarle la contestación, ella se presentó en casa; y cuando Emma quiso saber si le había sacado algo:
Sí respondió Carlos . Pero quiere ver la factura.
Al día siguiente, al amanecer, Emma corrió a casa del señor Lheureux para pedirle que le hiciera otra cuenta que no sobrepasara los mil francos, pues para enseñar la de cuatro mil habría que decir que había pagado los dos tercios, confesar, por consiguiente, la venta del inmueble, negociación bien llevada por el comerciante y que no se conoció hasta mucho después.
A pesar del precio muy barato de cada artículo, la señora Bovary madre no dejó de encontrar el gasto exagerado.
¿No podían pasar sin una alfombra?, ¿por qué tapizar de nuevo los sillones? En mis tiempos, en cada casa había un solo sillón, para las personas mayores, al menos así era en casa de mi madre, que era una mujer honrada, os lo aseguro. ¡No todo el mundo puede ser rico! ¡Ninguna fortuna resiste el despilfarro! ¡Yo me avergonzaría de llevar una vida tan regalada como la vuestra! y, sin embargo, yo soy vieja, necesito cuidados... ¡Hay que ver!, ¡hay que ver!, ¡cuántos perifollos!, ¡cuánta ostentación! ¡Pero cómo!, seda para forros, a dos francos... cuando se encuentra chaconada(3) a diez sueldos y hasta a ocho sueldos que cumple perfectamente su cometido.
3. Tela fina de algodón, de colores vivos, que se usaba para vestidos de mujer en la segunda mitad del siglo XIX.
Emma, arrellanada en el canapé, replicaba lo más tranquila posible:
¡Eh!, señora, ¡ya está bien!, ¡ya está bien!
La señora seguía sermoneándola, prediciéndoles que terminarían en el asilo. Además, la culpa era de Bovary. Menos mal que había prometido anular aquel poder.
¿Cómo?
¡Ah!, me lo ha jurado replicó la buena señora.
Emma abrió la ventana, llamó a Carlos y el pobre muchacho se vio obligado a confesar la palabra que le había arrancado su madre.
Emma desapareció y volvió enseguida tendiéndole majestuosamente una hoja grande de papel.
Muchas gracias dijo la vieja señora.
Y echó al fuego el poder.
Emma estalló en una risa estridente, estrepitosa, ininterrumpida; tenía un ataque de nervios.
¡Ay, Dios mío! exclamó Carlos . ¡Tú tienes la culpa, vienes aquí a armar escándalo!
Su madre, encogiéndose de hombros, decía que « todo aqueIlo no era más que teatro».
Pero Carlos, rebelándose por primera vez, salió en defensa de su mujer, de modo que la señora Bovary madre quiso marcharse. Al día siguiente se fue, y en el umbral de la puerta, como él tratase de retenerla, ella le replicó:
¡No, no! La quieres más que a mí, y tienes razón, es como debe ser. Pero ¡peor para ti!, ¡ya lo verás! ¡Consérvate bien!..., pues no estoy dispuesta, como tú dices, a venir a armar escándalos.
No por eso Carlos dejó de quedar muy avergonzado frente a Emma, pues ella no ocultaba el rencor que le guardaba por su falta de confianza; él tuvo que rogarle mucho para que accediera a tener otro poder, a incluso la acompañó a casa del señor Guillaumin para extendérselo por segunda vez, completamente igual al primero.
Lo comprendo dijo el notario ; un hombre de ciencia no puede perder él tiempo en los detalles prácticos de la vida.
Y Carlos se sintió aliviado por aquella reflexión lisonjera que daba a su debilidad las halagüeñas apariencias de una preocupación superior.
¡Qué desbordamiento el jueves siguiente, en el hotel, en su habitación, con León! Emma rió, lloró, cantó, bailó, mandó subir sorbetes, quiso fumar cigarrillos, a León le pareció extravagante, pero adorable, soberbia.
León no sabía qué reacción de todo su ser la impulsaba más a precipitarse en los gozos de la vida. Se volvía irritable, glotona, voluptuosa; y se paseaba con él por las calles con la frente alta, sin miedo, decía ella, de comprometerse. A veces, sin embargo, Emma se estremecía ante la idea súbita de encontrarse con Rodolfo; pues, aunque estuviesen separados para siempre, le parecía que no estaba completamente liberada de su dependencia.
Una noche no volvió a Yonville, Carlos estaba loco de impaciencia, y la pequeña Berta, que no quería acostarse sin su mamá, sollozaba intensamente. Justino salió sin rumbo, por la carretera. El señor Homais dejó su farmacia.
Por fin, a las once, no aguantando más, Carlos enganchó su caballo, saltó al pescante, fustigó al animal y hacia las dos de la mañana llegó a la «Croix Rouge». No había nadie. Pensó que el pasante quizá la habría visto; pero ¿dónde vivía? Afortunadamente, Carlos se acordó de las señas de su patrón. Y allá se fue,
Comenzaba a clarear el día. Distinguió unos rótulos por encima de una puerta; llamó. Alguien, sin abrirle, le dio a gritos la información que le pedía, mientras se deshacía en improperios contra los que molestaban a la gente durante la noche.
La casa donde vivía el pasante no tenía ni campanilla, ni aldabón, ni portero. Carlos dio fuertes puñetazos en los postigos. En aquel momento pasó por allí un policía; entonces Carlos tuvo miedo y se fue.
Estoy loco se decía ; sin duda la habrán invitado a cenar en casa del señor Lormeaux.
La familia Lormeaux ya no vivía en Rouen.
Se habrá quedado a cuidar a la señora Dubreuil. ¡Pero si la señora Dubreuil murió hace diez meses!... ¿Dónde puede estar?
Después, los viajeros de «La Golondrina» acababan por dormirse, unos con la boca abierta, otros con la barbilla sobre el pecho, apoyándose en el hombro de su vecino, o bien con el brazo pasado sobre la correa, meciéndose al compás del bamboleo del coche; y el reflejo de la linterna que se balanceaba fuera, sobre la grupa de los caballos de tiro, penetrando en el interior por las cortinas de percal color chocolate, ponía sombras sanguinolentas sobre todos aquellos individuos inmóviles. Emma, transida de tristeza, tiritaba bajo sus vestidos, y sentía cada vez más frío en los pies, con la muerte en el alma.
Carlos, en casa, la esperaba; «La Golondrina» siempre llegaba tarde los jueves. Por fin, llegaba la señora y apenas besaba a la niña. La cena no estaba preparada, pero no importaba, ella disculpaba a la cocinera. Ahora parecía que todo le estaba permitido a aquella chica.
A menudo, su marido, viéndola tan pálida, le preguntaba si no se encontraba mal.
No decía Emma.
Pero replicaba él estás muy rara esta noche.
¡Bah!, no es nada, no es nada.
Había incluso días en que, apenas llegaba a casa, subía a su habitación; y Justino, que se encontraba allí, circulaba silenciosamente, esmerándose en servirla más que una excelente doncella. Colocaba las cerillas, la palmatoria, un libro, disponía su camisón, abría las sábanas.
Vamos decía ella , está bien, ¡vete!
Pero él se quedaba de pie, con las manos colgando y los ojos abiertos como prendido entre los hilos innumerables de un súbito ensueño.
La jornada del día siguiente era espantosa, y las que seguían eran más intolerables todavía por la impaciencia que tenía Emma de recobrar su felicidad, codicia áspera, inflamada de imágenes conocidas, y que, al séptimo día, resplandecía sin trabas en las caricias de León. Los ardores de éste se ocultaban bajo expansiones de asombro y de reconocimiento. Emma saboreaba aquel amor de una manera discreta y absorta, lo cuidaba por medio de todos los artificios de su ternura y temblaba un poco ante el miedo de perderlo más adelante.
A menudo ella le decía, con dulce voz melancólica:
¡Ah!, tú me dejarás..., te cansarás..., serás como los otros.
Él preguntaba:
¿Qué otros?
Pues los hombres, en fin respondía ella.
Después añadía rechazándole con un gesto lánguido:
Sois todos unos infames.
Un día que filosofaban sobre desilusiones terrestres, ella llegó a decir, para poner a prueba sus celos o quizás cediendo a una necesidad de expansión demasiado fuerte, que en otro tiempo, antes de él, ella había amado a alguien, «no como a ti», replicó rápidamente, jurando por su hija «que no había pasado nada».
El joven la creyó y, sin embargo, la interrogó para saber lo que hacía aquel hombre.
Era capitán de barco, querido.
¿No era esto prevenir toda averiguación y, al mismo tiempo, situarse muy alto, por esta pretendida fascinación ejercida sobre un hombre que debía ser de naturaleza belicosa y acostumbrado a hacerse obedecer?
El pasante sintió entonces lo ínfimo de su posición; tuvo envidia de las charreteras, de las cruces, de los títulos. Todo esto debía de gustarle a ella, él lo sospechaba por su modo de gastar.
Sin embargo, Emma callaba una multitud de extravagancias, tales como el deseo de tener, para llevarla a Rouen, un tílburi azul, tirado por un caballo inglés, y conducido por un cochero, calzado de botas con vueltas. Era Justino quien le había inspirado ese capricho, suplicándole que lo tomase en su casa como criado; y si esta privación no atenuaba en cada cita el placer de la llegada, aumentaba ciertamente la amargura del regreso.
A menudo, cuando hablaban juntos de París, ella terminaba murmurando:
¡Ah!, ¡qué bien viviríamos allí!
¿No somos felices? replicaba dulcemente el joven pasándole la mano por sus bandós.
Sí, es cierto decía ella , estoy loca; ¡bésame!
Estaba con su marido más encantadora que nunca, le hacía natillas de pistache y tocaba valses después de cenar. Así que él se sentía entonces el más afortunado de los mortales, y Emma vivía sin preocupación, cuando una noche, de pronto:
¿Es la señorita Lempereur, verdad, quien te da lecciones?
Sí.
Bueno, la he visto hace poco, en casa de la señora Liégeard. Le hable de ti; no te conoce.
Fue como un rayo. Sin embargo, ella replicó con naturalidad:
¡Ah!, ¿sin duda, había olvidado mi nombre?
¿Pero quizás hay en Rouen dijo el médico varias señoritas Lempereur que son profesoras de piano?
¡Es posible!
Después, vivamente:
Sin embargo, tengo sus recibos, ¡toma, mira!
Y se fue al secreter, buscó en todos los cajones, confundió los papeles y acabó perdiendo la cabeza de tal modo que Carlos la animó a que no se preocupase tanto por aquellos miserables recibos.
iOh!, los encontraré dijo ella.
En efecto, el viernes siguiente, Carlos, al poner una de sus botas en el cuarto oscuro donde guardaba su ropa, notó una hoja de papel entre el cuero y su calcetín, la cogió y leyó:
«Recibido, por tres meses de clase y material diverso, la cantidad de sesenta y cinco francos. FÉLICIE LEMPEREUR, profesora de música.»
¿Cómo diablos está esto en mis botas?
Sin duda respondió ella , se habrá caído de la vieja caja de las facturas que está a la orilla de la tabla.
A partir de este momento, su existencia no fue más que una sarta de mentiras en las que envolvía su amor como en velos para ocultarlo.
Era una necesidad, una manía, un placer, hasta tal punto que, si decía que ayer había pasado por el lado derecho de una calle, había que creer que había sido por el lado izquierdo.
Una mañana que acababa de salir, según su costumbre, bastante ligera de ropa, empezó a nevar de pronto; Carlos, que observaba el tiempo desde la ventana, vio al abate Bournisien que iba para Rouen en el cochecito del señor Tuvache. Entonces bajó para confiar al eclesiástico un grueso chal para que se lo entregara a Madame nada más llegar a la «Croix Rouge». Apenas llegó a la hospedería, Bournisien preguntó por la señora del médico de Yonville. La hostelera contestó que frecuentaba muy poco su establecimiento. Por eso, aquella misma noche, al encontrar a Madame Bovary en «La Golondrina», el cura le contó lo ocurrido, sin al parecer darle importancia, pues se puso a hacer el elogio de un predicador que por entonces hacía maravillas en la catedral y al que iban a oír todas las señoras.
Pero si el cura no había pedido explicaciones, otros podrían después mostrarse menos discretos. Por lo cual Emma creyó conveniente alojarse siempre en la «Croix Rouge», de modo que las buenas gentes de su pueblo que la veían en la escalera no pudieran sospechar nada.
Un día, sin embargo, el señor Lheureux la vio salir del «Hôtel de Boulogne» del brazo de León; y Emma tuvo miedo, pensando que el comerciante se iría de la lengua. No era tan tonto como para eso.
Pero tres días después entró en el cuarto de Emma, cerró la puerta y dijo:
Necesito dinero.
Ella declaró que no podía dárselo. Lheureux se deshizo en lamentaciones y le recordó todas las atenciones que había tenido con ella.
En efecto, de los dos pagarés firmados por Carlos, Emma, hasta entonces, sólo había pagado uno. En cuanto al segundo, el comerciante, a instancias de ella, había accedido a sustituirlo por otros dos, que a su vez fueron renovados aplazando mucho la fecha de su vencimiento. Después, sacó del bolsillo una lista de artículos no pagados aún, a saber: las cortinas, la alfombra, la tela para las butacas, varios vestidos y varios artículos de tocador, cuyo valor ascendía a unos dos mil francos.
Emma bajó la cabeza; Lheureux añadió:
Pero si usted no dispone de dinero, tiene «bienes».
Y le indicó una pobre casucha sita en Barneville, cerca de Aumale, que no rentaba gran cosa. Antaño pertenecía a una pequeña granja vendida por el señor Bovary, pues Lheureux lo sabía todo, hasta las hectáreas que medía y el nombre de los colindantes.
Yo, en su lugar, me desprendería de ella, y aún me sobraría dinero.
Emma señaló la dificultad de encontrar comprador; Lheureux le dio esperanzas de encontrarlo; pero ella le preguntó cómo se las arreglaría para poder vender.
¿No tiene usted el poder? le replicó él.
Aquella palabra le llegó como una bocanada de aire fresco.
Déjeme la cuenta dijo Emma.
¡Oh!, no vale la pena replicó Lheureux.
Volvió a la semana siguiente, y presumió de haber conseguido encontrar, después de muchas gestiones, a un tal Langlois, que desde hacía mucho tiempo codiciaba la finca sin ofrecer precio por ella.
¡El precio es lo de menos! exclamó Emma.
Había que esperar, por el contrario, a tantear a aquel mozo. La cosa valía la pena de un viaje, y como ella no podía hacerlo, él se ofreció para desplazarse hasta allí y ponerse al habla con Langlois. Una vez de vuelta, dijo que el comprador ofrecía cuatro mil francos.
Emma se regocijó al conocer esta noticia.
Francamente añadió él , está bien pagada.
Emma cobró la mitad del dinero inmediatamente, y cuando fue a liquidar su cuenta, el comerciante le dijo:
Me apena, palabra de honor, verla deshacerse de golpe y porrazo de una cantidad tan importante como ésta.
Entonces ella miró los billetes de banco, y pensando en el número ilimitado de citas que representaban aquellos dos mil francos:
¡Cómo!, ¡cómo! balbució.
¡Oh! replicó Lheureux, en tono bonachón , en las facturas se puede meter lo que se quiera. ¿Acaso no sé yo lo que es gobernar una casa?
Y la miraba fijamente mientras sostenía en la mano dos largos papeles que hacía resbalar entre sus uñas. Por fin, abriendo su cartera, extendió sobre la mesa cuatro letras de cambio de mil francos cada una.
Firme esto le dijo , y quédese con todo.
Ella protestó escandalizada.
Pero si yo le doy el sobrante dijo descaradamente el señor Lheureux , ¿no le hago un favor?
Y tomando una pluma, escribió al pie de la cuenta: «Recibido de Madame Bovary cuatro mil francos.»
¿Qué le preocupa si va a cobrar dentro de seis meses el resto de la venta de su barraca, y yo le aplazo el vencimiento de la última letra para después del pago?
Emma se embrollaba un poco en sus cálculos, le tintineaban los oídos como si alrededor de ella sonaran sobre el suelo monedas de oro que caían de sacos rotos. Finalmente, Lheureux le explicó que un amigo suyo, Vinçart, banquero en Rouen, iba a descontar aquellas cuatro letras y luego él mismo entregaría a Madame el sobrante de la deuda real.
Pero en lugar de dos mil francos, no le trajo más que mil ochocientos, pues el amigo Vinçart, como es lógico, se había quedado con doscientos por gastos de comisión y de descuento.
Después le reclamó un recibo con un gesto de indiferencia.
Usted comprende..., en el comercio..., a veces..., y con la fecha, por favor, la fecha.
Ante Emma se abrió un horizonte de fantasías realizables. Tuvo la suficiente prudencia para guardar mil escudos, con los que pagó a su vencimiento las tres primeras letras; pero la cuarta, por casualidad, cayó en casa un jueves, y Carlos, trastornado, aguardó pacientemente a que regresara su mujer para pedirle explicaciones.
Si no le había hablado de aquella letra era para evitarle preocupaciones domésticas; se sentó sobre sus rodillas, le acarició, le arrulló, hizo una larga enumeración de todas las cosas indispensables compradas a crédito.
En fin, reconocerás que, para tanta cosa, no resulta demasiado caro.
Carlos, sin saber qué hacer, recurrió inmediatamente al eterno Lheureux, quien le juró que arreglaría las cosas, si el señor le firmaba dos letras, una de ellas de setecientos francos, pagadera a los tres meses. Para hacer frente a la situación, escribió a su madre una carta patética. En vez de enviarle la contestación, ella se presentó en casa; y cuando Emma quiso saber si le había sacado algo:
Sí respondió Carlos . Pero quiere ver la factura.
Al día siguiente, al amanecer, Emma corrió a casa del señor Lheureux para pedirle que le hiciera otra cuenta que no sobrepasara los mil francos, pues para enseñar la de cuatro mil habría que decir que había pagado los dos tercios, confesar, por consiguiente, la venta del inmueble, negociación bien llevada por el comerciante y que no se conoció hasta mucho después.
A pesar del precio muy barato de cada artículo, la señora Bovary madre no dejó de encontrar el gasto exagerado.
¿No podían pasar sin una alfombra?, ¿por qué tapizar de nuevo los sillones? En mis tiempos, en cada casa había un solo sillón, para las personas mayores, al menos así era en casa de mi madre, que era una mujer honrada, os lo aseguro. ¡No todo el mundo puede ser rico! ¡Ninguna fortuna resiste el despilfarro! ¡Yo me avergonzaría de llevar una vida tan regalada como la vuestra! y, sin embargo, yo soy vieja, necesito cuidados... ¡Hay que ver!, ¡hay que ver!, ¡cuántos perifollos!, ¡cuánta ostentación! ¡Pero cómo!, seda para forros, a dos francos... cuando se encuentra chaconada(3) a diez sueldos y hasta a ocho sueldos que cumple perfectamente su cometido.
3. Tela fina de algodón, de colores vivos, que se usaba para vestidos de mujer en la segunda mitad del siglo XIX.
Emma, arrellanada en el canapé, replicaba lo más tranquila posible:
¡Eh!, señora, ¡ya está bien!, ¡ya está bien!
La señora seguía sermoneándola, prediciéndoles que terminarían en el asilo. Además, la culpa era de Bovary. Menos mal que había prometido anular aquel poder.
¿Cómo?
¡Ah!, me lo ha jurado replicó la buena señora.
Emma abrió la ventana, llamó a Carlos y el pobre muchacho se vio obligado a confesar la palabra que le había arrancado su madre.
Emma desapareció y volvió enseguida tendiéndole majestuosamente una hoja grande de papel.
Muchas gracias dijo la vieja señora.
Y echó al fuego el poder.
Emma estalló en una risa estridente, estrepitosa, ininterrumpida; tenía un ataque de nervios.
¡Ay, Dios mío! exclamó Carlos . ¡Tú tienes la culpa, vienes aquí a armar escándalo!
Su madre, encogiéndose de hombros, decía que « todo aqueIlo no era más que teatro».
Pero Carlos, rebelándose por primera vez, salió en defensa de su mujer, de modo que la señora Bovary madre quiso marcharse. Al día siguiente se fue, y en el umbral de la puerta, como él tratase de retenerla, ella le replicó:
¡No, no! La quieres más que a mí, y tienes razón, es como debe ser. Pero ¡peor para ti!, ¡ya lo verás! ¡Consérvate bien!..., pues no estoy dispuesta, como tú dices, a venir a armar escándalos.
No por eso Carlos dejó de quedar muy avergonzado frente a Emma, pues ella no ocultaba el rencor que le guardaba por su falta de confianza; él tuvo que rogarle mucho para que accediera a tener otro poder, a incluso la acompañó a casa del señor Guillaumin para extendérselo por segunda vez, completamente igual al primero.
Lo comprendo dijo el notario ; un hombre de ciencia no puede perder él tiempo en los detalles prácticos de la vida.
Y Carlos se sintió aliviado por aquella reflexión lisonjera que daba a su debilidad las halagüeñas apariencias de una preocupación superior.
¡Qué desbordamiento el jueves siguiente, en el hotel, en su habitación, con León! Emma rió, lloró, cantó, bailó, mandó subir sorbetes, quiso fumar cigarrillos, a León le pareció extravagante, pero adorable, soberbia.
León no sabía qué reacción de todo su ser la impulsaba más a precipitarse en los gozos de la vida. Se volvía irritable, glotona, voluptuosa; y se paseaba con él por las calles con la frente alta, sin miedo, decía ella, de comprometerse. A veces, sin embargo, Emma se estremecía ante la idea súbita de encontrarse con Rodolfo; pues, aunque estuviesen separados para siempre, le parecía que no estaba completamente liberada de su dependencia.
Una noche no volvió a Yonville, Carlos estaba loco de impaciencia, y la pequeña Berta, que no quería acostarse sin su mamá, sollozaba intensamente. Justino salió sin rumbo, por la carretera. El señor Homais dejó su farmacia.
Por fin, a las once, no aguantando más, Carlos enganchó su caballo, saltó al pescante, fustigó al animal y hacia las dos de la mañana llegó a la «Croix Rouge». No había nadie. Pensó que el pasante quizá la habría visto; pero ¿dónde vivía? Afortunadamente, Carlos se acordó de las señas de su patrón. Y allá se fue,
Comenzaba a clarear el día. Distinguió unos rótulos por encima de una puerta; llamó. Alguien, sin abrirle, le dio a gritos la información que le pedía, mientras se deshacía en improperios contra los que molestaban a la gente durante la noche.
La casa donde vivía el pasante no tenía ni campanilla, ni aldabón, ni portero. Carlos dio fuertes puñetazos en los postigos. En aquel momento pasó por allí un policía; entonces Carlos tuvo miedo y se fue.
Estoy loco se decía ; sin duda la habrán invitado a cenar en casa del señor Lormeaux.
La familia Lormeaux ya no vivía en Rouen.
Se habrá quedado a cuidar a la señora Dubreuil. ¡Pero si la señora Dubreuil murió hace diez meses!... ¿Dónde puede estar?
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
Se le ocurrió una idea. Entró en un café y pidió el Anuario; y buscó rápidamente el nombre de la señorita Lempereur, que vivía en la calle de la Renelle des Maroquiniers, número 74.
Cuando entraba en esta calle, apareció Emma en persona en el otro extremo; Carlos, más que abrazarla, se echó sobre ella, exclamando:
¿Quién te retuvo ayer?
Estuve enferma.
¿Y de qué?... ¿Dónde?... ¿Cómo?...
Emma se pasó la mano por la frente y contestó:
En casa de la señorita Lempereur.
¡Estaba seguro!, allá iba yo.
¡Ohl, no vale la pena. Acaba de salir hace un momento; pero en lo sucesivo no te preocupes. No me siento libre, ya comprendes, si sé que el menor retraso te trastorna de esta manera.
Era como una especie de permiso que se daba a sí misma para estar más libre en sus escapadas. Y lo aprovechó ampliamente a sus anchas. Cuando sentía deseos de ver a León, se iba con cualquier pretexto, y como él no la esperaba aquel día, era ella quien iba a buscarle al despacho.
Las primeras veces fue para él una alegría; pero al poco tiempo le dijo la verdad: que su jefe se quejaba mucho de aquellos trastornos.
¡Bah!, vente le decía ella.
Y él se escapaba del despacho.
Emma quiso que se vistiera todo de negro y se dejara una perilla, para parecerse a los retratos de Luis XIII. Deseó conocer su alojamiento y lo encontró vulgar; él se sonrojó y ella no le hizo caso, luego le aconsejó que comprara unas cortinas parecidas a las suyas, y como León objetara el gasto:
¡Ah!, ¡ah!, tienes apego a tus dineritos dijo ella riendo.
León tenía que contarle cada vez todo lo que había hecho desde la última cita. Pidió versos, versos para ella, un poema de amor en honor suyo; León nunca llegó a encontrar la rima del segundo verso, y acabó por copiar un soneto de un keepsake.
Lo hizo menos por vanidad que por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos; él iba convirtiéndose en la verdadera querida de Emma más de lo que ésta lo era de él. Emma tenía para él palabras tiernas y unos besos que le robaban el alma. ¿Dónde había aprendido aquella corrupción casi inmaterial a fuerza de ser profunda y disimulada?
Cuando entraba en esta calle, apareció Emma en persona en el otro extremo; Carlos, más que abrazarla, se echó sobre ella, exclamando:
¿Quién te retuvo ayer?
Estuve enferma.
¿Y de qué?... ¿Dónde?... ¿Cómo?...
Emma se pasó la mano por la frente y contestó:
En casa de la señorita Lempereur.
¡Estaba seguro!, allá iba yo.
¡Ohl, no vale la pena. Acaba de salir hace un momento; pero en lo sucesivo no te preocupes. No me siento libre, ya comprendes, si sé que el menor retraso te trastorna de esta manera.
Era como una especie de permiso que se daba a sí misma para estar más libre en sus escapadas. Y lo aprovechó ampliamente a sus anchas. Cuando sentía deseos de ver a León, se iba con cualquier pretexto, y como él no la esperaba aquel día, era ella quien iba a buscarle al despacho.
Las primeras veces fue para él una alegría; pero al poco tiempo le dijo la verdad: que su jefe se quejaba mucho de aquellos trastornos.
¡Bah!, vente le decía ella.
Y él se escapaba del despacho.
Emma quiso que se vistiera todo de negro y se dejara una perilla, para parecerse a los retratos de Luis XIII. Deseó conocer su alojamiento y lo encontró vulgar; él se sonrojó y ella no le hizo caso, luego le aconsejó que comprara unas cortinas parecidas a las suyas, y como León objetara el gasto:
¡Ah!, ¡ah!, tienes apego a tus dineritos dijo ella riendo.
León tenía que contarle cada vez todo lo que había hecho desde la última cita. Pidió versos, versos para ella, un poema de amor en honor suyo; León nunca llegó a encontrar la rima del segundo verso, y acabó por copiar un soneto de un keepsake.
Lo hizo menos por vanidad que por complacerla. No discutía sus ideas; aceptaba todos sus gustos; él iba convirtiéndose en la verdadera querida de Emma más de lo que ésta lo era de él. Emma tenía para él palabras tiernas y unos besos que le robaban el alma. ¿Dónde había aprendido aquella corrupción casi inmaterial a fuerza de ser profunda y disimulada?
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
CAPÍTULO VI
En los viajes que hacía para verla, León cenaba a menudo en casa del boticario, y por cortesía se creyó obligado a invitarle a su vez.
¡Con mucho gusto! respondió el señor Homais ; además, necesito remozarme un poco, pues aquí me estoy embruteciendo. ¡Iremos al teatro, al restaurante, haremos locuras!
¡Ah!, hijo mío murmuró tiernamente la señora Homais, asustada ante los vagos peligros que su marido se disponía a correr.
Bueno, ¿y qué?, ¿no te parece que estoy arruinando bastante mi salud viviendo entre las emanaciones continuas de la farmacia? Así son las mujeres: tienen celos de la ciencia, pero luego se oponen a que uno disfrute de las más legítimas distracciones. No importa, cuente conmigo; uno de estos días me dejo caer en Rouen y ya verá cómo hacemos rodar los monises,
En otro tiempo el boticario se hubiera guardado muy bien de emplear semejante expresión; pero ahora le daba por hablar en una jerga alocada y parisina que encontraba del mejor gusto; y como Madame Bovary, su vecina, interrogaba con curiosidad al pasante sobre las costumbres de la capital, hasta hablaba argot para deslumbrar... a los burgueses, diciendo turne, bazar, chicard, chicandard, Breda street, y Je me la casse, por: me voy.
Y un jueves, Emma se sorprendió al encontrar en la cocina del «Lion d'Or» al señor Homais vestido de viaje, es decir, con un viejo abrigo que no le habían visto nunca, llevando en una mano una maleta y en la otra el folgo de su establecimiento, No había confiado a nadie su proyecto por miedo a que el público se preocupase por su ausencia.
La idea de volver a ver los lugares donde había pasado su juventud le exaltaba sin duda, pues no paró de charlar en todo el viaje; luego, apenas llegaron, saltó con presteza del coche para ir en busca de León; y por más que el pasante se resistió, el señor Homais se lo llevó al gran café de «Normandie», donde entró majestuosamente sin quitarse el sombrero, creyendo que era muy provinciano descubrirse en un lugar público.
Emma esperó a León tres cuartos de hora. Por fin, corrió a su despacho, y, perdida en toda clase de conjeturas, acusándolo de indiferencia y reprochándose a sí misma su debilidad, se pasó la tarde con la frente pegada a la ventana.
A las dos, pasante y boticario seguían sentados a la mesa el uno frente al otro. La gran sala se iba quedando vacía; el tubo de la estufa, en forma de palmera, contorneaba en el techo blanco su haz dorado; y cerca de ellos, detrás de la cristalera, a pleno sol, un pequeño surtidor gorgoteaba en una pileta de mármol donde entre berros y espárragos, tres bogavantes aletargados se alargaban hasta un montón de codornices apiladas en el borde del estanque.
Homais se deleitaba. Aunque se embriagase de lujo más que de buena comida, el vino de Pomard, sin embargo, le excitaba un poco las facultades, y cuando apareció la tortilla al ron expuso teorías inmorales sobre las mujeres. Lo que le seducía, por encima de todo, era el chic. Adoraba un atuendo elegante en una casa bien amueblada, y en cuanto a las cualidades físicas no despreciaba el «buen bocado».
León miraba el reloj con desesperación. El boticario bebía, comía, hablaba.
Usted debe de encontrarse muy independiente en Rouen le dijo de pronto . Por lo demás, sus amores no están muy lejos.
Y como el otro se sonrojaba:
¡Vamos, sea franco! No me negará que en Yonville...?
El joven balbució.
En casa de Madame Bovary, ¿no cortejaba usted...?
¿A quién?
¡A la criada!
No bromeaba; pero pudiendo más la vanidad que la prudencia, León protestó a pesar de todo. Además, sólo le gustaban las morenas.
Le alabo el gusto dijo el farmacéutico; tienen más temperamento.
Y acercándose al oído de su amigo, le indicó los síntomas por los que se conocía que una mujer tenía temperamento. Incluso se lanzó a una digresión etnográfica: la alemana era vaporosa, la francesa libertina, la italiana apasionada.
¿Y las negras? preguntó el pasante.
Eso es un gusto de artista dijo Homais . ¡Mozo!, dos medias tazas.
¿Nos vamos? dijo, por fin, León impacientándose.
Yes.
Pero antes de irse quiso ver al dueño del establecimiento y felicitarle. Entonces el joven, para quedarse solo, alegó que tenía trabajo.
¡Ah!, ¡le acompaño! dijo Homais.
Y mientras iban calle abajo, le hablaba de su mujer, de sus hijos, del porvenir de éstos y de su farmacia, le contaba la decadencia en que estaba antes y el grado de perfección a que él la había elevado.
Delante del «Hôtel de Boulogne», León le dejó bruscamente, corrió por la escalera, y encontró a su amante muy sobresaltada.
Al oír el nombre del farmacéutico se puso furiosa. Sin embargo, León acumulaba buenas razones; él no tenía la culpa, ¿acaso no conocía ella al señor Homais?, ¿cómo podía pensar que prefiriese su compañía? Pero ella trataba de irse; él la retuvo; y, cayendo de rodillas, la abrazó por la cintura, en una actitud lánguida toda llena de concupiscencia y de súplica.
Emma estaba de pie; sus grandes ojos ardientes le miraban seriamente y casi de un modo terrible. Luego se le nublaron de lágrimas, bajó sus rosados párpados, soltó las manos, y León se las llevaba a su boca cuando apareció un criado avisando que preguntaban por el señor.
¿Vas a volver? le dijo ella.
Sí.
Pero ¿cuándo?
Enseguida.
Es un truco dijo el farmacéutico al ver a León . He querido interrumpir esa visita que me parecía que le contrariaba. Vamos a casa de Bridoux a tomar una copa de garus(l).
León juró que tenía que volver a su despacho. Entonces el boticario bromeó acerca de los legajos, del procedimiento.
Olvídese un poco del Cujas y del Bartole(2), ¡qué demonio! ¿Quién se lo impide? ¡Sea valiente! Vamos a casa de Bridoux; verá su perro. ¡Es curiosísimo!
Elixir estomacal a base de canela, nuez moscada y azafrán.
Famosos juristas y tratadistas de Derecho. Bartolo, italiano, del siglo xiv; Cujas, francés, del xvi. Recuérdese que Flaubert cursó estudios de Derecho en la Universidad de París.
Y como el pasante seguía firme en su propósito.
Iré con usted. Le esperaré leyendo un periódico a hojeando el código.
León, aturdido por la cólera de Emma, la charlatanería del señor Homais y quizás por la pesadez de la digestión del almuerzo, permanecía indeciso y como fascinado por el farmacéutico que seguía insistiendo:
¡Vamos a casa de Bridoux!, está a dos pasos, en la calle Malpalu.
Entonces, por cobardía, por necedad, por ese incalificable sentimiento que nos arrastra a las acciones menos deseadas, se dejó llevar a casa de Bridoux; y lo encontraron en su pequeño patio, vigilando a tres muchachos que jadeaban dando vueltas a la gran rueda de una máquina para hacer agua de Seltz. Homais les dio consejos; abrazó a Bridoux; tomaron el garus. Veinte veces intentó León marcharse; pero el otro le sujetaba por el brazo diciéndole:
Enseguida, ya nos vamos. Iremos al Fanal de Rouen, a ver a aquellos señores. Le presentaré a Thomassin.
Sin embargo, León logró liberarse del boticario y dio un salto hasta el hotel. Emma ya no estaba allí.
Acababa de salir desesperada. Ahora lo detestaba. Aquella falta a la cita le parecía un ultraje y buscaba otras razones para despegarse de él; era incapaz de heroísmo, débil, trivial, más blando que una mujer, además de avaro y pusilánime.
Luego, calmándose, acabó por descubrir que tal vez lo había calumniado. Pero la denigración de las personas a quienes amamos siempre nos aleja de ellas un poco. No hay que tocar a los ídolos; su dorado se nos queda en las manos.
Llegaron a hablar más frecuentemente de cosas indiferentes a su amor; y en las cartas que Emma le enviaba hablaba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas, recursos ingenuos de una pasión debilitada que intentaba avivarse con todas las ayudas exteriores. Ella se prometía continuamente, para su próximo viaje, una felicidad profunda; después confesaba no sentir nada extraordinario. Esta decepción se borraba rápidamente bajo una esperanza nueva, y Emma volvía más entusiasmada, más ávida. Se desvestía brutalmente arrancando la cinta delgada de su corsé, que silbaba alrededor de sus caderas como una culebra que se escurre. Iba de puntillas, descalza a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada, después con un solo gesto dejaba caer juntos todos sus vestidos; y pálida, sin hablar, seria, se dejaba caer contra el pecho de su amante con un prolongado estremecimiento.
Sin embargo, había en su frente cubierta de gotas de sudor frío, en sus labios balbucientes, en sus pupilas extraviadas, en sus abrazos, algo extremado, vago y lúgubre, que a León le parecía deslizarse entre los dos sutilmente, como para separarlos.
León no se atrevía a hacerle preguntas, pero al verla tan experimentada, pensaba que ella había tenido que pasar todas las pruebas del sufrimiento y del placer. Lo que antes le encantaba ahora le asustaba un poco. Además, él se sublevaba contra la absorción, cada vez mayor, de su personalidad. Estaba resentido contra Emma por esta victoria permanente. Incluso se esforzaba por no quererla; después, al oír el crujido de sus botínes, se sentía cobarde, como los borrachos a la vista de los licores fuertes.
Ella no dejaba, es cierto, de prodigarle toda clase de atenciones, desde los refinamientos de la mesa hasta las coqueterías del traje y las languideces de la mirada. Traía de Yonville rosas en su seno, y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta; y, a fin de retenerlo más, esperando que el cielo tal vez le ayudaría, le puso al cueIlo una medalla de la Virgen. Se informaba, como una madre virtuosa, acerca de las compañías que frecuentaba. Le decía:
No los veas, no salgas, no pienses más que en nosotros; ¡ámame!
Ella habría querido poder vigilar su vida, y se le ocurrió la idea de hacerle seguir por las calles. Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo que abordaba a los viajeros y que no rehusaría... Pero su orgullo se rebeló.
¡Eh!, ¡qué le vamos a hacer!, que me engañe, ¡qué me importa!, ¿es que me interesa?
Un día que se habían separado temprano y ella volvía sola por el bulevar vio los muros de su convento; se sentó en un banco a la sombra de los olmos. ¡Qué calma la de aquellos tiempos!
¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que trataba de imaginarse a través de los libros!
Los primeros meses de su matrimonio, sus paseos a caballo por el bosque, el vizconde que valseaba, y Lagardy cantando, todo volvía a pasar delante de sus ojos... Y de pronto León le pareció tan lejano como los demás.
Sin embargo, le quiero se decía.
¡No importa!, no era feliz, no lo había sido nunca. ¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en las que se apoyaba?... Pero si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo encontraría ella?
¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta.
Un estertor metálico se arrastró por los aires y en la campana del convento se oyeron cuatro campanadas. ¡Las cuatro! Le parecía que estaba allí, en aquel banco, desde la eternidad. Pero un infinito de pasiones puede concentrarse en un minuto, como una muchedumbre en un pequeño espacio.
Emma vivía totalmente absorbida por las suyas y no se preocupaba del dinero más que una archiduquesa.
Pero una vez un hombre de aspecto enclenque, rubicundo y calvo entró en su casa diciéndose mandado por el señor Vinçart, de Rouen. Retiró los alfileres que cerraban el bolsillo lateral de su larga levita verde, los clavó sobre su manga y alargó cortésmente un papel.
Era un pagaré de setecientos francos, firmado por ella, y que Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a Vinçart. Emma mandó a la muchacha a casa de Lheureux. Éste dijo que no podía ir.
Entonces el desconocido, que había permanecido de pie, dirigiendo a derecha y a izquierda miradas curiosas disimuladas por sus espesas cejas rubias, preguntó con aire ingenuo:
¿Qué respuesta da al señor Vinçart?
Bueno respondió Emma , dígale... que no tengo... Será la semana que viene... Que espere..., sí, la semana que viene.
Y el buen hombre se fue sin decir palabra.
Pero al día siguiente, a mediodía, Emma recibió un protesto; y a la vista del papel timbrado, donde aparecía varias veces y en grandes caracteres: LICENCIADO HARENG, UJIER EN BUCHY, se asustó tanto, que fue corriendo a toda prisa a casa del tendero.
Lo encontró en su tienda atando un paquete.
¡Servidor! dijo , estoy con usted.
Lheureux no dejó su tarea, ayudado por una joven de unos trece años, un poco jorobada y que le servía a la vez de dependienta y de cocinera.
Después, arrastrando sus zuecos sobre el entarimado de la tienda, subió delante de Madame al primer piso y la hizo pasar a un estrecho despacho donde en una gran mesa de pino había algunos libros registro protegidos transversalmente por una barra de hierro cerrada con candado. Contra la pared, debajo de unos cortes de «indiana»(3), se entreveía una caja fuerte, pero de tal dimensión que debía contener algo más que pagarés y dinero. El señor Lheureux, en efecto, tenía casa de empeños, y era allí donde había guardado la cadena de oro de Madame Bovary, junto con los pendientes del pobre tío Tellier, quien, forzado al fin a vender, había comprado en Quincampoix una mísera tienda de alimentación, donde se moría de su catarro crónico, en medio de sus velas, menos amarillentas que su cara.
Indiana: tela de algodón estampada, fabricada primitivamente en la India e imitada después en Europa. La industria textil alcanzó un gran desarrollo en Rouen a principios del siglo XVII, que se amplió a comienzos del XX. En Madame Bovary se mencionan varios tipos de telas.
Lheureux se sentó en su amplio sillón de paja diciendo:
¿Qué hay de nuevo?
Tenga.
Y le enseñó el papel.
Bueno, ¿qué puedo hacer?
Entonces Emma se enfureció, recordando la palabra que él le había dado de no endosar aquellos pagarés; él lo reconoció.
Pero yo mismo me he visto obligado, estaba con el agua al cuello.
¿Y qué va a pasar ahora? replicó ella.
¡Oh!, es muy sencillo, un juicio del tribunal, y después el embargo...; ¡no hay nada que hacer!
En los viajes que hacía para verla, León cenaba a menudo en casa del boticario, y por cortesía se creyó obligado a invitarle a su vez.
¡Con mucho gusto! respondió el señor Homais ; además, necesito remozarme un poco, pues aquí me estoy embruteciendo. ¡Iremos al teatro, al restaurante, haremos locuras!
¡Ah!, hijo mío murmuró tiernamente la señora Homais, asustada ante los vagos peligros que su marido se disponía a correr.
Bueno, ¿y qué?, ¿no te parece que estoy arruinando bastante mi salud viviendo entre las emanaciones continuas de la farmacia? Así son las mujeres: tienen celos de la ciencia, pero luego se oponen a que uno disfrute de las más legítimas distracciones. No importa, cuente conmigo; uno de estos días me dejo caer en Rouen y ya verá cómo hacemos rodar los monises,
En otro tiempo el boticario se hubiera guardado muy bien de emplear semejante expresión; pero ahora le daba por hablar en una jerga alocada y parisina que encontraba del mejor gusto; y como Madame Bovary, su vecina, interrogaba con curiosidad al pasante sobre las costumbres de la capital, hasta hablaba argot para deslumbrar... a los burgueses, diciendo turne, bazar, chicard, chicandard, Breda street, y Je me la casse, por: me voy.
Y un jueves, Emma se sorprendió al encontrar en la cocina del «Lion d'Or» al señor Homais vestido de viaje, es decir, con un viejo abrigo que no le habían visto nunca, llevando en una mano una maleta y en la otra el folgo de su establecimiento, No había confiado a nadie su proyecto por miedo a que el público se preocupase por su ausencia.
La idea de volver a ver los lugares donde había pasado su juventud le exaltaba sin duda, pues no paró de charlar en todo el viaje; luego, apenas llegaron, saltó con presteza del coche para ir en busca de León; y por más que el pasante se resistió, el señor Homais se lo llevó al gran café de «Normandie», donde entró majestuosamente sin quitarse el sombrero, creyendo que era muy provinciano descubrirse en un lugar público.
Emma esperó a León tres cuartos de hora. Por fin, corrió a su despacho, y, perdida en toda clase de conjeturas, acusándolo de indiferencia y reprochándose a sí misma su debilidad, se pasó la tarde con la frente pegada a la ventana.
A las dos, pasante y boticario seguían sentados a la mesa el uno frente al otro. La gran sala se iba quedando vacía; el tubo de la estufa, en forma de palmera, contorneaba en el techo blanco su haz dorado; y cerca de ellos, detrás de la cristalera, a pleno sol, un pequeño surtidor gorgoteaba en una pileta de mármol donde entre berros y espárragos, tres bogavantes aletargados se alargaban hasta un montón de codornices apiladas en el borde del estanque.
Homais se deleitaba. Aunque se embriagase de lujo más que de buena comida, el vino de Pomard, sin embargo, le excitaba un poco las facultades, y cuando apareció la tortilla al ron expuso teorías inmorales sobre las mujeres. Lo que le seducía, por encima de todo, era el chic. Adoraba un atuendo elegante en una casa bien amueblada, y en cuanto a las cualidades físicas no despreciaba el «buen bocado».
León miraba el reloj con desesperación. El boticario bebía, comía, hablaba.
Usted debe de encontrarse muy independiente en Rouen le dijo de pronto . Por lo demás, sus amores no están muy lejos.
Y como el otro se sonrojaba:
¡Vamos, sea franco! No me negará que en Yonville...?
El joven balbució.
En casa de Madame Bovary, ¿no cortejaba usted...?
¿A quién?
¡A la criada!
No bromeaba; pero pudiendo más la vanidad que la prudencia, León protestó a pesar de todo. Además, sólo le gustaban las morenas.
Le alabo el gusto dijo el farmacéutico; tienen más temperamento.
Y acercándose al oído de su amigo, le indicó los síntomas por los que se conocía que una mujer tenía temperamento. Incluso se lanzó a una digresión etnográfica: la alemana era vaporosa, la francesa libertina, la italiana apasionada.
¿Y las negras? preguntó el pasante.
Eso es un gusto de artista dijo Homais . ¡Mozo!, dos medias tazas.
¿Nos vamos? dijo, por fin, León impacientándose.
Yes.
Pero antes de irse quiso ver al dueño del establecimiento y felicitarle. Entonces el joven, para quedarse solo, alegó que tenía trabajo.
¡Ah!, ¡le acompaño! dijo Homais.
Y mientras iban calle abajo, le hablaba de su mujer, de sus hijos, del porvenir de éstos y de su farmacia, le contaba la decadencia en que estaba antes y el grado de perfección a que él la había elevado.
Delante del «Hôtel de Boulogne», León le dejó bruscamente, corrió por la escalera, y encontró a su amante muy sobresaltada.
Al oír el nombre del farmacéutico se puso furiosa. Sin embargo, León acumulaba buenas razones; él no tenía la culpa, ¿acaso no conocía ella al señor Homais?, ¿cómo podía pensar que prefiriese su compañía? Pero ella trataba de irse; él la retuvo; y, cayendo de rodillas, la abrazó por la cintura, en una actitud lánguida toda llena de concupiscencia y de súplica.
Emma estaba de pie; sus grandes ojos ardientes le miraban seriamente y casi de un modo terrible. Luego se le nublaron de lágrimas, bajó sus rosados párpados, soltó las manos, y León se las llevaba a su boca cuando apareció un criado avisando que preguntaban por el señor.
¿Vas a volver? le dijo ella.
Sí.
Pero ¿cuándo?
Enseguida.
Es un truco dijo el farmacéutico al ver a León . He querido interrumpir esa visita que me parecía que le contrariaba. Vamos a casa de Bridoux a tomar una copa de garus(l).
León juró que tenía que volver a su despacho. Entonces el boticario bromeó acerca de los legajos, del procedimiento.
Olvídese un poco del Cujas y del Bartole(2), ¡qué demonio! ¿Quién se lo impide? ¡Sea valiente! Vamos a casa de Bridoux; verá su perro. ¡Es curiosísimo!
Elixir estomacal a base de canela, nuez moscada y azafrán.
Famosos juristas y tratadistas de Derecho. Bartolo, italiano, del siglo xiv; Cujas, francés, del xvi. Recuérdese que Flaubert cursó estudios de Derecho en la Universidad de París.
Y como el pasante seguía firme en su propósito.
Iré con usted. Le esperaré leyendo un periódico a hojeando el código.
León, aturdido por la cólera de Emma, la charlatanería del señor Homais y quizás por la pesadez de la digestión del almuerzo, permanecía indeciso y como fascinado por el farmacéutico que seguía insistiendo:
¡Vamos a casa de Bridoux!, está a dos pasos, en la calle Malpalu.
Entonces, por cobardía, por necedad, por ese incalificable sentimiento que nos arrastra a las acciones menos deseadas, se dejó llevar a casa de Bridoux; y lo encontraron en su pequeño patio, vigilando a tres muchachos que jadeaban dando vueltas a la gran rueda de una máquina para hacer agua de Seltz. Homais les dio consejos; abrazó a Bridoux; tomaron el garus. Veinte veces intentó León marcharse; pero el otro le sujetaba por el brazo diciéndole:
Enseguida, ya nos vamos. Iremos al Fanal de Rouen, a ver a aquellos señores. Le presentaré a Thomassin.
Sin embargo, León logró liberarse del boticario y dio un salto hasta el hotel. Emma ya no estaba allí.
Acababa de salir desesperada. Ahora lo detestaba. Aquella falta a la cita le parecía un ultraje y buscaba otras razones para despegarse de él; era incapaz de heroísmo, débil, trivial, más blando que una mujer, además de avaro y pusilánime.
Luego, calmándose, acabó por descubrir que tal vez lo había calumniado. Pero la denigración de las personas a quienes amamos siempre nos aleja de ellas un poco. No hay que tocar a los ídolos; su dorado se nos queda en las manos.
Llegaron a hablar más frecuentemente de cosas indiferentes a su amor; y en las cartas que Emma le enviaba hablaba de flores, de versos, de la luna y de las estrellas, recursos ingenuos de una pasión debilitada que intentaba avivarse con todas las ayudas exteriores. Ella se prometía continuamente, para su próximo viaje, una felicidad profunda; después confesaba no sentir nada extraordinario. Esta decepción se borraba rápidamente bajo una esperanza nueva, y Emma volvía más entusiasmada, más ávida. Se desvestía brutalmente arrancando la cinta delgada de su corsé, que silbaba alrededor de sus caderas como una culebra que se escurre. Iba de puntillas, descalza a mirar otra vez si la puerta estaba cerrada, después con un solo gesto dejaba caer juntos todos sus vestidos; y pálida, sin hablar, seria, se dejaba caer contra el pecho de su amante con un prolongado estremecimiento.
Sin embargo, había en su frente cubierta de gotas de sudor frío, en sus labios balbucientes, en sus pupilas extraviadas, en sus abrazos, algo extremado, vago y lúgubre, que a León le parecía deslizarse entre los dos sutilmente, como para separarlos.
León no se atrevía a hacerle preguntas, pero al verla tan experimentada, pensaba que ella había tenido que pasar todas las pruebas del sufrimiento y del placer. Lo que antes le encantaba ahora le asustaba un poco. Además, él se sublevaba contra la absorción, cada vez mayor, de su personalidad. Estaba resentido contra Emma por esta victoria permanente. Incluso se esforzaba por no quererla; después, al oír el crujido de sus botínes, se sentía cobarde, como los borrachos a la vista de los licores fuertes.
Ella no dejaba, es cierto, de prodigarle toda clase de atenciones, desde los refinamientos de la mesa hasta las coqueterías del traje y las languideces de la mirada. Traía de Yonville rosas en su seno, y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud, le daba consejos sobre su conducta; y, a fin de retenerlo más, esperando que el cielo tal vez le ayudaría, le puso al cueIlo una medalla de la Virgen. Se informaba, como una madre virtuosa, acerca de las compañías que frecuentaba. Le decía:
No los veas, no salgas, no pienses más que en nosotros; ¡ámame!
Ella habría querido poder vigilar su vida, y se le ocurrió la idea de hacerle seguir por las calles. Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo que abordaba a los viajeros y que no rehusaría... Pero su orgullo se rebeló.
¡Eh!, ¡qué le vamos a hacer!, que me engañe, ¡qué me importa!, ¿es que me interesa?
Un día que se habían separado temprano y ella volvía sola por el bulevar vio los muros de su convento; se sentó en un banco a la sombra de los olmos. ¡Qué calma la de aquellos tiempos!
¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que trataba de imaginarse a través de los libros!
Los primeros meses de su matrimonio, sus paseos a caballo por el bosque, el vizconde que valseaba, y Lagardy cantando, todo volvía a pasar delante de sus ojos... Y de pronto León le pareció tan lejano como los demás.
Sin embargo, le quiero se decía.
¡No importa!, no era feliz, no lo había sido nunca. ¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en las que se apoyaba?... Pero si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo encontraría ella?
¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta.
Un estertor metálico se arrastró por los aires y en la campana del convento se oyeron cuatro campanadas. ¡Las cuatro! Le parecía que estaba allí, en aquel banco, desde la eternidad. Pero un infinito de pasiones puede concentrarse en un minuto, como una muchedumbre en un pequeño espacio.
Emma vivía totalmente absorbida por las suyas y no se preocupaba del dinero más que una archiduquesa.
Pero una vez un hombre de aspecto enclenque, rubicundo y calvo entró en su casa diciéndose mandado por el señor Vinçart, de Rouen. Retiró los alfileres que cerraban el bolsillo lateral de su larga levita verde, los clavó sobre su manga y alargó cortésmente un papel.
Era un pagaré de setecientos francos, firmado por ella, y que Lheureux, a pesar de todas sus promesas, había endosado a Vinçart. Emma mandó a la muchacha a casa de Lheureux. Éste dijo que no podía ir.
Entonces el desconocido, que había permanecido de pie, dirigiendo a derecha y a izquierda miradas curiosas disimuladas por sus espesas cejas rubias, preguntó con aire ingenuo:
¿Qué respuesta da al señor Vinçart?
Bueno respondió Emma , dígale... que no tengo... Será la semana que viene... Que espere..., sí, la semana que viene.
Y el buen hombre se fue sin decir palabra.
Pero al día siguiente, a mediodía, Emma recibió un protesto; y a la vista del papel timbrado, donde aparecía varias veces y en grandes caracteres: LICENCIADO HARENG, UJIER EN BUCHY, se asustó tanto, que fue corriendo a toda prisa a casa del tendero.
Lo encontró en su tienda atando un paquete.
¡Servidor! dijo , estoy con usted.
Lheureux no dejó su tarea, ayudado por una joven de unos trece años, un poco jorobada y que le servía a la vez de dependienta y de cocinera.
Después, arrastrando sus zuecos sobre el entarimado de la tienda, subió delante de Madame al primer piso y la hizo pasar a un estrecho despacho donde en una gran mesa de pino había algunos libros registro protegidos transversalmente por una barra de hierro cerrada con candado. Contra la pared, debajo de unos cortes de «indiana»(3), se entreveía una caja fuerte, pero de tal dimensión que debía contener algo más que pagarés y dinero. El señor Lheureux, en efecto, tenía casa de empeños, y era allí donde había guardado la cadena de oro de Madame Bovary, junto con los pendientes del pobre tío Tellier, quien, forzado al fin a vender, había comprado en Quincampoix una mísera tienda de alimentación, donde se moría de su catarro crónico, en medio de sus velas, menos amarillentas que su cara.
Indiana: tela de algodón estampada, fabricada primitivamente en la India e imitada después en Europa. La industria textil alcanzó un gran desarrollo en Rouen a principios del siglo XVII, que se amplió a comienzos del XX. En Madame Bovary se mencionan varios tipos de telas.
Lheureux se sentó en su amplio sillón de paja diciendo:
¿Qué hay de nuevo?
Tenga.
Y le enseñó el papel.
Bueno, ¿qué puedo hacer?
Entonces Emma se enfureció, recordando la palabra que él le había dado de no endosar aquellos pagarés; él lo reconoció.
Pero yo mismo me he visto obligado, estaba con el agua al cuello.
¿Y qué va a pasar ahora? replicó ella.
¡Oh!, es muy sencillo, un juicio del tribunal, y después el embargo...; ¡no hay nada que hacer!
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
Emma se contenía para no pegarle. Le preguntó suavemente si no había manera de calmar al señor Vinçart.
¡Pues sí! Estamos listos, calmar a Vinçart; se ve que usted no lo conoce; es más feroz que un árabe.
Sin embargo, el señor Lheureux tenía que intervenir.
¡Escuche!, me parece que hasta ahora he sido bastante bueno con usted. Y abriendo uno de sus registros:
¡Mire!
Después, recorriendo la página con su dedo:
Vamos a ver..., vamos a ver... El 3 de agosto, doscientos francos... El l7 de junio siguiente, ciento cincuenta... 23 de marzo, cuarenta y seis... En abril...
Se detuvo como temiendo hacer alguna tontería.
Y no digo nada de los pagarés firmados por el señor, uno de setecientos francos y otro de trescientos. En cuanto a sus pequeños anticipos, a los intereses, es para no acabar, uno se pierde, ¡ya no quiero saber nada!
Emma lloraba, incluso le llamó «su buen señor Lheureux». Pero él se escudaba siempre en aquel bribón de Vinçart. Por otra parte, él no tenía un céntimo, nadie le pagaba ahora, lo explotaban, un pobre tendero como él no podía hacer anticipos.
Emma se callaba, y el señor Lheureux, que mordisqueaba las barbas de una pluma, se sintió, sin duda, preocupado por aquel silencio, pues dijo:
Si al menos uno de estos días tuviera algunos ingresos... yo podría...
Además dijo ella , en cuanto cobre lo de Barueville... ¿Cómo?...
Y al enterarse de que Langlois no había pagado todavía, pareció muy sorprendido. Después, con una voz melosa:
Y usted y yo podemos convenir, ¿dice usted?
¡Oh, lo que usted quiera!
Entonces él cerró los ojos para reflexionar, escribió algunas cifras, y declarando que se perjudicaría mucho, que el asunto era escabroso, y que se «sacrificaba», dictó cuatro pagarés de doscientos cincuenta francos cada uno, espaciados los unos de los otros en un mes de vencimiento.
¡Ojalá Vinçart se digne escucharme! De todos modos, esto está decidido, yo no pierdo el tiempo, soy claro como el agua.
Después le enseñó con indiferencia varias mercancías nuevas, ninguna de las cuales, según su parecer, era digna de Madame.
¡Cuando pienso que tengo aquí un vestido a siete sueldos el metro, y buen tinte garantizado! ¡Sin embargo, hay quien se traga el anzuelo!, a la gente no se le cuenta la verdad, puede usted creerme queriendo por esta confesión de pillería para con los otros convencerla por completo de su probidad.
Después la llamó otra vez para enseñarle tres varas de guipur que había encontrado recientemente.
¡Es bonito! decía Lheureux ; se lleva mucho ahora para cabeceras de sillones, es la moda.
Y más pronto que un escamoteador envolvió la tela de guipur en un papel azul y la puso en manos de Emma.
Al menos, que yo sepa...
¡Ah!, después replicó él, dándole la espalda.
Aquella misma noche Emma instó a Bovary para que escribiera a su madre a fin de que le enviase enseguida todo to que le quedaba de su herencia. La suegra contestó que ya no tenía nada; la liquidación se había cerrado, y les quedaba, además de Barneville, seiscientas libras de renta, que ella les mandaría puntualmente.
Entonces Madame extendió facturas a dos o tres clientes, y pronto utilizó ampliamente este procedimiento, que le daba buen resultado. Tenía siempre cuidado de añadir una postdata:
«No diga nada a mi marido, ya sabe que es orgulloso... Dispénseme... Su servidora...» Hubo algunas reclamaciones; pero ella las interceptó.
Para sacar dinero, empezó a vender sus guantes y sus sombreros viejos, la vieja chatarra; y regateaba con sagacidad, pues su sangre campesina la empujaba a la ganancia. Después, en sus viajes a la ciudad, compraría de ocasión baratijas, que el señor Lheureux, a falta de otras, le tomaría sin duda. Compró plumas de avestruz, porcelana china y arcones; pedía prestado a Felicidad, a la señora Lefrançois, a la hotelera de la «Croix Rouge», a todo el mundo, en cualquier lugar. Con el dinero que por fin recibió de Barneville saldó dos pagarés; los otros mil quinientos francos se fueron. Se volvió a empeñar de nuevo, y ¡siempre igual!
Es cierto que a veces trataba de hacer cálculos; pero le salían unas cosas tan exorbitantes que no podía creerlo. Entonces volvía a empezar, se embarullaba enseguida, dejaba todo y ya no pensaba más en ello.
La casa estaba muy triste ahora. Se veía salir de ella a los proveedores con unas caras furiosas. Había pañuelos tirados sobre los hornillos; y la pequeña Berta, con gran escándalo de la señora Homais, llevaba las medias rotas. Si Carlos, tímidamente, se atrevía a hacer una observación, ella le respondía bruscamente que no tenía la culpa.
¿Por qué estos arrebatos? El se lo explicaba todo por su antigua enfermedad nerviosa; y reprochándose haber tomado por defectos sus achaques, se acusaba de egoísmo, tenía ganas de correr a besarla.
«¡Oh!, no se decía , la molestaría.»
Y se paraba.
Después de la cena se paseaba solo por el jardín; sentaba a la pequeña Berta sobre las rodillas, y, abriendo su revista de medicina, trataba de enseñarle a leer. La niña, que no estudiaba nunca, no tardaba en abrir unos grandes ojos tristes y se echaba a llorar. Entonces él la consolaba; iba a buscarle agua en la regadera para hacer ríos en la arena, o rompía las ramas de las alheñas para plantar árboles en los arriates, lo cual estropeaba poco el jardín, todo lleno de malezas; ¡se debían tantos jornales a Lestiboudis! Después la niña tenía frío y llamaba a su madre.
Llama a la muchacha decía Carlos . Ya sabes, hijita, que mamá no quiere que la molesten.
Comenzaba el otoño y ya caían las hojas como hacía dos años cuando estaba enferma. ¡Cuándo acabará esto! Y Carlos continuaba caminando con las manos detrás de la espalda.
La señora estaba en su habitación. No subían a ella. Permanecía todo el día abotargada, a medio vestir y, de vez en cuando, quemando pastillas del serrallo que había comprado en Rouen en la tienda de un argelino. Para no tener de noche a su lado a aquel hombre que dormía, acabó, a fuerza de muecas, por relegarlo al segundo piso; y se quedaba hasta la madrugada leyendo libros extravagantes donde había escenas de orgías con situaciones sangrientas. A menudo le asaltaba el terror y lanzaba un grito. Carlos acudía.
¡Ah!, ¡vete! le decía.
Otras veces, quemada más fuertemente por aquella llama íntima avivada por el adulterio, jadeante, conmovida, ardiente de deseos, abría la ventana, aspiraba el aire frío, soltaba al viento su cabellera demasiado pesada, y, mirando a las estrellas, anhelaba amores de príncipe. Pensaba en él, en León. Entonces habría dado todo por una sola de aquellas citas que la saciaban.
Eran sus días de gala. Ella quería que fuesen espléndidos, y cuando no podía pagar él solo el gasto, ella completaba el resto liberalmente, lo cual ocurría casi todas las veces. Él trató de hacerle comprender que estarían bien en otro lado, en algún hotel más modesto; pero ella puso objeciones.
Un día sacó del bolso seis cucharillas de plata dorada (era el regalo de boda del señor Rouault), rogándole que fuese inmediatamente a llevar aquello, a nombre de ella, al Monte de Piedad; y León obedeció, aunque esta gestión le desgarraba. Temía comprometerse.
Después, reflexionando, advirtió León que su amante adoptaba unas actitudes extrañas, y que quizás no estuvieran equivocados los que querían separarle de ella.
En efecto, alguien había enviado a su madre una larga carta anónima, para avisarla de su hijo se estaba perdiendo con una mujer casada; y enseguida la buena señora, entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la vaga criatura perniciosa, la sirena, el monstruo que habitaba fantásticamente en las profundidades del amor, escribió al notario Dubocage, su patrón, el cual estuvo muy acertado en este asunto. Pasó con él tres cuartos de hora queriendo abrirle los ojos, advertirle del precipicio. Tal intriga dañaría más adelante su despacho. Le suplicó que rompiese, y sino hacía este sacrificio por su propio interés, que lo hiciese al menos por él, ¡Dubocage!
León había jurado, por fin, no volver a ver a Emma; y se reprochaba no haber mantenido su palabra, considerando todo lo que aquella mujer podría todavía acarrearle de líos y habladurías sin contar las bromas de sus compañeros que se despachaban a gusto por la mañana alrededor de la estufa. Además, él iba a ascender a primer pasante de notaría: era el momento de ser serio. Por eso renunciaba a la flauta, a los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un día, un minuto, se creía capaz de inmensas pasiones, de altas empresas. El más mediocre libertino soñó con sultanas; cada notario lleva en sí los restos de un poeta.
Ahora se aburría cuando Emma, de repente, se ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como la gente que no puede soportar más que una cierta dosis de música, se adormecía de indiferencia en el estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no distinguía.
Se conocían demasiado para gozar de aquellos embelesos de la posesión que centuplican su gozo. Ella estaba tan hastiada de él como él cansado de ella. Emma volvía a encontrar en el adulterio todas las soserías del matrimonio.
Pero ¿cómo poder desprenderse de él? Por otra parte, por más que se sintiese humillada por la bajeza de tal felicidad, se agarraba a ella por costumbre o por corrupción; y cada día se enviciaba más, agotando toda felicidad a fuerza de quererla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas decepcionadas, como si la hubiese traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que le obligase a la separación, puesto que no tenía el valor de decidirse a romper.
No dejaba de escribirle cartas de amor, en virtud de esa idea de que una mujer debe seguir escribiendo a su amante.
Pero al escribir veía a otro hombre, a un fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, de sus más bellas lecturas, de sus más ardientes deseos; y, por fin, se le hacía tan verdadero y accesible que palpitaba maravillada, sin poder, sin embargo, imaginarlo claramente, hasta tal punto se perdía como un dios bajo la abundancia de sus atributos. Aquel fantasma habitaba el país azulado donde las escaleras de seda se mecen en balcones, bajo el soplo de las flores, al claro de luna. Ella lo sentía a su lado, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Después volvía a desplomarse, rota, pues aquellos impulsos de amor imaginario la agotaban más que las grandes orgías.
Ahora sentía un cansancio incesante y total. A menudo incluso recibía citaciones judiciales, papel timbrado que apenas miraba. Hubiera querido no seguir viviendo o dormir ininterrumpidamente.
El día de la mi carême(4) no volvió a Yonville; por la noche fue al baile de máscaras. Se puso un pantalón de terciopelo y unas medias rojas, una peluca con un lacito en la nuca y un tricornio caído sobre la oreja. Saltó toda la noche al son furioso de los trombones; hacían corro a su alrededor; y por la mañana se encontró en el peristilo del teatro entre cinco o seis máscaras, mujeres de rompe y rasga y marineros, camaradas de León, que hablaban de ir a cenar.
4 Mi carême, en el texto, es el jueves de la tercera semana de Cuaresma, en el que se celebran bailes y desfiles de máscaras.
Los cafés de alrededor estaban llenos. Vieron en el puerto un restaurante de los más mediocres, cuyo dueño les abrió, en el cuarto piso, una pequeña habitación.
Los hombres cuchicheaban en un rincón, sin duda consultándose sobre el gasto. Había un pasante de notario, dos estudiantes de medicina y un dependiente: ¡qué compañía para ella! En cuanto a las mujeres, Emma se dio cuenta pronto, por el timbre de sus voces, que debían ser casi todas de ínfima categoría. Entonces tuvo miedo, retiró hacia atrás su silla y bajó los ojos.
Los otros se pusieron a comer. Emma no comió; le ardía la frente, le picaban los párpados y sentía un frío glacial en la piel. Dentro de su cabeza seguía retumbando el suelo del baile, bajo las pisadas rítmicas de los mil pies que bailaban. Después, el olor del ponche con el humo de los cigarros la mareó. Se desmayó; la llevaron junto a la ventana.
Comenzaba a apuntar el día, y una gran mancha de color púrpura se ensanchaba en el cielo pálido por la parte de Santa Catalina. El río, lívido, se agitaba con el viento; no había nadie en los puentes; las farolas se apagaban.
Emma se reanimó entretanto, y llegó a pensar en Berta, que dormía allá, en la habitación de su criada. Pero pasó una carreta llena de largas cintas de hierro, haciendo contra la pared de las casas una vibración metálica ensordecedora.
Emma se esquivó bruscamente, se desprendió de su traje, dijo a León que tenía que volver a casa, y por fin quedó sola en el «Hôtel de Boulogne». Todo, incluso ella misma, le era insoportable. Habría querido, escapándose como un pájaro, ir a rejuvenecerse a algún lugar, muy lejos, en los espacios inmaculados.
Salió, atravesó el bulevar, la plaza Cauchoise y el suburbio, hasta una calle descubierta que dominaba unos jardines. Caminaba deprisa, el aire libre la calmaba; y poco a poco las caras de la muchedumbre, las caretas, las contradanzas, las lámparas, la cena, aquellas mujeres, todo desaparecía como brumas arrebatadas por el viento. Después, volviendo a la «Croix Rouge», se echó en su cama, en la pequeña habitación del segundo, donde colgaban las estampas de la Tour de Nesle. A las cuatro de la tarde la despertó Hivert.
Al entrar en su casa, Felicidad le enseñó detrás del reloj un papel gris. Emma leyó:
«En virtud de traslado, en forma ejecutoria de una... sentencia...»
¿Qué sentencia? En efecto, la víspera, habían traído otro papel que ella no conocía; por eso quedó estupefacta ante estas palabras:
«Requiriendo en nombre del rey, la ley y la justicia, a Madame Bovary...»
Entonces, saltando varias líneas, vio:
«En un plazo máximo de» ¿cómo, pues?, ¿así? . «Pagar la suma total de ocho mil francos.» E incluso más abajo, se leía:
«Será apremiada por toda vía de derecho, y especialmente por el embargo por vía ejecutiva de sus muebles y efectos.»
¿Qué hacer?... Tenía un plazo de veinticuatro horas: ¡mañana! Lheureux, pensó, quería sin duda darle otro susto; pues ella adivinó de pronto todas sus maniobras, el objetivo que buscaba con sus complacencias. Lo que la tranquilizaba era la exageración misma de la cantidad.
Sin embargo, a fuerza de comprar, de no pagar, de pedir prestado, de firmar pagarés, de renovar aquellos pagarés, que se inflaban a cada nuevo vencimiento, Emma había terminado proporcionando al tal Lheureux un capital, que él esperaba impacientemente para sus especulaciones.
Se presentó en casa del tendero con aire desenvuelto.
¿Sabe lo que me pasa? ¡Seguramente que es una broma!
No.
¿Cómo es eso?
Él se volvió lentamente, y le dijo cruzándose los brazos:
¿Pensaba usted, señora mía, que yo iba, hasta la consumación de los siglos, a ser su proveedor y banquero? ¡Por el amor de Dios! Tengo que recuperar lo que he desembolsado, ¡seamos justos!
Ella protestó de la cuantía de la deuda.
¡Ah!, ¡qué le vamos a hacer!, ¡el tribunal lo ha reconocido!, ¡hay una sentencia!, ¡se la han notificado! Además, no soy yo, es Vinçart.
¿Es que usted no podría...?
¡Oh, nada en absoluto!
Pero..., sin embargo..., razonemos.
Y ella se fue por los cerros de úbeda; no se había enterado de nada..., era una sorpresa...
¿De quién es la culpa? dijo Lheureux saludándola irónicamente . Mientras que yo estoy trabajando como un negro, usted se divierte de lo lindo.
¡Ah!, ¡nada de sermones!
Eso nunca hace daño le replicó él.
Ella estuvo cobarde, le suplicó; a incluso apoyó su linda mano blanca y larga sobre las rodillas del comerciante.
¡Déjeme ya! ¡Parece que quiere seducirme!
¡Es usted un miserable! exclamó ella.
¡Oh!, ¡oh!, ¡qué maneras! replicó riendo.
Ya haré saber quién es usted. Se lo diré a mi marido.
Bien, yo le enseñaré algo a su marido...
Y Lheureux sacó de su caja fuerte el recibo de mil ochocientos francos que ella le había dado en ocasión del descuento de Vinçart.
¿Cree usted añadió él que no se va a dar cuenta de sus pequeños robos ese pobre hombre?
Emma se desplomó más abatida que si hubiese recibido un mazazo. Él se paseaba desde la ventana a la mesa, sin dejar de repetir:
¡Ah!, ya lo creo que lo enseñaré... sí que se lo enseñaré...
Después se acercó a ella, y con voz suave:
No es divertido, lo sé; después de todo nadie se ha muerto por esto, y como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero...
¿Pero dónde encontrarlo? dijo Emma retorciéndose los brazos.
¡Ah, bah!, ¡cuando, como usted, se tienen amigos!
Y la miraba de una manera tan penetrante y tan terrible que ella tembló hasta las entrañas.
Se lo prometo dijo ella , firmaré...
¡Ya estoy harto de sus firmas!
¡Volveré a vender...!
¡Vamos! dijo él encogiéndose de hombros , ya no le queda nada.
Y llamó por la mirilla que daba a la tienda.
¡Anita!, no olvides los tres cupones del número l4.
Apareció la sirvienta; Emma comprendió, y preguntó cuánto dinero necesitaría para detener todas las diligencias.
¡Es demasiado tarde!
¡Pues sí! Estamos listos, calmar a Vinçart; se ve que usted no lo conoce; es más feroz que un árabe.
Sin embargo, el señor Lheureux tenía que intervenir.
¡Escuche!, me parece que hasta ahora he sido bastante bueno con usted. Y abriendo uno de sus registros:
¡Mire!
Después, recorriendo la página con su dedo:
Vamos a ver..., vamos a ver... El 3 de agosto, doscientos francos... El l7 de junio siguiente, ciento cincuenta... 23 de marzo, cuarenta y seis... En abril...
Se detuvo como temiendo hacer alguna tontería.
Y no digo nada de los pagarés firmados por el señor, uno de setecientos francos y otro de trescientos. En cuanto a sus pequeños anticipos, a los intereses, es para no acabar, uno se pierde, ¡ya no quiero saber nada!
Emma lloraba, incluso le llamó «su buen señor Lheureux». Pero él se escudaba siempre en aquel bribón de Vinçart. Por otra parte, él no tenía un céntimo, nadie le pagaba ahora, lo explotaban, un pobre tendero como él no podía hacer anticipos.
Emma se callaba, y el señor Lheureux, que mordisqueaba las barbas de una pluma, se sintió, sin duda, preocupado por aquel silencio, pues dijo:
Si al menos uno de estos días tuviera algunos ingresos... yo podría...
Además dijo ella , en cuanto cobre lo de Barueville... ¿Cómo?...
Y al enterarse de que Langlois no había pagado todavía, pareció muy sorprendido. Después, con una voz melosa:
Y usted y yo podemos convenir, ¿dice usted?
¡Oh, lo que usted quiera!
Entonces él cerró los ojos para reflexionar, escribió algunas cifras, y declarando que se perjudicaría mucho, que el asunto era escabroso, y que se «sacrificaba», dictó cuatro pagarés de doscientos cincuenta francos cada uno, espaciados los unos de los otros en un mes de vencimiento.
¡Ojalá Vinçart se digne escucharme! De todos modos, esto está decidido, yo no pierdo el tiempo, soy claro como el agua.
Después le enseñó con indiferencia varias mercancías nuevas, ninguna de las cuales, según su parecer, era digna de Madame.
¡Cuando pienso que tengo aquí un vestido a siete sueldos el metro, y buen tinte garantizado! ¡Sin embargo, hay quien se traga el anzuelo!, a la gente no se le cuenta la verdad, puede usted creerme queriendo por esta confesión de pillería para con los otros convencerla por completo de su probidad.
Después la llamó otra vez para enseñarle tres varas de guipur que había encontrado recientemente.
¡Es bonito! decía Lheureux ; se lleva mucho ahora para cabeceras de sillones, es la moda.
Y más pronto que un escamoteador envolvió la tela de guipur en un papel azul y la puso en manos de Emma.
Al menos, que yo sepa...
¡Ah!, después replicó él, dándole la espalda.
Aquella misma noche Emma instó a Bovary para que escribiera a su madre a fin de que le enviase enseguida todo to que le quedaba de su herencia. La suegra contestó que ya no tenía nada; la liquidación se había cerrado, y les quedaba, además de Barneville, seiscientas libras de renta, que ella les mandaría puntualmente.
Entonces Madame extendió facturas a dos o tres clientes, y pronto utilizó ampliamente este procedimiento, que le daba buen resultado. Tenía siempre cuidado de añadir una postdata:
«No diga nada a mi marido, ya sabe que es orgulloso... Dispénseme... Su servidora...» Hubo algunas reclamaciones; pero ella las interceptó.
Para sacar dinero, empezó a vender sus guantes y sus sombreros viejos, la vieja chatarra; y regateaba con sagacidad, pues su sangre campesina la empujaba a la ganancia. Después, en sus viajes a la ciudad, compraría de ocasión baratijas, que el señor Lheureux, a falta de otras, le tomaría sin duda. Compró plumas de avestruz, porcelana china y arcones; pedía prestado a Felicidad, a la señora Lefrançois, a la hotelera de la «Croix Rouge», a todo el mundo, en cualquier lugar. Con el dinero que por fin recibió de Barneville saldó dos pagarés; los otros mil quinientos francos se fueron. Se volvió a empeñar de nuevo, y ¡siempre igual!
Es cierto que a veces trataba de hacer cálculos; pero le salían unas cosas tan exorbitantes que no podía creerlo. Entonces volvía a empezar, se embarullaba enseguida, dejaba todo y ya no pensaba más en ello.
La casa estaba muy triste ahora. Se veía salir de ella a los proveedores con unas caras furiosas. Había pañuelos tirados sobre los hornillos; y la pequeña Berta, con gran escándalo de la señora Homais, llevaba las medias rotas. Si Carlos, tímidamente, se atrevía a hacer una observación, ella le respondía bruscamente que no tenía la culpa.
¿Por qué estos arrebatos? El se lo explicaba todo por su antigua enfermedad nerviosa; y reprochándose haber tomado por defectos sus achaques, se acusaba de egoísmo, tenía ganas de correr a besarla.
«¡Oh!, no se decía , la molestaría.»
Y se paraba.
Después de la cena se paseaba solo por el jardín; sentaba a la pequeña Berta sobre las rodillas, y, abriendo su revista de medicina, trataba de enseñarle a leer. La niña, que no estudiaba nunca, no tardaba en abrir unos grandes ojos tristes y se echaba a llorar. Entonces él la consolaba; iba a buscarle agua en la regadera para hacer ríos en la arena, o rompía las ramas de las alheñas para plantar árboles en los arriates, lo cual estropeaba poco el jardín, todo lleno de malezas; ¡se debían tantos jornales a Lestiboudis! Después la niña tenía frío y llamaba a su madre.
Llama a la muchacha decía Carlos . Ya sabes, hijita, que mamá no quiere que la molesten.
Comenzaba el otoño y ya caían las hojas como hacía dos años cuando estaba enferma. ¡Cuándo acabará esto! Y Carlos continuaba caminando con las manos detrás de la espalda.
La señora estaba en su habitación. No subían a ella. Permanecía todo el día abotargada, a medio vestir y, de vez en cuando, quemando pastillas del serrallo que había comprado en Rouen en la tienda de un argelino. Para no tener de noche a su lado a aquel hombre que dormía, acabó, a fuerza de muecas, por relegarlo al segundo piso; y se quedaba hasta la madrugada leyendo libros extravagantes donde había escenas de orgías con situaciones sangrientas. A menudo le asaltaba el terror y lanzaba un grito. Carlos acudía.
¡Ah!, ¡vete! le decía.
Otras veces, quemada más fuertemente por aquella llama íntima avivada por el adulterio, jadeante, conmovida, ardiente de deseos, abría la ventana, aspiraba el aire frío, soltaba al viento su cabellera demasiado pesada, y, mirando a las estrellas, anhelaba amores de príncipe. Pensaba en él, en León. Entonces habría dado todo por una sola de aquellas citas que la saciaban.
Eran sus días de gala. Ella quería que fuesen espléndidos, y cuando no podía pagar él solo el gasto, ella completaba el resto liberalmente, lo cual ocurría casi todas las veces. Él trató de hacerle comprender que estarían bien en otro lado, en algún hotel más modesto; pero ella puso objeciones.
Un día sacó del bolso seis cucharillas de plata dorada (era el regalo de boda del señor Rouault), rogándole que fuese inmediatamente a llevar aquello, a nombre de ella, al Monte de Piedad; y León obedeció, aunque esta gestión le desgarraba. Temía comprometerse.
Después, reflexionando, advirtió León que su amante adoptaba unas actitudes extrañas, y que quizás no estuvieran equivocados los que querían separarle de ella.
En efecto, alguien había enviado a su madre una larga carta anónima, para avisarla de su hijo se estaba perdiendo con una mujer casada; y enseguida la buena señora, entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la vaga criatura perniciosa, la sirena, el monstruo que habitaba fantásticamente en las profundidades del amor, escribió al notario Dubocage, su patrón, el cual estuvo muy acertado en este asunto. Pasó con él tres cuartos de hora queriendo abrirle los ojos, advertirle del precipicio. Tal intriga dañaría más adelante su despacho. Le suplicó que rompiese, y sino hacía este sacrificio por su propio interés, que lo hiciese al menos por él, ¡Dubocage!
León había jurado, por fin, no volver a ver a Emma; y se reprochaba no haber mantenido su palabra, considerando todo lo que aquella mujer podría todavía acarrearle de líos y habladurías sin contar las bromas de sus compañeros que se despachaban a gusto por la mañana alrededor de la estufa. Además, él iba a ascender a primer pasante de notaría: era el momento de ser serio. Por eso renunciaba a la flauta, a los sentimientos exaltados, a la imaginación, pues todo burgués, en el acaloramiento de la juventud, aunque sólo fuese un día, un minuto, se creía capaz de inmensas pasiones, de altas empresas. El más mediocre libertino soñó con sultanas; cada notario lleva en sí los restos de un poeta.
Ahora se aburría cuando Emma, de repente, se ponía a sollozar sobre su pecho; y su corazón, como la gente que no puede soportar más que una cierta dosis de música, se adormecía de indiferencia en el estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no distinguía.
Se conocían demasiado para gozar de aquellos embelesos de la posesión que centuplican su gozo. Ella estaba tan hastiada de él como él cansado de ella. Emma volvía a encontrar en el adulterio todas las soserías del matrimonio.
Pero ¿cómo poder desprenderse de él? Por otra parte, por más que se sintiese humillada por la bajeza de tal felicidad, se agarraba a ella por costumbre o por corrupción; y cada día se enviciaba más, agotando toda felicidad a fuerza de quererla demasiado grande. Acusaba a León de sus esperanzas decepcionadas, como si la hubiese traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que le obligase a la separación, puesto que no tenía el valor de decidirse a romper.
No dejaba de escribirle cartas de amor, en virtud de esa idea de que una mujer debe seguir escribiendo a su amante.
Pero al escribir veía a otro hombre, a un fantasma hecho de sus más ardientes recuerdos, de sus más bellas lecturas, de sus más ardientes deseos; y, por fin, se le hacía tan verdadero y accesible que palpitaba maravillada, sin poder, sin embargo, imaginarlo claramente, hasta tal punto se perdía como un dios bajo la abundancia de sus atributos. Aquel fantasma habitaba el país azulado donde las escaleras de seda se mecen en balcones, bajo el soplo de las flores, al claro de luna. Ella lo sentía a su lado, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Después volvía a desplomarse, rota, pues aquellos impulsos de amor imaginario la agotaban más que las grandes orgías.
Ahora sentía un cansancio incesante y total. A menudo incluso recibía citaciones judiciales, papel timbrado que apenas miraba. Hubiera querido no seguir viviendo o dormir ininterrumpidamente.
El día de la mi carême(4) no volvió a Yonville; por la noche fue al baile de máscaras. Se puso un pantalón de terciopelo y unas medias rojas, una peluca con un lacito en la nuca y un tricornio caído sobre la oreja. Saltó toda la noche al son furioso de los trombones; hacían corro a su alrededor; y por la mañana se encontró en el peristilo del teatro entre cinco o seis máscaras, mujeres de rompe y rasga y marineros, camaradas de León, que hablaban de ir a cenar.
4 Mi carême, en el texto, es el jueves de la tercera semana de Cuaresma, en el que se celebran bailes y desfiles de máscaras.
Los cafés de alrededor estaban llenos. Vieron en el puerto un restaurante de los más mediocres, cuyo dueño les abrió, en el cuarto piso, una pequeña habitación.
Los hombres cuchicheaban en un rincón, sin duda consultándose sobre el gasto. Había un pasante de notario, dos estudiantes de medicina y un dependiente: ¡qué compañía para ella! En cuanto a las mujeres, Emma se dio cuenta pronto, por el timbre de sus voces, que debían ser casi todas de ínfima categoría. Entonces tuvo miedo, retiró hacia atrás su silla y bajó los ojos.
Los otros se pusieron a comer. Emma no comió; le ardía la frente, le picaban los párpados y sentía un frío glacial en la piel. Dentro de su cabeza seguía retumbando el suelo del baile, bajo las pisadas rítmicas de los mil pies que bailaban. Después, el olor del ponche con el humo de los cigarros la mareó. Se desmayó; la llevaron junto a la ventana.
Comenzaba a apuntar el día, y una gran mancha de color púrpura se ensanchaba en el cielo pálido por la parte de Santa Catalina. El río, lívido, se agitaba con el viento; no había nadie en los puentes; las farolas se apagaban.
Emma se reanimó entretanto, y llegó a pensar en Berta, que dormía allá, en la habitación de su criada. Pero pasó una carreta llena de largas cintas de hierro, haciendo contra la pared de las casas una vibración metálica ensordecedora.
Emma se esquivó bruscamente, se desprendió de su traje, dijo a León que tenía que volver a casa, y por fin quedó sola en el «Hôtel de Boulogne». Todo, incluso ella misma, le era insoportable. Habría querido, escapándose como un pájaro, ir a rejuvenecerse a algún lugar, muy lejos, en los espacios inmaculados.
Salió, atravesó el bulevar, la plaza Cauchoise y el suburbio, hasta una calle descubierta que dominaba unos jardines. Caminaba deprisa, el aire libre la calmaba; y poco a poco las caras de la muchedumbre, las caretas, las contradanzas, las lámparas, la cena, aquellas mujeres, todo desaparecía como brumas arrebatadas por el viento. Después, volviendo a la «Croix Rouge», se echó en su cama, en la pequeña habitación del segundo, donde colgaban las estampas de la Tour de Nesle. A las cuatro de la tarde la despertó Hivert.
Al entrar en su casa, Felicidad le enseñó detrás del reloj un papel gris. Emma leyó:
«En virtud de traslado, en forma ejecutoria de una... sentencia...»
¿Qué sentencia? En efecto, la víspera, habían traído otro papel que ella no conocía; por eso quedó estupefacta ante estas palabras:
«Requiriendo en nombre del rey, la ley y la justicia, a Madame Bovary...»
Entonces, saltando varias líneas, vio:
«En un plazo máximo de» ¿cómo, pues?, ¿así? . «Pagar la suma total de ocho mil francos.» E incluso más abajo, se leía:
«Será apremiada por toda vía de derecho, y especialmente por el embargo por vía ejecutiva de sus muebles y efectos.»
¿Qué hacer?... Tenía un plazo de veinticuatro horas: ¡mañana! Lheureux, pensó, quería sin duda darle otro susto; pues ella adivinó de pronto todas sus maniobras, el objetivo que buscaba con sus complacencias. Lo que la tranquilizaba era la exageración misma de la cantidad.
Sin embargo, a fuerza de comprar, de no pagar, de pedir prestado, de firmar pagarés, de renovar aquellos pagarés, que se inflaban a cada nuevo vencimiento, Emma había terminado proporcionando al tal Lheureux un capital, que él esperaba impacientemente para sus especulaciones.
Se presentó en casa del tendero con aire desenvuelto.
¿Sabe lo que me pasa? ¡Seguramente que es una broma!
No.
¿Cómo es eso?
Él se volvió lentamente, y le dijo cruzándose los brazos:
¿Pensaba usted, señora mía, que yo iba, hasta la consumación de los siglos, a ser su proveedor y banquero? ¡Por el amor de Dios! Tengo que recuperar lo que he desembolsado, ¡seamos justos!
Ella protestó de la cuantía de la deuda.
¡Ah!, ¡qué le vamos a hacer!, ¡el tribunal lo ha reconocido!, ¡hay una sentencia!, ¡se la han notificado! Además, no soy yo, es Vinçart.
¿Es que usted no podría...?
¡Oh, nada en absoluto!
Pero..., sin embargo..., razonemos.
Y ella se fue por los cerros de úbeda; no se había enterado de nada..., era una sorpresa...
¿De quién es la culpa? dijo Lheureux saludándola irónicamente . Mientras que yo estoy trabajando como un negro, usted se divierte de lo lindo.
¡Ah!, ¡nada de sermones!
Eso nunca hace daño le replicó él.
Ella estuvo cobarde, le suplicó; a incluso apoyó su linda mano blanca y larga sobre las rodillas del comerciante.
¡Déjeme ya! ¡Parece que quiere seducirme!
¡Es usted un miserable! exclamó ella.
¡Oh!, ¡oh!, ¡qué maneras! replicó riendo.
Ya haré saber quién es usted. Se lo diré a mi marido.
Bien, yo le enseñaré algo a su marido...
Y Lheureux sacó de su caja fuerte el recibo de mil ochocientos francos que ella le había dado en ocasión del descuento de Vinçart.
¿Cree usted añadió él que no se va a dar cuenta de sus pequeños robos ese pobre hombre?
Emma se desplomó más abatida que si hubiese recibido un mazazo. Él se paseaba desde la ventana a la mesa, sin dejar de repetir:
¡Ah!, ya lo creo que lo enseñaré... sí que se lo enseñaré...
Después se acercó a ella, y con voz suave:
No es divertido, lo sé; después de todo nadie se ha muerto por esto, y como es el único medio que le queda de devolverme mi dinero...
¿Pero dónde encontrarlo? dijo Emma retorciéndose los brazos.
¡Ah, bah!, ¡cuando, como usted, se tienen amigos!
Y la miraba de una manera tan penetrante y tan terrible que ella tembló hasta las entrañas.
Se lo prometo dijo ella , firmaré...
¡Ya estoy harto de sus firmas!
¡Volveré a vender...!
¡Vamos! dijo él encogiéndose de hombros , ya no le queda nada.
Y llamó por la mirilla que daba a la tienda.
¡Anita!, no olvides los tres cupones del número l4.
Apareció la sirvienta; Emma comprendió, y preguntó cuánto dinero necesitaría para detener todas las diligencias.
¡Es demasiado tarde!
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
¿Pero si trajera algunos miles de francos, la cuarta parte del total, la tercera, casi todo?
Pues no, ¡es inútil!
Y la empujaba suavemente hacia la escalera.
Le conjuro, señor Lheureux, ¡unos días más!
Ella sollozaba.
Vaya, bueno, ¡lagrimitas!
¡Usted me desespera!
¡Me trae sin cuidado dijo él volviendo a cerrar la puerta.
Pues no, ¡es inútil!
Y la empujaba suavemente hacia la escalera.
Le conjuro, señor Lheureux, ¡unos días más!
Ella sollozaba.
Vaya, bueno, ¡lagrimitas!
¡Usted me desespera!
¡Me trae sin cuidado dijo él volviendo a cerrar la puerta.
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
CAPÍTULO VII
Estuvo estoica al día siguiente cuando el Licenciado Hareng, el alguacil, con dos testigos, se presentó en su casa para levantar acta del embargo.
Comenzaron por el despacho de Bovary y no registraron la cabeza frenológica, que fue considerada como «instrumento de su profesión»; pero contaron en la cocina los platos, las ollas, las sillas, los candelabros, y, en su dormitorio, todas las chucherías de la estantería. Examinaron sus vestidos, la ropa interior, el tocador; y su existencia fue apareciendo, hasta en sus rincones más íntimos, como un cadáver al que hacen la autopsia, expuesta, mostrada con todo detalle a las miradas de aquellos tres hombres.
El Licenciado Hareng, enfundado en una fina levita negra, de corbata blanca y con trabillas muy estiradas, repetía de vez en cuando:
¿Me permite, señora?, ¿me permite?
Frecuentemente hacía exclamaciones:
¡Precioso! .... ¡muy bonito!
Después volvía a escribir mojando su pluma en el tintero de asta que sujetaba con la mano izquierda.
Cuando terminaron con las habitaciones subieron al desván.
Allí guardaba ella un pupitre donde estaban cerradas las cartas de Rodolfo. Hubo que abrirlo.
¡Ah!, una correspondencia dijo el Licenciado Hareng con una sonrisa discreta. Pero permita, pues tengo que comprobar si la caja no contiene algo más.
E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer los napoleones. Entonces ella se indignó viendo aquella gruesa mano, de dedos rojos y blandos como babosas, que se posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había latido.
Por fin se fueron. Volvió Felicidad. Emma la había mandado que estuviese al acecho para desviar a Bovary; a instalaron rápidamente bajo el tejado al guardián del embargo, que juró no moverse de allí.
Aquella noche Carlos le pareció preocupado. Emma lo espiaba con una mirada llena de angustia, creyendo ver acusaciones en las arrugas de su cara. Después, cuando volvía su mirada a la chimenea poblada de pantallas chinas, a las amplias cortinas, a los sillones, en fin, a todas las cosas que habían endulzado la amargura de su vida, le entraba un remordimiento, o más bien una pena inmensa que exacerbaba la pasión, lejos de aniquilarla. Carlos atizaba el fuego plácidamente con los dos pies sobre los morillos de la chimenea.
Hubo un momento en que el guardián, aburrido sin duda en su escondite, hizo un poco de ruido.
¿Andan por arriba? dijo Carlos.
No contestó ella , es una buhardilla que ha quedado abierta y que mueve el viento.
A día siguiente, domingo, Emma fue a Rouen a visitar a todos los banqueros cuyo nombre conocía. Estaban en el campo o de viaje. No se desanimó; y a aquéllos que pudo encontrar les pedía dinero, asegurando que le hacía falta, que se lo devolvería. Algunos se le rieron en la cara, todos la rechazaron.
A las dos corrió a ver a León, llamó a su puerta. No abrieron. Por fin apareció.
¿Qué te trae por aquí?
¿Te molesta?
No..., pero...
Y él le confesó que al propietario no le gustaba que se recibiese a «mujeres». Entonces cogió su llave. Emma lo detuvo.
¡Oh!, no, allá, en nuestra Casa.
Y fueron a su habitación, en el «Hôtel de Boulogne».
Al llegar ella bebió un gran vaso de agua. Estaba muy pálida. Le dijo:
León, me vas a hacer un favor.
Y sacudiéndolo por las dos manos, que le apretaba fuertemente, añadió:
¡Escucha, necesito ocho mil francos!
¡Pero tú estás loca!
¡Todavía no!
Y enseguida, contando la historia del embargo, le expresó su angustia, pues Carlos lo ignoraba todo, su suegra la detestaba, el tío Rouault no podía hacer nada; pero él, León, iba a ponerse en marcha para encontrar aquella cantidad indispensable.
¿Cómo quieres que...?
¡Qué cobarde estás hecho! exclamó ella.
Entonces él dijo tontamente:
¡Tú desorbitas las cosas! Quizás con un millar de escudos tu buen hombre se calmaría.
Razón de más para intentar alguna gestión, era imposible que no se encontrasen tres mil francos. Además, León podía salir de fiador.
¡Vete!, ¡prueba!, ¡es preciso!, ¡corre...! ¡Oh!, ¡inténtalo!, ¡prueba!, te querré mucho.
Él salió, volvió al cabo de una hora, y dijo con una cara solemne:
He visitado a tres personas... ¡inútilmente!
Después se quedaron sentados, uno en frente del otro, en los dos rincones de la chimenea, inmóviles, sin hablar. Emma se encogía de hombros y pataleaba. Él la oyó murmurar:
Si estuviera en tu puesto, ya lo creo que los encontraría.
¿Dónde?
En tu despacho.
Y se quedó mirándole.
Una audacia infernal se escapaba de sus pupilas encendidas, y los párpados se entornaban de una forma lasciva a incitante, de tal modo que el joven se sintió ablandar bajo la muda voluntad de aquella mujer que le aconsejaba un delito. Entonces tuvo miedo, y para evitar toda explicación, se golpeó la frente exclamando:
Morel debe volver esta noche, espero que no se me negará (era un amigo suyo, el hijo de un negóciante muy rico), y te traeré eso le dijo él.
Emma no pareció acoger esta esperanza con tanta alegría como él se había imaginado. ¿Sospechaba el engaño? Él continuó enrojeciendo:
Sin embargo, si no he llegado a las tres, no me esperes, ¡querida! Tengo que irme, perdona, ¡adiós!
Le apretó la mano, pero la notó totalmente inerte. Emma ya no tenía fuerza para ningún sentimiento.
Dieron las cuatro; y ella se levantó para regresar a Yonville obedeciendo como una autómata al impulso de la costumbre.
Hacía bueno; era uno de esos días del mes de marzo claros y crudos, en que luce el sol en un cielo completamente despejado. Los ruaneses endomingados se paseaban con aire feliz. Llegó a la plaza de la catedral. Salían de las vísperas; la muchedumbre salía por los tres pórticos, como un río por los tres arcos de un puente, y, en medio, más inmóvil que una roca, estaba el guarda de la iglesia.
Entonces recordó aquel día en que, toda ansiosa y llena de esperanzas, había entrado en aquella gran nave que se extendía ante ella menos profunda que su amor; y siguió caminando, llorando bajo su velo, distraída, vacilante, a punto de desfallecer.
¡Cuidado! gritó una voz desde la puerta de un coche que se abría.
Emma se paró para dejar pasar un caballo negro, que piafaba entre los varales de un tílburi conducido por un caballero que llevaba un abrigo de marta cibelina. ¿Quién era?
Ella lo conocía... El coche arrancó y desapareció.
Pero si era él, ¡el vizconde! Emma se volvió: la calle estaba desierta. Y quedó tan abrumada, tan triste, que se apoyó en una pared para no caer.
Después pensó que se había equivocado. De todos modos, no sabía nada de esto. Todo en sí misma y fuera de ella la abandonaba. Se sentía perdida, rodando al azar en abismos indefinibles; y al llegar a la «Croix Rouge» casi le dio alegría encontrar al bueno del señor Homais, que miraba cómo cargaban en «La Golondrina» una gran caja llena de productos farmacéuticos. En su mano sostenía, en un pañuelo, seis cheminota para su esposa.
A la señora Homais le gustaban mucho estos panecillos pesados, en forma de turbante, que se comen en la Cuaresma con mantequilla salada: última muestra de los alimentos góticos que se remonta tal vez al siglo de las cruzadas y de los cuales se llenaban antaño los robustos normandos, creyendo ver sobre la mesa, a la luz de las antorchas amarillas, entre los jarros de hipocrás y los gigantescos embutidos, cabezas de sarracenos que devorar. La mujer del boticario los comía como ellos, heroicamente, a pesar de su detestable dentadura; por eso, todas las veces que el señor Homais hacía un viaje a la ciudad no se olvidaba de llevarle panecillos, que compraba siempre en la fábrica de la calle Massacre.
Encantado de verla dijo tendiendo la mano a Emma para ayudarle a subir a «La Golondrina».
Después colgó los cheminota en las mallas de la red y se quedó con la cabeza descubierta y los brazos cruzados en una actitud pensativa y napoleónica.
Pero cuando el ciego, como de costumbre, apareció al pie de la cuesta, Homais exclamó:
No comprendo cómo la autoridad sigue tolerando cosas tan vergonzosas. Deberían encerrar a esos desgraciados y obligarlos a hacer algún trabajo. El progreso, palabra de honor, va a paso de tortuga. Estamos chapoteando en plena barbarie.
El ciego tendía su sombrero, que se bamboleaba al lado de la puerta del coche como si fuera una bolsa de la tapicería desclavada.
¡Ahí tiene dijo el farmacéutico una afección escrofulosa!
Y aunque conocía a aquel pobre diablo, fingió que lo veía por primera vez, murmuró las palabras de «córnea, córnea opaca, esclerótica, facies»; después le preguntó en un tono paternal.
¿Hace mucho tiempo, amigo mío, que tienes esa espantosa enfermedad? En lugar de emborracharte en la taberna más te valdría seguir un régimen.
Le aconsejaba que tomase buen vino, buena cerveza, buenos asados. El ciego continuaba su canción; por otra parte, parecía casi idiota. Por fin, el señor Homais abrió la bolsa.
Toma, ahí tienes un sueldo, devuélveme dos ochavos; no olvides mis consejos, te encontrarás mucho mejor.
Hivert se permitió en voz alta expresar dudas sobre su eficacia. Pero el boticario certificó que le curaría él mismo con una pomada antiflogística compuesta por él, y le dio sus señas:
Señor Homais, cerca del mercado, suficientemente conocido.
Bueno, en premio dijo Hivert , vas a hacernos la comedia.
El ciego se desplomó sobre sus piernas, y echando hacia atrás la cabeza al tiempo que giraba sus ojos verdosos y sacaba la lengua, se frotaba el estómago con las dos manos, mientras que daba una especie de aullido sordo, como un perro hambriento. Emma, llena de asco, le envió por encima del hombro una moneda de cinco francos. Era toda su fortuna. Le parecía hermoso arrojarla así.
Ya el coche había arrancado de nuevo cuando de pronto el señor Homais se asomó a la ventanilla y gritó:
Nada de farináceos ni de lacticinios. Ropa interior de lana y vapores de bayas de enebro en las partes enfermas.
El espectáculo de los objetos conocidos que desfilaban ante sus ojos poco a poco distraía a Emma de su dolor presente. Una insoportable fatiga la abrumaba, y llegó a su casa alelada, desanimada, casi dormida.
¡Sea lo que Dios quiera! se decía.
Y además, ¿quién sabe?, ¿por qué de un momento a otro no podría surgir un acontecimiento extraordinario? El mismo Lheureux podía morir.
A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. Había una aglomeración alrededor del mercado para leer un gran cartel pegado en uno de los postes, y vio a Justino que subía a un guardacantón y que rompía el cartel. Pero en este momento el guarda rural le puso la mano en el cuello. El señor Homais salió de la farmacia y la señora Lefrançois parecía estar perorando en medio de la muchedumbre.
¡Señora!, ¡señora! exclamó Felicidad al entrar , ¡qué infamia! Y la pobre chica, emocionada, le alargó un papel amarillo que acababa de arrancar en la puerta. Emma leyó en un abrir y cerrar de ojos que todo su mobiliario estaba en venta.
Se miraron en silencio. No tenían, la sirvienta y el ama, ningún secreto la una para la otra. Por fin, Felicidad suspiró:
Yo en su lugar, señora, iría a ver al señor Guillaumin.
¿Tú crees?
Y esta pregunta quería decir:
Tú que conoces la casa por el criado, ¿es que el amo ha hablado de mí alguna vez?
Sí, vaya, hará bien en ir.
Se vistió, se puso el traje negro con capota de cuentas de azabache, y para que no la viesen (seguía habiendo mucha gente en la plaza), se encaminó hacia las afueras del pueblo, por el sendero a orilla del agua.
Llegó toda sofocada ante la verja del notario; el cielo estaba oscuro y caía un poco de nieve.
Al ruido de la campanilla, Teodoro, en chaleco rojo, apareció en la escalinata; vino a abrirle casi familiarmente, como a una conocida, y la hizo pasar al comedor.
Una amplia estufa de porcelana crepitaba bajo un cactus que llenaba la hornacina, y en marcos de madera negra, colgados de la pared empapelada de color roble, estaban la Esmeralda de Steuben con la Putiphar de Shopin. La mesa servida, dos calientaplatos de plata, el pomo de cristal de las puertas, el suelo y los muebles, todo relucía con una limpieza meticulosa, inglesa; los cristales estaban adornados en cada esquina con vidrios de color.
Este sí que es un comedor pensaba Emma , como el que me haría falta a mí.
Entró el notario, apretando con el brazo izquierdo contra su cuerpo la bata de casa con palmas bordadas, mientras que con la otra se quitaba y ponía rápidamente un birrete de terciopelo marrón, caído con presunción sobre el lado derecho por donde salían las puntas de tres mechones rubios que, recogidos en el occipucio, contorneaban su cabeza calva.
Después de ofrecerle asiento, se sentó a almorzar, pidiéndole muchas disculpas por la descortesía.
Señor empezó Emma , yo quisiera pedirle...
¿Qué, señora? Dígame.
Emma comenzó a exponerle su situación.
El señor Guillaumin la conocía, pues estaba en relación con el comerciante de telas, en cuya casa encontraba siempre capitales para los préstamos hipotecarios que se hacían en su notaría.
Por tanto, conocía, y mejor que ella, la larga historia de aquellos pagarés, mínimos al principio, que llevaban como endosantes nombres diversos, espaciados a largos vencimientos y renovados continuamente, hasta el día en que recogiendo todos los protestos, el comerciante había encargado a su amigo Vinçart que hiciese en su nombre propio las diligencias necesarias, pues él no quería pasar por un tigre ante sus conciudadanos.
Ella entremezcló su relato con recriminaciones contra Lheureux, a las cuales el notario respondía de vez en cuando con una palabra insignificante. Comiendo su chuleta y bebiendo su té, apoyaba el mentón en su corbata azul cielo, atravesada por dos alfileres de diamantes unidos por una cadenita de oro; y sonreía con una sonrisa singular, de una manera dulzona y ambigua. Pero, dándose cuenta de que ella tenía los pies mojados:
Acérquese a la estufa... más arriba..., contra la porcelana.
Tenía miedo a ensuciarla. El notario exclamó en tono galante:
Las cosas hermosas no estropean nada.
Entonces Emma trató de conmoverlo, y, emocionándose ella misma, llegó a contarle las estrecheces de su casa, sus dificultades, sus necesidades. ¡Él comprendía esto!, ¡una mujer elegante!, y, sin parar de comer, se había vuelto completamente hacia ella, de tal modo que le rozaba con su rodilla la botina, cuya suela se curvaba humeando al lado de la estufa.
Pero cuando Emma le pidió mil escudos, él apretó los labios, después se declaró muy apenado por no haberse hecho cargo antes de la administración de su fortuna, pues había cien medios muy cómodos, incluso para una dama, de hacer producir su dinero. En las turberas de Grumesnil o en los terrenos de El Havre habrían podido hacer, casi seguro, excelentes especulaciones; y la dejó consumirse de rabia ante la idea de las sumas fantásticas que sin duda podría haber ganado.
¿Por qué preguntó el notario no ha venido a verme?
No sé muy bien dijo ella.
¿Por qué, eh?... ¿Le daba miedo?
¡Soy yo, por el contrario, quien debería quejarse! ¡Si apenas nos conocemos! Sin embargo, le tengo mucho afecto; ¿ya no lo pone en duda, supongo?
Alargó su mano, tomó la de Emma, la cubrió con un beso voraz, después la puso sobre su rodilla; y jugaba con sus dedos delicadamente, diciéndole mil piropos.
Su voz sosa susurraba como un arroyo que corre, una chispa brotaba de su pupila a través del reflejo de sus lentes, y sus manos se adentraban en la manga de Emma para palparle el brazo. Emma sentía en su mejilla el aliento de una respiración jadeante. Aquel hombre la molestaba horriblemente.
Se levantó de un salto y le dijo:
Señor, estoy esperando.
¿Qué? dijo el notario, que de pronto se volvió extremadamente pálido:
Ese dinero.
Pero...
Después, cediendo a la irrupción de un deseo demasiado fuerte:
Bueno, pues sí.
Se arrastraba de rodillas hacia ella, sin pensar en su bata de casa.
Por favor, quédese, ¡la quiero!
Estuvo estoica al día siguiente cuando el Licenciado Hareng, el alguacil, con dos testigos, se presentó en su casa para levantar acta del embargo.
Comenzaron por el despacho de Bovary y no registraron la cabeza frenológica, que fue considerada como «instrumento de su profesión»; pero contaron en la cocina los platos, las ollas, las sillas, los candelabros, y, en su dormitorio, todas las chucherías de la estantería. Examinaron sus vestidos, la ropa interior, el tocador; y su existencia fue apareciendo, hasta en sus rincones más íntimos, como un cadáver al que hacen la autopsia, expuesta, mostrada con todo detalle a las miradas de aquellos tres hombres.
El Licenciado Hareng, enfundado en una fina levita negra, de corbata blanca y con trabillas muy estiradas, repetía de vez en cuando:
¿Me permite, señora?, ¿me permite?
Frecuentemente hacía exclamaciones:
¡Precioso! .... ¡muy bonito!
Después volvía a escribir mojando su pluma en el tintero de asta que sujetaba con la mano izquierda.
Cuando terminaron con las habitaciones subieron al desván.
Allí guardaba ella un pupitre donde estaban cerradas las cartas de Rodolfo. Hubo que abrirlo.
¡Ah!, una correspondencia dijo el Licenciado Hareng con una sonrisa discreta. Pero permita, pues tengo que comprobar si la caja no contiene algo más.
E inclinó los papeles ligeramente, como para hacer caer los napoleones. Entonces ella se indignó viendo aquella gruesa mano, de dedos rojos y blandos como babosas, que se posaba sobre aquellas páginas donde su corazón había latido.
Por fin se fueron. Volvió Felicidad. Emma la había mandado que estuviese al acecho para desviar a Bovary; a instalaron rápidamente bajo el tejado al guardián del embargo, que juró no moverse de allí.
Aquella noche Carlos le pareció preocupado. Emma lo espiaba con una mirada llena de angustia, creyendo ver acusaciones en las arrugas de su cara. Después, cuando volvía su mirada a la chimenea poblada de pantallas chinas, a las amplias cortinas, a los sillones, en fin, a todas las cosas que habían endulzado la amargura de su vida, le entraba un remordimiento, o más bien una pena inmensa que exacerbaba la pasión, lejos de aniquilarla. Carlos atizaba el fuego plácidamente con los dos pies sobre los morillos de la chimenea.
Hubo un momento en que el guardián, aburrido sin duda en su escondite, hizo un poco de ruido.
¿Andan por arriba? dijo Carlos.
No contestó ella , es una buhardilla que ha quedado abierta y que mueve el viento.
A día siguiente, domingo, Emma fue a Rouen a visitar a todos los banqueros cuyo nombre conocía. Estaban en el campo o de viaje. No se desanimó; y a aquéllos que pudo encontrar les pedía dinero, asegurando que le hacía falta, que se lo devolvería. Algunos se le rieron en la cara, todos la rechazaron.
A las dos corrió a ver a León, llamó a su puerta. No abrieron. Por fin apareció.
¿Qué te trae por aquí?
¿Te molesta?
No..., pero...
Y él le confesó que al propietario no le gustaba que se recibiese a «mujeres». Entonces cogió su llave. Emma lo detuvo.
¡Oh!, no, allá, en nuestra Casa.
Y fueron a su habitación, en el «Hôtel de Boulogne».
Al llegar ella bebió un gran vaso de agua. Estaba muy pálida. Le dijo:
León, me vas a hacer un favor.
Y sacudiéndolo por las dos manos, que le apretaba fuertemente, añadió:
¡Escucha, necesito ocho mil francos!
¡Pero tú estás loca!
¡Todavía no!
Y enseguida, contando la historia del embargo, le expresó su angustia, pues Carlos lo ignoraba todo, su suegra la detestaba, el tío Rouault no podía hacer nada; pero él, León, iba a ponerse en marcha para encontrar aquella cantidad indispensable.
¿Cómo quieres que...?
¡Qué cobarde estás hecho! exclamó ella.
Entonces él dijo tontamente:
¡Tú desorbitas las cosas! Quizás con un millar de escudos tu buen hombre se calmaría.
Razón de más para intentar alguna gestión, era imposible que no se encontrasen tres mil francos. Además, León podía salir de fiador.
¡Vete!, ¡prueba!, ¡es preciso!, ¡corre...! ¡Oh!, ¡inténtalo!, ¡prueba!, te querré mucho.
Él salió, volvió al cabo de una hora, y dijo con una cara solemne:
He visitado a tres personas... ¡inútilmente!
Después se quedaron sentados, uno en frente del otro, en los dos rincones de la chimenea, inmóviles, sin hablar. Emma se encogía de hombros y pataleaba. Él la oyó murmurar:
Si estuviera en tu puesto, ya lo creo que los encontraría.
¿Dónde?
En tu despacho.
Y se quedó mirándole.
Una audacia infernal se escapaba de sus pupilas encendidas, y los párpados se entornaban de una forma lasciva a incitante, de tal modo que el joven se sintió ablandar bajo la muda voluntad de aquella mujer que le aconsejaba un delito. Entonces tuvo miedo, y para evitar toda explicación, se golpeó la frente exclamando:
Morel debe volver esta noche, espero que no se me negará (era un amigo suyo, el hijo de un negóciante muy rico), y te traeré eso le dijo él.
Emma no pareció acoger esta esperanza con tanta alegría como él se había imaginado. ¿Sospechaba el engaño? Él continuó enrojeciendo:
Sin embargo, si no he llegado a las tres, no me esperes, ¡querida! Tengo que irme, perdona, ¡adiós!
Le apretó la mano, pero la notó totalmente inerte. Emma ya no tenía fuerza para ningún sentimiento.
Dieron las cuatro; y ella se levantó para regresar a Yonville obedeciendo como una autómata al impulso de la costumbre.
Hacía bueno; era uno de esos días del mes de marzo claros y crudos, en que luce el sol en un cielo completamente despejado. Los ruaneses endomingados se paseaban con aire feliz. Llegó a la plaza de la catedral. Salían de las vísperas; la muchedumbre salía por los tres pórticos, como un río por los tres arcos de un puente, y, en medio, más inmóvil que una roca, estaba el guarda de la iglesia.
Entonces recordó aquel día en que, toda ansiosa y llena de esperanzas, había entrado en aquella gran nave que se extendía ante ella menos profunda que su amor; y siguió caminando, llorando bajo su velo, distraída, vacilante, a punto de desfallecer.
¡Cuidado! gritó una voz desde la puerta de un coche que se abría.
Emma se paró para dejar pasar un caballo negro, que piafaba entre los varales de un tílburi conducido por un caballero que llevaba un abrigo de marta cibelina. ¿Quién era?
Ella lo conocía... El coche arrancó y desapareció.
Pero si era él, ¡el vizconde! Emma se volvió: la calle estaba desierta. Y quedó tan abrumada, tan triste, que se apoyó en una pared para no caer.
Después pensó que se había equivocado. De todos modos, no sabía nada de esto. Todo en sí misma y fuera de ella la abandonaba. Se sentía perdida, rodando al azar en abismos indefinibles; y al llegar a la «Croix Rouge» casi le dio alegría encontrar al bueno del señor Homais, que miraba cómo cargaban en «La Golondrina» una gran caja llena de productos farmacéuticos. En su mano sostenía, en un pañuelo, seis cheminota para su esposa.
A la señora Homais le gustaban mucho estos panecillos pesados, en forma de turbante, que se comen en la Cuaresma con mantequilla salada: última muestra de los alimentos góticos que se remonta tal vez al siglo de las cruzadas y de los cuales se llenaban antaño los robustos normandos, creyendo ver sobre la mesa, a la luz de las antorchas amarillas, entre los jarros de hipocrás y los gigantescos embutidos, cabezas de sarracenos que devorar. La mujer del boticario los comía como ellos, heroicamente, a pesar de su detestable dentadura; por eso, todas las veces que el señor Homais hacía un viaje a la ciudad no se olvidaba de llevarle panecillos, que compraba siempre en la fábrica de la calle Massacre.
Encantado de verla dijo tendiendo la mano a Emma para ayudarle a subir a «La Golondrina».
Después colgó los cheminota en las mallas de la red y se quedó con la cabeza descubierta y los brazos cruzados en una actitud pensativa y napoleónica.
Pero cuando el ciego, como de costumbre, apareció al pie de la cuesta, Homais exclamó:
No comprendo cómo la autoridad sigue tolerando cosas tan vergonzosas. Deberían encerrar a esos desgraciados y obligarlos a hacer algún trabajo. El progreso, palabra de honor, va a paso de tortuga. Estamos chapoteando en plena barbarie.
El ciego tendía su sombrero, que se bamboleaba al lado de la puerta del coche como si fuera una bolsa de la tapicería desclavada.
¡Ahí tiene dijo el farmacéutico una afección escrofulosa!
Y aunque conocía a aquel pobre diablo, fingió que lo veía por primera vez, murmuró las palabras de «córnea, córnea opaca, esclerótica, facies»; después le preguntó en un tono paternal.
¿Hace mucho tiempo, amigo mío, que tienes esa espantosa enfermedad? En lugar de emborracharte en la taberna más te valdría seguir un régimen.
Le aconsejaba que tomase buen vino, buena cerveza, buenos asados. El ciego continuaba su canción; por otra parte, parecía casi idiota. Por fin, el señor Homais abrió la bolsa.
Toma, ahí tienes un sueldo, devuélveme dos ochavos; no olvides mis consejos, te encontrarás mucho mejor.
Hivert se permitió en voz alta expresar dudas sobre su eficacia. Pero el boticario certificó que le curaría él mismo con una pomada antiflogística compuesta por él, y le dio sus señas:
Señor Homais, cerca del mercado, suficientemente conocido.
Bueno, en premio dijo Hivert , vas a hacernos la comedia.
El ciego se desplomó sobre sus piernas, y echando hacia atrás la cabeza al tiempo que giraba sus ojos verdosos y sacaba la lengua, se frotaba el estómago con las dos manos, mientras que daba una especie de aullido sordo, como un perro hambriento. Emma, llena de asco, le envió por encima del hombro una moneda de cinco francos. Era toda su fortuna. Le parecía hermoso arrojarla así.
Ya el coche había arrancado de nuevo cuando de pronto el señor Homais se asomó a la ventanilla y gritó:
Nada de farináceos ni de lacticinios. Ropa interior de lana y vapores de bayas de enebro en las partes enfermas.
El espectáculo de los objetos conocidos que desfilaban ante sus ojos poco a poco distraía a Emma de su dolor presente. Una insoportable fatiga la abrumaba, y llegó a su casa alelada, desanimada, casi dormida.
¡Sea lo que Dios quiera! se decía.
Y además, ¿quién sabe?, ¿por qué de un momento a otro no podría surgir un acontecimiento extraordinario? El mismo Lheureux podía morir.
A las nueve de la mañana la despertó un ruido de voces en la plaza. Había una aglomeración alrededor del mercado para leer un gran cartel pegado en uno de los postes, y vio a Justino que subía a un guardacantón y que rompía el cartel. Pero en este momento el guarda rural le puso la mano en el cuello. El señor Homais salió de la farmacia y la señora Lefrançois parecía estar perorando en medio de la muchedumbre.
¡Señora!, ¡señora! exclamó Felicidad al entrar , ¡qué infamia! Y la pobre chica, emocionada, le alargó un papel amarillo que acababa de arrancar en la puerta. Emma leyó en un abrir y cerrar de ojos que todo su mobiliario estaba en venta.
Se miraron en silencio. No tenían, la sirvienta y el ama, ningún secreto la una para la otra. Por fin, Felicidad suspiró:
Yo en su lugar, señora, iría a ver al señor Guillaumin.
¿Tú crees?
Y esta pregunta quería decir:
Tú que conoces la casa por el criado, ¿es que el amo ha hablado de mí alguna vez?
Sí, vaya, hará bien en ir.
Se vistió, se puso el traje negro con capota de cuentas de azabache, y para que no la viesen (seguía habiendo mucha gente en la plaza), se encaminó hacia las afueras del pueblo, por el sendero a orilla del agua.
Llegó toda sofocada ante la verja del notario; el cielo estaba oscuro y caía un poco de nieve.
Al ruido de la campanilla, Teodoro, en chaleco rojo, apareció en la escalinata; vino a abrirle casi familiarmente, como a una conocida, y la hizo pasar al comedor.
Una amplia estufa de porcelana crepitaba bajo un cactus que llenaba la hornacina, y en marcos de madera negra, colgados de la pared empapelada de color roble, estaban la Esmeralda de Steuben con la Putiphar de Shopin. La mesa servida, dos calientaplatos de plata, el pomo de cristal de las puertas, el suelo y los muebles, todo relucía con una limpieza meticulosa, inglesa; los cristales estaban adornados en cada esquina con vidrios de color.
Este sí que es un comedor pensaba Emma , como el que me haría falta a mí.
Entró el notario, apretando con el brazo izquierdo contra su cuerpo la bata de casa con palmas bordadas, mientras que con la otra se quitaba y ponía rápidamente un birrete de terciopelo marrón, caído con presunción sobre el lado derecho por donde salían las puntas de tres mechones rubios que, recogidos en el occipucio, contorneaban su cabeza calva.
Después de ofrecerle asiento, se sentó a almorzar, pidiéndole muchas disculpas por la descortesía.
Señor empezó Emma , yo quisiera pedirle...
¿Qué, señora? Dígame.
Emma comenzó a exponerle su situación.
El señor Guillaumin la conocía, pues estaba en relación con el comerciante de telas, en cuya casa encontraba siempre capitales para los préstamos hipotecarios que se hacían en su notaría.
Por tanto, conocía, y mejor que ella, la larga historia de aquellos pagarés, mínimos al principio, que llevaban como endosantes nombres diversos, espaciados a largos vencimientos y renovados continuamente, hasta el día en que recogiendo todos los protestos, el comerciante había encargado a su amigo Vinçart que hiciese en su nombre propio las diligencias necesarias, pues él no quería pasar por un tigre ante sus conciudadanos.
Ella entremezcló su relato con recriminaciones contra Lheureux, a las cuales el notario respondía de vez en cuando con una palabra insignificante. Comiendo su chuleta y bebiendo su té, apoyaba el mentón en su corbata azul cielo, atravesada por dos alfileres de diamantes unidos por una cadenita de oro; y sonreía con una sonrisa singular, de una manera dulzona y ambigua. Pero, dándose cuenta de que ella tenía los pies mojados:
Acérquese a la estufa... más arriba..., contra la porcelana.
Tenía miedo a ensuciarla. El notario exclamó en tono galante:
Las cosas hermosas no estropean nada.
Entonces Emma trató de conmoverlo, y, emocionándose ella misma, llegó a contarle las estrecheces de su casa, sus dificultades, sus necesidades. ¡Él comprendía esto!, ¡una mujer elegante!, y, sin parar de comer, se había vuelto completamente hacia ella, de tal modo que le rozaba con su rodilla la botina, cuya suela se curvaba humeando al lado de la estufa.
Pero cuando Emma le pidió mil escudos, él apretó los labios, después se declaró muy apenado por no haberse hecho cargo antes de la administración de su fortuna, pues había cien medios muy cómodos, incluso para una dama, de hacer producir su dinero. En las turberas de Grumesnil o en los terrenos de El Havre habrían podido hacer, casi seguro, excelentes especulaciones; y la dejó consumirse de rabia ante la idea de las sumas fantásticas que sin duda podría haber ganado.
¿Por qué preguntó el notario no ha venido a verme?
No sé muy bien dijo ella.
¿Por qué, eh?... ¿Le daba miedo?
¡Soy yo, por el contrario, quien debería quejarse! ¡Si apenas nos conocemos! Sin embargo, le tengo mucho afecto; ¿ya no lo pone en duda, supongo?
Alargó su mano, tomó la de Emma, la cubrió con un beso voraz, después la puso sobre su rodilla; y jugaba con sus dedos delicadamente, diciéndole mil piropos.
Su voz sosa susurraba como un arroyo que corre, una chispa brotaba de su pupila a través del reflejo de sus lentes, y sus manos se adentraban en la manga de Emma para palparle el brazo. Emma sentía en su mejilla el aliento de una respiración jadeante. Aquel hombre la molestaba horriblemente.
Se levantó de un salto y le dijo:
Señor, estoy esperando.
¿Qué? dijo el notario, que de pronto se volvió extremadamente pálido:
Ese dinero.
Pero...
Después, cediendo a la irrupción de un deseo demasiado fuerte:
Bueno, pues sí.
Se arrastraba de rodillas hacia ella, sin pensar en su bata de casa.
Por favor, quédese, ¡la quiero!
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
La cogió por la cintura.
Una oleada de púrpura subió enseguida a la cara de Madame Bovary. Se echó hacia atrás con un cara de espanto:
¡Usted se aprovecha descaradamente de mi desgracia, señor! Soy digna de lástima, pero no me vendo.
Y salió.
El notario quedó estupefacto, con los ojos fijos en sus bonitas zapatillas bordadas. Eran un regalo del amor. Aquella contemplación le sirvió, por fin, de consuelo. Además, pensaba que una aventura semejante le habría llevado muy lejos.
¡Qué miserable!, ¡qué grosero!, ¡qué infame! se decía ella, huyendo con paso nervioso bajo los álamos de la carretera. La decepción del fracaso reforzaba la indignación de su pudor ultrajado; le parecía que la Providencia se obstinaba en perseguirla, y realzando su amor propio, nunca había tenido tanta estima por sí misma ni canto desprecio por los demás. Un algo belicoso la ponía fuera de sí. Habría querido pegar a los hombres, escupirles en la cara, triturarlos a todos; y continuaba caminando rápidamente hacia adelante, pálida, temblorosa, furiosa, escudriñando con los ojos en lágrimas el horizonte vacío, y como deleitándose en el odio que la ahogaba.
Cuando divisó su casa, se apoderó de ella una especie de embocamiento. No podía seguir caminando; sin embargo, era preciso; por otra parte, ¿adónde huir?
Felicidad la esperaba a la puerta.
¿Y qué?
¡No! dijo Emma.
Y durante un cuarto de hora las dos estuvieron pasando revista a las diferentes personas de Yonville que acaso estarían dispuestas a acudir en su ayuda. Pero cada vez que Felicidad nombraba a alguien. Emma replicaba:
¡Es posible! ¡No querrán!
¡Y el señor que va a regresar!
Ya lo sé... Déjame sola.
Lo había probado todo. Ya no había nada que hacer ahora; y cuando llegara Carlos ella le diría:
Retírate. Esa alfombra sobre la que caminas ya no es nuestra. De tu casa ya no te queda ni un mueble ni un alfiler ni una paja, y soy yo quien lo ha arruinado, ¡infeliz!
Entonces habría un gran sollozo, después él lloraría abundantemente y, por fin, pasada la sorpresa, la perdonaría.
Sí murmuraba rechinando los dientes , me perdonará, él, que con un millón que me ofreciera, no tendría bastante para que yo le perdonara el haberme conocido... ¡jamás!, ¡jamás!
Esta idea de la superioridad de Bovary sobre ella la exasperaba. Además, confesara o no inmediatamente, luego, mañana, él no dejaría de enterarse de la catástrofe; así que había que esperar esta horrible escena y soportar el peso de su magnanimidad. Le dieron ganas de volver a casa de Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre, era demasiado tarde; y tal vez se arrepentía ahora de no haber cedido al otro, cuando oyó el trote de un caballo por la alameda. Era él, abría la barrera, estaba más pálido que el yeso de la pared. Bajando a saltos la escalera, Emma se escapó rápidamente por la plaza; y la mujer del alcalde, que estaba hablando delante de la iglesia con Lestiboudis, la vio entrar en casa del recaudador.
Corrió a decírselo a la señora Caron. Las dos señoras subieron al desván; y, escondidas tras la ropa extendida en unas varas, se situaron cómodamente para ver toda la casa de Binet.
Estaba solo en su buhardilla, reproduciendo en madera una de esas tallas de marfil indescriptibles, compuestas de medias lunas, de esferas huecas metidas unas en otras, todo el conjunto erguido como un obelisco y que no servía para nada; ya estaba empezando la última pieza, tocaba al fin.
En la penumbra del taller se veía salir de su herramienta un polvillo rubio como un torrente de chispas bajo las herraduras de un caballo al galope; las dos ruedas giraban, zumbaban. Binet sonreía, la barbilla baja, las aletas de la nariz abiertas y parecía finalmente perdido en una de esas felicidades completas que no pertenecen, sin duda, más que a las ocupaciones mediocres, que divierten la inteligencia por dificultades fáciles y la sacian en una realización más allá de la cual no queda sino soñar.
¡Ah!, ¡allí está! dijo la señora Tuvache.
Pero el ruido del torno no dejaba oír to que Emma decía.
Por fin, aquellas señoras creyeron percibir la palabra «francos» y la tía Tuvache sopló muy despacio:
Le pide que le aplace las contribuciones.
¡Eso parece! replicó la otra.
La vieron caminar de un lado para otro mirando en las paredes, los servilleteros, los candelabros, los pomos del pasamanos, mientras que Binet se acariciaba la barba con satisfacción.
¿Iría a encargarle algo? dijo la señora Tuvache.
Pero si él no vende nada objetó su vecina.
El recaudador parecía escuchar con los ojos desorbitados, como si no comprendiera; Emma seguía en actitud tierna, suplicante. Se acercó; su pecho jadeaba; ya no hablaban.
¿Es que ella le hace insinuaciones? dijo la señora Tuvache.
Binet estaba rojo hasta las orejas. Emma le cogió las manos.
¡Ah!, ¡eso ya es demasiado!
Y sin duda le proponía una abominación; pero el recaudador era, a pesar de todo, un valiente que había combatido en Bautzen y en Lutzen(l), hecho la campaña de Francia a incluso le habían «propuesto para la cruz»; de pronto, como a la vista de una serpiente, se apartó muy lejos hacia atrás exclamando:
Señora, qué ocurrencias!
Localidades de Sajonia, donde Napoleón venció a los prusianos y a los rusos en l8l3.
Habría que azotar a esas mujeres dijo la señora Tuvache.
¿Dónde está? replicó la señora Caron.
Pues durante aquella conversación Emma había desaparecido; después, viéndola enfilar la Calle Mayor y girar a la derecha como para ir al cementerio, se perdieron en conjeturas.
Tía Rolet dijo al llegar a casa de la nodriza , me ahogo..., aflójeme el corsé.
Se echó sobre la cama; sollozaba. La tía Rolet la tapó con un refajo y se quedó de pie delante de ella. Después, como no contestaba, la buena mujer se alejó, cogió su rueca y se puso a hilar lino.
¡Oh!, ¡pare de una vez! murmuró ella, creyendo escuchar el torno de Binet.
¿Quién la incomoda? se preguntaba la nodriza . ¿Por qué viene aquí?
Había acudido allí empujada por una especie de espanto que la echaba de su casa.
Acostada sobre la espalda, inmóvil y con los ojos fijos, distinguía vagamente los objetos, aunque aplicara su atención a ellos con una persistencia idiota. Contemplaba los desconchados de la pared, dos tizones humeando por las dos puntas y una larga araña que andaba por encima de su cabeza en la rendija de la viga. Por fin, fijó sus ideas. Se acordaba... un día, con León... ¡Oh, qué lejos...! El sol brillaba en el río y las clemátides perfumaban el aire. Entonces, transportada en sus recuerdos como en un torrente que hierve, llegó pronto a recordar la jornada de la víspera.
¿Qué hora es? preguntó.
Salió la tía Rolet, levantó los dedos de su mano derecha hacia el lado donde el cielo estaba más claro, y volvió despacio diciendo:
Pronto serán las tres.
¡Ah!, ¡gracias!, ¡gracias!
Porque él iba a llegar. Era seguro. Habría encontrado dinero. Pero iría quizás allí, sin sospechar que ella estaba aquí; y pidió a la nodriza que fuese corriendo a su casa para traerlo.
¡Dése prisa!
Pero, mi querida señora, ya voy, ¡ya voy!
Se extrañaba ahora de no haber pensado en él primeramente; ayer le había dado su palabra, no faltaría a ella; y se veía ya en casa de Lheureux presentando sobre su mesa los tres billetes de banco. Después habría que inventar una historia que explicase las cosas a Bovary. ¿Cuál?
Entretanto la nodriza tardaba mucho en volver. Pero como no había reloj, Emma temía exagerar, tal vez, la duración del tiempo. Se puso a dar paseos por la huerta, paso a paso; siguió el sendero a lo largo del seto y volvió rápidamente pensando que la buena señora habría regresado por otro camino. Por fin, cansada de esperar, asaltada por sospechas que rechazaba, sin saber si estaba allí desde hacía un siglo o un minuto, se sentó en un rincón, cerró los ojos y se tapó los oídos. La barrera chirrió: ella dio un salto; antes de que hubiese hablado, la tía Rolet le dijo:
No hay nadie en su casa.
¿Cómo?
¡Nadie! Y el señor está llorando. La llama. La están buscando.
Emma no respondió nada. Jadeaba dirigiendo miradas a su alrededor mientras que la campesina, asustada de verla así, retrocedía instintivamente creyendo que estaba loca. De pronto se dio una palmada en la frente, lanzó un grito, porque el recuerdo de Rodolfo, como un gran relámpago en una noche oscura, le había llegado al alma. ¡Era tan bueno, tan delicado, tan generoso! Y además, si vacilaba en servirla, ella sabría bien obligarle recordando con un solo guiño de ojo su amor perdido. Salió, pues, hacia la Huchette, sin darse cuenta que corría a ofrecerse a lo que hacía un instante la había exasperado tanto, sin sospechar, ni por asomo, en aquella prostitución.
Una oleada de púrpura subió enseguida a la cara de Madame Bovary. Se echó hacia atrás con un cara de espanto:
¡Usted se aprovecha descaradamente de mi desgracia, señor! Soy digna de lástima, pero no me vendo.
Y salió.
El notario quedó estupefacto, con los ojos fijos en sus bonitas zapatillas bordadas. Eran un regalo del amor. Aquella contemplación le sirvió, por fin, de consuelo. Además, pensaba que una aventura semejante le habría llevado muy lejos.
¡Qué miserable!, ¡qué grosero!, ¡qué infame! se decía ella, huyendo con paso nervioso bajo los álamos de la carretera. La decepción del fracaso reforzaba la indignación de su pudor ultrajado; le parecía que la Providencia se obstinaba en perseguirla, y realzando su amor propio, nunca había tenido tanta estima por sí misma ni canto desprecio por los demás. Un algo belicoso la ponía fuera de sí. Habría querido pegar a los hombres, escupirles en la cara, triturarlos a todos; y continuaba caminando rápidamente hacia adelante, pálida, temblorosa, furiosa, escudriñando con los ojos en lágrimas el horizonte vacío, y como deleitándose en el odio que la ahogaba.
Cuando divisó su casa, se apoderó de ella una especie de embocamiento. No podía seguir caminando; sin embargo, era preciso; por otra parte, ¿adónde huir?
Felicidad la esperaba a la puerta.
¿Y qué?
¡No! dijo Emma.
Y durante un cuarto de hora las dos estuvieron pasando revista a las diferentes personas de Yonville que acaso estarían dispuestas a acudir en su ayuda. Pero cada vez que Felicidad nombraba a alguien. Emma replicaba:
¡Es posible! ¡No querrán!
¡Y el señor que va a regresar!
Ya lo sé... Déjame sola.
Lo había probado todo. Ya no había nada que hacer ahora; y cuando llegara Carlos ella le diría:
Retírate. Esa alfombra sobre la que caminas ya no es nuestra. De tu casa ya no te queda ni un mueble ni un alfiler ni una paja, y soy yo quien lo ha arruinado, ¡infeliz!
Entonces habría un gran sollozo, después él lloraría abundantemente y, por fin, pasada la sorpresa, la perdonaría.
Sí murmuraba rechinando los dientes , me perdonará, él, que con un millón que me ofreciera, no tendría bastante para que yo le perdonara el haberme conocido... ¡jamás!, ¡jamás!
Esta idea de la superioridad de Bovary sobre ella la exasperaba. Además, confesara o no inmediatamente, luego, mañana, él no dejaría de enterarse de la catástrofe; así que había que esperar esta horrible escena y soportar el peso de su magnanimidad. Le dieron ganas de volver a casa de Lheureux: ¿para qué?; de escribir a su padre, era demasiado tarde; y tal vez se arrepentía ahora de no haber cedido al otro, cuando oyó el trote de un caballo por la alameda. Era él, abría la barrera, estaba más pálido que el yeso de la pared. Bajando a saltos la escalera, Emma se escapó rápidamente por la plaza; y la mujer del alcalde, que estaba hablando delante de la iglesia con Lestiboudis, la vio entrar en casa del recaudador.
Corrió a decírselo a la señora Caron. Las dos señoras subieron al desván; y, escondidas tras la ropa extendida en unas varas, se situaron cómodamente para ver toda la casa de Binet.
Estaba solo en su buhardilla, reproduciendo en madera una de esas tallas de marfil indescriptibles, compuestas de medias lunas, de esferas huecas metidas unas en otras, todo el conjunto erguido como un obelisco y que no servía para nada; ya estaba empezando la última pieza, tocaba al fin.
En la penumbra del taller se veía salir de su herramienta un polvillo rubio como un torrente de chispas bajo las herraduras de un caballo al galope; las dos ruedas giraban, zumbaban. Binet sonreía, la barbilla baja, las aletas de la nariz abiertas y parecía finalmente perdido en una de esas felicidades completas que no pertenecen, sin duda, más que a las ocupaciones mediocres, que divierten la inteligencia por dificultades fáciles y la sacian en una realización más allá de la cual no queda sino soñar.
¡Ah!, ¡allí está! dijo la señora Tuvache.
Pero el ruido del torno no dejaba oír to que Emma decía.
Por fin, aquellas señoras creyeron percibir la palabra «francos» y la tía Tuvache sopló muy despacio:
Le pide que le aplace las contribuciones.
¡Eso parece! replicó la otra.
La vieron caminar de un lado para otro mirando en las paredes, los servilleteros, los candelabros, los pomos del pasamanos, mientras que Binet se acariciaba la barba con satisfacción.
¿Iría a encargarle algo? dijo la señora Tuvache.
Pero si él no vende nada objetó su vecina.
El recaudador parecía escuchar con los ojos desorbitados, como si no comprendiera; Emma seguía en actitud tierna, suplicante. Se acercó; su pecho jadeaba; ya no hablaban.
¿Es que ella le hace insinuaciones? dijo la señora Tuvache.
Binet estaba rojo hasta las orejas. Emma le cogió las manos.
¡Ah!, ¡eso ya es demasiado!
Y sin duda le proponía una abominación; pero el recaudador era, a pesar de todo, un valiente que había combatido en Bautzen y en Lutzen(l), hecho la campaña de Francia a incluso le habían «propuesto para la cruz»; de pronto, como a la vista de una serpiente, se apartó muy lejos hacia atrás exclamando:
Señora, qué ocurrencias!
Localidades de Sajonia, donde Napoleón venció a los prusianos y a los rusos en l8l3.
Habría que azotar a esas mujeres dijo la señora Tuvache.
¿Dónde está? replicó la señora Caron.
Pues durante aquella conversación Emma había desaparecido; después, viéndola enfilar la Calle Mayor y girar a la derecha como para ir al cementerio, se perdieron en conjeturas.
Tía Rolet dijo al llegar a casa de la nodriza , me ahogo..., aflójeme el corsé.
Se echó sobre la cama; sollozaba. La tía Rolet la tapó con un refajo y se quedó de pie delante de ella. Después, como no contestaba, la buena mujer se alejó, cogió su rueca y se puso a hilar lino.
¡Oh!, ¡pare de una vez! murmuró ella, creyendo escuchar el torno de Binet.
¿Quién la incomoda? se preguntaba la nodriza . ¿Por qué viene aquí?
Había acudido allí empujada por una especie de espanto que la echaba de su casa.
Acostada sobre la espalda, inmóvil y con los ojos fijos, distinguía vagamente los objetos, aunque aplicara su atención a ellos con una persistencia idiota. Contemplaba los desconchados de la pared, dos tizones humeando por las dos puntas y una larga araña que andaba por encima de su cabeza en la rendija de la viga. Por fin, fijó sus ideas. Se acordaba... un día, con León... ¡Oh, qué lejos...! El sol brillaba en el río y las clemátides perfumaban el aire. Entonces, transportada en sus recuerdos como en un torrente que hierve, llegó pronto a recordar la jornada de la víspera.
¿Qué hora es? preguntó.
Salió la tía Rolet, levantó los dedos de su mano derecha hacia el lado donde el cielo estaba más claro, y volvió despacio diciendo:
Pronto serán las tres.
¡Ah!, ¡gracias!, ¡gracias!
Porque él iba a llegar. Era seguro. Habría encontrado dinero. Pero iría quizás allí, sin sospechar que ella estaba aquí; y pidió a la nodriza que fuese corriendo a su casa para traerlo.
¡Dése prisa!
Pero, mi querida señora, ya voy, ¡ya voy!
Se extrañaba ahora de no haber pensado en él primeramente; ayer le había dado su palabra, no faltaría a ella; y se veía ya en casa de Lheureux presentando sobre su mesa los tres billetes de banco. Después habría que inventar una historia que explicase las cosas a Bovary. ¿Cuál?
Entretanto la nodriza tardaba mucho en volver. Pero como no había reloj, Emma temía exagerar, tal vez, la duración del tiempo. Se puso a dar paseos por la huerta, paso a paso; siguió el sendero a lo largo del seto y volvió rápidamente pensando que la buena señora habría regresado por otro camino. Por fin, cansada de esperar, asaltada por sospechas que rechazaba, sin saber si estaba allí desde hacía un siglo o un minuto, se sentó en un rincón, cerró los ojos y se tapó los oídos. La barrera chirrió: ella dio un salto; antes de que hubiese hablado, la tía Rolet le dijo:
No hay nadie en su casa.
¿Cómo?
¡Nadie! Y el señor está llorando. La llama. La están buscando.
Emma no respondió nada. Jadeaba dirigiendo miradas a su alrededor mientras que la campesina, asustada de verla así, retrocedía instintivamente creyendo que estaba loca. De pronto se dio una palmada en la frente, lanzó un grito, porque el recuerdo de Rodolfo, como un gran relámpago en una noche oscura, le había llegado al alma. ¡Era tan bueno, tan delicado, tan generoso! Y además, si vacilaba en servirla, ella sabría bien obligarle recordando con un solo guiño de ojo su amor perdido. Salió, pues, hacia la Huchette, sin darse cuenta que corría a ofrecerse a lo que hacía un instante la había exasperado tanto, sin sospechar, ni por asomo, en aquella prostitución.
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
CAPÍTULO VIII
Por el camino se iba preguntando: ¿Qué le voy a decir? ¿Por dónde empezaré?» Y a medida que se acercaba, reconocía los matorrales, los árboles, los juncos marinos sobre la colina, el castillo allá lejos. Se reencontraba a sí misma en las sensaciones de su primer amor, y su pobre corazón oprimido se ensanchaba tiernamente en él. Un aire tibio le daba en la cara; la nieve, al fundirse, caía gota a gota de las yemas sobre la hierba.
Entró, como antaño, por la pequeña puerta del parque, después llegó al patio de honor, que estaba bordeado por una doble fila de tilos frondosos. Balanceaban silbando sus largas ramas. Los perros en la perrera ladraron todos a la vez, y el estrépito de sus voces resonaba sin que apareciese nadie.
Subió la amplia escalera recta, con balaustrada de madera, que conducía al corredor pavimentado de losas polvorientas al que daban varias habitaciones en hilera, como en los monasterios o las posadas. La suya estaba al final, a la izquierda. Cuando llegó a poner los dedos en la cerradura sus fuerzas le abandonaron súbitamente. Temía que no estuviese allí, casi to deseaba, y ésta era, sin embargo, su única esperanza, la última oportunidad de salvación. Se recogió un minuto, y, armándose de valor ante la necesidad presente, entró.
Rodolfo estaba junto al fuego, los dos pies sobre la chambrana, fumando una pipa.
¡Anda!, ¿es usted? dijo él levantándose bruscamente.
¡Sí, soy yo!... Quisiera, Rodolfo, pedirle un consejo.
Y a pesar de todos sus esfuerzos, le era imposible abrir la boca.
¡No ha cambiado, sigue tan encantadora!
¡Oh! replicó ella amargamente , son tristes encantos, amigo mío, pues usted los ha desdeñado.
Entonces él inició una explicación de su conducta disculpándose vagamente a falta de poder inventar algo mejor.
Emma se dejó impresionar por sus palabras y más aún por su voz y por la contemplación de su persona; de modo que fingió creer, o quizás creyó, en el pretexto de su ruptura; era un secreto del que dependían el honor a incluso la vida de una tercera persona.
¡No importa! dijo ella mirándolo tristemente , ¡he sufrido mucho!
Él respondió en un aire filosófico:
¡La vida es así!
¿Ha sido, por lo menos replicó Emma , buena para usted después de nuestra separación.
¡Oh!, ni buena... ni mala.
Quizás habría sido mejor no habernos dejado nunca.
¡Sí..., quizás!
¿Tú crees? dijo ella acercándose.
Y suspiró.
¡Oh, Rodolfo!, ¡si supieras!... ¡te he querido mucho!
Entonces ella le cogió la mano y permanecieron algún tiempo con los dedos entrelazados, como el primer día en los comicios. Por un gesto de orgullo, Rodolfo luchaba por no enternecerse. Pero desplomándose sobre su pecho, ella le dijo:
¿Cómo querías que viviese sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse de la felicidad! ¡Estaba desesperada!, ¡creí morir! Te contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú... has huido de mí!...
Pues, desde hacía tres años, él había evitado cuidadosamente encontrarse con ella por esa cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte; y Emma continuaba con graciosos gestos de cabeza, más mimosa que una gata en celo:
Tú quieres a otras, confiésalo. ¡Oh! ¡Lo comprendo, vamos!, las disculpo; las habrás seducido, como me sedujiste a mí. ¡Tú eres un hombre!, tienes todo lo que hace falta para hacerte querer. Pero nosotros reanudaremos, ¿verdad?, ¡nos amaremos! iFíjate, me río, soy feliz! ¡Pero habla!
Y tenía un aspecto encantador, con aquella mirada en la que temblaba una lágrima como el agua de una tormenta en un cáliz azul.
Rodolfo la sentó sobre sus rodillas y acarició con el revés de su mano sus bandós lisos, en los que a la claridad del crepúsculo se reflejaba como una flecha de oro un último rayo de sol. Emma inclinaba la frente; él terminó besándola en los párpados, muy suavemente, con la punta de los labios.
¡Pero tú has llorado! le dijo . ¿Por qué?
Ella rompió en sollozos, Rodolfo creyó que era la explosión de su amor; como ella se callaba, él interpretó este silencio como un último pudor y entonces exclamó:
¡Ah!, ¡perdóname!, tú eres la única que me gusta. ¡He sido un imbécil y un malvado! ¡Te quiero, te querré siempre! ¿Qué tienes? ¡dímelo! Y se arrodilló.
¡Pues estoy arruinada, Rodolfo! ¡Vas a prestarme mil francos!
Pero... pero... dijo levantándose poco a poco, mientras que su cara tomaba una expresión grave.
Tú sabes continuó ella inmediatamente que mi marido había colocado toda su fortuna en casa de un notario, y el notario se ha escapado. Hemos pedido prestado; los clientes no pagaban. Por lo demás, la liquidación no ha terminado; tendremos dinero más adelante. Pero hoy, por falta de tres mil francos, nos van a embargar. Es hoy, ahora mismo y, contando con tu amistad, he venido.
«¡Ah! pensó Rodolfo, que se puso muy pálido de pronto , ¡por eso has venido!»
Por fin, dijo en tono tranquilo:
No los tengo, querida señora mía.
No mentía. Si los hubiera tenido seguramente se los habría dado, aunque generalmente sea desagradable hacer tan bellas acciones, pues de todas las borrascas que caen sobre el amor, ninguna lo enfría y lo desarraiga tanto como las peticiones de dinero.
Al principio Emma se quedó mirándole unos minutos.
¡No los tienes!
Repitió varias veces:
No los tienes... Debería haberme ahorrado esta última vergüenza. ¡Nunca me has querido! ¡Eres como los otros!
Emma se traicionaba, se perdía.
Rodolfo la interrumpió, afirmando que él mismo se encontraba apurado de dinero.
¡Ah!, ¡te compadezco! dijo Ernma . ¡Sí, muchísimo!...
Y fijándose en una carabina damasquinada que brillaba en la panoplia:
¡Pero cuando se está tan pobre no se pone plata en la culata de su escopeta! ¡No se compra un reloj con incrustaciones de concha! continuaba ella señalando el reloj de Boulle ; ni empuñaduras de plata dorada para sus látigos y los tocaba , ni dijes para su reloj. ¡Oh!, ¡nada le falta!, hasta un portalicores en su habitación; porque tú no te privas de nada, vives bien, tienes un castillo, granjas, bosques, vas de montería, viajas a París... ¡Eh!, aunque no fuera más que esto exclamó ella cogiendo sobre la chimenea sus gemelos de camisa , que de la menor de estas boberías ¡se puede sacar dinero!... ¡Oh!, ¡no los quiero, guárdalos!
Y le tiró muy lejos los dos gemelos, cuya cadena de oro se rompió al pegar contra la pared.
Pero yo te lo habría dado todo, habría vendido todo, habría trabajado con mis manos, habría mendigado por las carreteras, por una sonrisa, por una mirada, por oírte decir: «¡Gracias!» ¿Y tú te quedas ahí tranquilamente en tu sillón, como si no me hubieras hecho ya sufrir bastante? ¡Sin ti, entérate bien, habría podido vivir feliz! ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta? Sin embargo, me querías, lo decías... Y todavía, hace un momento... ¡Ah!, ¡hubieras hecho mejor despidiéndome! Tengo las manos calientes de tus besos, y ahí está sobre la alfombra el sitio donde me jurabas de rodillas un amor eterno. Me lo hiciste creer: ¡durante dos años me has arrastrado en el sueño más magnífico y más dulce!... Y mientras, proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ¡Oh!, ¡tu carta, tu carta, me desgarró el corazón!... ¡Y después, cuando vuelvo a él, a él, que es rico, feliz, libre, para implorar una ayuda que prestaría el primero que llegara, suplicándole y ofreciéndole toda mi ternura, me rechaza, porque le costaría tres mil francos!
¡No los tengo! respondió Rodolfo con esa calma perfecta con que se protegen como si fuera un escudo las cóleras resignadas.
Emma salió. Las paredes temblaban, el techo la aplastaba; y volvió a pasar por la larga avenida tropezando en los montones de hojas caídas que dispersaba el viento.
Por fin, llegó al foso delante de la verja; se rompió las uñas queriendo abrir deprisa. Después, cien pasos más adelante, sin aliento, a punto de caer, se paró. Y entonces, volviendo la vista, percibió otra vez el impasible castillo, con el parque, los jardines, los tres patios y todas las ventanas de la fachada.
Se quedó estupefacta, y sin más conciencia de sí misma que el latido de sus arterias; le parecía oír como una ensordecedora música que se le escapaba y llenaba los campos. El suelo se hundía bajo sus pies, y los surcos le parecieron inmensas olas oscuras que se estrellaban.
Todas las reminiscencias, todas las ideas que había en su cabeza se escapaban a la vez, de un solo impulso, como las mil piezas de un fuego de artificio. Vio a su padre, el despacho de Lheureux, la habitación de los dos, allá lejos, un paisaje diferente. Era presa de un ataque de locura, tuvo miedo y llegó a serenarse, aunque hay que decir de una manera confusa, porque no recordaba la causa de su horrible estado, es decir, el problema del dinero. No sufría más que por su amor, y sentía
Por el camino se iba preguntando: ¿Qué le voy a decir? ¿Por dónde empezaré?» Y a medida que se acercaba, reconocía los matorrales, los árboles, los juncos marinos sobre la colina, el castillo allá lejos. Se reencontraba a sí misma en las sensaciones de su primer amor, y su pobre corazón oprimido se ensanchaba tiernamente en él. Un aire tibio le daba en la cara; la nieve, al fundirse, caía gota a gota de las yemas sobre la hierba.
Entró, como antaño, por la pequeña puerta del parque, después llegó al patio de honor, que estaba bordeado por una doble fila de tilos frondosos. Balanceaban silbando sus largas ramas. Los perros en la perrera ladraron todos a la vez, y el estrépito de sus voces resonaba sin que apareciese nadie.
Subió la amplia escalera recta, con balaustrada de madera, que conducía al corredor pavimentado de losas polvorientas al que daban varias habitaciones en hilera, como en los monasterios o las posadas. La suya estaba al final, a la izquierda. Cuando llegó a poner los dedos en la cerradura sus fuerzas le abandonaron súbitamente. Temía que no estuviese allí, casi to deseaba, y ésta era, sin embargo, su única esperanza, la última oportunidad de salvación. Se recogió un minuto, y, armándose de valor ante la necesidad presente, entró.
Rodolfo estaba junto al fuego, los dos pies sobre la chambrana, fumando una pipa.
¡Anda!, ¿es usted? dijo él levantándose bruscamente.
¡Sí, soy yo!... Quisiera, Rodolfo, pedirle un consejo.
Y a pesar de todos sus esfuerzos, le era imposible abrir la boca.
¡No ha cambiado, sigue tan encantadora!
¡Oh! replicó ella amargamente , son tristes encantos, amigo mío, pues usted los ha desdeñado.
Entonces él inició una explicación de su conducta disculpándose vagamente a falta de poder inventar algo mejor.
Emma se dejó impresionar por sus palabras y más aún por su voz y por la contemplación de su persona; de modo que fingió creer, o quizás creyó, en el pretexto de su ruptura; era un secreto del que dependían el honor a incluso la vida de una tercera persona.
¡No importa! dijo ella mirándolo tristemente , ¡he sufrido mucho!
Él respondió en un aire filosófico:
¡La vida es así!
¿Ha sido, por lo menos replicó Emma , buena para usted después de nuestra separación.
¡Oh!, ni buena... ni mala.
Quizás habría sido mejor no habernos dejado nunca.
¡Sí..., quizás!
¿Tú crees? dijo ella acercándose.
Y suspiró.
¡Oh, Rodolfo!, ¡si supieras!... ¡te he querido mucho!
Entonces ella le cogió la mano y permanecieron algún tiempo con los dedos entrelazados, como el primer día en los comicios. Por un gesto de orgullo, Rodolfo luchaba por no enternecerse. Pero desplomándose sobre su pecho, ella le dijo:
¿Cómo querías que viviese sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse de la felicidad! ¡Estaba desesperada!, ¡creí morir! Te contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú... has huido de mí!...
Pues, desde hacía tres años, él había evitado cuidadosamente encontrarse con ella por esa cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte; y Emma continuaba con graciosos gestos de cabeza, más mimosa que una gata en celo:
Tú quieres a otras, confiésalo. ¡Oh! ¡Lo comprendo, vamos!, las disculpo; las habrás seducido, como me sedujiste a mí. ¡Tú eres un hombre!, tienes todo lo que hace falta para hacerte querer. Pero nosotros reanudaremos, ¿verdad?, ¡nos amaremos! iFíjate, me río, soy feliz! ¡Pero habla!
Y tenía un aspecto encantador, con aquella mirada en la que temblaba una lágrima como el agua de una tormenta en un cáliz azul.
Rodolfo la sentó sobre sus rodillas y acarició con el revés de su mano sus bandós lisos, en los que a la claridad del crepúsculo se reflejaba como una flecha de oro un último rayo de sol. Emma inclinaba la frente; él terminó besándola en los párpados, muy suavemente, con la punta de los labios.
¡Pero tú has llorado! le dijo . ¿Por qué?
Ella rompió en sollozos, Rodolfo creyó que era la explosión de su amor; como ella se callaba, él interpretó este silencio como un último pudor y entonces exclamó:
¡Ah!, ¡perdóname!, tú eres la única que me gusta. ¡He sido un imbécil y un malvado! ¡Te quiero, te querré siempre! ¿Qué tienes? ¡dímelo! Y se arrodilló.
¡Pues estoy arruinada, Rodolfo! ¡Vas a prestarme mil francos!
Pero... pero... dijo levantándose poco a poco, mientras que su cara tomaba una expresión grave.
Tú sabes continuó ella inmediatamente que mi marido había colocado toda su fortuna en casa de un notario, y el notario se ha escapado. Hemos pedido prestado; los clientes no pagaban. Por lo demás, la liquidación no ha terminado; tendremos dinero más adelante. Pero hoy, por falta de tres mil francos, nos van a embargar. Es hoy, ahora mismo y, contando con tu amistad, he venido.
«¡Ah! pensó Rodolfo, que se puso muy pálido de pronto , ¡por eso has venido!»
Por fin, dijo en tono tranquilo:
No los tengo, querida señora mía.
No mentía. Si los hubiera tenido seguramente se los habría dado, aunque generalmente sea desagradable hacer tan bellas acciones, pues de todas las borrascas que caen sobre el amor, ninguna lo enfría y lo desarraiga tanto como las peticiones de dinero.
Al principio Emma se quedó mirándole unos minutos.
¡No los tienes!
Repitió varias veces:
No los tienes... Debería haberme ahorrado esta última vergüenza. ¡Nunca me has querido! ¡Eres como los otros!
Emma se traicionaba, se perdía.
Rodolfo la interrumpió, afirmando que él mismo se encontraba apurado de dinero.
¡Ah!, ¡te compadezco! dijo Ernma . ¡Sí, muchísimo!...
Y fijándose en una carabina damasquinada que brillaba en la panoplia:
¡Pero cuando se está tan pobre no se pone plata en la culata de su escopeta! ¡No se compra un reloj con incrustaciones de concha! continuaba ella señalando el reloj de Boulle ; ni empuñaduras de plata dorada para sus látigos y los tocaba , ni dijes para su reloj. ¡Oh!, ¡nada le falta!, hasta un portalicores en su habitación; porque tú no te privas de nada, vives bien, tienes un castillo, granjas, bosques, vas de montería, viajas a París... ¡Eh!, aunque no fuera más que esto exclamó ella cogiendo sobre la chimenea sus gemelos de camisa , que de la menor de estas boberías ¡se puede sacar dinero!... ¡Oh!, ¡no los quiero, guárdalos!
Y le tiró muy lejos los dos gemelos, cuya cadena de oro se rompió al pegar contra la pared.
Pero yo te lo habría dado todo, habría vendido todo, habría trabajado con mis manos, habría mendigado por las carreteras, por una sonrisa, por una mirada, por oírte decir: «¡Gracias!» ¿Y tú te quedas ahí tranquilamente en tu sillón, como si no me hubieras hecho ya sufrir bastante? ¡Sin ti, entérate bien, habría podido vivir feliz! ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta? Sin embargo, me querías, lo decías... Y todavía, hace un momento... ¡Ah!, ¡hubieras hecho mejor despidiéndome! Tengo las manos calientes de tus besos, y ahí está sobre la alfombra el sitio donde me jurabas de rodillas un amor eterno. Me lo hiciste creer: ¡durante dos años me has arrastrado en el sueño más magnífico y más dulce!... Y mientras, proyectos de viaje, ¿te acuerdas? ¡Oh!, ¡tu carta, tu carta, me desgarró el corazón!... ¡Y después, cuando vuelvo a él, a él, que es rico, feliz, libre, para implorar una ayuda que prestaría el primero que llegara, suplicándole y ofreciéndole toda mi ternura, me rechaza, porque le costaría tres mil francos!
¡No los tengo! respondió Rodolfo con esa calma perfecta con que se protegen como si fuera un escudo las cóleras resignadas.
Emma salió. Las paredes temblaban, el techo la aplastaba; y volvió a pasar por la larga avenida tropezando en los montones de hojas caídas que dispersaba el viento.
Por fin, llegó al foso delante de la verja; se rompió las uñas queriendo abrir deprisa. Después, cien pasos más adelante, sin aliento, a punto de caer, se paró. Y entonces, volviendo la vista, percibió otra vez el impasible castillo, con el parque, los jardines, los tres patios y todas las ventanas de la fachada.
Se quedó estupefacta, y sin más conciencia de sí misma que el latido de sus arterias; le parecía oír como una ensordecedora música que se le escapaba y llenaba los campos. El suelo se hundía bajo sus pies, y los surcos le parecieron inmensas olas oscuras que se estrellaban.
Todas las reminiscencias, todas las ideas que había en su cabeza se escapaban a la vez, de un solo impulso, como las mil piezas de un fuego de artificio. Vio a su padre, el despacho de Lheureux, la habitación de los dos, allá lejos, un paisaje diferente. Era presa de un ataque de locura, tuvo miedo y llegó a serenarse, aunque hay que decir de una manera confusa, porque no recordaba la causa de su horrible estado, es decir, el problema del dinero. No sufría más que por su amor, y sentía
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
que su alma la abandonaba por este recuerdo, como los heridos que agonizan sienten que la vida se les va por la herida que les sangra.
Caía la noche, volaban las cornejas.
Le pareció de pronto que unas bolitas color de fuego estallaban en el aire como balas fulminantes que se aplastaban, y giraban, giraban, para ir a derretirse en la nieve entre las ramas de los árboles. En medio de cada uno de ellas aparecía la cara de Rodolfo. Se multiplicaron y se acercaban, la penetraban; todo desapareció. Reconoció las luces de las casas que brillaban de lejos en la niebla.
Entonces su situación se le presentó de nuevo, como un abismo. Jadeaba hasta partirse el pecho. Después, en un arrebato de heroísmo que la volvía casi alegre, bajó la cuesta corriendo, atravesó la pasarela de las vacas, el sendero, la avenida, el mercado y llegó a la botica. No había nadie. Iba a entrar, pero al sonar la campanilla podía venir alguien, y deslizándose por la valla, reteniendo el aliento, tanteando las paredes, llegó hasta el umbral de la cocina, en la que ardía una vela colocada sobre el fogón. Justino, en mangas de camisa, llevaba una bandeja.
¡Ah!, están cenando. Esperemos.
Justino regresó. Ella golpeó el cristal. Él salió.
¡La llave!, la de arriba, donde están los...
¿Cómo?
Y la miraba, todo asombrado por la palidez de su cara.
¡La quiero!, ¡dámela!
Como el tabique era delgado, se oía el ruido de los tenedores contra los platos en el comedor.
Decía que las necesitaba para matar las ratas que no le dejaban dormir.
Tendría que decírselo al señor.
¡No!, ¡quédate aquí!
Después, con aire indiferente:
¡Bah!, no vale la pena, se lo diré luego. ¡Vamos, alúmbrame!
Y entró en el pasillo adonde daba la puerta del laboratorio. Había en la pared una llave con la etiqueta Capharnaüm.
¡Justino! gritó el boticario, que estaba impaciente.
¡Subamos!
Y él la siguió.
Giró la llave en la cerradura, y Emma fue directamente al tercer estante, hasta tal punto la guiaba bien su recuerdo, tomó el bote azul, le arrancó la tapa, metió en él la mano, y, retirándola llena de un polvo blanco, se puso a comer allí con la misma mano.
¡Quieta! exclamó él echándose encima de ella.
¡Cállate!, pueden venir.
Él se desesperaba, quería llamar.
¡No digas nada de esto, le echarían la culpa a tu amo!
Después se volvió, súbitamente apaciguada, y casi con la serenidad de un deber cumplido.
Cuando Carlos, trastornado por la noticia del embargo, entró en casa, Emma acababa de salir. Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía. ¿Dónde podía estar? Mandó a Felicidad a casa de Homais, a casa de Tuvache, a la de Lheureux, al «Lion d'Or», a todos los sitios; y, en las intermitencias de su angustia, veía su consideración aniquilada, su fortuna perdida, el porvenir de Berta roto. ¿Por qué causa?..., ¡ni una palabra! Esperó hasta las seis de la tarde. Por fin, no pudiendo aguantar más, a imaginando que ella había salido para Rouen, fue por la carretera principal, anduvo media legua, no encontró a nadie, aguardó un rato y regresó.
Emma había vuelto.
Se sentó ante su escritorio y escribió una carta que cerró despacio, añadiendo la fecha del día y la hora. Después dijo con un tosco aire solemne:
La leerás mañana; hasta entonces, te lo ruego, no me hagas ni una sola pregunta:
Pero...
¡Oh, déjame!
Y se acostó a todo lo largo de su cama.
Un sabor acre que sentía en su boca la despertó. Entrevió a Carlos y volvió a cerrar los ojos.
La espiaba curiosamente para comprobar si no sufría. Pero ¡no!, nada todavía. Oía el tic tac del péndulo, el ruido del fuego, y a Carlos que respiraba al lado de su cama.
«¡Ah, es bien poca cosa, la muerte! pensaba ella ; voy a dormirme y todo habrá terminado.»
Bebió un trago de agua y se volvió de cara a la pared.
Aquel horrible sabor a tinta continuaba.
¡Tengo sed!, ¡oh!, tengo mucha sed suspiró.
¿Pues qué tienes? dijo Carlos, que le ofrecía un vaso.
¡No es nada!... Abre la ventana... ¡me ahogo!
Y le sobrevino una náusea tan repentina, que apenas tuvo tiempo de coger su pañuelo bajo la almohada.
¡Recógelo! dijo rápidamente ; ¡tíralo!
Carlos la interrogó; ella no contestó nada. Se mantenía inmóvil por miedo a que la menor emoción la hiciese vomitar.
Entretanto, sentía un frío de hielo que le subía de los pies al corazón.
¡Ah!, ¡ya comienza esto! murmuró ella.
¿Qué dices?
Movía la cabeza con un gesto suave lleno de angustia, al tiempo que abría continuamente las mandíbulas, como si llevara sobre su lengua algo muy pesado. A las ocho reaparecieron los vómitos.
Carlos observó que en el fondo de la palangana había una especie de arenilla blanca pegada a las paredes de porcelana.
¡Es extraordinario!, ¡es raro! repitió. Pero ella dijo con una voz fuerte:
¡No, te equivocas!
Entonces, delicadamente y casi acariciándola, le pasó la mano sobre el estómago. Emma dio un grito agudo. Carlos se retiró todo asustado.
Después empezó a quejarse, al principio débilmente. Un gran escalofrío le sacudía los hombros, y se ponía más pálida que la sábana donde se hundían sus dedos crispados. Su pulso desigual era casi insensible ahora.
Unas gotas de sudor corrían por su cara azulada, que parecía como yerta en la exhalación de un vapor metálico. Sus dientes castañeteaban, sus ojos dilatados miraban vagamente a su alrededor, y a todas las preguntas respondía sólo con un movimiento de cabeza; incluso sonrió dos o tres veces. Poco a poco sus gemidos se hicieron más fuertes, se le escapó un alarido sordo; creyó que iba mejor y que se levantaría enseguida. Pero presa de grandes convulsiones, exclamó:
¡Ah!, ¡esto es atroz, Dios mío!
Carlos cayó de rodillas ante su lecho.
¡Habla!, ¿qué has comido? ¡Contesta, por el amor de Dios!
Y la miraba con unos ojos de ternura como ella no había visto nunca.
Bueno, pues allá..., allá... dijo con una voz desmayada.
Carlos saltó al escritorio, rompió el sello y leyó muy alto: «Que no acusen a nadie.» Se detuvo, pasó la mano por los ojos, y volvió a leer.
¡Cómo!... ¡Socorro!, ¡a mi!
Y no podía hacer otra cosa que repetir esta palabra: «¡Envenenada!, ¡envenenada!» Felicidad corrió a casa de Homais, quien repitió a gritos aquella exclamación, la señora Lefrançois la oyó en el «Lion d'Or», algunos se levantaron para decírselo a sus vecinos, y toda la noche el pueblo estuvo en vela.
Loco, balbuciente, a punto de desplomarse, Carlos daba vueltas por la habitación. Se pegaba contra los muebles, se arrancaba los cabellos, y el farmacéutico nunca había creído que pudiese haber un espectáculo tan espantoso.
Volvió a casa para escribir al señor Canivet y al doctor Lariviére. Perdía la cabeza; hizo más de quince borradores. Hipólito fue a Neufchâtel, y Justino espoleó tan fuerte el caballo de Bovary, que lo dejó en la cuesta del Bois Guillaume rendido y casi reventado.
Carlos quiso hojear su diccionario de medicina; no veía, las líneas bailaban.
¡Calma! dijo el boticario . Se trata sólo de administrar algún poderoso antídoto. ¿Cuál es el veneno?
Carlos enseñó la carta. Era arsénico.
Bien replicó Homais , habría que hacer un análisis.
Pues sabía que es preciso, en todos los envenenamientos, hacer un análisis; y el otro, que no comprendía, respondió:
¡Ah!, ¡hágalo!, ¡hágalo!, ¡sálvela!
Después, volviendo al lado de ella, se desplomó en el suelo sobre la alfombra y permanecía con la cabeza apoyada en la orilla de la cama sollozando.
¡No llores! le dijo ella . ¡Pronto dejaré de atormentarte!
¿Por qué? ¿Quién te ha obligado?
Ella replicó.
Era preciso, querido.
¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? Sin embargo, ¡he hecho todo to que he podido!
Sí..., es verdad..., ¡tú sí que eres bueno!
Y le pasaba la mano por los cabellos lentamente. La suavidad de esta sensación le aumentaba su tristeza; sentía que todo su ser se desplomaba de desesperanza ante la idea de que había que perderla, cuando, por el contrario, ella manifestaba amarlo más que nunca; y no encontraba nada; no sabía, no se atrevía, pues la urgencia de una resolución inmediata acababa de trastornarle.
Ella pensaba que había terminado con todas las traiciones, las bajezas y los innumerables apetitos que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un crepúsculo confuso se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que la intermitente lamentación de aquel pobre corazón, suave e indistinta, como el último eco de una sinfonía que se aleja.
Traedme a la niña dijo incorporándose sobre el codo.
¿No te encuentras peor, verdad? preguntó Carlos.
¡No!, ¡no!
La niña llegó en brazos de su muchacha, con su largo camisón, de donde salían su pies descalzos, seria y casi soñando todavía. Observaba con extrañeza la habitación toda desordenada, y pestañeaba deslumbrada por las velas que ardían sobre los muebles. Le recordaban, sin duda, las mañanas de Año Nuevo o de la mitad de la Cuaresma cuando, despertada temprano a la luz de las velas, venía a la cama de su madre para recibir allí sus regalos, pues empezó a decir:
¿Dónde está mamá?
Y como todo el mundo se callaba:
¡Pero yo no veo mi zapatito!
Felicidad la inclinaba hacia la cama, mientras que ella seguía mirando hacia la chimenea.
¿Lo habrá cogido la nodriza? preguntó.
Y al oír este nombre, que le recordaba sus adulterios y sus calamidades, Madame Bovary volvió su cabeza, como si sintiera repugnancia de otro veneno más fuerte que le subía a la boca. Berta, entretanto, seguía posada sobre la cama.
¡Oh!, ¡qué ojos grandes tienes, mamá!, ¡qué pálida estás!, ¡cómo sudas!
Su madre la miraba.
¡Tengo miedo! dijo la niña echándose atrás.
Emma le cogió la mano para besársela; la niña forcejeaba.
¡Basta!, ¡que la lleven! exclamó Carlos, que sollozaba en la alcoba.
Después cesaron los síntomas un instante; parecía menos agitada; y a cada palabra insignificante, a cada respiración un poco más tranquila, Carlos recobraba esperanzas. Por fin, cuando entró Canivet, se echó en sus brazos llorando.
¡Ah!, ¡es usted!, ¡gracias!, ¡qué bueno es! Pero está mejor. ¡Fíjese, mírela!
El colega no fue en absoluto de esta opinión, y yendo al grano, como él mismo decía, prescribió un vomitivo, a fin de vaciar completamente el estómago.
Emma no tardó en vomitar sangre. Sus labios se apretaron más. Tenía los miembros crispados, el cuerpo cubierto de manchas oscuras, y su pulso se escapaba como un hilo tenso, como una cuerda de arpa a punto de romperse.
Después empezaba a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, decía invectivas, le suplicaba que se diese prisa, y rechazaba con sus brazos rígidos todo to que Carlos, más agonizante que ella, se esforzaba en hacerle beber. Él permanecía de pie, con su pañuelo en los labios, como en estertores, llorando y sofocado por sollozos que to sacudían hasta los talones. Felicidad recorría la habitación de un lado para otro; Homais, inmóvil, suspiraba profundamente y el señor Canivet, conservando siempre su aplomo, empezaba, sin embargo, a sentirse preocupado.
¡Diablo!... sin embargo está purgada, y desde el momento en que cesa la causa...
El efecto debe cesar dijo Homais ; ¡esto es evidente!
Pero ¡sálvela! exclamaba Bovary.
Por lo que, sin escuchar al farmacéutico, que aventuraba todavía esta hipótesis: «Quizás es un paroxismo saludable», Canivet iba a administrar triaca cuando oyó el chasquido de un látigo; todos los cristales temblaron, y una berlina de posta que iba a galope tendido tirada por tres caballos enfangados hasta las orejas irrumpió de un salto en la esquina del mercado. Era el doctor Larivière.
La aparición de un dios no hubiese causado más emoción. Bovary levantó las manos, Canivet se paró en seco y Homais se quitó su gorro griego mucho antes de que entrase el doctor Larivière.
Pertenecía a la gran escuela quirúrgica del profesor Bichat, a aquella generación, hoy desaparecida, de médicos filósofos que, enamorados apasionadamente de su profesión, la ejercían con competencia y acierto. Todo temblaba en su hospital cuando montaba en cólera, y sus alumnos lo veneraban de tal modo que se esforzaban, apenas se establecían, en imitarle lo más posible; de manera que en las ciudades de los alrededores se les reconocía por vestir un largo chaleco acolchado de merino y una amplia levita negra, cuyas bocamangas desabrochadas tapaban un poco sus manos carnosas, unas manos muy bellas, que nunca llevaban guantes, como para estar más prontas a penetrar en las miserias. Desdeñoso de cruces, títulos y academias, hospitalario, liberal, paternal con los pobres y practicando la virtud sin creer en ella, habría pasado por un santo si la firmeza de su talento no lo hubiera hecho temer como a un demonio. Su mirada, más cortante que sus bisturíes, penetraba directamente en el alma y desarticulaba toda mentira a través de los alegatos y los pudores. Y así andaba por la vida lleno de esa majestad bonachona que dan la conciencia de un gran talento, la fortuna y cuarenta años de una vida laboriosa a irreprochable.
Frunció el ceño desde la puerta al percibir el aspecto cadavérico de Emma, tendida sobre la espalda, con la boca abierta. Después, aparentando escuchar a Canivet, se pasaba el índice bajo las aletas de la nariz y repetía:
Bueno, bueno.
Pero hizo un gesto lento con los hombros. Bovary lo observó: se miraron; y aquel hombre, tan habituado, sin embargo, a ver los dolores, no pudo retener una lágrima que cayó sobre la chorrera de su camisa.
Quiso llevar a Canivet a la habitación contigua. Carlos lo siguió.
Está muy mal, ¿verdad? ¿Si le pusiéramos unos sinapismos?, ¡qué sé yo! ¡Encuentre algo, usted que ha salvado a tantos!
Carlos le rodeaba el cuerpo con sus dos brazos, y lo contemplaba de un modo asustado, suplicante, medio abatido contra su pecho.
Vamos, muchacho, ¡ánimo! Ya no hay nada que hacer.
Y el doctor Larivière apartó la vista.
¿Se marcha usted?
Voy a volver.
Salió como para dar una orden a su postillón con el señor Canivet, que tampoco tenía interés por ver morir a Emma entre sus manos.
El farmacéutico se les unió en la plaza. No podia, por temperamento, separarse de la gente célebre. Por eso conjuró al señor Larivière que le hiciese el insigne honor de aceptar la invitación de almorzar.
Inmediatamente marcharon a buscar pichones al «Lion d'Or»; todas las chuletas que había en la carnicería, nata a casa de Tuvache, huevos a casa de Lestiboudis, y el boticario en persona ayudaba a los preparativos mientras que la señora Homais decía, estirando los cordones de su camisola:
Usted me disculpará, señor, pues en nuestro pobre país si no se avisa la víspera...
¡Las copas! sopló Homais.
Al menos si estuviéramos en la ciudad tendríamos la solución de las manos de cerdo rellenas.
¡Cállate!... ¡A la mesa, doctor!
Le pareció bien, después de los primeros bocados, dar algunos detalles sobre la catástrofe:
Al principio se presentó una sequedad en la faringe, después dolores insoportables en el epigastrio, grandes evacuaciones.
¿Y cómo se ha envenenado?
No lo sé, doctor, y ni siquiera sé muy bien dónde ha podido procurarse ese ácido arsenioso.
Justino, que llegaba entonces con una pila de platos, empezó a temblar.
¿Qué tienes? dijo el farmacéutico.
El joven ante esta pregunta dejó caer todo por el suelo con un gran estrépito.
¡Imbécil! exclamó Homais , ¡zopenco!, ¡pedazo de burro!
Pero de repente, recobrándose:
He querido, doctor, intentar un análisis, y en primer lugar he metido delicadamente en su tubo...
Mejor habría sido dijo el cirujano meterle los dedos en la garganta.
Su colega se callaba, pues hacía un momento había recibido confidencialmente una fuerte reprimenda a propósito de su vomitivo, de suerte que este bueno de Canivet, tan arrogante y locuaz cuando lo del pie zopo, estaba ahora muy modesto; sonreía continuamente, con gesso de aprobación.
Homais se esponjaba en su orgullo de anfitrión, y el recuerdo de la aflicción de Bovary contribuía vagamente a su placer por una compensación egoísta que se hacía a sí mismo. Además, la
Caía la noche, volaban las cornejas.
Le pareció de pronto que unas bolitas color de fuego estallaban en el aire como balas fulminantes que se aplastaban, y giraban, giraban, para ir a derretirse en la nieve entre las ramas de los árboles. En medio de cada uno de ellas aparecía la cara de Rodolfo. Se multiplicaron y se acercaban, la penetraban; todo desapareció. Reconoció las luces de las casas que brillaban de lejos en la niebla.
Entonces su situación se le presentó de nuevo, como un abismo. Jadeaba hasta partirse el pecho. Después, en un arrebato de heroísmo que la volvía casi alegre, bajó la cuesta corriendo, atravesó la pasarela de las vacas, el sendero, la avenida, el mercado y llegó a la botica. No había nadie. Iba a entrar, pero al sonar la campanilla podía venir alguien, y deslizándose por la valla, reteniendo el aliento, tanteando las paredes, llegó hasta el umbral de la cocina, en la que ardía una vela colocada sobre el fogón. Justino, en mangas de camisa, llevaba una bandeja.
¡Ah!, están cenando. Esperemos.
Justino regresó. Ella golpeó el cristal. Él salió.
¡La llave!, la de arriba, donde están los...
¿Cómo?
Y la miraba, todo asombrado por la palidez de su cara.
¡La quiero!, ¡dámela!
Como el tabique era delgado, se oía el ruido de los tenedores contra los platos en el comedor.
Decía que las necesitaba para matar las ratas que no le dejaban dormir.
Tendría que decírselo al señor.
¡No!, ¡quédate aquí!
Después, con aire indiferente:
¡Bah!, no vale la pena, se lo diré luego. ¡Vamos, alúmbrame!
Y entró en el pasillo adonde daba la puerta del laboratorio. Había en la pared una llave con la etiqueta Capharnaüm.
¡Justino! gritó el boticario, que estaba impaciente.
¡Subamos!
Y él la siguió.
Giró la llave en la cerradura, y Emma fue directamente al tercer estante, hasta tal punto la guiaba bien su recuerdo, tomó el bote azul, le arrancó la tapa, metió en él la mano, y, retirándola llena de un polvo blanco, se puso a comer allí con la misma mano.
¡Quieta! exclamó él echándose encima de ella.
¡Cállate!, pueden venir.
Él se desesperaba, quería llamar.
¡No digas nada de esto, le echarían la culpa a tu amo!
Después se volvió, súbitamente apaciguada, y casi con la serenidad de un deber cumplido.
Cuando Carlos, trastornado por la noticia del embargo, entró en casa, Emma acababa de salir. Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía. ¿Dónde podía estar? Mandó a Felicidad a casa de Homais, a casa de Tuvache, a la de Lheureux, al «Lion d'Or», a todos los sitios; y, en las intermitencias de su angustia, veía su consideración aniquilada, su fortuna perdida, el porvenir de Berta roto. ¿Por qué causa?..., ¡ni una palabra! Esperó hasta las seis de la tarde. Por fin, no pudiendo aguantar más, a imaginando que ella había salido para Rouen, fue por la carretera principal, anduvo media legua, no encontró a nadie, aguardó un rato y regresó.
Emma había vuelto.
Se sentó ante su escritorio y escribió una carta que cerró despacio, añadiendo la fecha del día y la hora. Después dijo con un tosco aire solemne:
La leerás mañana; hasta entonces, te lo ruego, no me hagas ni una sola pregunta:
Pero...
¡Oh, déjame!
Y se acostó a todo lo largo de su cama.
Un sabor acre que sentía en su boca la despertó. Entrevió a Carlos y volvió a cerrar los ojos.
La espiaba curiosamente para comprobar si no sufría. Pero ¡no!, nada todavía. Oía el tic tac del péndulo, el ruido del fuego, y a Carlos que respiraba al lado de su cama.
«¡Ah, es bien poca cosa, la muerte! pensaba ella ; voy a dormirme y todo habrá terminado.»
Bebió un trago de agua y se volvió de cara a la pared.
Aquel horrible sabor a tinta continuaba.
¡Tengo sed!, ¡oh!, tengo mucha sed suspiró.
¿Pues qué tienes? dijo Carlos, que le ofrecía un vaso.
¡No es nada!... Abre la ventana... ¡me ahogo!
Y le sobrevino una náusea tan repentina, que apenas tuvo tiempo de coger su pañuelo bajo la almohada.
¡Recógelo! dijo rápidamente ; ¡tíralo!
Carlos la interrogó; ella no contestó nada. Se mantenía inmóvil por miedo a que la menor emoción la hiciese vomitar.
Entretanto, sentía un frío de hielo que le subía de los pies al corazón.
¡Ah!, ¡ya comienza esto! murmuró ella.
¿Qué dices?
Movía la cabeza con un gesto suave lleno de angustia, al tiempo que abría continuamente las mandíbulas, como si llevara sobre su lengua algo muy pesado. A las ocho reaparecieron los vómitos.
Carlos observó que en el fondo de la palangana había una especie de arenilla blanca pegada a las paredes de porcelana.
¡Es extraordinario!, ¡es raro! repitió. Pero ella dijo con una voz fuerte:
¡No, te equivocas!
Entonces, delicadamente y casi acariciándola, le pasó la mano sobre el estómago. Emma dio un grito agudo. Carlos se retiró todo asustado.
Después empezó a quejarse, al principio débilmente. Un gran escalofrío le sacudía los hombros, y se ponía más pálida que la sábana donde se hundían sus dedos crispados. Su pulso desigual era casi insensible ahora.
Unas gotas de sudor corrían por su cara azulada, que parecía como yerta en la exhalación de un vapor metálico. Sus dientes castañeteaban, sus ojos dilatados miraban vagamente a su alrededor, y a todas las preguntas respondía sólo con un movimiento de cabeza; incluso sonrió dos o tres veces. Poco a poco sus gemidos se hicieron más fuertes, se le escapó un alarido sordo; creyó que iba mejor y que se levantaría enseguida. Pero presa de grandes convulsiones, exclamó:
¡Ah!, ¡esto es atroz, Dios mío!
Carlos cayó de rodillas ante su lecho.
¡Habla!, ¿qué has comido? ¡Contesta, por el amor de Dios!
Y la miraba con unos ojos de ternura como ella no había visto nunca.
Bueno, pues allá..., allá... dijo con una voz desmayada.
Carlos saltó al escritorio, rompió el sello y leyó muy alto: «Que no acusen a nadie.» Se detuvo, pasó la mano por los ojos, y volvió a leer.
¡Cómo!... ¡Socorro!, ¡a mi!
Y no podía hacer otra cosa que repetir esta palabra: «¡Envenenada!, ¡envenenada!» Felicidad corrió a casa de Homais, quien repitió a gritos aquella exclamación, la señora Lefrançois la oyó en el «Lion d'Or», algunos se levantaron para decírselo a sus vecinos, y toda la noche el pueblo estuvo en vela.
Loco, balbuciente, a punto de desplomarse, Carlos daba vueltas por la habitación. Se pegaba contra los muebles, se arrancaba los cabellos, y el farmacéutico nunca había creído que pudiese haber un espectáculo tan espantoso.
Volvió a casa para escribir al señor Canivet y al doctor Lariviére. Perdía la cabeza; hizo más de quince borradores. Hipólito fue a Neufchâtel, y Justino espoleó tan fuerte el caballo de Bovary, que lo dejó en la cuesta del Bois Guillaume rendido y casi reventado.
Carlos quiso hojear su diccionario de medicina; no veía, las líneas bailaban.
¡Calma! dijo el boticario . Se trata sólo de administrar algún poderoso antídoto. ¿Cuál es el veneno?
Carlos enseñó la carta. Era arsénico.
Bien replicó Homais , habría que hacer un análisis.
Pues sabía que es preciso, en todos los envenenamientos, hacer un análisis; y el otro, que no comprendía, respondió:
¡Ah!, ¡hágalo!, ¡hágalo!, ¡sálvela!
Después, volviendo al lado de ella, se desplomó en el suelo sobre la alfombra y permanecía con la cabeza apoyada en la orilla de la cama sollozando.
¡No llores! le dijo ella . ¡Pronto dejaré de atormentarte!
¿Por qué? ¿Quién te ha obligado?
Ella replicó.
Era preciso, querido.
¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? Sin embargo, ¡he hecho todo to que he podido!
Sí..., es verdad..., ¡tú sí que eres bueno!
Y le pasaba la mano por los cabellos lentamente. La suavidad de esta sensación le aumentaba su tristeza; sentía que todo su ser se desplomaba de desesperanza ante la idea de que había que perderla, cuando, por el contrario, ella manifestaba amarlo más que nunca; y no encontraba nada; no sabía, no se atrevía, pues la urgencia de una resolución inmediata acababa de trastornarle.
Ella pensaba que había terminado con todas las traiciones, las bajezas y los innumerables apetitos que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un crepúsculo confuso se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que la intermitente lamentación de aquel pobre corazón, suave e indistinta, como el último eco de una sinfonía que se aleja.
Traedme a la niña dijo incorporándose sobre el codo.
¿No te encuentras peor, verdad? preguntó Carlos.
¡No!, ¡no!
La niña llegó en brazos de su muchacha, con su largo camisón, de donde salían su pies descalzos, seria y casi soñando todavía. Observaba con extrañeza la habitación toda desordenada, y pestañeaba deslumbrada por las velas que ardían sobre los muebles. Le recordaban, sin duda, las mañanas de Año Nuevo o de la mitad de la Cuaresma cuando, despertada temprano a la luz de las velas, venía a la cama de su madre para recibir allí sus regalos, pues empezó a decir:
¿Dónde está mamá?
Y como todo el mundo se callaba:
¡Pero yo no veo mi zapatito!
Felicidad la inclinaba hacia la cama, mientras que ella seguía mirando hacia la chimenea.
¿Lo habrá cogido la nodriza? preguntó.
Y al oír este nombre, que le recordaba sus adulterios y sus calamidades, Madame Bovary volvió su cabeza, como si sintiera repugnancia de otro veneno más fuerte que le subía a la boca. Berta, entretanto, seguía posada sobre la cama.
¡Oh!, ¡qué ojos grandes tienes, mamá!, ¡qué pálida estás!, ¡cómo sudas!
Su madre la miraba.
¡Tengo miedo! dijo la niña echándose atrás.
Emma le cogió la mano para besársela; la niña forcejeaba.
¡Basta!, ¡que la lleven! exclamó Carlos, que sollozaba en la alcoba.
Después cesaron los síntomas un instante; parecía menos agitada; y a cada palabra insignificante, a cada respiración un poco más tranquila, Carlos recobraba esperanzas. Por fin, cuando entró Canivet, se echó en sus brazos llorando.
¡Ah!, ¡es usted!, ¡gracias!, ¡qué bueno es! Pero está mejor. ¡Fíjese, mírela!
El colega no fue en absoluto de esta opinión, y yendo al grano, como él mismo decía, prescribió un vomitivo, a fin de vaciar completamente el estómago.
Emma no tardó en vomitar sangre. Sus labios se apretaron más. Tenía los miembros crispados, el cuerpo cubierto de manchas oscuras, y su pulso se escapaba como un hilo tenso, como una cuerda de arpa a punto de romperse.
Después empezaba a gritar horriblemente. Maldecía el veneno, decía invectivas, le suplicaba que se diese prisa, y rechazaba con sus brazos rígidos todo to que Carlos, más agonizante que ella, se esforzaba en hacerle beber. Él permanecía de pie, con su pañuelo en los labios, como en estertores, llorando y sofocado por sollozos que to sacudían hasta los talones. Felicidad recorría la habitación de un lado para otro; Homais, inmóvil, suspiraba profundamente y el señor Canivet, conservando siempre su aplomo, empezaba, sin embargo, a sentirse preocupado.
¡Diablo!... sin embargo está purgada, y desde el momento en que cesa la causa...
El efecto debe cesar dijo Homais ; ¡esto es evidente!
Pero ¡sálvela! exclamaba Bovary.
Por lo que, sin escuchar al farmacéutico, que aventuraba todavía esta hipótesis: «Quizás es un paroxismo saludable», Canivet iba a administrar triaca cuando oyó el chasquido de un látigo; todos los cristales temblaron, y una berlina de posta que iba a galope tendido tirada por tres caballos enfangados hasta las orejas irrumpió de un salto en la esquina del mercado. Era el doctor Larivière.
La aparición de un dios no hubiese causado más emoción. Bovary levantó las manos, Canivet se paró en seco y Homais se quitó su gorro griego mucho antes de que entrase el doctor Larivière.
Pertenecía a la gran escuela quirúrgica del profesor Bichat, a aquella generación, hoy desaparecida, de médicos filósofos que, enamorados apasionadamente de su profesión, la ejercían con competencia y acierto. Todo temblaba en su hospital cuando montaba en cólera, y sus alumnos lo veneraban de tal modo que se esforzaban, apenas se establecían, en imitarle lo más posible; de manera que en las ciudades de los alrededores se les reconocía por vestir un largo chaleco acolchado de merino y una amplia levita negra, cuyas bocamangas desabrochadas tapaban un poco sus manos carnosas, unas manos muy bellas, que nunca llevaban guantes, como para estar más prontas a penetrar en las miserias. Desdeñoso de cruces, títulos y academias, hospitalario, liberal, paternal con los pobres y practicando la virtud sin creer en ella, habría pasado por un santo si la firmeza de su talento no lo hubiera hecho temer como a un demonio. Su mirada, más cortante que sus bisturíes, penetraba directamente en el alma y desarticulaba toda mentira a través de los alegatos y los pudores. Y así andaba por la vida lleno de esa majestad bonachona que dan la conciencia de un gran talento, la fortuna y cuarenta años de una vida laboriosa a irreprochable.
Frunció el ceño desde la puerta al percibir el aspecto cadavérico de Emma, tendida sobre la espalda, con la boca abierta. Después, aparentando escuchar a Canivet, se pasaba el índice bajo las aletas de la nariz y repetía:
Bueno, bueno.
Pero hizo un gesto lento con los hombros. Bovary lo observó: se miraron; y aquel hombre, tan habituado, sin embargo, a ver los dolores, no pudo retener una lágrima que cayó sobre la chorrera de su camisa.
Quiso llevar a Canivet a la habitación contigua. Carlos lo siguió.
Está muy mal, ¿verdad? ¿Si le pusiéramos unos sinapismos?, ¡qué sé yo! ¡Encuentre algo, usted que ha salvado a tantos!
Carlos le rodeaba el cuerpo con sus dos brazos, y lo contemplaba de un modo asustado, suplicante, medio abatido contra su pecho.
Vamos, muchacho, ¡ánimo! Ya no hay nada que hacer.
Y el doctor Larivière apartó la vista.
¿Se marcha usted?
Voy a volver.
Salió como para dar una orden a su postillón con el señor Canivet, que tampoco tenía interés por ver morir a Emma entre sus manos.
El farmacéutico se les unió en la plaza. No podia, por temperamento, separarse de la gente célebre. Por eso conjuró al señor Larivière que le hiciese el insigne honor de aceptar la invitación de almorzar.
Inmediatamente marcharon a buscar pichones al «Lion d'Or»; todas las chuletas que había en la carnicería, nata a casa de Tuvache, huevos a casa de Lestiboudis, y el boticario en persona ayudaba a los preparativos mientras que la señora Homais decía, estirando los cordones de su camisola:
Usted me disculpará, señor, pues en nuestro pobre país si no se avisa la víspera...
¡Las copas! sopló Homais.
Al menos si estuviéramos en la ciudad tendríamos la solución de las manos de cerdo rellenas.
¡Cállate!... ¡A la mesa, doctor!
Le pareció bien, después de los primeros bocados, dar algunos detalles sobre la catástrofe:
Al principio se presentó una sequedad en la faringe, después dolores insoportables en el epigastrio, grandes evacuaciones.
¿Y cómo se ha envenenado?
No lo sé, doctor, y ni siquiera sé muy bien dónde ha podido procurarse ese ácido arsenioso.
Justino, que llegaba entonces con una pila de platos, empezó a temblar.
¿Qué tienes? dijo el farmacéutico.
El joven ante esta pregunta dejó caer todo por el suelo con un gran estrépito.
¡Imbécil! exclamó Homais , ¡zopenco!, ¡pedazo de burro!
Pero de repente, recobrándose:
He querido, doctor, intentar un análisis, y en primer lugar he metido delicadamente en su tubo...
Mejor habría sido dijo el cirujano meterle los dedos en la garganta.
Su colega se callaba, pues hacía un momento había recibido confidencialmente una fuerte reprimenda a propósito de su vomitivo, de suerte que este bueno de Canivet, tan arrogante y locuaz cuando lo del pie zopo, estaba ahora muy modesto; sonreía continuamente, con gesso de aprobación.
Homais se esponjaba en su orgullo de anfitrión, y el recuerdo de la aflicción de Bovary contribuía vagamente a su placer por una compensación egoísta que se hacía a sí mismo. Además, la
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
presencia del doctor le entusiasmaba. Hacía gala de su erudición, citaba todo mezclando las cantáridas, el upas, el manzanillo, la víbora.
E incluso he leído que varias personas se habían intoxicado, doctor, como fulminadas por embutidos que habían sufrido un ahumado muy fuerte. Al menos esto constaba en un excelente informe, compuesto por una de nuestras eminencias farmacéuticas, uno de nuestros maestros, el ilustre Cadet de Gassicourt.
La señora Homais reapareció trayendo una de esas vacilantes máquinas que se calientan con espíritu de vino; porque Homais tenía a gala hacer el café sobre la mesa, habiéndolo tostado, molido y mezclado él mismo.
Sacharum, doctor dijo ofreciéndole azúcar.
Después mandó bajar a todos sus hijos, pues deseaba conocer la opinión del cirujano sobre su constitución.
Por fin, el señor Larivière se iba a marchar cuando la señora Homais le pidió una consulta para su marido. La sangre se le espesaba de tal modo que se quedaba dormido todas las noches después de cenar.
¡Oh!, no es le sens(l) lo que le molesta.
l. En francés las palabras sang: sangre, y sens: sentido, tienen la misma pronunciación. El doctor hace, con un juego de palabras intraducible, una broma a costa de la señora Homais. Se puede interpretar. «no es problema de razón» o «no es problema de sangre».
Y sonriendo un poco por este juego de palabras inadvertido, el doctor abrió la puerta. Pero la farmacia rebosaba de gente y le costó mucho trabajo deshacerse del señor Tuvache, que temía que su esposa tuviera una pleuresía, porque tenía costumbre de escupir en las cenizas; después, del señor Binet, que a veces tenía unas hambres atroces, y de la señora Caron, que sentía picores; de Lheureux, que tenía vértigos; de Lestiboudis, que tenía reúma; de la señora Lefrançois, que tenía acidez. Por fin, los tres caballos arrancaron, y todo el mundo coincidió en que el doctor no se había mostrado complaciente.
La atención pública se distrajo por la aparición del señor Bournisien, que atravesaba el mercado con los santos óleos.
Homais, consecuente con sus principios, comparó a los curas con los cuervos a los que atrae el olor de los muertos; la vista de un eclesiástico le era personalmente desagradable, pues la sotana le hacía pensar en el sudario y detestaba la una un poco por el terror del otro.
Sin embargo, sin retroceder ante lo que él llamaba «su misión», volvió a casa de Bovary en compañía de Canivet, a quien el señor Larivière, antes de marchar, le había encargado con interés que hiciera aquella visita; a incluso, si no hubiera sido por su mujer, se habría llevado consigo a sus dos hijos, a fin de acostumbrarlos a los momentos fuertes, para que fuese una lección, un ejemplo, un cuadro solemne que les quedase más adelante en la memoria.
Cuando entraron, la habitación estaba toda llena de una solemnidad lúgubre. Sobre la mesa de labor, cubierta con un mantel blanco, había cinco o seis bolas de algodón en una bandeja de plata, cerca de un crucifijo entre dos candelabros encendidos. Emma, con la cabeza reclinada .sobre el pecho, abría desmesuradamente los párpados, y sus pobres manos se arrastraban bajo las sábanas, con ese gesto repelente y suave de los agonizantes, que parecen querer ya cubrirse con el sudario. Pálido como una estatua, y con los ojos rojos como brasas, Carlos, sin llorar, se mantenía frente a ella, al pie de la cama, mientras que el sacerdote, apoyado sobre una rodilla, mascullaba palabras en voz baja.
El sacerdote se levantó para tomar el crucifijo, entonces ella alargó el cuello como alguien que tiene sed, y, pegando sus labios sobre el cuerpo del Hombre Dios, depositó en él con toda su fuerza de moribunda el más grande beso de amor que jamás hubiese dado. Después el sacerdote recitó el Mirereatur, y el Indulgentiam, mojó su pulgar derecho en el óleo y comenzó las unciones, primeramente en los ojos que tanto habían codiciado todas las pompas terrestres; después en las ventanas de la nariz, ansiosas de tibias brisas y de olores amorosos; después en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado de lujuria; después en las manos, que se deleitaban en los contactos suaves y, finalmente en la planta de los pies, tan rápidos en otro tiempo cuando corría a saciar sus deseos, y que ahora ya no caminarían más.
El cura se secó los dedos, echó al fuego los restos de algodón mojados de aceite y volvió a sentarse cerca de la moribunda para decirle que ahora debía unir sus sufrimientos a los de Jesucristo y encomendarse a la misericordia divina.
Terminadas sus exhortaciones, trató de ponerle en la mano un cirio bendito, símbolo de las glorias celestiales de las que pronto iba a estar rodeada. Emma, demasiado débil, no pudo cerrar los dedos, y el cirio, a no ser por el señor Bournisien, se habría caído al suelo. Sin embargo, ya no estaba tan pálida, y su cara tenía una expresión de serenidad, como si el Sacramento la hubiese curado.
El sacerdote no dejó de hacer la observación: explicó incluso a Bovary que el Señor, a veces, prolongaba la vida de las personas cuando lo juzgaba conveniente para su salvación; y Carlos recordó un día en que también cerca de la muerte, ella había recibido la Comunión.
«Quizá no había que desesperarse pensó él.»
En efecto, Emma miró a todo su alrededor, lentamente, como alguien que despierta de un sueño; después, con una voz clara, pidió su espejo y permaneció inclinada encima algún tiempo, hasta el momento en que le brotaron de sus ojos gruesas lágrimas sobre la almohada.
Enseguida su pecho empezó a jadear rápidamente. La lengua toda entera le salió por completo fuera de la boca; sus ojos, girando, palidecían como dos globos de lámpara que se apagan; se la creería ya muerta, si no fuera por la tremenda aceleración de sus costillas, sacudidas por un jadeo furioso, como si el alma diera botes para despegarse. Felicidad se arrodilló ante el crucifijo y el farmacéutico incluso dobló un poco las corvas, mientras que el señor Canivet miraba vagamente hacia la plaza.
Bournisien se había puesto de nuevo en oración, con la cara inclinada hacia la orilla de la cama, con su larga sotana negra que le arrastraba por la habitación. Carlos estaba al otro lado, de rodillas, con los brazos extendidos hacia Emma. Había cogido sus manos y se estremecía a cada latido de su corazón como a la repercusión de una ruina que se derrumba. A medida que el estertor se hacía más fuerte, el eclesiástico aceleraba sus oraciones; se mezclaban a los sollozos ahogados de Bovary y a veces todo parecía desaparecer en el sordo murmullo de las sílabas latinas, que sonaban como el tañido fúnebre de una campana.
De pronto se oyó en la acera un ruido de gruesos zuecos con el roce de un bastón, y se oyó una voz ronca que cantaba:
Souvent la chaleur d'un beau jour
Fait réver fillette à l'amour '(2).
Emma se incorporó como un cadáver que se galvaniza, con los cabellos sueltos, la mirada fija y la boca abierta.
Pour amasser diligemment
Les épis que la faux moissonne,
Ma Nanette va s'inclinant
Vers le sillon qui nous les donne(3).
2. Muchas veces el calor de un día bueno le hace a la niña soñar con el amor.
Para recoger con presteza las espigas segadas por la hoz mi Nanette se va inclinando hacia el surco que nos las da.
¡El ciego! exclamó.
Y Emma se echó a reír, con una risa atroz, frenética, desesperada, creyendo ver la cara espantosa del desgraciado que surgía de las tinieblas eternas como un espanto.
ill souffla bien fort ce jour là.
Et le jupon court s'envola!(4)
4. Sopló un viento muy fuerte aquel día y la falda corta se echó a volar.
Una convulsión la derrumbó de nuevo sobre el colchón. Todos se acercaron. Ya había dejado de existir.
E incluso he leído que varias personas se habían intoxicado, doctor, como fulminadas por embutidos que habían sufrido un ahumado muy fuerte. Al menos esto constaba en un excelente informe, compuesto por una de nuestras eminencias farmacéuticas, uno de nuestros maestros, el ilustre Cadet de Gassicourt.
La señora Homais reapareció trayendo una de esas vacilantes máquinas que se calientan con espíritu de vino; porque Homais tenía a gala hacer el café sobre la mesa, habiéndolo tostado, molido y mezclado él mismo.
Sacharum, doctor dijo ofreciéndole azúcar.
Después mandó bajar a todos sus hijos, pues deseaba conocer la opinión del cirujano sobre su constitución.
Por fin, el señor Larivière se iba a marchar cuando la señora Homais le pidió una consulta para su marido. La sangre se le espesaba de tal modo que se quedaba dormido todas las noches después de cenar.
¡Oh!, no es le sens(l) lo que le molesta.
l. En francés las palabras sang: sangre, y sens: sentido, tienen la misma pronunciación. El doctor hace, con un juego de palabras intraducible, una broma a costa de la señora Homais. Se puede interpretar. «no es problema de razón» o «no es problema de sangre».
Y sonriendo un poco por este juego de palabras inadvertido, el doctor abrió la puerta. Pero la farmacia rebosaba de gente y le costó mucho trabajo deshacerse del señor Tuvache, que temía que su esposa tuviera una pleuresía, porque tenía costumbre de escupir en las cenizas; después, del señor Binet, que a veces tenía unas hambres atroces, y de la señora Caron, que sentía picores; de Lheureux, que tenía vértigos; de Lestiboudis, que tenía reúma; de la señora Lefrançois, que tenía acidez. Por fin, los tres caballos arrancaron, y todo el mundo coincidió en que el doctor no se había mostrado complaciente.
La atención pública se distrajo por la aparición del señor Bournisien, que atravesaba el mercado con los santos óleos.
Homais, consecuente con sus principios, comparó a los curas con los cuervos a los que atrae el olor de los muertos; la vista de un eclesiástico le era personalmente desagradable, pues la sotana le hacía pensar en el sudario y detestaba la una un poco por el terror del otro.
Sin embargo, sin retroceder ante lo que él llamaba «su misión», volvió a casa de Bovary en compañía de Canivet, a quien el señor Larivière, antes de marchar, le había encargado con interés que hiciera aquella visita; a incluso, si no hubiera sido por su mujer, se habría llevado consigo a sus dos hijos, a fin de acostumbrarlos a los momentos fuertes, para que fuese una lección, un ejemplo, un cuadro solemne que les quedase más adelante en la memoria.
Cuando entraron, la habitación estaba toda llena de una solemnidad lúgubre. Sobre la mesa de labor, cubierta con un mantel blanco, había cinco o seis bolas de algodón en una bandeja de plata, cerca de un crucifijo entre dos candelabros encendidos. Emma, con la cabeza reclinada .sobre el pecho, abría desmesuradamente los párpados, y sus pobres manos se arrastraban bajo las sábanas, con ese gesto repelente y suave de los agonizantes, que parecen querer ya cubrirse con el sudario. Pálido como una estatua, y con los ojos rojos como brasas, Carlos, sin llorar, se mantenía frente a ella, al pie de la cama, mientras que el sacerdote, apoyado sobre una rodilla, mascullaba palabras en voz baja.
El sacerdote se levantó para tomar el crucifijo, entonces ella alargó el cuello como alguien que tiene sed, y, pegando sus labios sobre el cuerpo del Hombre Dios, depositó en él con toda su fuerza de moribunda el más grande beso de amor que jamás hubiese dado. Después el sacerdote recitó el Mirereatur, y el Indulgentiam, mojó su pulgar derecho en el óleo y comenzó las unciones, primeramente en los ojos que tanto habían codiciado todas las pompas terrestres; después en las ventanas de la nariz, ansiosas de tibias brisas y de olores amorosos; después en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado de lujuria; después en las manos, que se deleitaban en los contactos suaves y, finalmente en la planta de los pies, tan rápidos en otro tiempo cuando corría a saciar sus deseos, y que ahora ya no caminarían más.
El cura se secó los dedos, echó al fuego los restos de algodón mojados de aceite y volvió a sentarse cerca de la moribunda para decirle que ahora debía unir sus sufrimientos a los de Jesucristo y encomendarse a la misericordia divina.
Terminadas sus exhortaciones, trató de ponerle en la mano un cirio bendito, símbolo de las glorias celestiales de las que pronto iba a estar rodeada. Emma, demasiado débil, no pudo cerrar los dedos, y el cirio, a no ser por el señor Bournisien, se habría caído al suelo. Sin embargo, ya no estaba tan pálida, y su cara tenía una expresión de serenidad, como si el Sacramento la hubiese curado.
El sacerdote no dejó de hacer la observación: explicó incluso a Bovary que el Señor, a veces, prolongaba la vida de las personas cuando lo juzgaba conveniente para su salvación; y Carlos recordó un día en que también cerca de la muerte, ella había recibido la Comunión.
«Quizá no había que desesperarse pensó él.»
En efecto, Emma miró a todo su alrededor, lentamente, como alguien que despierta de un sueño; después, con una voz clara, pidió su espejo y permaneció inclinada encima algún tiempo, hasta el momento en que le brotaron de sus ojos gruesas lágrimas sobre la almohada.
Enseguida su pecho empezó a jadear rápidamente. La lengua toda entera le salió por completo fuera de la boca; sus ojos, girando, palidecían como dos globos de lámpara que se apagan; se la creería ya muerta, si no fuera por la tremenda aceleración de sus costillas, sacudidas por un jadeo furioso, como si el alma diera botes para despegarse. Felicidad se arrodilló ante el crucifijo y el farmacéutico incluso dobló un poco las corvas, mientras que el señor Canivet miraba vagamente hacia la plaza.
Bournisien se había puesto de nuevo en oración, con la cara inclinada hacia la orilla de la cama, con su larga sotana negra que le arrastraba por la habitación. Carlos estaba al otro lado, de rodillas, con los brazos extendidos hacia Emma. Había cogido sus manos y se estremecía a cada latido de su corazón como a la repercusión de una ruina que se derrumba. A medida que el estertor se hacía más fuerte, el eclesiástico aceleraba sus oraciones; se mezclaban a los sollozos ahogados de Bovary y a veces todo parecía desaparecer en el sordo murmullo de las sílabas latinas, que sonaban como el tañido fúnebre de una campana.
De pronto se oyó en la acera un ruido de gruesos zuecos con el roce de un bastón, y se oyó una voz ronca que cantaba:
Souvent la chaleur d'un beau jour
Fait réver fillette à l'amour '(2).
Emma se incorporó como un cadáver que se galvaniza, con los cabellos sueltos, la mirada fija y la boca abierta.
Pour amasser diligemment
Les épis que la faux moissonne,
Ma Nanette va s'inclinant
Vers le sillon qui nous les donne(3).
2. Muchas veces el calor de un día bueno le hace a la niña soñar con el amor.
Para recoger con presteza las espigas segadas por la hoz mi Nanette se va inclinando hacia el surco que nos las da.
¡El ciego! exclamó.
Y Emma se echó a reír, con una risa atroz, frenética, desesperada, creyendo ver la cara espantosa del desgraciado que surgía de las tinieblas eternas como un espanto.
ill souffla bien fort ce jour là.
Et le jupon court s'envola!(4)
4. Sopló un viento muy fuerte aquel día y la falda corta se echó a volar.
Una convulsión la derrumbó de nuevo sobre el colchón. Todos se acercaron. Ya había dejado de existir.
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
CAPÍTULO IX
Siempre hay detrás de la muerte de alguien como una estupefacción que se desprende, tan difícil es comprender esta llegada inesperada de la nada y resignarse a creerlo. Pero cuando se dio cuenta de su inmovilidad, Carlos se echó sobre ella gritando:
¡Adiós!, ¡adiós!
Homais y Canivet le sacaron fuera de la habitación.
¡Tranquilícese!
Sí decía debatiéndose, seré razonable, no haré daño. Pero déjenme. ¡Quiero verla!, ¡es mi mujer!
Y lloraba.
Llore dijo el farmacéutico , dé rienda suelta a la naturaleza, eso le aliviará.
Carlos, sintiéndose más débil que un niño, se dejó llevar abajo, a la sala, y el señor Homais pronto se volvió a su casa.
En la plaza fue abordado por el ciego, quien habiendo llegado a Yonville con la esperanza de la pomada antiflogística, preguntaba a cada transeúnte dónde vivía el boticario,
¡Vamos, hombre!, ¡como si no tuviera otra cosa que hacer! Ten paciencia, vuelve más tarde.
Y entró precipitadamente en la farmacia.
Tenía que escribir dos cartas, preparar una poción calmante para Bovary, inventar una mentira que pudiese ocultar el envenenamiento y preparar un artículo para El Fanal, sin contar las personas que le esperaban para recibir noticias; y, cuando los yonvillenses escucharon el relato del arsénico que había tomado por azúcar, al hacer una crema de vainilla, Homais volvió de nuevo a casa de Bovary.
Lo encontró solo (el señor Canivet acababa de marcharse), sentado en el sillón, cerca de la ventana y contemplando con una mirada idiota los adoquines de la calle.
Ahora dijo el farmacéutico usted mismo tendría que fijar la hora de la ceremonia.
¿Por qué?, ¿qué ceremonia?
Después con voz balbuciente y asustada:
¡Oh!, no, ¿verdad?, no, quiero conservarla.
Homais, para disimular, tomó una jarra del aparador para regar los geranios.
¡Ah!, gracias dijo Carlos , ¡qué bueno es usted!
Y no acabó su frase, abrumado por el aluvión de recuerdos que este gesto del farmacéutico le evocaba.
Entonces, para distraerle, Homais creyó conveniente hablar un poco de horticultura; las plantas necesitaban humedad. Carlos bajó la cabeza en señal de aprobación.
Además, ahora van a volver los días buenos.
¡Ah! dijo Bovary.
El boticario, agotadas sus ideas, se puso a separar suavemente los visillos de la vidriera.
¡Mire!, allí va el señor Tuvache.
Carlos repitió como una máquina.
Allí va el señor Tuvache.
Homais no se atrevió a hablarle otra vez de los preparativos fúnebres; fue el eclesiástico quien vino allí a resolverlo.
Carlos se encerró en su gabinete, tomó una pluma, y, después de haber sollozado algún tiempo, escribió.
«Quiero que la entierren con su traje de boda, con unos zapatos blancos, una corona. Le extenderán el pelo sobre los hombros; tres ataúdes, uno de roble, uno de caoba, uno de plomo. Que nadie me diga nada, tendré valor. Le pondrán por encima de todo una gran pieza de terciopelo verde. Esta es mi voluntad. Que se cumpla.»
Aquellos señores se extrañaron mucho de las ideas novelescas de Bovary, y enseguida el farmacéutico fue a decirle:
Ese terciopelo me parece una redundancia. Además, el gasto...
¿Y a usted qué le importa? exclamó Carlos . ¡Déjeme en paz!, ¡usted no la quería! ¡Márchese!
El eclesiástico lo tomó por el brazo para hacerle dar un paseo por la huerta. Hablaba sobre la vanidad de las cosas terrestres. Dios era muy grande, muy bueno; debíamos someternos sin rechistar a sus decretos, incluso darle gracias.
Carlos prorrumpió en blasfemias.
¡Detesto al Dios de ustedes!
El espíritu de rebelión no le ha dejado todavía suspiró el eclesiástico.
Bovary estaba lejos. Caminaba a grandes pasos, a lo largo de la pared, cerca del espaldar, y rechinaba los dientes, levantaba al cielo miradas de maldición, pero ni una sola hoja se movió.
Caía una fría lluvia, Carlos, que tenía el pecho descubierto, comenzó a tiritar; entró a sentarse en la cocina.
A las seis se oyó un ruido de chatarra en la plaza: era «La Golondrina» que llegaba; y Carlos permaneció con la frente pegada a los cristales viendo bajar a los viajeros unos detrás de otros. Felicidad le extendió un colchón en el salón, Carlos se echó encima y se quedó dormido.
Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a los muertos. Por eso, sin guardar rencor al pobre Carlos, volvió por la nothe a velar el cadáver, llevando consigo tres libros y un portafolios para tomar notas.
El señor Bournisien se encontraba allí, y dos grandes cirios ardían en la cabecera de la cama, que habían sacado fuera de la alcoba.
El boticario, a quien pesaba el silencio, no tardó en formular algunas quejas sobre aquella infortunada mujer joven, y el sacerdote respondió que ahora sólo quedaba rezar por ella.
Sin embargo replicó Homais , una de dos: o ha muerto en estado de gracia, como dice la Iglesia, y entonces no tiene ninguna necesidad de nuestras oraciones, o bien ha muerto impenitente, esta es, yo creo, la expresión eclesiástica, y entonces . .
Bournisien le interrumpió, replicando en un tono desabrido, que no dejaba de ser necesario el rezar.
Pero objetó el farmacéutico ya que Dios conoce todas nuestras necesidades, ¿para qué puede servir la oración?
¡Cómo! dijo el eclesiástico , ¡la oración! ¿Luego usted no es cristiano?
¡Perdón! dijo Homais . Admiro el cristianismo. Primero liberó a los esclavos, introdujo en el mundo una moral...
¡No se trata de eso! Todos los textos...
¡Oh!, ¡oh!, en cuanto a los textos, abra la historia; se sabe que han sido falsificados por los jesuitas.
Entró Carlos, y, acercándose a la cama, corrió lentamente las coronas:
Emma tenía la cabeza inclinada sobre el hombro derecho. La comisura de su boca, que seguía abierta, hacía como un agujero negro en la parte baja de la cara; los dos pulgares permanecían doblados hacia la palma de las manos; una especie de polvo blanco le salpicaba las cejas, y sus ojos comenzaban a desaparecer en una palidez viscosa que semejaba una tela delgada, como si las arañas hubiesen tejido allí encima.
La sábana se hundía desde los senos hasta las rodillas, volviendo después a levantarse en la punta de los pies; y a Carlos le parecía que masas infinitas, que un peso enorme pesaba sobre ella.
El reloj de la iglesia dio las dos. Se oía el gran murmullo del río que corría en las tinieblas al pie de la terraza. El señor Bournisien de vez en cuando se sonaba ruidosamente y Homais hacía rechinar su pluma sobre el papel.
Vamos, mi buen amigo dijo , retírese, este espectáculo le desgarra.
Una vez que salió Carlos, el farmacéutico y el cura reanudaron sus discusiones.
¡Lea a Voltaire! decía uno ; lea a D'Holbach, lea la Enciclopedia.
Lea las Cartas de algunos judíos portugueses(l) decía el otro ; lea la Razón del cristianismo, por Nicolás, antiguo magistrado.
l. Obra del abate Antoine Guénée, publicada en l769, y en la que refuta los ataques de Voltaire contra la Biblia.
Se acaloraban, estaban rojos, hablaban a un tiempo, sin escucharse; Bournisien se escandalizaba de semejante audacia; Homais se maravillaba de semejante tontería; y no les faltaba mucho para insultarse cuando, de pronto, reapareció Carlos. Una fascinación le atraía. Subía continuamente la escalera.
Se ponía enfrente de Emma para verla mejor, y se perdía en esta contemplación, que ya no era dolorosa a fuerza de ser profunda.
Recordaba historias de catalepsia, los milagros del magnetismo, y se decía que, queriéndolo con fuerza, quizás llegara a resucitarla. Incluso una vez se inclinó hacia ella, y dijo muy bajo: «¡Emma! ¡Emma!» Su aliento, fuertemente impulsado, hizo temblar la llama de los cirios contra la pared.
Al amanecer llegó la señora Bovary madre; Carlos, al abrazarla, se desbordó de nuevo en llanto. Ella trató, como ya lo había hecho el farmacéutico, de hacerle algunas observaciones sobre los gastos del entierro. Carlos se excitó tanto que su madre se calló, a incluso le encargó que fuese inmediatamente a la ciudad para comprar lo que hacía falta.
Carlos se quedó solo toda la tarde: habían llevado a Berta a casa de la señora Homais; Felicidad seguía arriba, en la habitación, con la tía Lefrançois.
Siempre hay detrás de la muerte de alguien como una estupefacción que se desprende, tan difícil es comprender esta llegada inesperada de la nada y resignarse a creerlo. Pero cuando se dio cuenta de su inmovilidad, Carlos se echó sobre ella gritando:
¡Adiós!, ¡adiós!
Homais y Canivet le sacaron fuera de la habitación.
¡Tranquilícese!
Sí decía debatiéndose, seré razonable, no haré daño. Pero déjenme. ¡Quiero verla!, ¡es mi mujer!
Y lloraba.
Llore dijo el farmacéutico , dé rienda suelta a la naturaleza, eso le aliviará.
Carlos, sintiéndose más débil que un niño, se dejó llevar abajo, a la sala, y el señor Homais pronto se volvió a su casa.
En la plaza fue abordado por el ciego, quien habiendo llegado a Yonville con la esperanza de la pomada antiflogística, preguntaba a cada transeúnte dónde vivía el boticario,
¡Vamos, hombre!, ¡como si no tuviera otra cosa que hacer! Ten paciencia, vuelve más tarde.
Y entró precipitadamente en la farmacia.
Tenía que escribir dos cartas, preparar una poción calmante para Bovary, inventar una mentira que pudiese ocultar el envenenamiento y preparar un artículo para El Fanal, sin contar las personas que le esperaban para recibir noticias; y, cuando los yonvillenses escucharon el relato del arsénico que había tomado por azúcar, al hacer una crema de vainilla, Homais volvió de nuevo a casa de Bovary.
Lo encontró solo (el señor Canivet acababa de marcharse), sentado en el sillón, cerca de la ventana y contemplando con una mirada idiota los adoquines de la calle.
Ahora dijo el farmacéutico usted mismo tendría que fijar la hora de la ceremonia.
¿Por qué?, ¿qué ceremonia?
Después con voz balbuciente y asustada:
¡Oh!, no, ¿verdad?, no, quiero conservarla.
Homais, para disimular, tomó una jarra del aparador para regar los geranios.
¡Ah!, gracias dijo Carlos , ¡qué bueno es usted!
Y no acabó su frase, abrumado por el aluvión de recuerdos que este gesto del farmacéutico le evocaba.
Entonces, para distraerle, Homais creyó conveniente hablar un poco de horticultura; las plantas necesitaban humedad. Carlos bajó la cabeza en señal de aprobación.
Además, ahora van a volver los días buenos.
¡Ah! dijo Bovary.
El boticario, agotadas sus ideas, se puso a separar suavemente los visillos de la vidriera.
¡Mire!, allí va el señor Tuvache.
Carlos repitió como una máquina.
Allí va el señor Tuvache.
Homais no se atrevió a hablarle otra vez de los preparativos fúnebres; fue el eclesiástico quien vino allí a resolverlo.
Carlos se encerró en su gabinete, tomó una pluma, y, después de haber sollozado algún tiempo, escribió.
«Quiero que la entierren con su traje de boda, con unos zapatos blancos, una corona. Le extenderán el pelo sobre los hombros; tres ataúdes, uno de roble, uno de caoba, uno de plomo. Que nadie me diga nada, tendré valor. Le pondrán por encima de todo una gran pieza de terciopelo verde. Esta es mi voluntad. Que se cumpla.»
Aquellos señores se extrañaron mucho de las ideas novelescas de Bovary, y enseguida el farmacéutico fue a decirle:
Ese terciopelo me parece una redundancia. Además, el gasto...
¿Y a usted qué le importa? exclamó Carlos . ¡Déjeme en paz!, ¡usted no la quería! ¡Márchese!
El eclesiástico lo tomó por el brazo para hacerle dar un paseo por la huerta. Hablaba sobre la vanidad de las cosas terrestres. Dios era muy grande, muy bueno; debíamos someternos sin rechistar a sus decretos, incluso darle gracias.
Carlos prorrumpió en blasfemias.
¡Detesto al Dios de ustedes!
El espíritu de rebelión no le ha dejado todavía suspiró el eclesiástico.
Bovary estaba lejos. Caminaba a grandes pasos, a lo largo de la pared, cerca del espaldar, y rechinaba los dientes, levantaba al cielo miradas de maldición, pero ni una sola hoja se movió.
Caía una fría lluvia, Carlos, que tenía el pecho descubierto, comenzó a tiritar; entró a sentarse en la cocina.
A las seis se oyó un ruido de chatarra en la plaza: era «La Golondrina» que llegaba; y Carlos permaneció con la frente pegada a los cristales viendo bajar a los viajeros unos detrás de otros. Felicidad le extendió un colchón en el salón, Carlos se echó encima y se quedó dormido.
Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a los muertos. Por eso, sin guardar rencor al pobre Carlos, volvió por la nothe a velar el cadáver, llevando consigo tres libros y un portafolios para tomar notas.
El señor Bournisien se encontraba allí, y dos grandes cirios ardían en la cabecera de la cama, que habían sacado fuera de la alcoba.
El boticario, a quien pesaba el silencio, no tardó en formular algunas quejas sobre aquella infortunada mujer joven, y el sacerdote respondió que ahora sólo quedaba rezar por ella.
Sin embargo replicó Homais , una de dos: o ha muerto en estado de gracia, como dice la Iglesia, y entonces no tiene ninguna necesidad de nuestras oraciones, o bien ha muerto impenitente, esta es, yo creo, la expresión eclesiástica, y entonces . .
Bournisien le interrumpió, replicando en un tono desabrido, que no dejaba de ser necesario el rezar.
Pero objetó el farmacéutico ya que Dios conoce todas nuestras necesidades, ¿para qué puede servir la oración?
¡Cómo! dijo el eclesiástico , ¡la oración! ¿Luego usted no es cristiano?
¡Perdón! dijo Homais . Admiro el cristianismo. Primero liberó a los esclavos, introdujo en el mundo una moral...
¡No se trata de eso! Todos los textos...
¡Oh!, ¡oh!, en cuanto a los textos, abra la historia; se sabe que han sido falsificados por los jesuitas.
Entró Carlos, y, acercándose a la cama, corrió lentamente las coronas:
Emma tenía la cabeza inclinada sobre el hombro derecho. La comisura de su boca, que seguía abierta, hacía como un agujero negro en la parte baja de la cara; los dos pulgares permanecían doblados hacia la palma de las manos; una especie de polvo blanco le salpicaba las cejas, y sus ojos comenzaban a desaparecer en una palidez viscosa que semejaba una tela delgada, como si las arañas hubiesen tejido allí encima.
La sábana se hundía desde los senos hasta las rodillas, volviendo después a levantarse en la punta de los pies; y a Carlos le parecía que masas infinitas, que un peso enorme pesaba sobre ella.
El reloj de la iglesia dio las dos. Se oía el gran murmullo del río que corría en las tinieblas al pie de la terraza. El señor Bournisien de vez en cuando se sonaba ruidosamente y Homais hacía rechinar su pluma sobre el papel.
Vamos, mi buen amigo dijo , retírese, este espectáculo le desgarra.
Una vez que salió Carlos, el farmacéutico y el cura reanudaron sus discusiones.
¡Lea a Voltaire! decía uno ; lea a D'Holbach, lea la Enciclopedia.
Lea las Cartas de algunos judíos portugueses(l) decía el otro ; lea la Razón del cristianismo, por Nicolás, antiguo magistrado.
l. Obra del abate Antoine Guénée, publicada en l769, y en la que refuta los ataques de Voltaire contra la Biblia.
Se acaloraban, estaban rojos, hablaban a un tiempo, sin escucharse; Bournisien se escandalizaba de semejante audacia; Homais se maravillaba de semejante tontería; y no les faltaba mucho para insultarse cuando, de pronto, reapareció Carlos. Una fascinación le atraía. Subía continuamente la escalera.
Se ponía enfrente de Emma para verla mejor, y se perdía en esta contemplación, que ya no era dolorosa a fuerza de ser profunda.
Recordaba historias de catalepsia, los milagros del magnetismo, y se decía que, queriéndolo con fuerza, quizás llegara a resucitarla. Incluso una vez se inclinó hacia ella, y dijo muy bajo: «¡Emma! ¡Emma!» Su aliento, fuertemente impulsado, hizo temblar la llama de los cirios contra la pared.
Al amanecer llegó la señora Bovary madre; Carlos, al abrazarla, se desbordó de nuevo en llanto. Ella trató, como ya lo había hecho el farmacéutico, de hacerle algunas observaciones sobre los gastos del entierro. Carlos se excitó tanto que su madre se calló, a incluso le encargó que fuese inmediatamente a la ciudad para comprar lo que hacía falta.
Carlos se quedó solo toda la tarde: habían llevado a Berta a casa de la señora Homais; Felicidad seguía arriba, en la habitación, con la tía Lefrançois.
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
Por la tarde recibió visitas. Se levantaba, estrechaba las manos sin poder hablar, después se sentaban unos junto a los otros formando un gran semicírculo delante de la chimenea. Con la cabeza baja y las piernas cruzadas, balanceaba una de ellas dando un suspiro de vez en cuando.
Y todos se aburrían enormemente, pero nadie se decidía a marcharse.
Cuando Homais volvió a las nueve (no se veía más que a él en la plaza desde hacía dos días), venía cargado de una provisión de alcanfor, de benjuí y de hierbas aromáticas. Llevaba también un recipiente lleno de cloro para alejar los miasmas.
En aquel momento, la criada, la señora Lefrançois y la señora Bovary madre daban vueltas alrededor de Emma terminando de vestirla, y bajaron el largo velo rígido que le tapó hasta sus zapatos de raso.
Felicidad sollozaba:
¡Ah!, ¡mi pobre ama!, ¡mi pobre ama!
¡Mírela decía suspirando la mesonera , qué preciosa está todavía! Se diría que va a levantarse inmediatamente.
Después se inclinaron para ponerle la corona.
Hubo que levantarle un poco la cabeza, y entonces un chorro de líquido negro salió de su boca como un vómito.
¡Ah! ¡Dios mío!, ¡el vestido, tened cuidado! exclamó la señora Lefrançois . ¡Ayúdenos! le decía al farmacéutico . ¿Acaso tiene miedo?
¿Miedo yo? replicó encogiéndose de hombros . ¡Pues sí! ¡He visto a tantos en el Hospital cuando estudiaba farmacia! ¡Hacíamos ponche en el anfiteatro de las disecciones! La nada no espanta a un filósofo; a incluso, lo digo muchas veces, tengo la intención de legar mi cuerpo a los hospitales para que sirva después a la ciencia.
Al llegar el cura preguntó cómo estaba el señor, y a la respuesta del boticario, replicó.
¡El golpe, como comprende, está todavía muy reciente!
Entonces Homais le felicitó por no estar expuesto, como todo el mundo, a perder una compañía querida; de donde se siguió una discusión sobre el celibato de los sacerdotes.
Porque decía el farmacéutico ¡no es natural que un hombre se arregle sin mujeres!, se han visto crímenes...
Pero ¡caramba! exclamó el eclesiástico , ¿cómo quiere usted que un individuo casado sea capaz de guardar, por ejemplo, el secreto de la confesión?
Homais atacó la confesión, Bournisien la defendió, se extendió sobre las restituciones que hacía operar. Citó diferentes anécdotas de ladrones que de pronto se habían vuelto honrados, militares que habiéndose acercado al tribunal de la penitencia habían notado que se les caían las vendas de los ojos. Había en Friburgo un ministro...
Su compañero dormía. Después, como se ahogaba un poco en la atmósfera demasiado pesada de la habitación, abrió la ventana to cual despertó al farmacéutico.
Vamos, ¡un polvito de rapé! le dijo . Tómelo, le despabilará.
En algún lugar, a lo lejos, se oían unos alaridos ininterrumpidos.
¿Oye usted ladrar un perro? dijo el farmacéutico.
Se dice que olfatean a los muertos respondió . Es como las abejas: escapan de la colmena cuando muere una persona.
Homais no hizo ninguna observación sobre estos prejuicios, pues se había dormido.
El señor Bournisien, más robusto, continuó algún tiempo moviendo los labios muy despacio; después, insensiblemente, inclinó la cabeza, dejó caer su gordo libro negro y empezó a roncar.
Estaban uno enfrente del otro, con el vientre hacia fuera, la cara abotargada, el aire ceñudo, coincidiendo después de tanto desacuerdo en la misma debilidad humana; y no se movían más que el cadáver que estaba a su lado, que parecía dormir.
Cuando Carlos volvió a entrar, no los despertó. Era la última vez. Venía a decirle adiós.
Las hierbas aromáticas seguían humeando, y unos remolinos de vapor azulado se confundían en el borde de la ventana con la niebla que entraba.
Había algunas estrellas y la noche estaba templada.
La cera de los cirios caía en gruesas lágrimas sobre las sábanas. Carlos miraba cómo ardían, cansándose los ojos contra el resplandor de su llama amarilla.
Temblaban unos reflejos en el vestido de raso, blanco como un claro de luna. Emma desaparecía debajo, y a Carlos le parecía que, esparciéndose fuera de sí misma, se perdía confusamente en las cosas que la rodeaban, en el silencio, en la noche, en el viento que pasaba, en los olores húmedos que subían.
Después, de pronto, la veía en el jardín de Tostes, en el banco, junto al seto de espinos, en el umbral de su casa, en el patio de Les Bertaux. Seguía oyendo la risa de los chicos alegres que bailaban bajo los manzanos; la habitación estaba llena del perfume de su cabellera y su vestido le temblaba en los brazos con un chisporroteo; y era el mismo, aquel vestido.
Estuvo mucho tiempo así recordando todas las felicidades desaparecidas: su actitud, sus gestos, el timbre de su voz. Después de una desesperación venía otra, y siempre, inagotablemente, cómo las olas de una marea que se desborda.
Sintió una terrible curiosidad: despacio, con la punta de los dedos, palpitante, le levantó el velo. Pero lanzó un grito de horror que despertó a los que dormían. Lo llevaron abajo, a la sala.
Después vino Felicidad a decir que el señor quería un mechón de pelo de la señora.
¡Córtelo! replicó el boticario.
Y como ella no se atrevía, se adelantó él mismo, con las tijeras en la mano. Temblaba tanto, que picó la piel de las sienes en varios sitios. Por fin, venciendo la emoción, Homais dio dos o tres grandes tijeretazos al azar, lo cual dejó marcas blancas en aquella hermosa cabellera negra.
El farmacéutico y el cura volvieron a sumergirse en sus ocupaciones, no sin dormir de vez en cuando, de to cual se acusaban recíprocamente cada vez que volvían a despertar. Entonces el señor Bournisien rociaba la habitación con agua bendita y Homais echaba un poco de cloro en el suelo.
Felicidad había tenido la precaución de poner para ellos, sobre la cómoda, una botella de aguardiente, un queso y un gran bizcocho. Por eso el boticario, que no podía más, suspiró hacia las cuatro de la mañana:
¡La verdad es que de buena gana me tomaría algo!
El eclesiástico no se hizo rogar; salió para ir a decir misa, volvió, después comieron y bebieron, bromeando un poco, sin saber por qué, animados por esa alegría vaga que nos invade después de sesiones de tristeza; y a la última copa, el cura dijo al farmacéutico, dándole palmadas en el hombro:
¡Acabaremos por entendernos!
Abajo, en el vestíbulo, encontraron a los carpinteros que llegaban. Entonces Carlos, durante dos horas, tuvo que soportar el suplicio del martillo que resonaba sobre las tablas. Después la depositaron en su ataúd de roble que metieron en los otros dos; pero como el ataúd era demasiado ancho, hubo que rellenar los intersticios con la lana de un colchón. Por fin, una vez cepilladas, clavadas y soldadas las tres tapas, la expusieron delante de la puerta; se abrió de par en par la casa y empezó el desfile de los vecinos de Yonville.
Llegó el padre de Emma. Se desmayó en la plaza al ver el paño negro.
Y todos se aburrían enormemente, pero nadie se decidía a marcharse.
Cuando Homais volvió a las nueve (no se veía más que a él en la plaza desde hacía dos días), venía cargado de una provisión de alcanfor, de benjuí y de hierbas aromáticas. Llevaba también un recipiente lleno de cloro para alejar los miasmas.
En aquel momento, la criada, la señora Lefrançois y la señora Bovary madre daban vueltas alrededor de Emma terminando de vestirla, y bajaron el largo velo rígido que le tapó hasta sus zapatos de raso.
Felicidad sollozaba:
¡Ah!, ¡mi pobre ama!, ¡mi pobre ama!
¡Mírela decía suspirando la mesonera , qué preciosa está todavía! Se diría que va a levantarse inmediatamente.
Después se inclinaron para ponerle la corona.
Hubo que levantarle un poco la cabeza, y entonces un chorro de líquido negro salió de su boca como un vómito.
¡Ah! ¡Dios mío!, ¡el vestido, tened cuidado! exclamó la señora Lefrançois . ¡Ayúdenos! le decía al farmacéutico . ¿Acaso tiene miedo?
¿Miedo yo? replicó encogiéndose de hombros . ¡Pues sí! ¡He visto a tantos en el Hospital cuando estudiaba farmacia! ¡Hacíamos ponche en el anfiteatro de las disecciones! La nada no espanta a un filósofo; a incluso, lo digo muchas veces, tengo la intención de legar mi cuerpo a los hospitales para que sirva después a la ciencia.
Al llegar el cura preguntó cómo estaba el señor, y a la respuesta del boticario, replicó.
¡El golpe, como comprende, está todavía muy reciente!
Entonces Homais le felicitó por no estar expuesto, como todo el mundo, a perder una compañía querida; de donde se siguió una discusión sobre el celibato de los sacerdotes.
Porque decía el farmacéutico ¡no es natural que un hombre se arregle sin mujeres!, se han visto crímenes...
Pero ¡caramba! exclamó el eclesiástico , ¿cómo quiere usted que un individuo casado sea capaz de guardar, por ejemplo, el secreto de la confesión?
Homais atacó la confesión, Bournisien la defendió, se extendió sobre las restituciones que hacía operar. Citó diferentes anécdotas de ladrones que de pronto se habían vuelto honrados, militares que habiéndose acercado al tribunal de la penitencia habían notado que se les caían las vendas de los ojos. Había en Friburgo un ministro...
Su compañero dormía. Después, como se ahogaba un poco en la atmósfera demasiado pesada de la habitación, abrió la ventana to cual despertó al farmacéutico.
Vamos, ¡un polvito de rapé! le dijo . Tómelo, le despabilará.
En algún lugar, a lo lejos, se oían unos alaridos ininterrumpidos.
¿Oye usted ladrar un perro? dijo el farmacéutico.
Se dice que olfatean a los muertos respondió . Es como las abejas: escapan de la colmena cuando muere una persona.
Homais no hizo ninguna observación sobre estos prejuicios, pues se había dormido.
El señor Bournisien, más robusto, continuó algún tiempo moviendo los labios muy despacio; después, insensiblemente, inclinó la cabeza, dejó caer su gordo libro negro y empezó a roncar.
Estaban uno enfrente del otro, con el vientre hacia fuera, la cara abotargada, el aire ceñudo, coincidiendo después de tanto desacuerdo en la misma debilidad humana; y no se movían más que el cadáver que estaba a su lado, que parecía dormir.
Cuando Carlos volvió a entrar, no los despertó. Era la última vez. Venía a decirle adiós.
Las hierbas aromáticas seguían humeando, y unos remolinos de vapor azulado se confundían en el borde de la ventana con la niebla que entraba.
Había algunas estrellas y la noche estaba templada.
La cera de los cirios caía en gruesas lágrimas sobre las sábanas. Carlos miraba cómo ardían, cansándose los ojos contra el resplandor de su llama amarilla.
Temblaban unos reflejos en el vestido de raso, blanco como un claro de luna. Emma desaparecía debajo, y a Carlos le parecía que, esparciéndose fuera de sí misma, se perdía confusamente en las cosas que la rodeaban, en el silencio, en la noche, en el viento que pasaba, en los olores húmedos que subían.
Después, de pronto, la veía en el jardín de Tostes, en el banco, junto al seto de espinos, en el umbral de su casa, en el patio de Les Bertaux. Seguía oyendo la risa de los chicos alegres que bailaban bajo los manzanos; la habitación estaba llena del perfume de su cabellera y su vestido le temblaba en los brazos con un chisporroteo; y era el mismo, aquel vestido.
Estuvo mucho tiempo así recordando todas las felicidades desaparecidas: su actitud, sus gestos, el timbre de su voz. Después de una desesperación venía otra, y siempre, inagotablemente, cómo las olas de una marea que se desborda.
Sintió una terrible curiosidad: despacio, con la punta de los dedos, palpitante, le levantó el velo. Pero lanzó un grito de horror que despertó a los que dormían. Lo llevaron abajo, a la sala.
Después vino Felicidad a decir que el señor quería un mechón de pelo de la señora.
¡Córtelo! replicó el boticario.
Y como ella no se atrevía, se adelantó él mismo, con las tijeras en la mano. Temblaba tanto, que picó la piel de las sienes en varios sitios. Por fin, venciendo la emoción, Homais dio dos o tres grandes tijeretazos al azar, lo cual dejó marcas blancas en aquella hermosa cabellera negra.
El farmacéutico y el cura volvieron a sumergirse en sus ocupaciones, no sin dormir de vez en cuando, de to cual se acusaban recíprocamente cada vez que volvían a despertar. Entonces el señor Bournisien rociaba la habitación con agua bendita y Homais echaba un poco de cloro en el suelo.
Felicidad había tenido la precaución de poner para ellos, sobre la cómoda, una botella de aguardiente, un queso y un gran bizcocho. Por eso el boticario, que no podía más, suspiró hacia las cuatro de la mañana:
¡La verdad es que de buena gana me tomaría algo!
El eclesiástico no se hizo rogar; salió para ir a decir misa, volvió, después comieron y bebieron, bromeando un poco, sin saber por qué, animados por esa alegría vaga que nos invade después de sesiones de tristeza; y a la última copa, el cura dijo al farmacéutico, dándole palmadas en el hombro:
¡Acabaremos por entendernos!
Abajo, en el vestíbulo, encontraron a los carpinteros que llegaban. Entonces Carlos, durante dos horas, tuvo que soportar el suplicio del martillo que resonaba sobre las tablas. Después la depositaron en su ataúd de roble que metieron en los otros dos; pero como el ataúd era demasiado ancho, hubo que rellenar los intersticios con la lana de un colchón. Por fin, una vez cepilladas, clavadas y soldadas las tres tapas, la expusieron delante de la puerta; se abrió de par en par la casa y empezó el desfile de los vecinos de Yonville.
Llegó el padre de Emma. Se desmayó en la plaza al ver el paño negro.
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
CAPÍTULO X
No había recibido la carta del farmacéutico hasta treinta y seis horas después del acontecimiento; y en atención a su sensibilidad, el señor Homais la había redactado de tal manera que era imposible saber a qué atenerse.
El buen hombre cayó al principio como en un ataque de apoplejía. Después pensó que ella no había muerto. Pero podía estarlo... Por fin se puso la blusa, cogió el sombrero, sujetó una espuela a la bota y salió a galope tendido, y a todo to largo de la carretera el tío Rouault, jadeante, se consumía de angustia. Una vez, incluso, se vio obligado a bajar. Ya no veía, oía voces a su alrededor, tenía la sensación de volverse loco.
Se hizo de día. Vio tres gallinas negras que dormían en un árbol; se estremeció espantado por este presagio. Entonces prometió a la Santísima Virgen tres casullas para la iglesia y que iría descalzo desde el cementerio de Les Bertaux hasta la capilla de Vassonville.
Entró en Maromme llamando desde lejos a la gente de la posada, derribó la puerta de un empujón, dio un salto sobre el saco de avena, echó en el pesebre una botella de sidra dulce, volvió a montar en su caballo que sacaba chispas con sus cuatro herraduras.
Se decía a sí mismo que sin duda la salvarían; los médicos descubrirían un remedio, estaba seguro. Recordó todas las curaciones milagrosas que le habían contado.
Después se le apareció muerta. Estaba allí, tendida sobre la espalda, en medio de la carretera. Tiraba de las riendas y la alucinación desaparecía.
En Quincampoix, para animarse, tomó tres cafés uno detrás de otro.
Pensó que se habían equivocado de nombre al escribirle. Buscó la carta en el bolsillo, la palpó, pero no se atrevió a abrirla.
Llegó a suponer que quizás era una «broma», una venganza de alguien, una ocurrencia de algún juerguista, y, por otra parte, si su hija hubiera muerto ¿se sabría? ¡Pues no!, el campo no tenía nada de extraordinario: el cielo estaba azul, los árboles se balanceaban, pasó un rebaño de corderos. Vio el pueblo, le vieron galopar deprisa inclinado sobre el caballo, al que daba grandes latigazos y cuyas cinchas goteaban sangre.
Cuando volvió en sí, cayó envuelto en llanto en brazos de Bovary:
¡Mi hija! ¡Emma!, ¡mi niña!, ¡explíqueme!
Y Carlos respondió sollozando:
¡No sé, no sé!, ¡es una maldición!
El boticario los separó.
Estos horribles detalles son inútiles. Ya informaré al señor. Está llegando gente. Un poco de dignidad, ¡caramba!, un poco de resignación.
Bovary quiso parecer fuerte y repitió varias veces:
iSí!..., ¡valor!
Bueno exclamó el buen hombre , lo tendré, ¡rayos y truenos! Voy a acompañarla hasta el fin.
Doblaba la campana. Todo estaba dispuesto. Hubo que ponerse en marcha.
Y sentados en una silla del coro, uno al lado del otro, vieron pasar y volver a pasar delante de ellos continuamente a los tres chantres que salmodiaban. El serpentón soplaba a pleno pulmón. El señor Bournisien, revestido de ornamentos fúnebres, cantaba con voz aguda; se inclinaba ante el sagrario, elevaba las manos, extendía los brazos. Lestiboudis circulaba por la iglesia con su varilla de ballena; cerca del facistol reposaba el ataúd entre cuatro filas de cirios. A Carlos le daban ganas de levantarse para apagarlos.
Trataba, sin embargo, de animarse a la devoción, de elevarse en la esperanza de una vida futura en donde la volvería a ver. Imaginaba que ella había salido de viaje, muy lejos, desde hacía tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo y que todo había terminado, que la llevaban a la tierra, se apoderaba de él una rabia feroz, negra, desesperada. A veces creía no sentir nada más, y saboreaba este alivio de su dolor reprochándose al mismo tiempo ser un miserable.
Se oyó sobre las losas como el ruido seco de una barra de hierro que las golpeaba rítmicamente. Venía del fondo y se paró en seco en una nave lateral de la iglesia. Un hombre con gruesa chaqueta oscura se arrodilló penosamente. Era Hipólito, el mozo del «Lion de d'Or». Se había puesto su pierna nueva.
Uno de los chantres vino a dar la vuelta a la nave para hacer la colecta y las grandes monedas sonaban, unas detrás de otras, en la bandeja de plata.
¡Dense prisa! ¡Estoy que ya no puedo más! exclamó Bovary al tiempo que echaba encolerizado una moneda de cinco francos.
El eclesiástico le dio las gracias con una larga reverencia. Cantaban, se arrodillaban, se volvían a levantar, aquello no terminaba. Recordó que una vez, en los primeros tiempos de su matrimonio, habían asistido juntos a misa y se habían puesto en el otro lado, a la derecha, contra la pared. La campana empezó de nuevo, hubo un gran movimiento de sillas. Los portadores pasaron las tres varas bajo el féretro y salieron de la iglesia.
Entonces apareció Justino en el umbral de la farmacia. De pronto se volvió a meter dentro, pálido, vacilante.
La gente se asomaba a las ventanas para ver pasar el cortejo. Carlos, en cabeza, iba muy erguido. Parecía sereno y saludaba con un gesto a los que, saliendo de las callejuelas o de las puertas, se incorporaban a la muchedumbre.
Los seis hombres, tres de cada lado, caminaban a paso corto y algo jadeantes. Los sacerdotes, los chantres y los dos niños de coro recitaban el De profundis, y sus voces se esparcían por el campo subiendo y bajando con ondulaciones. A veces desaparecían en los recodos del sendero, pero la gran cruz de plata seguía irguiéndose entre los árboles.
Seguían las mujeres, tapadas con negros mantones con la capucha bajada; llevaban en la mano un gran cirio ardiendo, y Carlos se sentía desfallecer en aquella continua repetición de oraciones y de antorchas bajo esos olores empalagosos de cera y de sotana. Soplaba una brisa fresca, verdeaban los centenos y las colzas, unas gotitas de rocío temblaban al borde del camino sobre los setos de espinos. Toda suerte de ruidos alegres llenaba el horizonte: el crujido lejano de una carreta a lo largo de las roderas, el grito de un gallo que se repetía o el galope de un potro que se veía desaparecer bajo los manzanos. El cielo claro estaba salpicado de nubes rosadas; la luz azulada de las velas refejaba sobre las chozas cubiertas de lirios; Carlos, al pasar, reconocía los corrales. Se acordaba de mañanas como ésta, en que, después de haber visitado a un enfermo, salía de la casa y volvía hacia Emma.
El paño negro, sembrado de lentejuelas blancas, se levantaba de vez en cuando descubriendo el féretro. Los portadores, cansados, acortaban el paso, y el féretro avanzaba en continuas sacudidas, cabeceando como una chalupa a merced de las olas.
Llegaron al cementerio.
Los portadores siguieron hasta el fondo, a un lugar en el césped donde estaba cavada la fosa.
Formaron círculo en torno a ella; y mientras que el sacerdote hablaba, la tierra roja, echada sobre los bordes, corría por las esquinas, sin ruido, continuamente.
Después, una vez dispuestas las cuatro cuerdas, empujaron el féretro encima.
Él la vio bajar, bajar lentamente.
Por fin se oyó un choque, las cuerdas volvieron a subir chirriando. Entonces el señor Bournisien tomó la pala que le ofrecía Lestiboudis; con su mano izquierda echó con fuerza una gran paletada de tierra, mientras que con la derecha aspergía la sepultura; y la madera del ataúd, golpeada por los guijarros, hizo ese ruido formidable que nos parece ser el de la resonancia de la eternidad.
El eclesiástico pasó el hisopo a su vecino. Era el señor Homais. Lo sacudió gravemente, y se lo pasó a su vez a Carlos, quien se hundió hasta las rodillas en tierra, y la echaba a puñados mientras exclamaba: «Adiós.» Le enviaba besos; se arrastraba hacia la fosa para sepultarse con ella.
Se lo llevaron; y no tardó en apaciguarse, experimentando quizás, como todos los demás, la vaga satisfacción de haber terminado.
El tío Rouault, al volver, se puso tranquilamente a fumar una pipa, lo cual Homais, en su fuero interno, juzgó poco adecuado. Observó igualmente que el señor Binet se había abstenido de aparecer, que Tuvache se «había largado» después de la misa, y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje azul, «como si no se pudiera encontrar un traje negro, ya que es la costumbre, ¡qué diablo!». Y para comunicar sus observaciones, iba de corro en corro. Todos lamentaban la muerte de Emma, y sobre todo Lheureux, que no había faltado al entierro.
¡Pobre señora!, ¡qué dolor para su marido!
El boticario decía:
Sepan ustedes que, si no fuera por mí, podría haber atentado contra su propia vida.
¡Una persona tan buena! ¡Y decir que todavía la vi el sábado pasado en mi tienda!
No he tenido tiempo dijo Homais de preparar unas palabras que hubiera pronunciado sobre su tumba.
De regreso, en casa, Carlos se cambió de ropa, y el tío Rouault volvió a ponerse la blusa azul. Estaba nueva, y como durante el viaje se había secado muchas veces los ojos con las mangas, había desteñido en su cara; y la huella de las lágrimas hacía unas líneas en la capa de polvo que la ensuciaba.
La señora Bovary madre estaba con ellos. Los tres estaban callados. Por fin, el buen hombre suspiró.
¿Se acuerda, amigo mío, que fui a Tostes una vez, cuando usted acababa de perder a su primera difunta? En aquel tiempo le consolaba. Encontraba algo que decirle; pero ahora...
Después, con un largo gemido que le levantó todo el pecho:
¡Ah!, para mí se acabó todo. ¡Ya ve usted! He visto morir a mi mujer..., después a mi hijo..., y ahora, hoy, a mi hija.
Quiso volverse enseguida a Les Bertaux diciendo que no podría dormir en aquella casa. Ni siquiera quiso ver a su nieta.
¡No!, ¡no!, sería una despedida demasiado dolorosa. Pero le dará muchos besos. ¡Adiós!, ¡usted es un buen muchacho! Y, además, jamás olvidaré esto dijo golpeándose el muslo ; no se preocupe, seguirá recibiendo su pavo.
Pero cuando llegó al alto de la cuesta volvió su mirada como antaño la había vuelto en el camino de San Víctor, al separarse de ella. Las ventanas del pueblo estaban todas resplandecientes bajo los rayos oblicuos del sol que se ponía en la pradera. Se puso la mano ante los ojos y percibió en el horizonte un cercado de tapias donde había unos bosquecillos de árboles negros diseminados entre piedras blancas, después continuó su camino a trote corto, pues su caballo cojeaba.
Aquella noche Carlos y su madre, a pesar del cansancio, se quedaron mucho tiempo hablando juntos. Hablaron de los días pasados y del porvenir. Ella vendría a vivir a Yonville, regiría la casa, ya no se separarían. Estuvo hábil y cariñosa, alegrándose interiormente de recuperar un afecto que se le escapaba desde hacía tantos años. Dieron las doce. El pueblo, como de costumbre, estaba en silencio, y Carlos, despierto, seguía pensando en ella.
Rodolfo, que para distraerse había pateado el bosque todo el día, dormía tranquilamente en su castillo, y León, allá lejos, dormía igualmente.
Había otro que a aquella hora no dormía.
Sobre la fosa, entre los abetos, un muchacho lloraba arrodillado, y su pecho, deshecho en sollozos, jadeaba en la sombra bajo el agobio de una pena inmensa más dulce que la luna y más insondable
No había recibido la carta del farmacéutico hasta treinta y seis horas después del acontecimiento; y en atención a su sensibilidad, el señor Homais la había redactado de tal manera que era imposible saber a qué atenerse.
El buen hombre cayó al principio como en un ataque de apoplejía. Después pensó que ella no había muerto. Pero podía estarlo... Por fin se puso la blusa, cogió el sombrero, sujetó una espuela a la bota y salió a galope tendido, y a todo to largo de la carretera el tío Rouault, jadeante, se consumía de angustia. Una vez, incluso, se vio obligado a bajar. Ya no veía, oía voces a su alrededor, tenía la sensación de volverse loco.
Se hizo de día. Vio tres gallinas negras que dormían en un árbol; se estremeció espantado por este presagio. Entonces prometió a la Santísima Virgen tres casullas para la iglesia y que iría descalzo desde el cementerio de Les Bertaux hasta la capilla de Vassonville.
Entró en Maromme llamando desde lejos a la gente de la posada, derribó la puerta de un empujón, dio un salto sobre el saco de avena, echó en el pesebre una botella de sidra dulce, volvió a montar en su caballo que sacaba chispas con sus cuatro herraduras.
Se decía a sí mismo que sin duda la salvarían; los médicos descubrirían un remedio, estaba seguro. Recordó todas las curaciones milagrosas que le habían contado.
Después se le apareció muerta. Estaba allí, tendida sobre la espalda, en medio de la carretera. Tiraba de las riendas y la alucinación desaparecía.
En Quincampoix, para animarse, tomó tres cafés uno detrás de otro.
Pensó que se habían equivocado de nombre al escribirle. Buscó la carta en el bolsillo, la palpó, pero no se atrevió a abrirla.
Llegó a suponer que quizás era una «broma», una venganza de alguien, una ocurrencia de algún juerguista, y, por otra parte, si su hija hubiera muerto ¿se sabría? ¡Pues no!, el campo no tenía nada de extraordinario: el cielo estaba azul, los árboles se balanceaban, pasó un rebaño de corderos. Vio el pueblo, le vieron galopar deprisa inclinado sobre el caballo, al que daba grandes latigazos y cuyas cinchas goteaban sangre.
Cuando volvió en sí, cayó envuelto en llanto en brazos de Bovary:
¡Mi hija! ¡Emma!, ¡mi niña!, ¡explíqueme!
Y Carlos respondió sollozando:
¡No sé, no sé!, ¡es una maldición!
El boticario los separó.
Estos horribles detalles son inútiles. Ya informaré al señor. Está llegando gente. Un poco de dignidad, ¡caramba!, un poco de resignación.
Bovary quiso parecer fuerte y repitió varias veces:
iSí!..., ¡valor!
Bueno exclamó el buen hombre , lo tendré, ¡rayos y truenos! Voy a acompañarla hasta el fin.
Doblaba la campana. Todo estaba dispuesto. Hubo que ponerse en marcha.
Y sentados en una silla del coro, uno al lado del otro, vieron pasar y volver a pasar delante de ellos continuamente a los tres chantres que salmodiaban. El serpentón soplaba a pleno pulmón. El señor Bournisien, revestido de ornamentos fúnebres, cantaba con voz aguda; se inclinaba ante el sagrario, elevaba las manos, extendía los brazos. Lestiboudis circulaba por la iglesia con su varilla de ballena; cerca del facistol reposaba el ataúd entre cuatro filas de cirios. A Carlos le daban ganas de levantarse para apagarlos.
Trataba, sin embargo, de animarse a la devoción, de elevarse en la esperanza de una vida futura en donde la volvería a ver. Imaginaba que ella había salido de viaje, muy lejos, desde hacía tiempo. Pero cuando pensaba que estaba allí abajo y que todo había terminado, que la llevaban a la tierra, se apoderaba de él una rabia feroz, negra, desesperada. A veces creía no sentir nada más, y saboreaba este alivio de su dolor reprochándose al mismo tiempo ser un miserable.
Se oyó sobre las losas como el ruido seco de una barra de hierro que las golpeaba rítmicamente. Venía del fondo y se paró en seco en una nave lateral de la iglesia. Un hombre con gruesa chaqueta oscura se arrodilló penosamente. Era Hipólito, el mozo del «Lion de d'Or». Se había puesto su pierna nueva.
Uno de los chantres vino a dar la vuelta a la nave para hacer la colecta y las grandes monedas sonaban, unas detrás de otras, en la bandeja de plata.
¡Dense prisa! ¡Estoy que ya no puedo más! exclamó Bovary al tiempo que echaba encolerizado una moneda de cinco francos.
El eclesiástico le dio las gracias con una larga reverencia. Cantaban, se arrodillaban, se volvían a levantar, aquello no terminaba. Recordó que una vez, en los primeros tiempos de su matrimonio, habían asistido juntos a misa y se habían puesto en el otro lado, a la derecha, contra la pared. La campana empezó de nuevo, hubo un gran movimiento de sillas. Los portadores pasaron las tres varas bajo el féretro y salieron de la iglesia.
Entonces apareció Justino en el umbral de la farmacia. De pronto se volvió a meter dentro, pálido, vacilante.
La gente se asomaba a las ventanas para ver pasar el cortejo. Carlos, en cabeza, iba muy erguido. Parecía sereno y saludaba con un gesto a los que, saliendo de las callejuelas o de las puertas, se incorporaban a la muchedumbre.
Los seis hombres, tres de cada lado, caminaban a paso corto y algo jadeantes. Los sacerdotes, los chantres y los dos niños de coro recitaban el De profundis, y sus voces se esparcían por el campo subiendo y bajando con ondulaciones. A veces desaparecían en los recodos del sendero, pero la gran cruz de plata seguía irguiéndose entre los árboles.
Seguían las mujeres, tapadas con negros mantones con la capucha bajada; llevaban en la mano un gran cirio ardiendo, y Carlos se sentía desfallecer en aquella continua repetición de oraciones y de antorchas bajo esos olores empalagosos de cera y de sotana. Soplaba una brisa fresca, verdeaban los centenos y las colzas, unas gotitas de rocío temblaban al borde del camino sobre los setos de espinos. Toda suerte de ruidos alegres llenaba el horizonte: el crujido lejano de una carreta a lo largo de las roderas, el grito de un gallo que se repetía o el galope de un potro que se veía desaparecer bajo los manzanos. El cielo claro estaba salpicado de nubes rosadas; la luz azulada de las velas refejaba sobre las chozas cubiertas de lirios; Carlos, al pasar, reconocía los corrales. Se acordaba de mañanas como ésta, en que, después de haber visitado a un enfermo, salía de la casa y volvía hacia Emma.
El paño negro, sembrado de lentejuelas blancas, se levantaba de vez en cuando descubriendo el féretro. Los portadores, cansados, acortaban el paso, y el féretro avanzaba en continuas sacudidas, cabeceando como una chalupa a merced de las olas.
Llegaron al cementerio.
Los portadores siguieron hasta el fondo, a un lugar en el césped donde estaba cavada la fosa.
Formaron círculo en torno a ella; y mientras que el sacerdote hablaba, la tierra roja, echada sobre los bordes, corría por las esquinas, sin ruido, continuamente.
Después, una vez dispuestas las cuatro cuerdas, empujaron el féretro encima.
Él la vio bajar, bajar lentamente.
Por fin se oyó un choque, las cuerdas volvieron a subir chirriando. Entonces el señor Bournisien tomó la pala que le ofrecía Lestiboudis; con su mano izquierda echó con fuerza una gran paletada de tierra, mientras que con la derecha aspergía la sepultura; y la madera del ataúd, golpeada por los guijarros, hizo ese ruido formidable que nos parece ser el de la resonancia de la eternidad.
El eclesiástico pasó el hisopo a su vecino. Era el señor Homais. Lo sacudió gravemente, y se lo pasó a su vez a Carlos, quien se hundió hasta las rodillas en tierra, y la echaba a puñados mientras exclamaba: «Adiós.» Le enviaba besos; se arrastraba hacia la fosa para sepultarse con ella.
Se lo llevaron; y no tardó en apaciguarse, experimentando quizás, como todos los demás, la vaga satisfacción de haber terminado.
El tío Rouault, al volver, se puso tranquilamente a fumar una pipa, lo cual Homais, en su fuero interno, juzgó poco adecuado. Observó igualmente que el señor Binet se había abstenido de aparecer, que Tuvache se «había largado» después de la misa, y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje azul, «como si no se pudiera encontrar un traje negro, ya que es la costumbre, ¡qué diablo!». Y para comunicar sus observaciones, iba de corro en corro. Todos lamentaban la muerte de Emma, y sobre todo Lheureux, que no había faltado al entierro.
¡Pobre señora!, ¡qué dolor para su marido!
El boticario decía:
Sepan ustedes que, si no fuera por mí, podría haber atentado contra su propia vida.
¡Una persona tan buena! ¡Y decir que todavía la vi el sábado pasado en mi tienda!
No he tenido tiempo dijo Homais de preparar unas palabras que hubiera pronunciado sobre su tumba.
De regreso, en casa, Carlos se cambió de ropa, y el tío Rouault volvió a ponerse la blusa azul. Estaba nueva, y como durante el viaje se había secado muchas veces los ojos con las mangas, había desteñido en su cara; y la huella de las lágrimas hacía unas líneas en la capa de polvo que la ensuciaba.
La señora Bovary madre estaba con ellos. Los tres estaban callados. Por fin, el buen hombre suspiró.
¿Se acuerda, amigo mío, que fui a Tostes una vez, cuando usted acababa de perder a su primera difunta? En aquel tiempo le consolaba. Encontraba algo que decirle; pero ahora...
Después, con un largo gemido que le levantó todo el pecho:
¡Ah!, para mí se acabó todo. ¡Ya ve usted! He visto morir a mi mujer..., después a mi hijo..., y ahora, hoy, a mi hija.
Quiso volverse enseguida a Les Bertaux diciendo que no podría dormir en aquella casa. Ni siquiera quiso ver a su nieta.
¡No!, ¡no!, sería una despedida demasiado dolorosa. Pero le dará muchos besos. ¡Adiós!, ¡usted es un buen muchacho! Y, además, jamás olvidaré esto dijo golpeándose el muslo ; no se preocupe, seguirá recibiendo su pavo.
Pero cuando llegó al alto de la cuesta volvió su mirada como antaño la había vuelto en el camino de San Víctor, al separarse de ella. Las ventanas del pueblo estaban todas resplandecientes bajo los rayos oblicuos del sol que se ponía en la pradera. Se puso la mano ante los ojos y percibió en el horizonte un cercado de tapias donde había unos bosquecillos de árboles negros diseminados entre piedras blancas, después continuó su camino a trote corto, pues su caballo cojeaba.
Aquella noche Carlos y su madre, a pesar del cansancio, se quedaron mucho tiempo hablando juntos. Hablaron de los días pasados y del porvenir. Ella vendría a vivir a Yonville, regiría la casa, ya no se separarían. Estuvo hábil y cariñosa, alegrándose interiormente de recuperar un afecto que se le escapaba desde hacía tantos años. Dieron las doce. El pueblo, como de costumbre, estaba en silencio, y Carlos, despierto, seguía pensando en ella.
Rodolfo, que para distraerse había pateado el bosque todo el día, dormía tranquilamente en su castillo, y León, allá lejos, dormía igualmente.
Había otro que a aquella hora no dormía.
Sobre la fosa, entre los abetos, un muchacho lloraba arrodillado, y su pecho, deshecho en sollozos, jadeaba en la sombra bajo el agobio de una pena inmensa más dulce que la luna y más insondable
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
que la noche. De pronto crujió la verja. Era Lestiboudis; venía a buscar su azadón que había olvidado poco antes. Reconoció a Justino que escalaba la tapia, y entonces supo a qué atenerse sobre el sinvergüenza que le robaba las patatas.
Re: MADAME BOVARY DE GUSTAVE FLAUBERT
CAPTULO XI
A día siguiente, Carlos mandó que le trajeran a la niña. La niña le preguntó por su mamá. Le dijeron que estaba ausente, que le traería juguetes. Berta volvió a hablar de ella varias veces; después, con el tiempo, se fue olvidando. La alegría de esta niña desconsolaba a Bovary, quien, además, tenía que soportar los intolerables consuelos del farmacéutico.
Pronto volvieron los problemas de dinero, pues el señor Lheureux azuzó de nuevo a su amigo Vinçart, y Carlos se empeñó en sumas exorbitantes; porque jamás quiso dar permiso para vender el menor de los objetos que le había pertenecido. Su madre se desesperó por esto. Carlos se indignó más que ella. Había cambiado por completo. La madre abandonó la casa.
Entonces todo el mundo empezó a aprovecharse. La señorita Lempereur reclamó seis meses de lecciones, aunque Emma jamás había tomado ni una sola, a pesar de aquella factura pagada que había mostrado a Bovary: era un acuerdo entre ellas dos; el que alquilaba libros reclamó tres años de suscripción; la tía Rolet reclamó el porte de una veintena de cartas, y como Carlos pedía explicaciones, ella tuvo que decirle:
¡Ah!, ¡yo no sé nada!, eran cosas suyas.
A cada deuda que pagaba, Carlos creía haber terminado, pero continuamente aparecían otras.
Reclamó a sus pacientes el pago de visitas atrasadas. Le enseñaron las cartas que su mujer había enviado. Entonces hubo que pedir disculpas.
Felicidad llevaba ahora los vestidos de la señora; no todos, pues Carlos había guardado algunos, a iba a verlos a su tocador, donde se encerraba; ambas eran más o menos de la misma estatura; a menudo, Carlos, viéndola por detrás, era presa de una ilusión y exclamaba:
¡Oh!, ¡quédate!, ¡quédate!
Pero por Pentecostés, Felicidad desapareció de Yonville, raptada por Teodoro, y llevándose todo lo que quedaba del guardarropa.
Fue por entonces cuando la señora viuda Dupuis tuvo el honor de participarle «el casamiento del señor León Dupuis, notario de Yvetot, con la señorita Leocadia Leboeuf, de Bondeville». En la felicitación que le envió Carlos escribió esta frase:
«¡Cuánto se habría alegrado mi pobre mujer!»
Un día en que, deambulando por casa sin ningún objeto, había subido al desván, notó bajo su pantufla una bolita de papel fino. Abrió y leyó: «¡Ánimo, Emma!, ¡ánimo! No quiero hacer la desgracia de su existencia.» Era la carta de Rodolfo, caída al suelo entre cajas, que había quedado allí y que el viento de la buhardilla acababa de empujar hacia la puerta. Y Carlos se quedó inmóvil y con la boca abierta en el mismo sitio en que antes, aun más pálida que él, Emma, desesperada, había querido morir. Por fin, descubrió una R pequeña al final de la segunda página. ¿Qué era esto? Recordó las asiduidades de Rodolfo, su desaparición repentina y el aire forzado que había mostrado al volver a verla después dos o tres veces. Pero el tono respetuoso de la carta le ilusionó.
«Quizás se han amado platónicamente se dijo.»
Además, Carlos no era de esos que penetran hasta el fondo de las cosas; retrocedió ante las pruebas, y sus celos inciertos se perdieron en la inmensidad de su pena.
Han debido de adorarla, pensó. Todos los hombres, sin duda alguna, la desearon. Le pareció por esto más hermosa; y concibió un deseo permanente, furioso, que inflamaba su desesperación y que no tenía límites, porque ahora era irrealizable.
Para agradarle, como si siguiese viviendo, adoptó sus predilecciones, sus ideas; se compró unas botas de charol, empezó a ponerse corbatas blancas. Ponía cosmético en sus bigotes, firmó como ella pagarés. Emma lo corrompía desde el otro lado de la tumba.
Tuvo que vender la cubertería de plata pieza a pieza, después vendió los muebles del salón. Todas las habitaciones se desamueblaron; pero su habitación, la de Emma, quedó como antaño. Después de la cena, Carlos subía allí. Empujaba hacia la chimenea la mesa redonda y acercaba su sillón. Se sentaba enfrente. Ardía una vela en uno de los candelabros dorados. Berta, al lado de su padre, coloreaba imágenes.
El pobre hombre sufría al verla mal vestida, con sus botas sin cordones y la sisa de sus blusas rota hasta las caderas, pues la asistenta apenas se preocupaba de ella. Pero la niña era tan dulce, tan simpática, y su cabecita se inclinaba tan graciosamente dejando caer sobre sus mejillas rosadas su abundante cabellera rubia, que un deleite infinito le invadía, placer todo mezclado de amargura como esos vinos mal elaborados que huelen a resina. Carlos le arreglaba sus juguetes, le hacía muñecos de cartón o recosía el vientre roto de sus muñecas. Y cuando sus ojos tropezaban con la caja de la costura, con una cinta que arrastraba o incluso con un alfiler que había quedado en una ranura de la mesa, se quedaba pensativo, y parecía tan triste, que la niña se entristecía con él.
Ahora nadie venía a verlos, pues Justino se había fugado a Rouen, donde se empleó en una tienda de ultramarinos, y los hijos del boticario visitaban cada vez menos a la niña, sin que el señor Homais se preocupase, teniendo en cuenta la diferencia de sus condiciones sociales, por prolongar la intimidad.
El ciego, a quien no había podido curar con su pomada, había vuelto a la cuesta del Bois Guillaume, donde contaba a los viajeros el vano intento del farmacéutico, a tal punto que Homais, cuando iba a la ciudad, se escondía detrás de las cortinas de «La Golondrina» para evitar encontrarle. Lo detestaba, y por interés de su propia reputación, queriendo deshacerse de él a todo trance, puso en marcha un plan secreto, que revelaba la profundidad de su inteligencia y la perfidia de su vanidad. Durante seis meses consecutivos se pudo leer en el Fanal de Rouen sueltos de este género:
«Todas las personas que se dirigen hacia las fértiles tierras de la Picardía habrán observado sin duda, en la cuesta del Bois Guillaume, a un desgraciado afectado de una horrible llaga en la cara. Importuna, acosa y hasta cobra un verdadero impuesto a los viajeros. ¿Acaso estamos todavía en aquellos monstruosos tiempos de la Edad Media, en los que se permitía a los vagabundos exhibir por nuestras plazas públicas la lepra y las escrófulas que habían traído de la cruzada?»
O bien:
«A pesar de las leyes contra el vagabundeo, las proximidades de nuestras grandes ciudades continúan infestadas de bandas de mendigos. Algunos circulan aisladamente y, quizás, no son los menos peligrosos. ¿En qué piensan nuestros ediles?»
Después Homais inventaba anécdotas:
«Ayer, en la cuesta del Bois Guillaume, un caballo espantadizo...» Y seguía el relato de un accidente ocasionado por la presencia del ciego. La campaña resultó tan bien que encarcelaron al ciego. Pero lo soltaron. Volvió a empezar, y Homais también recomenzó. Era una lucha. Venció Homais, pues su enemigo fue condenado a una reclusión perpetua en un asilo.
Este éxito lo envalentonó, y desde entonces no hubo en el distrito un perro aplastado, un granero incendiado, una mujer golpeada, de lo que no diese inmediato conocimiento al público, siempre guiándose por el amor al progreso y el odio a los sacerdotes. Establecía comparaciones entre las escuelas primarias y los hermanos de San Juan de Dios, en detrimento de estos últimos, recordaba la noche de San Bartolomé a propósito de una asignación de cien francos hecha a la iglesia, y denunciaba abusos, tenía salidas de tono. Era su estilo. Homais minaba; se hacía peligroso.
Sin embargo, se ahogaba en los estrechos límites del periodismo, y pronto sintió necesidad del libro, de la obra literaria. Entonces compuso una Estadística general del cantón de Yonville, seguida de observaciones climatológicas; y la estadística le llevó a la filosofía. Se preocupó de las grandes cuestiones: problema social, moralización de las clases pobres, piscicultura, caucho, ferrocarriles, etc. Llegó a avergonzarse de ser burgués. Se daba aires de artista, fumaba. Se compró dos estatuitas chic Pompadour para decorar su salón.
No salía de la farmacia; al contrario, se mantenía al corriente de los descubrimientos. Seguía el gran movimiento de los chocolates. Fue el primero que trajo al Sena Inferior cho ca y revalencia. Se entusiasmó por las cadenas hidroeléctricas Pulvermacher(l); él mismo llevaba una, y por la noche, cuando se quitaba su chaleco de franela, la señora Homais quedaba totalmente deslumbrada ante la dorada espiral bajo la cual desaparecía su marido y sentía redoblar sus ardores por aquel hombre más amarrado que un escita y deslumbrante como un mago.
l. Era una cadena de cobre y zinc inventada por Pulvermaches, cuyo principio era la utilización de la pila de Volta para fines médicos.
Tuvo bellas ideas a propósito de la tumba de Emma. Primeramente propuso una columna truncada con un ropaje, después una pirámide, después un templo de Vesta, una especie de rotonda..., o bien «un montón de ruinas». Y en todos los proyectos, Homais se aferraba a la idea del sauce llorón, al que consideraba como símbolo obligado de la tristeza.
Carlos y él hicieron juntos un viaje a Rouen para ver sepulturas en un taller de marmolista, acompañados de un artista pintor, un tal Vaufrylard, amigo de Bridoux, y que pasó todo el tiempo contando chistes. Por fin, después de examinar un centenar de dibujos, pedir presupuesto y de hacer un segundo viaje a Rouen, Carlos se decidió por un mausoleo que debía llevar sobre sus dos caras principales «un genio sosteniendo una antorcha apagada».
En cuanto a la inscripción, Homais no encontraba nada tan bonito como: Sta, Viator(2), y no pasaba de ahí; se devanaba los sesos, repetía continuamente: Sta, Viator... Por fin, descubrió: amabilem conjugem calcas!; que fue adoptada.
2. Sta, Viator: amabilem conjugem calcas: Detente, viajero: estás pisando a una amante esposa.
Una cosa extraña es que Bovary, sin dejar de pensar en Emma continuamente, la olvidaba; y se desesperaba al sentir que esta imagen se le escapaba de la memoria en medio de los esfuerzos que hacía para retenerla. Cada noche, sin embargo, soñaba con ella; era siempre el mismo sueño: se acercaba a ella, pero cuando iba a abrazarla, se le caía deshecha en podredumbre entre sus brazos.
Lo vieron durante una semana entrar por la tarde en la iglesia. El señor Bournisien le hizo incluso dos o tres visitas, después lo abandonó. Por otra parte, el cura volvía a la intolerancia, al fanatismo, decía Homais; anatematizaba el espíritu del siglo, y no se olvidaba, cada quince días, en el sermón, de contar la agonía de Voltaire, el cual murió devorando sus excrementos, como sabe todo el mundo.
A pesar de la estrechez en que vivía Bovary, estaba lejos de poder amortizar sus antiguas deudas. Lheureux se negó a renovar ningún pagaré. El embargo se hizo inminente. Entonces recurrió a su madre, que consintió en dejarle hipotecar sus bienes, pero haciendo muchos reproches a Emma, y le pidió, en correspondencia a su sacrificio, un chal salvado de las devastaciones de Felicidad. Carlos se lo negó. Se enfadaron.
La madre dio los primeros pasos para la reconciliación proponiéndole llevarse consigo a la niña, que le ayudaría en la casa. Carlos aceptó. Pero en el momento de partir no tuvo fuerzas para dejarla. Entonces fue la ruptura definitiva, completa.
A medida que sus amistades desaparecían, se estrechaban más los lazos de amor con su hija. Sin embargo, la niña le preocupaba, pues a veces tosía y tenía placas rojas en los pómulos.
Frente a él se mostraba, floreciente y risueña, la familia del farmacéutico, a la que todo sonreía en la vida. Napoleón ayudaba a su padre en el laboratorio, Atalía le bordaba un gorro griego, Irma recortaba redondeles de papel para tapar las confituras, y Franklin recitaba de un tirón la tabla de Pitágoras. Era el más feliz de los padres, el más afortunado de los hombres.
¡Error!, una ambición sorda le roía: Homais deseaba la cruz(3). No le faltaban títulos, se decía:
Primero, haberse destacado por una entrega sin límites cuando el cólera. Segundo, haber publicado y por mi cuenta diferentes obras de utilidad pública, tales como... (y recordaba su memoria titulada De la sidra, de su fabricación y de sus efectos además, observaciones sobre el pulgón lamígero, enviadas a la Academia; su volumen de estadística y hasta su tesis de farmacéutico); sin contar que soy miembro de varias sociedades científicas (lo era de una sola).
3 La cruz de la Legión de Honor Orden nacional creada por Napoleón en l802 para premiar los servicios civiles y militares prestados a la nación.
¡Por fin exclamaba haciendo una pirueta , aunque sólo fuera por haberme distinguido en los incendios!
Entonces Homais se inclinó hacia el poder. Hizo secretamente al señor prefecto varios servicios en las elecciones. Finalmente, se vendió, se prostituyó. Incluso dirigió al soberano una petición en que le suplicaba que le hiciera justicia; le llamaba nuestro buen rey y lo comparaba a Enrique IV.
Y cada mañana el boticario se precipitaba sobre el periódico para descubrir en él su nombramiento, pero éste no aparecía. Por fin, no aguantando más, hizo dibujar en su jardín un césped figurando la estrella del honor, con dos pequeños rodetes de hierba que partían de la cima para imitar la cinta. Se paseaba alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la ineptitud del gobierno y la ingratitud de los hombres.
Por respeto, o por una especie de sensualidad que le hacía proceder con lentitud en sus investigaciones, Carlos no había abierto todavía el compartimento secreto de un despacho de palisandro que Emma utilizaba habitualmente. Pero un día se sentó delante, giró la llave y pulsó el muelle. Todas las cartas de León estaban allí. ¡Ya no había duda esta vez! Devoró hasta la última, buscó por todos los rincones, en todos los muebles, por todos los cajones, detrás de las paredes, sollozando, gritando, perdido, loco. Descubrió una caja, la deshizo de una patada. El retrato de Rodolfo le saltó en plena cara, en medio de las cartas de amor revueltas.
La gente se extrañó de su desánimo. Ya no salía, no recibía a nadie, incluso se negaba a visitar a sus enfermos. Entonces pensaron que se encerraba para beber.
Pero a veces algún curioso se subía por encima del seto de la huerta y veía con estupefacción a aquel hombre de barba larga, suciamente vestido, huraño y llorando fuertemente mientras paseaba solo.
Por la tarde, en verano, tomaba consigo a su hijita y la llevaba al cementerio. Regresaban de noche cerrada, cuando no quedaba en la plaza más luz que la de la buhardilla de Binet.
Sin embargo, la voluptuosidad de su dolor era incompleta porque no tenía alrededor de él a nadie con quien compartirla; y hacía visitas a la tía Lefrançois para poder hablar de ella. Pero la posadera le escuchaba a medias, pues, como él, estaba apenada, ya que el señor Lheureux acababa de abrir las «Favorites du Commerce», a Hivert, que gozaba de gran reputación como recadero, exigía un aumento de sueldo y amenazaba con pasarse ua la competencia». Un día en que Carlos había ido a la feria de Argueil para vender su caballo, su último recurso, encontró a Rodolfo.
Al verse palidecieron. Rodolfo, que sólo había enviado su tarjeta, balbució primeramente algunas excusas, después se animó a incluso llegó al descaro (hacía mucho calor, era el mes de agosto) de invitarle a tomar una botella de cerveza en la taberna.
Sentado frente a él, masticaba su cigarro sin dejar de charlar, y Carlos se perdía en ensoñaciones ante aquella cara que ella había amado. Le parecía volver a ver algo de ella. Era una maravilla. Habría querido ser aquel hombre.
El otro continuaba hablando de cultivos, ganado, abonos, tapando con frases banales todos los intersticios por donde pudiera deslizarse alguna alusión. Carlos no le escuchaba; Rodolfo se daba cuenta, y seguía en la movilidad de su cara el paso de los recuerdos. Aquel rostro se iba enrojeciendo poco a poco, las aletas de la nariz latían de prisa, los labios temblaban; hubo incluso un instante en que Carlos, lleno de un furor sombrío, clavó sus ojos en Rodolfo quien, en una especie de espanto, se quedó callado. Pero pronto reapareció en su cara el mismo cansancio fúnebre.
No le guardo rencor dijo.
Rodolfo se había quedado mudo. Y Carlos, sujetando la cabeza con sus dos manos, replicó con una voz apagada y con el acento resignado de los dolores infinitos.
Incluso añadió una gran frase, la única que jamás había dicho:
¡Es culpa de la fatalidad!
Rodolfo, que había sido el agente de aquella fatalidad, reconoció un buenazo en aquel hombre en tal situación, incluso cómico y un poco vil.
Al día siguiente, Carlos fue a sentarse en el banco, en el cenador. A través del emparrado se filtraban unos rayos de sol, las hojas de viña dibujaban sus sombras sobre la arena, el jazmín perfumaba el aire, el cielo estaba azul, zumbaban las cantáridas alrededor de los lirios en flor, y Carlos se ahogaba como un adolescente bajo los vagos efluvios amorosos que llenaban su corazón apenado.
A las siete, la pequeña Berta, que no lo había visto en toda la tarde, fue a buscarlo para cenar.
Tenía la cabeza vuelta hacia la pared, los ojos cerrados, la boca abierta, y sostenía en sus manos un largo mechón de cabellos negros.
¡Papá, ven! le dijo la niña.
Y creyendo que quería jugar, lo empujó suavemente. Cayó al suelo. Estaba muerto.
Treinta y seis horas después, a petición del boticario, acudió el señor Canivet. Lo abrió y no encontró nada.
Cuando se vendió todo, quedaron doce francos setenta y cinco céntimos que sirvieron para pagar el viaje de la señorita Bovary a casa de su abuela. La buena mujer murió el mismo año; como el tío Rouault estaba paralítico, fue una tía la que se encargó de la huérfana. Es pobre y la envía, para ganarse la vida, a una hilatura de algodón.
Desde la muerte de Bovary se han sucedido tres médicos en Yonville sin poder salir adelante, hasta tal punto el señor Homais les hizo la vida imposible. Hoy tiene una clientela enorme; la autoridad le considera y la opinión pública le protege. Acaban de concederle la cruz de honor.
FIN
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A día siguiente, Carlos mandó que le trajeran a la niña. La niña le preguntó por su mamá. Le dijeron que estaba ausente, que le traería juguetes. Berta volvió a hablar de ella varias veces; después, con el tiempo, se fue olvidando. La alegría de esta niña desconsolaba a Bovary, quien, además, tenía que soportar los intolerables consuelos del farmacéutico.
Pronto volvieron los problemas de dinero, pues el señor Lheureux azuzó de nuevo a su amigo Vinçart, y Carlos se empeñó en sumas exorbitantes; porque jamás quiso dar permiso para vender el menor de los objetos que le había pertenecido. Su madre se desesperó por esto. Carlos se indignó más que ella. Había cambiado por completo. La madre abandonó la casa.
Entonces todo el mundo empezó a aprovecharse. La señorita Lempereur reclamó seis meses de lecciones, aunque Emma jamás había tomado ni una sola, a pesar de aquella factura pagada que había mostrado a Bovary: era un acuerdo entre ellas dos; el que alquilaba libros reclamó tres años de suscripción; la tía Rolet reclamó el porte de una veintena de cartas, y como Carlos pedía explicaciones, ella tuvo que decirle:
¡Ah!, ¡yo no sé nada!, eran cosas suyas.
A cada deuda que pagaba, Carlos creía haber terminado, pero continuamente aparecían otras.
Reclamó a sus pacientes el pago de visitas atrasadas. Le enseñaron las cartas que su mujer había enviado. Entonces hubo que pedir disculpas.
Felicidad llevaba ahora los vestidos de la señora; no todos, pues Carlos había guardado algunos, a iba a verlos a su tocador, donde se encerraba; ambas eran más o menos de la misma estatura; a menudo, Carlos, viéndola por detrás, era presa de una ilusión y exclamaba:
¡Oh!, ¡quédate!, ¡quédate!
Pero por Pentecostés, Felicidad desapareció de Yonville, raptada por Teodoro, y llevándose todo lo que quedaba del guardarropa.
Fue por entonces cuando la señora viuda Dupuis tuvo el honor de participarle «el casamiento del señor León Dupuis, notario de Yvetot, con la señorita Leocadia Leboeuf, de Bondeville». En la felicitación que le envió Carlos escribió esta frase:
«¡Cuánto se habría alegrado mi pobre mujer!»
Un día en que, deambulando por casa sin ningún objeto, había subido al desván, notó bajo su pantufla una bolita de papel fino. Abrió y leyó: «¡Ánimo, Emma!, ¡ánimo! No quiero hacer la desgracia de su existencia.» Era la carta de Rodolfo, caída al suelo entre cajas, que había quedado allí y que el viento de la buhardilla acababa de empujar hacia la puerta. Y Carlos se quedó inmóvil y con la boca abierta en el mismo sitio en que antes, aun más pálida que él, Emma, desesperada, había querido morir. Por fin, descubrió una R pequeña al final de la segunda página. ¿Qué era esto? Recordó las asiduidades de Rodolfo, su desaparición repentina y el aire forzado que había mostrado al volver a verla después dos o tres veces. Pero el tono respetuoso de la carta le ilusionó.
«Quizás se han amado platónicamente se dijo.»
Además, Carlos no era de esos que penetran hasta el fondo de las cosas; retrocedió ante las pruebas, y sus celos inciertos se perdieron en la inmensidad de su pena.
Han debido de adorarla, pensó. Todos los hombres, sin duda alguna, la desearon. Le pareció por esto más hermosa; y concibió un deseo permanente, furioso, que inflamaba su desesperación y que no tenía límites, porque ahora era irrealizable.
Para agradarle, como si siguiese viviendo, adoptó sus predilecciones, sus ideas; se compró unas botas de charol, empezó a ponerse corbatas blancas. Ponía cosmético en sus bigotes, firmó como ella pagarés. Emma lo corrompía desde el otro lado de la tumba.
Tuvo que vender la cubertería de plata pieza a pieza, después vendió los muebles del salón. Todas las habitaciones se desamueblaron; pero su habitación, la de Emma, quedó como antaño. Después de la cena, Carlos subía allí. Empujaba hacia la chimenea la mesa redonda y acercaba su sillón. Se sentaba enfrente. Ardía una vela en uno de los candelabros dorados. Berta, al lado de su padre, coloreaba imágenes.
El pobre hombre sufría al verla mal vestida, con sus botas sin cordones y la sisa de sus blusas rota hasta las caderas, pues la asistenta apenas se preocupaba de ella. Pero la niña era tan dulce, tan simpática, y su cabecita se inclinaba tan graciosamente dejando caer sobre sus mejillas rosadas su abundante cabellera rubia, que un deleite infinito le invadía, placer todo mezclado de amargura como esos vinos mal elaborados que huelen a resina. Carlos le arreglaba sus juguetes, le hacía muñecos de cartón o recosía el vientre roto de sus muñecas. Y cuando sus ojos tropezaban con la caja de la costura, con una cinta que arrastraba o incluso con un alfiler que había quedado en una ranura de la mesa, se quedaba pensativo, y parecía tan triste, que la niña se entristecía con él.
Ahora nadie venía a verlos, pues Justino se había fugado a Rouen, donde se empleó en una tienda de ultramarinos, y los hijos del boticario visitaban cada vez menos a la niña, sin que el señor Homais se preocupase, teniendo en cuenta la diferencia de sus condiciones sociales, por prolongar la intimidad.
El ciego, a quien no había podido curar con su pomada, había vuelto a la cuesta del Bois Guillaume, donde contaba a los viajeros el vano intento del farmacéutico, a tal punto que Homais, cuando iba a la ciudad, se escondía detrás de las cortinas de «La Golondrina» para evitar encontrarle. Lo detestaba, y por interés de su propia reputación, queriendo deshacerse de él a todo trance, puso en marcha un plan secreto, que revelaba la profundidad de su inteligencia y la perfidia de su vanidad. Durante seis meses consecutivos se pudo leer en el Fanal de Rouen sueltos de este género:
«Todas las personas que se dirigen hacia las fértiles tierras de la Picardía habrán observado sin duda, en la cuesta del Bois Guillaume, a un desgraciado afectado de una horrible llaga en la cara. Importuna, acosa y hasta cobra un verdadero impuesto a los viajeros. ¿Acaso estamos todavía en aquellos monstruosos tiempos de la Edad Media, en los que se permitía a los vagabundos exhibir por nuestras plazas públicas la lepra y las escrófulas que habían traído de la cruzada?»
O bien:
«A pesar de las leyes contra el vagabundeo, las proximidades de nuestras grandes ciudades continúan infestadas de bandas de mendigos. Algunos circulan aisladamente y, quizás, no son los menos peligrosos. ¿En qué piensan nuestros ediles?»
Después Homais inventaba anécdotas:
«Ayer, en la cuesta del Bois Guillaume, un caballo espantadizo...» Y seguía el relato de un accidente ocasionado por la presencia del ciego. La campaña resultó tan bien que encarcelaron al ciego. Pero lo soltaron. Volvió a empezar, y Homais también recomenzó. Era una lucha. Venció Homais, pues su enemigo fue condenado a una reclusión perpetua en un asilo.
Este éxito lo envalentonó, y desde entonces no hubo en el distrito un perro aplastado, un granero incendiado, una mujer golpeada, de lo que no diese inmediato conocimiento al público, siempre guiándose por el amor al progreso y el odio a los sacerdotes. Establecía comparaciones entre las escuelas primarias y los hermanos de San Juan de Dios, en detrimento de estos últimos, recordaba la noche de San Bartolomé a propósito de una asignación de cien francos hecha a la iglesia, y denunciaba abusos, tenía salidas de tono. Era su estilo. Homais minaba; se hacía peligroso.
Sin embargo, se ahogaba en los estrechos límites del periodismo, y pronto sintió necesidad del libro, de la obra literaria. Entonces compuso una Estadística general del cantón de Yonville, seguida de observaciones climatológicas; y la estadística le llevó a la filosofía. Se preocupó de las grandes cuestiones: problema social, moralización de las clases pobres, piscicultura, caucho, ferrocarriles, etc. Llegó a avergonzarse de ser burgués. Se daba aires de artista, fumaba. Se compró dos estatuitas chic Pompadour para decorar su salón.
No salía de la farmacia; al contrario, se mantenía al corriente de los descubrimientos. Seguía el gran movimiento de los chocolates. Fue el primero que trajo al Sena Inferior cho ca y revalencia. Se entusiasmó por las cadenas hidroeléctricas Pulvermacher(l); él mismo llevaba una, y por la noche, cuando se quitaba su chaleco de franela, la señora Homais quedaba totalmente deslumbrada ante la dorada espiral bajo la cual desaparecía su marido y sentía redoblar sus ardores por aquel hombre más amarrado que un escita y deslumbrante como un mago.
l. Era una cadena de cobre y zinc inventada por Pulvermaches, cuyo principio era la utilización de la pila de Volta para fines médicos.
Tuvo bellas ideas a propósito de la tumba de Emma. Primeramente propuso una columna truncada con un ropaje, después una pirámide, después un templo de Vesta, una especie de rotonda..., o bien «un montón de ruinas». Y en todos los proyectos, Homais se aferraba a la idea del sauce llorón, al que consideraba como símbolo obligado de la tristeza.
Carlos y él hicieron juntos un viaje a Rouen para ver sepulturas en un taller de marmolista, acompañados de un artista pintor, un tal Vaufrylard, amigo de Bridoux, y que pasó todo el tiempo contando chistes. Por fin, después de examinar un centenar de dibujos, pedir presupuesto y de hacer un segundo viaje a Rouen, Carlos se decidió por un mausoleo que debía llevar sobre sus dos caras principales «un genio sosteniendo una antorcha apagada».
En cuanto a la inscripción, Homais no encontraba nada tan bonito como: Sta, Viator(2), y no pasaba de ahí; se devanaba los sesos, repetía continuamente: Sta, Viator... Por fin, descubrió: amabilem conjugem calcas!; que fue adoptada.
2. Sta, Viator: amabilem conjugem calcas: Detente, viajero: estás pisando a una amante esposa.
Una cosa extraña es que Bovary, sin dejar de pensar en Emma continuamente, la olvidaba; y se desesperaba al sentir que esta imagen se le escapaba de la memoria en medio de los esfuerzos que hacía para retenerla. Cada noche, sin embargo, soñaba con ella; era siempre el mismo sueño: se acercaba a ella, pero cuando iba a abrazarla, se le caía deshecha en podredumbre entre sus brazos.
Lo vieron durante una semana entrar por la tarde en la iglesia. El señor Bournisien le hizo incluso dos o tres visitas, después lo abandonó. Por otra parte, el cura volvía a la intolerancia, al fanatismo, decía Homais; anatematizaba el espíritu del siglo, y no se olvidaba, cada quince días, en el sermón, de contar la agonía de Voltaire, el cual murió devorando sus excrementos, como sabe todo el mundo.
A pesar de la estrechez en que vivía Bovary, estaba lejos de poder amortizar sus antiguas deudas. Lheureux se negó a renovar ningún pagaré. El embargo se hizo inminente. Entonces recurrió a su madre, que consintió en dejarle hipotecar sus bienes, pero haciendo muchos reproches a Emma, y le pidió, en correspondencia a su sacrificio, un chal salvado de las devastaciones de Felicidad. Carlos se lo negó. Se enfadaron.
La madre dio los primeros pasos para la reconciliación proponiéndole llevarse consigo a la niña, que le ayudaría en la casa. Carlos aceptó. Pero en el momento de partir no tuvo fuerzas para dejarla. Entonces fue la ruptura definitiva, completa.
A medida que sus amistades desaparecían, se estrechaban más los lazos de amor con su hija. Sin embargo, la niña le preocupaba, pues a veces tosía y tenía placas rojas en los pómulos.
Frente a él se mostraba, floreciente y risueña, la familia del farmacéutico, a la que todo sonreía en la vida. Napoleón ayudaba a su padre en el laboratorio, Atalía le bordaba un gorro griego, Irma recortaba redondeles de papel para tapar las confituras, y Franklin recitaba de un tirón la tabla de Pitágoras. Era el más feliz de los padres, el más afortunado de los hombres.
¡Error!, una ambición sorda le roía: Homais deseaba la cruz(3). No le faltaban títulos, se decía:
Primero, haberse destacado por una entrega sin límites cuando el cólera. Segundo, haber publicado y por mi cuenta diferentes obras de utilidad pública, tales como... (y recordaba su memoria titulada De la sidra, de su fabricación y de sus efectos además, observaciones sobre el pulgón lamígero, enviadas a la Academia; su volumen de estadística y hasta su tesis de farmacéutico); sin contar que soy miembro de varias sociedades científicas (lo era de una sola).
3 La cruz de la Legión de Honor Orden nacional creada por Napoleón en l802 para premiar los servicios civiles y militares prestados a la nación.
¡Por fin exclamaba haciendo una pirueta , aunque sólo fuera por haberme distinguido en los incendios!
Entonces Homais se inclinó hacia el poder. Hizo secretamente al señor prefecto varios servicios en las elecciones. Finalmente, se vendió, se prostituyó. Incluso dirigió al soberano una petición en que le suplicaba que le hiciera justicia; le llamaba nuestro buen rey y lo comparaba a Enrique IV.
Y cada mañana el boticario se precipitaba sobre el periódico para descubrir en él su nombramiento, pero éste no aparecía. Por fin, no aguantando más, hizo dibujar en su jardín un césped figurando la estrella del honor, con dos pequeños rodetes de hierba que partían de la cima para imitar la cinta. Se paseaba alrededor con los brazos cruzados, meditando sobre la ineptitud del gobierno y la ingratitud de los hombres.
Por respeto, o por una especie de sensualidad que le hacía proceder con lentitud en sus investigaciones, Carlos no había abierto todavía el compartimento secreto de un despacho de palisandro que Emma utilizaba habitualmente. Pero un día se sentó delante, giró la llave y pulsó el muelle. Todas las cartas de León estaban allí. ¡Ya no había duda esta vez! Devoró hasta la última, buscó por todos los rincones, en todos los muebles, por todos los cajones, detrás de las paredes, sollozando, gritando, perdido, loco. Descubrió una caja, la deshizo de una patada. El retrato de Rodolfo le saltó en plena cara, en medio de las cartas de amor revueltas.
La gente se extrañó de su desánimo. Ya no salía, no recibía a nadie, incluso se negaba a visitar a sus enfermos. Entonces pensaron que se encerraba para beber.
Pero a veces algún curioso se subía por encima del seto de la huerta y veía con estupefacción a aquel hombre de barba larga, suciamente vestido, huraño y llorando fuertemente mientras paseaba solo.
Por la tarde, en verano, tomaba consigo a su hijita y la llevaba al cementerio. Regresaban de noche cerrada, cuando no quedaba en la plaza más luz que la de la buhardilla de Binet.
Sin embargo, la voluptuosidad de su dolor era incompleta porque no tenía alrededor de él a nadie con quien compartirla; y hacía visitas a la tía Lefrançois para poder hablar de ella. Pero la posadera le escuchaba a medias, pues, como él, estaba apenada, ya que el señor Lheureux acababa de abrir las «Favorites du Commerce», a Hivert, que gozaba de gran reputación como recadero, exigía un aumento de sueldo y amenazaba con pasarse ua la competencia». Un día en que Carlos había ido a la feria de Argueil para vender su caballo, su último recurso, encontró a Rodolfo.
Al verse palidecieron. Rodolfo, que sólo había enviado su tarjeta, balbució primeramente algunas excusas, después se animó a incluso llegó al descaro (hacía mucho calor, era el mes de agosto) de invitarle a tomar una botella de cerveza en la taberna.
Sentado frente a él, masticaba su cigarro sin dejar de charlar, y Carlos se perdía en ensoñaciones ante aquella cara que ella había amado. Le parecía volver a ver algo de ella. Era una maravilla. Habría querido ser aquel hombre.
El otro continuaba hablando de cultivos, ganado, abonos, tapando con frases banales todos los intersticios por donde pudiera deslizarse alguna alusión. Carlos no le escuchaba; Rodolfo se daba cuenta, y seguía en la movilidad de su cara el paso de los recuerdos. Aquel rostro se iba enrojeciendo poco a poco, las aletas de la nariz latían de prisa, los labios temblaban; hubo incluso un instante en que Carlos, lleno de un furor sombrío, clavó sus ojos en Rodolfo quien, en una especie de espanto, se quedó callado. Pero pronto reapareció en su cara el mismo cansancio fúnebre.
No le guardo rencor dijo.
Rodolfo se había quedado mudo. Y Carlos, sujetando la cabeza con sus dos manos, replicó con una voz apagada y con el acento resignado de los dolores infinitos.
Incluso añadió una gran frase, la única que jamás había dicho:
¡Es culpa de la fatalidad!
Rodolfo, que había sido el agente de aquella fatalidad, reconoció un buenazo en aquel hombre en tal situación, incluso cómico y un poco vil.
Al día siguiente, Carlos fue a sentarse en el banco, en el cenador. A través del emparrado se filtraban unos rayos de sol, las hojas de viña dibujaban sus sombras sobre la arena, el jazmín perfumaba el aire, el cielo estaba azul, zumbaban las cantáridas alrededor de los lirios en flor, y Carlos se ahogaba como un adolescente bajo los vagos efluvios amorosos que llenaban su corazón apenado.
A las siete, la pequeña Berta, que no lo había visto en toda la tarde, fue a buscarlo para cenar.
Tenía la cabeza vuelta hacia la pared, los ojos cerrados, la boca abierta, y sostenía en sus manos un largo mechón de cabellos negros.
¡Papá, ven! le dijo la niña.
Y creyendo que quería jugar, lo empujó suavemente. Cayó al suelo. Estaba muerto.
Treinta y seis horas después, a petición del boticario, acudió el señor Canivet. Lo abrió y no encontró nada.
Cuando se vendió todo, quedaron doce francos setenta y cinco céntimos que sirvieron para pagar el viaje de la señorita Bovary a casa de su abuela. La buena mujer murió el mismo año; como el tío Rouault estaba paralítico, fue una tía la que se encargó de la huérfana. Es pobre y la envía, para ganarse la vida, a una hilatura de algodón.
Desde la muerte de Bovary se han sucedido tres médicos en Yonville sin poder salir adelante, hasta tal punto el señor Homais les hizo la vida imposible. Hoy tiene una clientela enorme; la autoridad le considera y la opinión pública le protege. Acaban de concederle la cruz de honor.
FIN
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